La pastora Delia predica para un puñado de hermanos que se han reunido un domingo a la noche, como todos los domingos a la noche, en la iglesia Emanuel del barrio YPF de la Villa 31. La iglesia es de confesión evangélica y desde afuera no parece tal, sino una casa cualquiera, un depósito o lo que sea que pudiera esconderse entre esas cuatro paredes que forman una caja de dos pisos con un portón al frente. En el año 1989 la propia pastora y su marido (de quien hoy está separada) levantaron este sueño de fe y ladrillos en un terreno que habían conseguido en el centro geográfico de ese prolongado caserío embarrado que era, y que no ha dejado de ser, la Villa 31. Fundaron su templo sobre la calle 9, que cruza al barrio de punta a punta, y no se ruborizaron cuando tuvieron que administrar las reuniones cristianas en la cocina. Más tarde el asunto adquirió su forma actual: la iglesia abajo, la casa arriba. Ahora la pastora habla desde el púlpito. Su presencia fuerte atrae las miradas. Es la única pastora de la villa y una de las pocas en todo el campo evangélico que no necesitan de un hombre a su lado. Predica con vehemencia y dulzura: amén, dice, amén y gloria a Dios. Y los vecinos repiten: amén.
La pastora tiene su Biblia abierta en Mateo 8:5-13, “Jesús sana al siervo de un centurión”. El Libro —que es un viejo ejemplar Thompson con ayudas históricas, mapas y aclaraciones al pie, leído y releído mil veces— es una herramienta de trabajo que la acompaña desde los inicios de la década de 1990, cuando un compañero del Instituto Bíblico Río de la Plata se lo regaló antes de marcharse a Alejandro Korn. La pastora Delia lee para su público los versículos y habla del poder de la fe porque ese es el tema de hoy.
Afuera, la Villa 31 se agita. No duerme nunca. Hace un rato que es de noche y la gente va y viene, las bicicletas brincan en las calles de tierra y once contra once disputan un partido de fútbol a un par de cuadras de la reunión evangélica. “Jesús tiene autoridad sobre la enfermedad y aún sobre la muerte”, dice la pastora, y decide contar una vez más la historia de su hijo, un testimonio que demuestra y educa.
Detrás de ella, bajo un cortinado celeste, los músicos de la iglesia la escuchan con atención. Entre ellos está Daniel, que toca la batería eléctrica y canta. Sus rulos caen como una avalancha negra sobre su mirada juvenil y tal vez sospecha que su madre está por contar de nuevo su peripecia. Tal vez se convence de eso cuando la escucha decir: “Ustedes lo ven a Daniel y tiene 18 años, pero Daniel cuando tenía 4 años tuvo un paro cardiorrespiratorio. Estuvo muerto 25 minutos y aún con los electroshocks él no resucitaba…”.
Jesús tiene autoridad sobre la enfermedad y aún sobre la muerte”, dice la pastora, y decide contar una vez más la historia de su hijo, un testimonio que demuestra y educa.
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Marcelina Ríos, que había nacido en el año 1853, ingresó en el territorio argentino luego de marchar durante unos cuantos días por los caminos selváticos del sur del Brasil. Los kilómetros de tierra roja y la vegetación exuberante no la amedrentaron para dejar atrás su vida en aquel país y probar suerte del otro lado de la frontera. El viaje fue extenuante: se inició en Brasil, atravesó Paraguay y terminó en el Chaco. Marcelina cruzó montes impenetrables, esteros y riachos en una carreta con siete hijos, dos bueyes y una olla de hierro negra, enorme, con la que cocinaba en el camino. Se asentó a más de cien kilómetros de la ciudad de Resistencia, en un caserío que algunos conocían como El Zapallar por los zapallos formidables que cultivaban los indios, y se acostumbró a escuchar el correteo nocturno de los chanchos de monte y los osos hormigueros ocultos entre quebrachos colorados y blancos, algarrobos y guayaibíes.
La recién llegada no encontró un pueblo, sino un puñado de ranchos, pero supo que ese era su destino. Pronto conoció al italiano Domingo Pentenero, el dueño del almacén con el que se había iniciado la colonización en 1905; a los hijos de Pentenero, amigos e intérpretes de los tobas; al español Fernando Carrasco, que había llegado a la comarca convencido de que estaba en el mejor lugar para hacerse la América; y al cacique Baratillo, que resultó ser un aliado de los colonos y no el salvaje que muchos de ellos esperaban confrontar. Un par de años más tarde llegó un agrimensor sueco, Ulrico Greiner, enviado por el gobierno provincial para dividir las tierras: a cada uno le tocaban 25 hectáreas.
Marcelina trabajó su rancho sin descanso, al tiempo que olvidaba su pasado pobre en Brasil. En Argentina llegó a tener sus vacas y sus peones paraguayos, ebrios y maleducados, a los que tuvo que domar sin la ayuda de nadie. Progresó rápidamente y se hizo respetar. Y dejó entrever, unas pocas veces, que el secreto de su éxito no venía de una devoción por Dios que no tenía (aunque cien años más tarde su tataranieto Daniel sería objeto de un milagro al volver a la vida luego de un paro cardiorrespiratorio), sino de un compromiso con el diablo.
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Para acompañar a la pastora Delia hay que creer. Para entrar en su mundo hay que creer. Para dejarse llevar por sus historias hay que creer. Desde el púlpito ella predica y de vez en cuando advierte: “¿Pueden creerlo? ¿Sí? Amén”. Y los hermanos dicen “amén” porque no dudan, ni siquiera cuando Delia trae el ejemplo de la resurrección de su hijo. Cuando a los 4 años Daniel tuvo un paro cardiorrespiratorio, su madre se desesperó. Todo ocurrió en este mismo recinto en el que ahora transcurre la reunión evangélica. El chico desfalleció arriba, donde está la vivienda, y Delia lo bajó, desesperada por ayuda, pero en un momento de claridad se dio cuenta de que nadie iba a poder sacar a Daniel de su trance mortal. Sólo Jesucristo. La pastora cerró entonces la puerta y se arrodilló ante el cuerpito inmóvil, y pidió con todo su fervor: “Señor, tomame mi vida a cambio de la de mi hijo”.
Ahora, mientras cuenta la anécdota, su auditorio la escucha conteniendo el aliento. Ya pasaron los himnos en clave de cumbia y de rock. Una vecina pidió el micrófono y cantó con una maravillosa voz que no tenía nada que envidiarle a la de Celia Cruz. También hubo adoración de ojos cerrados y palmas al aire. La prédica llega entonces como una brisa.
El chico desfalleció arriba, donde está la vivienda, y Delia lo bajó, desesperada por ayuda, pero en un momento de claridad se dio cuenta de que nadie iba a poder sacar a Daniel de su trance mortal. Sólo Jesucristo.
“Yo seguía orando cuando apareció un patrullero por la puerta de mi casa”, continúa la pastora. “Salí y me subí con Daniel sin pedir permiso. El oficial se asustó y yo lloraba, pero le pedí que me llevara al Hospital Ferroviario. Cuando llegamos pusieron a Daniel en la camilla y le hicieron electroshocks, pero habían pasado 25 minutos y el médico me dijo ‘Señora, su hijo ya no va a vivir’, y yo le decía ‘No, él vive, él vive’ y ahí vi que Daniel saltaba en la camilla. ‘¡Está vivo!’, le dije… ‘¡Es imposible! ¿Cómo puede ser?’, decía el médico. En esos 25 minutos, Daniel tuvo una experiencia con Dios. Él dijo que veía su cuerpo tirado y a mí, gritándole que volviera a la vida. Y Daniel le agarró la mano al Señor, caminó por una casa de piedra y Él le dijo ‘Tenés que volver’; ‘No, no quiero volver’, le respondió Daniel. ‘¿Por qué voy a volver?’. Entonces el Señor tomó mi corazón, se lo puso en la mano y le dijo ‘Por este corazón tenés que volver’. Y él volvió. Todo eso lo vio con sus cuatro años, sin tener idea de lo que era la paz, pero después me dijo ‘Mamá, yo no quería dejar esa paz que había en el cielo’. Y hoy Daniel vive. Y eso es por la autoridad que tiene Jesucristo sobre toda circunstancia de nuestras vidas, aún sobre la muerte. Como Lázaro, que anduvo después de tres días, que ya estaba podrido y tenía olor, yo le pedí ‘Señor, devolvele la vida a Daniel’, y Él se la devolvió. Aunque su mundo esté hecho pedazos, hermano, confíe. ¡Busque a Dios, no busque en otro lado! Golpee la puerta del Señor. Podemos tener fe en medio de la tormenta, amén. ¿Qué les parece si damos todos un fuerte aplauso al Señor? Amén. Vamos a persistir, hermanos. Acérquese creyendo que hay algo para usted, créale al Señor en esta noche”.
No, él vive, él vive’ y ahí vi que Daniel saltaba en la camilla. ‘¡Está vivo!’, le dije… ‘¡Es imposible! ¿Cómo puede ser?’, decía el médico.
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Del otro lado de la frontera no era cosa rara eso de hacer pactos con el diablo. La práctica existía en los cultos afrobrasileños que echaban raíces enmarañadas hacia los tiempos de los conquistadores y las galeras llenas de esclavos. Marcelina Rios, como muchos de sus vecinos gaúchos, había hecho un pacto para prosperar. Tal vez por eso las tierras de El Zapallar que le habían tocado eran tan fértiles y sus siete hijos crecían tan fuertes. Dios, en cambio, quedaba para los devotos del sacrificio y la sequía. Él proveía, pero exigía. El diablo no. El diablo no necesitaba del esfuerzo de nadie.
Los colonos del Chaco descubrieron, en seguida, los poderes que había desarrollado Marcelina. El italiano Domingo Pentenero y el español Fernando Carrasco, que la habían recibido en el pueblo como buenos vecinos, escribían en sus cartas al Viejo Mundo que convivían con una curandera. Marcelina sanaba. Los peones paraguayos acudían con hernias y dolores de todo tipo, portando en sus cuerpos el rastro deforme del trabajo, y Marcelina los devolvía sanos. “Un milagro”, decían algunos entre caña y caña. Pero Marcelina sabía que el único que curaba de verdad era Dios y que lo suyo era, apenas, imitación profana.
Los años pasaron y la curandera envejeció. Una de sus hijas, María, le dio una nieta: Olga. Y Olga, una bisnieta: Delia, que nació cuando Marcelina ya tenía más de cien años. En la década de 1960 El Zapallar era una incipiente ciudad en la que todo había cambiado, incluso su nombre: pasó a llamarse como otros mil pueblos argentinos —General José de San Martín—. Pero Marcelina había sabido mantener su pacto. Por eso, aun empequeñecida y arrugada, podía realizar prodigios extraordinarios: la ceguera le había dejado los ojos en blanco pero igual adivinaba el color de la ropa; y dos veces por semana se levantaba de la cama en medio de la noche y caminaba hasta un gomero para danzar a su alrededor. Su bisnieta la espiaba por la ventana y no podía creer lo que estaba presenciando. Pero, a diferencia de los peones paraguayos, sabía que eso no era un milagro.
Del otro lado de la frontera no era cosa rara eso de hacer pactos con el diablo. La práctica existía en los cultos afrobrasileños que echaban raíces enmarañadas hacia los tiempos de los conquistadores y las galeras llenas de esclavos.
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A veces Delia recuerda a su bisabuela y se pregunta, todavía hoy, cómo hacía. Aquella nena que se sorprendía de noche se ha convertido en una señora madura y autosuficiente: “Yo soy una mujer laburante, que no le debe el azúcar a nadie”, le gusta decir, conciente de que debe defender con su testimonio el lugar que ocupa. La pastora trabaja en uno de los jardines de infantes más enraizados en el barrio (el Bichito de Luz), donde da clases de apoyo escolar; estudia la carrera de Trabajo Social en la Universidad Popular de las Madres de Plaza de Mayo; cuida a sus tres hijos (Rebeca, de 14 años; Daniel, de 18; y Ezequiel, de 22); y se ocupa del ministerio evangélico. Para eso se levanta temprano y ora por todos los miembros de la iglesia, y a veces los visita para ver cómo andan. Un anciano la ayuda, de vez en cuando, llevando un carrito con parlantes: salen juntos por el barrio y predican la Palabra. Si tienen éxito, alguien les preguntará a dónde queda la iglesia e irá a una reunión.
Pero no siempre fue así. Primero, Delia tuvo que ser la esposa del pastor Antonio. Se habían conocido en una gran reunión evangélica en el Obelisco, cuando él no era más que un obrero de la iglesia. Antonio la convenció de ir a predicar a la Villa 31 un día del año 1989, cuando todavía vivían en Quilmes: “Tuve una visión”, le dijo. “En un sueño, Dios me mostró un lugar detrás de la terminal de ómnibus en el que se necesita una iglesia evangélica porque no hay ninguna”. Delia le creyó —porque vive en un mundo en el que hay que creer— y lo acompañó a recorrer ese caserío humilde al que ni siquiera sabía que le decían “Villa 31”. Descubrió que la visión era correcta: en el barrio del legendario Padre Carlos Mugica quedaba en pie la capilla de Cristo Obrero que él había fundado en 1970, pero no había ninguna iglesia evangélica.
Yo soy una mujer laburante, que no le debe el azúcar a nadie”, le gusta decir, conciente de que debe defender con su testimonio el lugar que ocupa.
Pronto, Delia y Antonio se asentaron en la casa de la calle 9. Los primeros años fueron de dicha y expansión. De vacas gordas. Sin embargo, los siguientes fueron de discusión y de separación: Antonio dejó el hogar y Delia lloró sin parar y perdió 35 kilos, pero se aferró a la oración para salir adelante y lo logró. Antonio se había retirado de su vida, pero no de la iglesia que él también había fundado. Recién en el año 2008, después de abrir y de cerrar las puertas muchas veces, Delia se hizo cargo sola y por completo. “Me costó muchísimo porque nos enseñan que el hombre es la cabeza y que nosotras, las esposas, tenemos que ayudarlo”, dirá si le preguntan, y recordará a los que se decepcionaban por escuchar la prédica de una mujer. “Dios usa al hombre y a la mujer de la misma manera”, opinará, “porque lo que de verdad importa es la consagración, la santificación y la entrega de cada uno”.
Para Delia, que había llegado a la Villa 31 con un hijo en brazos y en la recta final de sus veintitantos, los años no pasaron en vano: tuvo dos más, los crió, se separó de su marido y decidió continuar su camino sola. Su vida evolucionaba al tiempo que la villa crecía, impulsada por la llegada de los nuevos inmigrantes en la década del noventa: los paraguayos, que le rezaban a la Virgen de Caacupé en una zona profunda de la 31 conocida como Barrio Chino; y los bolivianos, que veneraban a la Virgen de Copacabana en Güemes, el conjunto de manzanas más cercano a la terminal de ómnibus.
Pero detrás de todo ese movimiento también existía un basamento oscuro que no se alteraba: “las legiones de los demonios” —en palabras de la pastora—, que nunca abandonaron la Villa 31. Delia no se cansó de combatir a los males que brotaban y se reproducían sin parar: la droga, el alcohol, la violencia y el delito, que ella concebía como principados de las tinieblas. En el campo de batalla villero la pastora libró la guerra espiritual con el temple de un soldado valeroso: convivió en la iglesia con adictos que lloraban y gritaban para irse, a la vez que le pedían ayuda para redimirse; predicó para más de un ladrón arrepentido; y forcejeó con un alcohólico que salía con un revólver a robar vagones cargados de whisky en los galpones de Retiro. Hoy ese tipo es un pastor al que ella suele referirse como “un testimonio vivo del poder de Dios”. La iglesia donde predica no está tan lejos.
Pero detrás de todo ese movimiento también existía un basamento oscuro que no se alteraba: “las legiones de los demonios” —en palabras de la pastora—, que nunca abandonaron la Villa 31.
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Al atardecer la ronda de mate giraba con las palabras. Marcelina hablaba con su hija, su yerno y su bisnieta. La anciana curandera era charlatana y le gustaba repetir la escena cada día, aprovechando durante el verano las visitas de la niña, que ya se había ido a vivir a Buenos Aires con su madre. Esas conversaciones quedaron fijadas, para siempre, en la memoria de Delia. Pero también quedaron otras palabras, más raras, más peligrosas: “Yo hice un trato y después de que me muera vos vas a tener mi poder”, le decía la vieja. La bisnieta trataba de seguirle la charla, pero en realidad no entendía de qué hablaba.
El siglo largo que Marcelina había vivido se reflejaba en su rostro con arrugas profundas. Los rulos de su cabello persistían en un rodete de canas blanquísimas. El final se acercaba y ella lo intuía. Antes de morir le dejó a su hija, María, una de sus posesiones más preciadas: el santo innombrable, un esqueleto de capa roja en una cajita de vidrio. María lo colocó junto a su virgencita de oro de Itatí y a otro montón de imágenes de santos oficiales y paganos. Para su bisnieta, Marcelina redactó una carta, donde le explicaba cómo administrar sus poderes negros. “Sólo después de que yo me muera vas a poder leerla”, le había indicado en uno de sus últimos encuentros.
Marcelina se fue con 117 años, en 1970.
Delia encontró la carta debajo de su almohada, pero el impacto fue tan grande que no se animó a leerla. Tenía miedo. No quería enterarse del secreto. Rompió el sobre sin abrirla y tiró los papelitos bien lejos.
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Quince años más tarde Delia recordó a su bisabuela. Por entonces, vivía en el barrio de Once y era cajera en un supermercado. Dios no estaba entre sus intereses. Se deprimía fácil, le dolía el cuerpo casi todos los días y había intentado quitarse la vida dos veces: la primera, con un cuchillo en las venas; la segunda, con una sobredosis de Valium. La última vez que pensó en suicidarse —arrojándose al vacío desde la ventana— fue interrumpida por un timbrazo. Del otro lado del portero eléctrico, un amigo le proponía ir a la gran reunión evangélica del Obelisco del 2 de febrero de 1985. Delia aceptó porque su amigo le habló de un tipo que tocaba a la gente y la aliviaba, y ella tenía más confianza en los sanadores que en los evangélicos, a quienes consideraba un grupo de farsantes.
Esta es la historia de Delia. Este es el gran final. Y para que todo lo anterior tenga validez, aquí también habrá que creer: en el Obelisco había miles de personas y Delia, que acababa de llegar con su amigo, se abrió paso hasta meterse en una ronda de oración. El pastor se fijó en ella y le apoyó la mano en la frente al tiempo que le aseguró: “Jesús te ama”. Todavía hoy Delia se acuerda de aquellas palabras: le sonaron cercanas, le dieron confianza como si Jesús fuera un amigo más.
La mano del pastor comenzó a quemarle cuando se inició la manifestación. Su propia manifestación: Delia se arrastraba como una víbora y se elevaba del piso. Ella no lo recuerda, porque entonces perdió la razón, pero los hermanos se lo contaron y con eso es suficiente. Su alma estaba negra y la lucha eterna entre el Bien y el Mal se había desencadenado, sin aviso, en su ser.
“Jesús te ama” había dicho el pastor.
Y Delia estaba endemoniada con la herencia de Marcelina.
“Jesús te ama” habían sido sus palabras acogedoras.
Y después Delia lo entendió mejor porque recurrió a la Biblia: la tercera y la cuarta generación de descendientes de un brujo serán malditas. Es así. Está escrito. El pacto perdura hasta los bisnietos y sólo Dios lo puede romper.
“Jesús te ama” resonó en la cabeza de Delia desde entonces.
Y durante tres meses asistió a la iglesia para ser liberada. La tarea no fue fácil. Pero al final el demonio fue derrotado y ella logró pronunciar la frase que demostraba su redención: “¡La sangre de Cristo tiene el poder!”. Poco después le contó a los hermanos que se sentía mejor: “El bicho no se me manifestaba casi nunca. Yo podría haber estado toda la vida endemoniada, sin darme cuenta, pero seguro que no iba a llevar una vida feliz”. Ellos le pidieron más detalles, pero Delia no tenía mucho para agregar. Sólo palabras de asco: “Parecía una cosa peluda adentro mío…”.
Su propia manifestación: Delia se arrastraba como una víbora y se elevaba del piso. Ella no lo recuerda, porque entonces perdió la razón, pero los hermanos se lo contaron y con eso es suficiente.
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Vivir y morir al borde de lo extraordinario y lo milagroso también forma parte del trabajo de la pastora, tanto como salir a predicar por las calles sinuosas del barrio o levantarse temprano para orar. Ella cree con entusiasmo porque confía en Jesús sin necesidad de preguntarse —jamás— si hay otros caminos. Y en ese sentido la Villa 31 también puede ser uno de los campos de batalla que han elegido Dios y el diablo para disputarse el mundo. Entonces Delia no pierde el tiempo: desparrama sus experiencias a los cuatro vientos, convencida de que alguien las recogerá y sentirá la misma calidez que sintió ella cuando un pastor desconocido le declaró que Jesús la amaba.
El domingo a la noche la reunión evangélica llega a su fin luego de dos horas intensas y catárticas. Los hermanos se saludan entre sí con respeto y se retiran mientras los músicos guardan sus instrumentos. La pastora prepara café para los pocos que se quedan un rato más y cuando vuelve reparte las tacitas y se queda con la última. El café humea y beben de a sorbos. Para algunos, el desencantamiento del mundo retornará muy pronto, cuando amanezca y la rutina del lunes se imponga.
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