“Aquí”, me dice el chófer del colectivo en ruso, la lengua franca en este ombligo de Asia, mientras señala con el índice derecho la puerta de salida del vehículo. Han pasado poco más de 16 horas desde que salimos de Dushanbe, la capital de la exrepública soviética de Tayikistán, la más pobre y aislada del otrora estado comunista. Las altas temperaturas de las tierras bajas con sus campos sembrados de dulces melones y sandías, un par de oscuros túneles con olor a benzina que suman casi 10 kilómetros de largo, la omnipresente imagen del presidente tayiko —Emomali Rahmon— enfundado en padre de la patria, burros cargados de paja y leños, panaderías y camiones de carga provenientes de la vecina China. Todo ello antes de llegar siquiera a Darvaz, el primero de los siete distritos en que se divide políticamente la región autónoma de Gorno-Badakhshan (GBAO, por sus siglas en inglés), la puerta de entrada al Pamir, como la raíz persa de su nombre indica.
Las rodillas me lastiman, los pies me sudan, tengo los tobillos inflamados, las piernas dormidas, los brazos entumecidos, mi espalda está deshecha y mi cuello torcido, el cuerpo entero me duele. Llegar al techo del mundo, como se conoce a las montañas del Pamir, en el extremo oriental del país, nunca ha sido fácil. Hoy en día se requiere, entre otras cosas, de un permiso especial, previo pago de 50 dólares americanos, y de viajar en camionetas 4×4 con una decena de pasajeros por casi un día entero, a través de sinuosas carreteras y entre desfiladeros. Siglos y milenios atrás, de un ánimo explorador y de caravanas comerciales. Aun así, al entrar al Pamir, el corazón y la mirada permanecen intactos. La magia de esta tierra, recóndita y olvidada, surte efecto tan pronto se posan los ojos en sus cimas nevadas y rodeadas de nubes, que tornan al cuerpo más cansado en espíritu joven, hambriento e inquieto.
Con una extensión que abarca 64.200 kilómetros cuadrados, la región autónoma del GBAO representa 45% del territorio de Tayikistán, aunque alberga a menos de 3% de la población del país. Poco más de 200.000 pamires viven esparcidos entre aldeas y pueblos en este vasto paraíso terrenal repleto de picos que alcanzan más de 7 mil metros, glaciares, lagos, parques naturales, ríos, cascadas, campos de lavanda salvaje y huertos de albaricoques, manzanos y cerezos. Una minoría étnica —arios—, religiosa —chiíes de filiación ismaelita— y cultural —persas y helenísticos— que se distingue claramente del resto.
Descender del transporte público y dar esos primeros pasos en Roshan, a orillas del río Panj (que significa cinco en persa y en las siete lenguas de los Pamir, una por distrito), afluente del mítico Oxus que sirve de frontera natural entre esta parte de Tayikistán y Afganistán, es entrar a un mundo distinto. El clima, más templado, de alta montaña; los aromas, a frutos secos y almizcle; y la energía, vigorizante y eléctrica, son diferentes a los de cualquier otro rincón del país. El crepúsculo acompaña el andar de la gente por las calles hechas de terracería y piedras, los niños juegan con una rueca de madera, las mujeres cargan ollas de barro y los ancianos conversan bajo una morera. Sin embargo, el silencio reina. La aparente paz es engañosa. Parece mentira que aquí mismo, hace apenas unas semanas, el 18 de mayo para ser precisos, el ejército tayiko masacrara hasta 50 personas, muchos jóvenes entre ellos, mientras protestaban pacíficamente en la carretera principal que atraviesa la región exigiendo seguridad económica y mayores libertades políticas y de expresión, según reportaron distintos medios como The Guardian, Radio Free Europe o Le Grand Continent, citando fuentes locales. Disparos a quemarropa contra personas no armadas, olor a pólvora, llanto y lamentos acallados por un constante estado de alarma, la presencia perenne de elementos militares y policíacos, el corte de todo tipo de comunicación con el exterior. Desde aquella fatídica fecha el gobierno de Dushanbe cortó la señal de internet en las montañas del Pamir.
Todo mundo tiene miedo de hablar, en un estado represivo y autoritario es la norma, a pesar de ello, la verdad siempre se abre camino, incluso aquí, en el techo del mundo. Dicen en Roshan que una desgraciada señora se dejó morir de la pena hace un par de días, tras perder a su único hijo en la matanza de aquella jornada y no lograr enterrar su cuerpo acribillado, que fue tirado a las revueltas aguas del río por las fuerzas especiales denominadas antiterroristas por el gobierno central.
“Nadie nos oye, nadie puede escucharnos” murmura un orgulloso pamir de cejas entrelazadas con elegancia y cautivadores ojos que estriban entre el verde olivo y el gris granito, a las puertas de la casa de huéspedes donde pernocto. La luna está casi llena y he de irme a dormir, aunque sin conciliar el sueño. Mañana emprendo una ruta de senderismo por el valle de Bartang y toca ascender una docena de kilómetros montaña arriba. Habituarse a estas alturas toma tiempo para quien viene del nivel del mar, se entrecorta la respiración, sangra la nariz, prevalecen las pesadillas.
El mundo no es nada más que viento y fábula.
Abu Abdollah Djafar ibn Mohammed, Rudaki (859 – 940/41 d.C.)
“Que las constelaciones de la Vía Láctea semejen la secuenciación de nuestro ADN no es fortuito, estamos hechos de polvo de estrellas”, dice Nuredín. Nos encontramos al interior de lo que se cree fue un observatorio medieval, los restos de vasijas y pipas de barro, numeradas y clasificadas en alfabeto cirílico se confunden con pedazos de cerámica que muestra dejos de pintura azul y trozos de lapislázuli. La voz de Nuredín es poesía pura, ni la traducción borra su melódica narrativa. El hombre de 70 años porta largas barbas blancas y cofia a tono, es un campesino apasionado de su tierra, pero también de su encargo, desde que se descubriese a mediados del 2012, es el guardián del conjunto arqueológico de Karon, conocido como el Machu Pichu de Tayikistán.
Convocado por las autoridades tayikas hace casi una década, el arqueólogo Yusufsho Yukubov se topó con lo que todos los que ejercen su profesión sueñan, una ciudad perdida en pleno siglo XXI. Desde entonces, cada verano, cuando las nieves desaparecen, trabaja en las excavaciones de este vasto complejo situado en lo alto de una colina coronada por una meseta, abrazada por el río Panj y con vistas, a ambos lados, de la cercana Afganistán. La estructura más antigua del complejo, que se presume data de hace 4,500 años, es un templo zoroastrista dedicado al agua, el único en su tipo de toda Asia Central. Ahí, los seguidores de Zoroastro, que aún suman en la región más de 100,000, de acuerdo con las estimaciones más alentadoras, realizaban baños rituales en una alberca de agua glacial y sangre de animales recién sacrificados. Nuredín coloca en la palma de mi mano un cuarzo y cierra mi puño con las suyas. “Siente la energía”, dice cerrando los ojos, “es la misma que la de hace miles de años”.
En los Pamir se tocan cuatro grandes civilizaciones, la china, la rusa, la india y la persa. Aquí nació el sufismo, la corriente más mística del islam, los versos de Rumi, de Firdausi y de Rudaki resuenan a la par del viento que sopla desde lo alto de sus montañas. Las ruinas de madrasas y caravasares, de estupas y monasterios y de templos dedicados al fuego dan fe de la espiritualidad innata de la cordillera del Pamir y de la de su gente. Es un rincón del orbe que existe para ser explorado, en lo geográfico y físico, como hicieron Marco Polo, enfrentando la majestuosidad del corredor del Waján camino de China, las tropas macedonias de Alejandro, tras desposar su general a la princesa Roxana en su afán de crear una raza universal y los intereses imperiales rusos y británicos al dividirse en 1895 este trozo del Asia Central. Pero también es una región dada a explorarse, o incluso conquistarse, en lo religioso, metafísico y espiritual. “No se ve con los ojos, sino con el corazón” reza un mantra sufí que repite Nuredín mientras aprieto con fuerza el cuarzo enterrado en mi puño.
“Ni las serpientes pican cuando estás dormido”, proverbio pamir.
De acuerdo con un estudio de la Universidad de Misuri firmado por el académico estadounidense David Trinklein e intitulado “Rose: A Brief History” (La rosa, una breve historia), registros fósiles muestran que la rosa es una de las flores más antiguas del planeta y que su origen más probable es Asia Central. Al amanecer, el perfumado jardín de rosas, amarillas, rosadas, anaranjadas, blancas, liliáceas, rojas y color melocotón que rodea al pequeño hotel Serena Inn, a las afueras de Khorog, la principal ciudad de los Pamir y capital administrativa del GBAO, parece comprobar tales dichos. Cada rosal desprende un aroma único, particular, distinto del resto. Lo mismo sucede en cada jardín de rosas de cada uno de los valles en toda la región autónoma. Son las rosas y su aroma, más que las amapolas y su preciado y traficado opio, las que adormecen el entendimiento y provocan una vigilia constante, placentera, imposible de interrumpir.
Son pasadas las cinco de la mañana y el sol deja entrever sus primeros rayos desde el otro lado del río y de las cumbres. Los martines pescadores, los gorriones y los cuervos se desperezan con el astro. El puente de hierro forjado que cada sábado, hasta la vuelta de los talibanes al poder en 2021, permitía la celebración de un mercado semanal para pueblos de uno y otro lado de la frontera, sirve de testigo mudo a un pasado, muy cercano, que se confunde con presente.
Vuelvo al lugar donde empezó todo, tras seis días de recorrer el largo del Waján y las entrañas del distrito de Murgob, el segundo altiplano más alto del mundo, después del Tíbet, gran parte de cuyo territorio es parte del Parque Nacional Tayiko, enlistado como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 2013, y hogar de especies endémicas como el leopardo de las nieves o la oveja Marco Polo, cuya ostentosa cornamenta es utilizada para adornar, y proteger del mal agüero, las casas tradicionales del Pamir. Un último día en el techo del mundo que sin embargo se siente como el primero, como el único.
Dicen que Alejandro Magno contuvo las lágrimas al encontrarse frente a frente con el Hindu Kush, que amenazante minó sus intenciones de llegar a la India por esa vía, obligándole a retroceder sus pasos y buscar una ruta alterna. Yo no puedo evitar que las propias desciendan por mis mejillas a borbotones, como las cascadas que se desprenden desde el deshielo de las alturas del Pamir por el cambio climático, al ver por entre el empolvado cristal retrovisor los picos desvanecerse a la distancia mientras emprendo el regreso a Dushanbe.
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