«Lluvia cayendo sobre un tejado de zinc» es el nombre de una grabación de ocho horas disponible gratis en Youtube para esos tiempos del dolor en que casi lo único que se puede escuchar —sin que se demuela el mundo alrededor— es el sonido de unas gotas golpeando las chapas. Porque si en la casa eran dos y ahora queda uno, porque si quien elegía la música de las mañanas y las noches ya no está, un sólo acorde de aquellas canciones que importaron bastaría para traer al presente un pasado largo que es necesario acallar. Esa debe ser una de las secuelas más tristes del amor cuando falla: que la música de esa historia de amor se apaga también. Se apaga y no se sabe cuánto tiempo pasará hasta que pueda escucharse otra vez. Ni Gershwin, ni Charlie, ni Chico, ni Lennon, ni Jarret, ni Piaf, ni McCartney, ni Dylan, ni Bach, ni Sandro, ni Cohen, ni Cantilo, ni Waits.
Esa debe ser una de las secuelas más tristes del amor cuando falla: que la música de esa historia de amor se apaga también. Se apaga y no se sabe cuánto tiempo pasará hasta que pueda escucharse otra vez. Ni Gershwin, ni Charlie, ni Chico, ni Lennon, ni Jarret, ni Piaf, ni McCartney, ni Dylan, ni Bach, ni Sandro, ni Cohen, ni Cantilo, ni Waits
Es el silencio o la lluvia cayendo sobre el tejado de zinc. Hay un personaje de Julian Barnes —el protagonista de su última novela, La única historia— que anota en una libreta posibles definiciones del amor. Previsibles, horrendas, cursis. A medida que pasan los años, las revisa y las va tachando. Y cuando ya es un hombre maduro, cuando ya perdió a ese amor que tantas veces trató de definir con desesperación, lo único que sobrevive en su libreta es una frase que dice que quizás el amor no se puede encerrar en una frase, que quizás solo un relato puede hacerlo. Tal vez pase algo parecido con la música, y cada canción que se elige y se siente como propia sea —sin que importe demasiado la crítica erudita— por la forma única con que logra condensar lo más simple y extraordinario de una vida. Tal vez la música, como el amor, sea una trama de coincidencias y complicidades. La diferencia es que ahí donde el amor falla, la música sigue intacta. Intacta, bestial y temible: la testigo cruel y perenne de lo que ha sido y ya no es. Por eso está muy bien el magnetismo inofensivo de la lluvia cayendo sobre el tejado de zinc; la repetición de ese murmullo insulso, hueco de emoción y latidos; la monotonía replicándose a sí misma, anodina, vacía de sentido, completamente infeliz, igual a como pasan los días cuando falla el amor. Para eso está muy bien la «Lluvia cayendo sobre el tejado de zinc»; para quedar en blanco, inerte, una célula dormida, un fantasma incubando una vida distinta; hasta que pase la pena, hasta que emerja el coraje para volver a escuchar las canciones que importaron.
III
¿Cuál es la probabilidad de cruzarnos a esta hora, en este barrio que no es en el que habíamos vivido juntos, ni tampoco es ninguno de los dos barrios en los que, cada uno vive, ahora, por separado? Probabilidad cero coma cero cero y algo: uno, dos, tres, cuatro, ocho. Como son ocho —o nueve— los pasos que me separan de él en esta mañana de jueves. Ocho meses. Y ocho o nueve pasos. Porque ahí está él, a unos metros apenas, mientras yo camino por ese lugar por el que no caminé nunca antes; porque en estos meses cruzo la ciudad sin tomar trenes ni colectivos; porque ando a pie durante horas buscando la claridad que dicen encontrar los peregrinos en el camino. Y ahí está él, burlando la teoría de las probabilidades, el cero coma cero cero y algo. Sentado en la mesa de un bar, en la vereda, bajo el sol. Lo intuyo más que lo veo. Lo huelo. Huelo el peligro. Está moviendo los dedos, abriendo su mochila con ese gesto de desanudar las cintas de cuero que le conozco tan bien; sé que busca el estuche de sus anteojos; sé que son de marco color rojo; sé que los de marco color azul son los que deja tirados por cualquier sitio de la casa; sé lo que lleva en la mochila; sé lo que siempre se olvida. En cambio, nada sé de la mujer que lee el diario a su lado a las 9:30 de la mañana. El pelo negro, una camisa blanca y regia; lleva puesto —ella— un gesto en su pose que dice: este café de mañana es la coda de la noche que pasé con el hombre que tengo enfrente de mí; sí, ese que está desanudando las cintas de su mochila de cuero. Mientras leo el gesto de la mujer de camisa blanca, mientras trato de descifrar si el café de mañana y la noche y la coda me los estoy inventando —o qué—, él levanta los ojos. Y me ve.
Es a él a quien le gustan los cálculos de probabilidades. No a mí. Y sin embargo, aquí estoy, enredada en palabras que empiezan con I. Inverosímil (mi acto de haberlo dejado), irreversible (lo que no quería que fuera y parece ser), impenetrable (el muro que él ha levantado), imposible (que hayamos llegado hasta aquí), improbable (este encuentro injusto para los dos).
A él le preguntaría —mientras avanzo por la vereda, cada vez más cerca de la mesa que está sobre el lado izquierdo de mi camino— qué valor le hubiese otorgado a la probabilidad de que un encuentro así ocurriera trece horas después de haberle enviado por mail una carta de amor; de un amor en estado indefinido. Probabilidad cero como cero cero y algo. Y sin embargo. Anoche, hace trece horas, le envié por mail una carta. Por desesperación repentina. Por instinto animal. Por el impulso de unir trozos de conversaciones rotas. Necesidad de darles forma; algo que tenga sentido; un intento ciego, de antemano fallido.
Y sin embargo, aquí estoy, enredada en palabras que empiezan con I. Inverosímil (mi acto de haberlo dejado), irreversible (lo que no quería que fuera y parece ser), impenetrable (el muro que él ha levantado), imposible (que hayamos llegado hasta aquí), improbable (este encuentro injusto para los dos).
El mail retomaba un intercambio de correos de unos días atrás: yo le había propuesto ver juntos Escenas de la Vida Conyugal, una película de Ingmar Bergman. Él me respondió que la había visto varias veces, que había leído el libro en uno de sus viajes de trabajo y que me había llamado por teléfono —desesperado, dijo— cuando terminó de leer la historia de Johan y Marianne: una pareja que por años cree estar viviendo una relación perfecta y que, de pronto, un día se descubren pulverizados por el desamor. “Ya la vi”, fue su respuesta a mi invitación, como si yo no lo supiera. Sobre esa última línea seca de su mail, monté el mío, que decía: “¿Por qué pensás que no recuerdo que leíste el libro y viste la película varias veces? ¿Te das cuenta? Es como dice Johan en la primera escena: son tan fáciles los malentendidos. ¿Por qué crees que pude olvidarme que me diste el libro, una mañana cuando yo estaba todavía en la cama, diciéndome que era de una tristeza infinita? Lo tuve mucho tiempo en la mesa de luz. Y no lo leí. Después sí, cuando esa tristeza infinita ya era parte de los dos. Viste esa escena, cuando ellos conversan en la cocina mientras limpian, después de que se van sus amigos, y se sienten tan orgullosos de cómo son capaces de hablar un idioma único inventado por los dos. Viste cuando después Marianne se pregunta quién es ella en realidad, cuando se anima a preguntarse qué quiere ella además de satisfacer lo que Johan —y los demás: sus hijas, sus padres— esperan de ella. O cuando ella le lee su diario íntimo y él se queda dormido en el sofá. Ella no entiende nada de lo que le pasa a él. Él no entiende nada de lo que le pasa a ella. Y a los dos les pasan cosas que los están deshaciendo.”
El mail seguía y seguía. Y al final le contaba que saldría a caminar un rato para aplacar la pena y que al volver a casa iba a comer budín de chocolate porque estaba demasiado flaca. Por la mañana, esta mañana, me desperté buscando en la casilla de correo una respuesta a mi mail, a la carta de amor. No había. Salí temprano para ir caminando a hacer una lista de trámites postergados. Caminé por un lado y por otro, hasta llegar, ahora a este barrio en la que la probabilidad de encontrarnos es cero coma cero cero cero y algo. Pero ahí está él. Burlando la teoría de las probabilidades. Lo huelo. Huelo el peligro. Está abriendo su mochila con ese gesto de desanudar las cintas de cuero que le conozco tan bien. Levanta los ojos, me ve, camina hacia mí, se acerca, me agarra de la cintura, me da un beso leve en los labios, me dice: “Gracias por el mail”. Lo miro y miro después por encima de su hombro, fijo la mirada en la mujer de la camisa blanca y regia que está de espaldas sentada en su mesa. Él sabe qué pienso —el café de mañana, la coda, la noche—; él sabe que quiero que lo niegue o lo confirme. Me mira con una tristeza infinita, me besa levemente en los labios y dice: “Hablamos, después”.
IV
En un sueño de infancia que se repetía a menudo, una nena corría por una calle sin árboles sobre el asfalto hirviente de un día de verano. Quería alcanzar a su madre para darle el zapato que se había olvidado en su casa; siempre salía tan apurada; cómo podría trabajar el día entero con un solo pie calzado. La nena corría con el zapato en la mano siguiendo como a un faro el guardapolvo celeste de oficina que vestía su madre. Iba detrás de esa huella de género almidonado. Podría jurar que sin distracciones. Y sin embargo, cuando estaba a punto de alcanzarla, ella volvía a perderse en una distancia elástica. La secuencia se repetía como pesadilla, una y otra vez, la calle sin árboles, el asfalto hirviente, la carrera inútil. Era un sueño infeliz. Siniestro en la demora de la resolución, en el tiempo viscoso de ese mientras tanto, de ese tiempo perdido en correr para alcanzar nada. No sé por qué la idea de que algo termine suele inspirar tanta sensación de dolor. El fin, tal vez, tiene demasiada fama de pena. Incontables veces volví a ese sueño de infancia para convencerme de que estaba bien —muy bien— que las cosas terminaran. Que, después de todo, mucho peor que el fin de las cosas era quedarse atrapado en una repetición insalvable, en un sinvivir, pretendiendo estacionar el tiempo, demorando el final de lo que a veces necesita, simplemente, terminar. Como en aquella pesadilla de infancia, como en aquella carrera por la calle sin árboles, infinita y en vano.
No sé por qué la idea de que algo termine suele inspirar tanta sensación de dolor. El fin, tal vez, tiene demasiada fama de pena.
V
Solía ir por ahí en una caminata sin recorrido fijo con la intención de cansarme. El agotamiento aplacaba la incomodidad y aplazaba la respuesta —siempre elusiva e incompleta— a la pregunta de cómo había sido capaz de hacer algo así: algo reprobable, perturbador, difícil de asumir como un acto propio.
Otras veces salía por ahí, efervescente, desquiciada de alegría, preguntándome cómo había sido capaz de hacer algo así: algo tan bueno, algo de lo que me sentía tan orgullosa, que podía caminar durante horas en estado de gracia.
Hasta no hace mucho, la pregunta acerca de cómo había sido capaz de hacer algo excepcional —no importa si era excepcionalmente bueno o malo— tenía que ver con un acto consumado. Bueno o malo, era algo que yo había decidido hacer.
Ya no es así.
En el último tiempo la pregunta parece invertida. Como si lo importante fuera su reverso. Salgo a caminar por ahí y, como si el paso del tiempo me apurara, ya no pienso en lo que hice sino exactamente en lo contrario: en lo que no fui capaz de hacer. Todo lo que por impericia o cobardía dejé sin vivir.
Al principio, apagué esa especie de alarma de incompletud. Ahora dejo que viaje conmigo. Que suene mientras piso las hojas secas —dándome cuenta de que piso las hojas secas— y escucho —con un detenimiento que no conocía— el canto de los pájaros. Acepto ese timbre nuevo, dulce y punzante, la inquietud que me imprime, la incitación sutil y peligrosa a animarme con lo que falta. Dejo que suene mientras camino por ahí, dejo que me vaya convenciendo, que repita una y otra vez: cómo fuiste capaz de no hacerlo, cómo fuiste capaz de no insistir.
VI
Si se escribe en Google “no puedo vivir sin”, la palabra que automáticamente completa la frase para iniciar la búsqueda es el pronombre personal “ti”. No puedo vivir sin ti. El link lleva al video de una canción española, ligera y bastante bonita de Los Ronaldos, una banda que ya no existe. Comienza así: Llevas años enredada en mis manos/En mi pelo, en mi cabeza. Es del año 2008 y debe haber sido un hit porque buena parte del resultado de la búsqueda conduce a versiones de la misma canción. Debería estar cansada de tus manos/ De tu pelo, tus rarezas, canta una española casi a capela sobre un escenario redondo de madera, en un pub con luces bajas y humo de cigarrillo. No puedo vivir sin ti /No hay manera. Y la verdad es que, si uno se deja llevar por esa voz y esa escena, da un poco de envidia. Dan ganas de volver a sentir esa punzada imposible e inocente, sentir que hay algo que puede matarte de pena. La española canta No hay manera y es una dulce mentira. Siempre hay manera. Se sobrevive pase lo que pase, muera quien se muera, se acabe el amor que se acabe. El problema no es no poder; el problema es exactamente al revés: es seguir viviendo a pesar de todo. Tal vez sería más fácil, como en la canción, creer que no. Lo trágico es que, tal vez, siempre haya una manera.
VII
Es tiempo de pandemia. El Covid-19 amenaza y se anuncia que a partir de la medianoche comenzará una estricta cuarentena de dos semanas. Falta algo más de una hora para que eso ocurra. Tomo una decisión. O toma una decisión. Tomamos una decisión con mi hija de 21 años que vive conmigo. Yo me iré al departamento de su padre; nos separamos hace un tiempo pero desde hace unos meses somos de nuevo una pareja que vive en casas diferentes. Ella se quedará en nuestro departamento con su novio. Es una decisión de autómatas, de dos mujeres que están en la mitad de un amor que todavía tiene una forma imprecisa. Dos mujeres empujadas por una fuerza helada hacia un destino de convivencia incierto; una hora antes de que empiece la cuarentena; veinticinco horas antes del día de mi cumpleaños. Me abraza. Nunca vivimos un cumpleaños separadas. Me mira. Dulce y tiesa. Tiene el pelo revuelto. Se retuerce de dudas. Yo ni siquiera eso. Me dejo llevar. Algo cambia. Ambas percibimos la metamorfosis sin resistirnos. Es ella la que actúa, la que llama al padre, al novio, la que ordena las cosas: la que espanta la parálisis. Arrogante como un cactus. Frágil. Dispuesta a cuidar a una madre. Decide. Conduce esta hora que resta antes de la entrada en vigencia de la norma sanitaria. Su padre pasará a buscarme a las 23:30; su novio llegará a esa hora. La fuerza nos arrastra y desarma. Desarmadas. Nos estamos separando de un modo que entendemos; pero no conocíamos. No es la cuarentena, no es el virus. Es el inicio de un cruce de frontera. Irreversible. Un traspaso de mando. Y me pesa tanto el peso que carga. Que ha comenzado a cargar. Empieza a cuidarme. A cuidar a su padre. A decidir qué es lo mejor para cada uno. Su novio llega y ella baja a abrir. Son las 23:30 horas en punto. En la despedida me abraza. Llora. Yo ni siquiera eso. La siento desprendiéndose de mí, dulcemente, cruda. Mañana es tu cumpleaños, me dice en el oído. Y las dos sabemos que algo ha cambiado para siempre.
VIII
Me levanto con la intención de limpiar el departamento de mi marido; por estos días de cuarentena mantengo con él una convivencia transitoria. Hace un año y medio que vive solo. Y se nota. Se ve todo limpio. Por arriba. A fondo, nada. Compré Odex. En una de las pocas salidas al supermercado que hicimos en estas dos semanas de aislamiento social. Vi el envase en medio de un sinfín de paquetes de pastas; el tarro azul con sus dibujos de destellos de plata, tan reales, tan de mi vida entera. Polvo para pulir, polvo de limpieza blanqueador. Algún arrepentido lo había dejado allí, en la góndola de fideos secos. Y sucumbí. Al Odex y a los recuerdos. De mi infancia, de mi vida con el hombre que ahora vive aquí, de mi vida sin él, de esta nueva vida juntos que compartimos viviendo en casas diferentes. De los quehaceres domésticos sólo sé limpiar. No hay rincón que se resista a mi mano enguantada. De otras cosas, nada. Nunca tuve habilidades para solucionar emergencias cotidianas, ninguna destreza para arreglar desperfectos. Con los años, eso empeoró. La capacidad de aprender es inversamente proporcional al paso del tiempo. Se apaga. A más años, menos deseo y menos paciencia. Yo limpio muy bien. Limpio con fruición. Ahora mismo, sin ser mi casa, voy corriendo muebles, adornos, libros, discos, frascos. Nada en este departamento guarda el orden y la disposición que tuvo en nuestra casa —mientras vivimos juntos— durante treinta años; ni en donde vivo desde que nos separamos. Nada se organiza del modo en que lo hice siempre, del modo en que lo haría ahora mismo. Pero me aguanto. Me ato las manos, las manías y las ganas. A pesar de que él va permitiéndome, de a poco, avanzar en su territorio. Limpio y limpio. Sin cambiar nada de sitio. Devolviendo cada cosa a su lugar. Al lugar que él eligió darles en esta, su nueva morada.