halcón Thyben
Fotografías: archivo particular

“Debemos ponernos al lado de las potencias occidentales y marchar contra la Unión Soviética. Solamente colaborando con ingleses y americanos podremos, en el porvenir, recuperar nuestro territorio, que está en manos de los rusos”, Karl Doenitz, almirante alemán y sucesor de Hitler. El 7 de mayo de 1945 firmó el documento de rendición incondicional ante los aliados en el cuartel de Eisenhower, en Reims.

La noche pasaba melancólica en el puerto de Libau, en el Golfo de Curlandia (Lituania). El teniente Gerhard Thyben y sus compañeros de la Luftwaffe apaciguaban la tensión con las últimas gotas de vino y provisiones que les quedaban. Frente a ellos una hoguera, encendida con un poco de la gasolina que escaseaba, consumía los documentos y equipos que no podían dejar caer en manos de las tropas rusas que se acercaban.

Todos los esfuerzos, todas las vidas que se perdieron en la lucha por el futuro de una nación bajo el liderazgo de un vesánico dirigente, habían sido en vano. Su última misión, la que les señalaba el destino final del vuelo a la capitulación, era la orden que esperaban les saludara a la mañana siguiente, la del 8 de mayo de 1945.

A lo lejos, el reflejo de la candela titilaba en las carlingas de los doce aviones de caza FockeWulf 190 del escuadrón de Gerhard, que robustos, grandes y agrisados reposaban sobre enanos terraplenes a un lado de la pista. El personal técnico y de apoyo se había reducido en los últimos meses y entonces sólo unos cuantos hombres de tierra alistaban casi en la penumbra los voluminosos equipos de radionavegación que debían instalar para el despegue, programado para el alba.

Por cada tres aviones había un armero y un electricista, dos mecánicos de motores, un jefe de mantenimiento, un escribano y un suboficial encargado de la documentación. Un total de 30 hombres para una docena de aeronaves que junto a 20.087 más de su tipo habían conformado la defensa del Tercer Reich. A lo largo de ese día, el 7 de mayo de 1945, las noticias sobre la rendición de la Alemania nazi ante los aliados y la firma de la capitulación incondicional de la Wehrmacht por parte del jefe del Estado Mayor, Alfred Jodl, y del almirante Von Friedeburg habían corrido como bola de fuego por Europa, pero el hecho se percibía aún confuso en los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) debido, principalmente, a la falta de emisoras. La versión que cursaba en el aparato propagandístico activo en Oriente era que Alemania firmaría la paz con Occidente y junto con las fuerzas aliadas le haría frente al bolchevismo. La información se emitía entonces parcialmente en la región. Por un lado se buscaba mantener la moral de los hombres en alto, por otro, evitar una alzada o el desmoronamiento de las tropas germanas que no sabían a ciencia cierta dónde se encontraban los hombres de Stalin. Víctima de esa confusión era Curlandia, que se había convertido junto con otros golfos de los países bálticos en un enclave, un escampado fuera del avance del Ejército Rojo hacia Berlín, que para ese entonces, arrasada por las bombas, cumplía cinco días de haber caído ante las columnas soviéticas. Thyben, con 23 años, era staffelkapitän (comandante de escuadrón). Pertenecía al Ala JG 54 Corazón Verde, que aún luchaba contra los rusos envuelta en una especie de inercia bélica que parecía no dar crédito al fin de la guerra en Occidente, y a la que el tiempo aún no le dejaba ver que se encontraba a un día de que se diera la capitulación en Oriente. Así las cosas, el joven Thyben y sus hombres del escuadrón número siete en el puerto de Libau se encontrarían, sin saberlo, en un ambigüedad. Deberían volar dentro de pocas horas hasta algún lugar en Occidente para capitular, pero desconocían las consecuencias de la avanzada del Ejército Rojo que llevarían a la Werchmat a rendirse ante el mariscal soviético Georg Zhukov al mismo tiempo que él y su escuadrón harían lo propio ante los ingleses.

Thyben
Retrato del teniente alemán Gerhard Thyben durante la Segunda Guerra Mundial.

En medio de la fría noche recordaba cómo durante la tarde se había reunido con otros oficiales y escuchado a Herbert Findeisen, el superior al mando del Segundo Grupo del Ala de Cazas 54, quien le notificó del alto al fuego ordenado por el Comando Central (Geschwader) desde Flensburg, al norte de Alemania. Estaba tenso, agotado por el esfuerzo que le mereció sacar los documentos y equipos para lanzarlos a la hoguera, pensaba irse a dormir pronto cuando una nueva orden le interrumpió: los mecánicos deberían desmontar los pesados equipos de radionavegación que algunos ya habían instalado, alistar los aviones para un vuelo de largo alcance y proveerlos de toda la munición disponible. Todo antes de la madrugada. Los FockeWulf 190 eran cazabombarderos medianos, diseñados para un solo tripulante, pero entonces cada uno debería albergar también al mecánico en el sitio que ocupaban los equipos de radio, detrás del asiento del piloto, de ahí la orden de desmontarlos. Sólo un par de horas después, hacia la medianoche, y tras contemplar el frenesí de los mecánicos que cruzaban la pista a zancadas, Thyben pudo conciliar el sueño.

El teniente Gerhard Thyben y sus compañeros de la Luftwaffe.

***

Las primeras luces del alba en Libau eran de una claridad sobrenatural, era verano y entonces el día en esa latitud empezaba hacia las cinco y media de la mañana. Thyben recibió más temprano que de costumbre el reporte de que los aviones estaban listos para operación.

Luego, su jefe de mantenimiento, Emil Völk, le confesó: «Estuve escuchando las transmisiones del otro lado (Rusia) durante la noche… Debemos prepararnos para una eventual evacuación antes de que un ‘Ivan‘ (así llamaban los germanos a los soviéticos) se acerque a bombardearnos», lo cual hubiera sido nefasto para su angosta y vulnerable pista al norte de ese puerto sobre el Báltico. Apenas impresionado, Thyben salió a reunirse con el capitán Findeisen para conocer el destino de su capitulación junto a otros comandantes de escuadrón asentados en el lugar. Eran las seis de la mañana del 8 de mayo de 1945 y solo hasta entonces conoció que su última misión, la 385 de su carrera como oficial, debía hacerse en Flensburg, en la frontera con Dinamarca. El despegue de un total de cuarenta aviones asentados en la base empezaría una hora y media más tarde y debería efectuarse en pares para evitar el consumo excesivo de gasolina, buscando la formación en el aire. La ruta era larga, unas dos horas sobre el Mar Báltico, deberían viajar a buena altura con vuelo económico.

Thyben organizó los hombres de su escuadrón y les notificó de la última misión a cumplir. Sin embargo, no todos podrían cargar con los mecánicos como estaba previsto, porque algunos de los cazas estaban equipados con pesados tanques de combustible adicionales, unas vejigas de metal de 300 litros que pendían de la parte central de los fuselajes. El teniente Kaat, un joven piloto al mando de un comando de tres JU-52, unos trimotores con revestimiento de metal corrugado y que estaban equipados con equipos buscaminas, se ofreció a llevar buena parte de los hombres del escuadrón de Thyben, quien a su vez cargaría con Albert Mayers, su fiel mecánico, como pasajero.

Mayers se acuclilló hasta donde más pudo y aferrándose al respaldo de la silla del piloto procuraba no estorbar con su cuerpo los cables y varillas que corrían a lo largo del fuselaje de aluminio hasta la cola. Desde ahí la visión al exterior era nula y el sofoco empezaba a producirle algo de claustrofobia. Sin embargo, lo tranquilizaba saber que la destreza del teniente Thyben, la misma que lo había hecho merecedor un mes antes de la Cruz de Caballero con hojas de roble (la máxima condecoración que otorgaba la Luftwaffe), por contar en su haber 150 victorias, lo llevaría a salvo hasta Flensburg. Ese, al menos, era su único consuelo. El escuadrón número siete de Corazón Verde fue uno de los primeros contingentes en dejar atrás Libau a la hora señalada. Desde lo alto el puerto se veía como una frágil línea de la cual se alzaban sendas humaredas y donde la luz del sol hacía un curioso juego de sombras entre los escombros de la ciudad en ruinas. Gerhard Thyben era consciente del confinamiento que se venía ante la capitulación. Horas antes había conversado con sus compañeros sobre la guerra y sobre su intuición de que acabaría en Oriente más pronto de lo que pensaban.

«Suponía que también los muchachos de las tropas aliadas habían bebido durante la noche su ración extra de licor, pero por razones más agradables que las nuestras… Era el fin de la guerra y ellos la había ganado. Entonces nos encontrábamos ahí, sobre el mar, volando hacia ellos para entregarnos. Aún así las cosas no parecían tristes: el día era precioso, la visibilidad ilimitada, alta presión dominaba sobre Escandinavia y Europa Central, ni una nube marcaba el cielo. Al parecer, el Dios del tiempo se sentía feliz por el final de la guerra». Sobre su izquierda, a la misma altura y a una distancia prudente, su amigo Fritz Hangebrauck le escoltaba. Repasó el panel de instrumentos para comprobar su ruta, la brújula marcaba W (Occidente), y volteó a mirar hacia el mar, a su derecha, donde divisó una larga estela blanca dejada por un convoy de veintiséis barcos que contó con ligereza, apenas prestándole atención. «Desde la madrugada miles de lituanos y alemanes, entre ancianos, mujeres y niños, se habían embarcado en Libau para escapar del cerco ruso. Stalin utilizó tropas de etnias de regiones asiáticas muy mal equipadas pero bárbaras, conformadas por siberianos y mongoles que iban arrasando todo a su paso, matando a los viejos, violando a las mujeres… Era de esos soldados que la gente de ese convoy, aterrorizada, huía hacia Occidente». Durante la siguiente media hora Thyben no vio nada más que la línea del horizonte sobre la nariz de su FockeWulf 190 y los rayos del sol que golpeaban desde atrás sobre los relojes de la cabina. Era el último día de la guerra y desde su primera victoria, el 26 de febrero de 1943, nunca había sido alcanzado siquiera por una bala de algún avión enemigo. Había contado con suerte, la misma que parecía no tener cuando decidió enrolarse como voluntario en la Luftwaffe, en 1940. «Durante mis primeras misiones de caza y bombardeo en Francia y en Ucrania volé otro avión, el Messerschmitt 109, pero tuve muchas dificultades con él en medio de los combates. No veía bien desde la cabina, era difícil de manejar y no podía anotar ningún derribo, apenas protegerme del fuego enemigo, eso casi me cuesta el puesto. De no ser por el apoyo del comandante del grupo, un mayor de apellido Brändle, quién sabe dónde hubiera ido a parar».

***

Fotografía de Thyben en la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez en Cali, Colombia.

De pronto, frente a él, pero quinientos metros más abajo, vio un avión soviético de reconocimiento que merodeaba sobre el Báltico. Era un PE-2, un bombardero bimotor que distinguió desde el primer momento por su figura alargada y una doble cola con un par de estrellas rojas a los lados. Su compañero de ala, Hangebrauck, quien también había divisado al enemigo, se acercó un poco más hasta su avión haciéndole señas bélicas desde la cabina. Sin radios no tenían otra forma de comunicarse. «No sabía si atacar o no. En ese momento había muchas cosas por considerar: era el vuelo a la capitulación, la entrega de armas ante los ingleses; en el fuselaje estaba el encargado de mi avión (Mayers), quien confiaba en mi para cruzar el Báltico y llegar a salvo a casa y, además, había al menos 120 kilómetros de agua hasta la próxima costa. Sin embargo, no podía quitarle los ojos de encima a ese ‘Ivan’ que cruzaba nuestro rumbo por debajo». Thyben, aunque preocupado, no sintió miedo. Empuñó con fuerza la palanca y de un empujón la echó hacia adelante entrando en picada, a unos quinientos kilómetros por hora, luego abrió fuego contra el PE-2. Los culatazos de las seis armas con las que estaba equipado el FockeWulf 190 eran bárbaros y contundentes, al punto que mermaban la velocidad de la caída de una manera impresionante. Una regadera de balazos de dos ametralladoras de 7.9 milímetros y de cuatro cañones calibre 20 milímetros sacudieron a la tripulación soviética que de inmediato repelió el ataque formando una encarnizada batalla sobre las gélidas aguas del Mar Báltico. «Los pilotos rusos eran más lentos en reflejos y reacción que los norteamericanos y los ingleses, que no se dejaban sorprender tan fácilmente», aún así, el artillero, ubicado de espaldas al piloto, disparó a Thyben desde unos trescientos metros mientras la distancia se hacía cada vez más corta.

«En vez de buscar refugio picando hacia el agua, el ‘Ivan’ trató de protegerse en las alturas, subiendo más. Ese fue un fatal error». Gerhard se sintió como un novato. Aunque se acercaba, disparaba como solo ellos acostumbraban hacerlo: desde una distancia astronómica, resguardado, contraviniendo las reglas de la escuela de caza de abrir fuego contra el enemigo a menos de cien metros de él. La intensa balacera recalentó rápidamente las armas de su avión, que Mayers sentía retumbar por toda la estructura como si fueran a hacer saltar los pernos y reventarle los tímpanos. No obstante, Thyben logró impactar al artillero soviético antes de que una arremetida de su fuego le cruzara cerca del motor, lo que, muy seguramente, le hubiera significado morir ahogado en el mar junto con su mecánico. Sin el artillero, acercarse más al PE-2 era cuestión de segundos. Aguardó por unos instantes que se enfriaran los cañones y entonces arremetió una vez más contra el ‘Ivan’ dándole al motor derecho, fue entonces cuando su piloto empezó a caer en cuenta que posiblemente el ‘Fritz‘ (apodo utilizado por los rusos para los alemanes) estaba justo detrás de él. «Aún estaban aturdidos con los primeros disparos. No se habían percatado de nuestra presencia sino hasta cuando abrí fuego contra ellos. La luz del sol, que les golpeaba de frente, los había cegado mientras sobrevolaban el mar muy concentrados, buscando no pasar por alto algún objetivo». Con uno de sus motores roto y envuelto en llamas, el PE-2 picó para protegerse. Había logrado salvarse de que las balas le rompieran como papelillo la tela almidonada que recubría los alerones, y entonces, a sólo dos metros de altura sobre el agua, raspaba las olas con la humareda que dejaba a su paso.

En la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez trabajó como instructor de aviones P-47, al lado del cual se observa en la fotografía.

Con sólo un motor operando emprendió la huida hacia el este tratando de escudarse en el reflejo del sol matutino sobre el Báltico. Ya me había olvidado de Mayers en la cola, hasta que ciertos infalibles olores de escusado me hicieron recordar su presencia». Aguardó acercarse un poco más, hasta ubicarlo fijamente en la mira, y pensó que quizás una mujer era quien se había encargado de tenerlo a distancia con el fuego de la metralleta. Era sólo una probabilidad, una idea fugaz que le rondó en la cabeza en ese instante. Los soviéticos tenían mujeres en sus tripulaciones de combate, y ante las escasez de hombres en el frente no era de extrañar que un PE-2, usualmente tripulado por tres personas, le hubiera dado campo a una de ellas.

No vaciló más. Desde su breve despedida con Hangebrauck habían pasado cerca de cinco minutos y el consumo de gasolina había sido excesivo en el combate. Aceleró el motor BMW que halaba de su avión y tras una breve arremetida, que a Mayers le pareció una eternidad, abatió al ‘Ivan’ que estrepitosamente chocó contra el agua quebrándose en pedazos, apenas visibles entre los destellantes espumajes del mar. Eran las siete y cincuenta y cuatro minutos de la mañana del 8 de mayo de 1945 y Thyben acababa de realizar el penúltimo derribo de la Guerra, el último del Ala JG-54 Corazón Verde, y sumado una victoria más a sus 155.

Fijó una vez más el rumbo a occidente y tras recuperar altura se acercó a su escuadrón, justo al lado de Hangebrauck, quien con una mueca de alegría en su rostro celebraba su victoria en medio del fracaso de la guerra y del camino a la capitulación.

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El teniente Thyben en Cali.

Una hora y tantos minutos después, con el sol aún a sus espaldas, el escuadrón de Thyben se topó con otro bombardero enemigo.

«Nos apareció lucífero y de frente un avión aliado. Un Douglas Boston con estrellas rojas que se aproximaba rápidamente hacia nosotros a la misma altura. Podía ver claramente por entre la mira los nidos de golondrina (así se les llamaba a los puestos de los artilleros) y a los muchachos que nos apuntaban nerviosos desde ellos. Como tablas firmes nos acercamos muy velozmente y antes de intentar abrir fuego contra él su piloto picó con toda la potencia a una velocidad impresionante… Ahí terminó todo, yo no tenía mucha gasolina para otra batalla, por lo que él siguió su viaje a oriente, a las festividades de victoria con sus camaradas, y nosotros a la entrega de armas y prisión de guerra». El archipiélago de Bornholm, en la costa sur de Suecia, empezaba a distinguirse en el horizonte con sus playas blancas y acantilados de granito rosa que la enmarcaban en sus seiscientos kilómetros cuadrados. Luego, las Islas Rügen, con sus peñascos de piedra caliza, aparecieron lentamente y más allá Fehmarn y Grossenbrode les señalaron la ruta final a la capitulación. Entonces, sobre el tablero de Thyben una lamparilla roja empezó a titilar indicando que solo le quedaba gasolina para quince minutos más. «Mi madre vivía en Malente, una pequeña población en medio del rumbo a seguir, por donde pasamos haciendo rasantes sobre las casas que aún quedaban en pie. En medio de la multitud que aguardaba para comprar un pedazo de pan estaba ella, hablando con otras gentes de cómo los ingleses ya se habrían apoderado de nuestros aviones y hacían piruetas con ellos. Lógicamente no sabía que se trataba de mí, y mucho menos me imaginaba yo que ella estaba ahí observándome». Los hombres del séptimo escuadrón del Ala JG-54 Corazón Verde enfilaron hacia Flensburg a baja altura, con los motores apenas refrigerados por el aire continental templado que empezaba a inundar la región, mientras el indicador de combustible en el tablero del joven teniente Thyben no dejaba de destellar afanosamente. Poco después, y bajo la sombra de la cadenciosa hélice, divisó Kiel, su ciudad natal, que servía como puerto militar sobre el Báltico y donde aún se conservaban viejas estructuras de submarinos de la Primera Guerra Mundial. Ya sobre ella pudo distinguir lo que parecía ser un aeródromo con una desdibujada pista llena de cráteres de bombas.

«El campo de aterrizaje, sin embargo, lucía muy apacible. Lanceros alemanes, ya prisioneros de guerra, se esmeraban en limpiar la superficie de los escombros y los estragos hechos al campo por los bombardeos aliados de los últimos días». Era esa misma pista donde ocho años atrás, siendo sólo un quinceañero, había realizado sus primeros vuelos a bordo de un rústico planeador que construyó junto con otros chicos de las Juventudes Hitlerianas, unas organizaciones estatales en las que debían enrolarse por obligación todos los adolescentes desde los catorce años de edad y entrenarse para prestar servicio al führer. «El sitio se observaba muy diferente. Donde normalmente se estacionaban toda clase de artefactos aéreos con cruces gamadas en sus alas, se parqueaban ahora vehículos blindados ingleses». Aunque restaban cerca de ochenta kilómetros para llegar a Flensburg, el sitio ordenado para su capitulación, Gerhard Thyben decidió que ni sus hombres ni él irían hasta allá. Si debían deponer las armas lo harían ahí mismo, en Kiel, sin importar las instrucciones de la Geschwader. Picó su grisáceo avión, apenas avivado por un cono blanco y negro en la punta y por el número dos que resaltaba en amarillo a ambos costados del fuselaje, y tras pasar al ras sobre las tropas inglesas batió las alas aludiendo una victoria. Bajó el tren de aterrizaje y tocó tierra en un sitio apenas escampado de las ruinas de la guerra, cerca de un lote de aviones germanos que aunque calcinados se mantenían en pie.

Un campero inglés apareció de repente de entre las escombreras y el hollín de las hogueras a medio humear. En su interior, un joven soldado erguido en la parte de atrás, apoyando su humanidad en una pesada metralleta, le apuntaba a Thyben desde lo lejos, mientras un oficial que viajaba en la silla de adelante se levantaba prendiéndose del parabrisas para no caer, al tiempo que con la otra mano se acomodaba una boina. «A cada lado de los guardafangos del Jeep había una docena de hombres armados hasta los dientes que no dejaban de apuntarme mientras aquel oficial me señalaba en dirección a los hangares. Los lanceros del imperio británico parecían muy excitados, así que para gastarles una broma pisé el freno izquierdo, aceleré el motor y girando la cola les puse el viento en la cara tumbándoles las boinas a varios de ellos. Luego, cerca de los hangares, donde también parqueaba Fritz Hagenbrauck, cuadré mi avión y apagué el motor». Era el fin de la guerra para Gerhard Thyben: «¡Krieg aus!»

En Kiel fue el fin de la guerra para Gerhard Thybe.

***

Thyben y sus hombres esperaban un desenlace aciago, pero sus amargos pensamientos se derrumbaron cuando vieron a otro inglés acercárseles con respeto en un Jeep diferente y saludarlos militarmente. ‘Irish Guard’, leyó Thyben en un letrero en su hombro. Los hombres de la Luftwaffe, nerviosos y algunos con los brazos en alto, veían cómo les arrebataban sus pistolas Walter PPK en medio de las requisas, mientras algo atontados, pero satisfechos de haber escapado de las tropas de Stalin, los mecánicos salían de sus improvisados compartimentos de viaje. «A los pocos minutos llegó el comandante británico del campo. Me preguntó por qué había entrado batiendo las alas en señal de victoria y con algo de inglés entrecortado le conté del encuentro con el avión soviético», enseguida, e influenciado por la propaganda germana en Oriente, la misma con la que había mantenido su moral de combate en alto, Thyben le dijo: «¿Qué le parece? Muy pronto estaremos volando hombro a hombro contra el bloque soviético».

El comentario fuera de lugar le había quemado la boca. La mirada del inglés se tornó helada y subiéndose de nuevo al Jeep, colérico, sentenció: «¡You nazi, will never split us!» (¡usted nazi, nunca nos dividirá!). Durante el tiempo en que las tropas germanas volaron a la capitulación, el mariscal de campo alemán Wilhem Von Keitel, el almirante Von Friedeburg y el general Stumpff firmaron la rendición incondicional de Alemania ante Oriente en el cuartel general soviético de BerlínKarlshorst. La guerra también había terminado en ese frente, pero ni Thyben ni sus hombres se habían dado cuenta de la noticia todavía, de ahí que se hubiera mostrado optimista ante el militar inglés y sugerido -más en chanza que de veras- combatir en conjunto a los soviéticos. De inmediato fueron trasladados a unas improvisadas celdas, donde Thyben pasó tres días aislado en medio de constantes interrogatorios y con amenazas de que pasaría al paredón si llegaban a descubrir que el avión que había abatido sobre el Báltico pertenecía a las filas anglo-americanas. «Sólo cuando comprobaron que ese día habían ocurrido varios enfrentamientos armados en la región del enclave Báltico de Letonia, y que efectivamente había derribado a un ‘Ivan’, me permitieron reunirme con los demás y se desvanecía entonces el peligro del paredón, aunque me advirtieron que si intentaba escapar sería fusilado de inmediato».

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Antes de viajar a Cali, Gerhard trabajó como mecánico de autos al servicio de Adolf Galland (ex oficial de cazas de la Luftwaffe invitado por el gobierno de Juan Domingo Perón para servir como asesor de la Fuerza Aérea Argentina).

Thyben se diferenciaba de entre los otros germanos de ojos claros y pelo rubio del campo de prisioneros por tener el cabello negro y su rostro enrojecido, lo que a la postre le sirvió para hacerse distinguir de un trabajador al que en una mañana, a través de la cerca, le pasó una nota con la dirección de su padre, quien entonces administraba una pequeña casa comercial conocida en Kiel como Johansen & Schmielau. A los pocos días, cuando se encontraba haciendo una siesta en el cuartel que les servía de prisión, un olor a coñac lo despertó, volteó y aún tumbado sobre la cama pudo ver a su padre, Fritz Thyben, escoltado por dos oficiales británicos. El viejo había logrado persuadir a la guardia inglesa para que lo dejaran entrar a visitar a su hijo y con la botella de licor en su regazo se acercó hasta él y sus otros compañeros, donde Hangebrauck empezó a pasarla de mano en mano entre un pequeño círculo de camaradas de la Luftwaffe. Finalmente su estadía en la prisión terminó tras dos meses de confinamiento en el que asegura haber recibido buen trato por parte de los ingleses. Caminó por entre las ruinas de la ciudad de Kiel con su uniforme despojado de insignias y cruzó el porche de la casa de su padre, de donde había salido cinco años atrás para la guerra. Los primeros meses fueron de verano y no le fue difícil conseguir comida mientras conducía un coche para un empresario naviero y mezclaba pinturas como trabajo alterno. Dos años más tarde, en 1947, conoció a un inglés que había sobrevivido a la posguerra con unos cuantos francos en los bolsillos luego de servir como obrero de reparaciones en Francia (en ese entonces casi un privilegio para unos cuantos germanos). Thyben falsificó varios de los documentos de aquel hombre y haciéndose pasar como reparador entró hasta Tolouse sin ser descubierto. Recorrió los Pirineos a pie con la idea de llegar a España para enrolarse como piloto, pero una vez en Pamplona, Navarra, fue hecho prisionero por pasar indocumentado. «Salí de allí como a las tres semanas con la colaboración de una gente que conocí y tras demostrar con unos papeles que había servido para la Luftwaffe. Viajé un poco por el país con la idea de volar, cerca de un año y medio estuve en eso, pero España estaba muy custodiada por los ingleses y norteamericanos que le prohibían la incorporación de germanos a sus filas y oficios comunes. El Gobierno se mantuvo alejado de la guerra y por eso mismo no podía albergar a ningún alemán en su territorio, incluso a cientos de los que ahí vivíamos nos facilitó la salida a otros países. Yo, por ejemplo, recibí un boleto para embarcarme a Argentina». Una vez allí, Gerhard trabajó como mecánico de autos al servicio de Adolf Galland (ex oficial de cazas de la Luftwaffe invitado por el gobierno de Juan Domingo Perón para servir como asesor de la Fuerza Aérea Argentina) hasta el año de 1954, cuando por el llamado de un amigo viajó a Colombia, donde logró enrolarse como entrenador de vuelo en la Fuerza Aérea de ese país.

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Thyben posando junto a su familia.

En agosto de 1972 Gerhard Thyben recibió una correspondencia proveniente de Hamburgo. El remitente firmaba con las iniciales K.H. Steinecke, otro piloto de cazas con quien había logrado hacer una gran amistad durante el tiempo que estuvo preso en Kiel, y quien después de muchos años dio con Thyben en la ciudad de Santiago de Cali, Colombia.

Steinecke le informaba de un libro titulado ‘Jagdflieger’ (aviación de caza) que por esos días circulaba en Alemania oriental. Se trataba de una minuciosa traducción de la edición original escrita en ruso por dos oficiales soviéticos, el coronel S.G. Korsenkow y el mayor general A.W. Woroshejkin, quienes con algunas imprecisiones y pasando por alto algunos pormenores relataban los encuentros y misiones bélicas más destacadas de varios escuadrones aéreos del Ejército Rojo en su lucha contra los hombres de la Luftwaffe.

Thyben, alentado por la noticia de que en ‘Jagdflieger‘ se describían las vivencias de los pilotos en los últimos días de la guerra, se apresuró a leer el material, particularmente la parte de los derribos en el frente oriental.

Según el relato de las páginas 149 a 152, el 8 de mayo de 1945 tan solo el grupo norte del ejército alemán ofrecía resistencia, y los puertos de Libau y Windau aún estaban ocupados por los nazis, apoyados en alto grado por la población civil temerosa de la ocupación soviética que se aproximaba.

Thyben encontró que Korsenkow y Woroshejkin habían detallado lo sucedido en la madrugada del 7 al 8 de mayo. Describían que un convoy conformado por 26 buques (cada uno cargado con 1.500 personas aproximadamente) había zarpado desde tempranas horas hacia Occidente repleto de niños, mujeres y ancianos lituanos, así como de soldados alemanes heridos, que huían de la avanzada de las tropas de Stalin.

Cuando llegó al párrafo que contaba el encuentro de un PE-2 ruso con un FockeWulf 190 alemán supo de inmediato que se trataba de él (Thyben había constatado en los libros de registro que aquel 8 de mayo su derribo había sido el penúltimo de la guerra, no podía entonces ser otro, porque el final sucedió en Praga y no sobre el Mar Báltico).

Según leyó, ese día se impartió la orden a los mayores soviéticos Gratschew y Grigori Dawidenko, el primero un experimentado observador y el segundo un avezado piloto, para que encontraran la posición de aquel convoy y tomaran las medidas tácticas necesarias para hundir los 26 barcos, lo cual se planeaba hacer con el apoyo de la Flota Insignia de Bandera Roja, una unidad elite de aviones torpederos con bombas capaces de partir un acorazado en dos.

El relato concluía en que «los héroes de la Unión Soviética» habían fracasado en su misión de hundir los barcos y evitar la huida a Occidente, puesto que su avión fue atacado sorpresivamente por un caza alemán que volaba hacia la capitulación.

Sólo hasta entonces, 27 años después de la rendición del autodenominado Tercer Imperio Alemán, Thyben supo que ese derribo, más que una victoria personal, había servido para salvarles la vida a unos 39.000 civiles y varios soldados heridos que buscaban refugio en tierras bajo mando americano o británico.

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27 años después de la rendición del Tercer Imperio Alemán, Thyben supo que ese derribo había servido para salvarles la vida a unos 39.000 civiles y varios soldados heridos que buscaban refugio en tierras bajo mando americano o británico.

Mientras leía recordó varios episodios de refugiados embarcados que no tuvieron la misma suerte, como los del Steuben, un barco alemán con cuatro mil pasajeros entre mujeres, niños y soldados heridos que fue hundido el 12 de febrero de 1945 por un submarino soviético, y los 6.666 refugiados que perecieron el 16 de abril de ese mismo año cuando huían del cerco soviético a bordo del Goya, también destruido.

Sin embargo, un episodio que aún lo sigue estremeciendo es el del Whilhem Gustloff, hundido en las gélidas aguas del Báltico en la madrugada del 30 de enero de 1945 por los hombres de las tropas rusas, que a bordo de un submarino S-13 lo torpedearon mientras huía a Dinamarca con 10.582 refugiados a bordo. Sólo 1.239 personas lograron sobrevivir y la tragedia superó en seis veces más a la del Titanic.

Como el propio Thyben lo pensó, su hazaña frente al PE-2 había logrado evitar, sin duda, una catástrofe de dimensiones aún más exageradas que todas esas.
Thyben, quien hoy tiene 80 años de edad, ha sostenido en cientos de charlas con pilotos que su ataque al avión soviético fue producto de la confusión política del momento, pero que no se arrepiente de haberlo hecho ni de haber pensado hacer lo mismo con el Douglas Boston antes de que éste huyera.

«Ese era mi deber, obedecer las órdenes de un sistema totalitario guiado por un líder de exagerada prepotencia y nublada visión que había llevado a su nación a ser protagonista y víctima de enormes tragedias humanas. Eran ellos (los enemigos de la entonces Alemania nazi) o yo los que debían morir, ese era el juego».

En la actualidad él y su esposa, Magda, siguen viviendo en Santiago de Cali. Tiene un hijo, también llamado Gerhard, y dos nietos. Aunque dejó de volar en 1978 es catalogado en el anuario de Encuentro de Águilas del Mundo como uno de los ases de la aviación más joven en la Segunda Guerra Mundial, como también lo refleja un capítulo del libro titulado ‘FockeWulf 190, ases del frente ruso’, que resume los logros alcanzados por los ingenieros y pilotos alemanes con ese cazabombardero.

En una alcoba de su casa, que antes pertenecía a su hijo, cuelga de la pared un cuadro de terciopelo azul que él mismo construyó para exhibir una docena de condecoraciones y una fotografía suya bajando de un avión en la primavera de 1945. Thyben dice que le sirve para recordar los dos años y cinco meses más intensos de toda su vida, los mismos que terminaron en el derribo del PE-2 y su capitulación ante los ingleses. Se queda pensativo, recuerda a los dos pilotos soviéticos de los que alguna vez conoció sus fotografías y que de no ser por él habrían escrito otro oscuro capítulo en la historia de la Segunda Guerra Mundial. «Eran ellos o yo”.

Gerhard Thyben murió en Cali el 4 de septiembre de 2006, a la edad de 84 años. Le sobrevive su hijo, también llamado Gerhard y radicado en esa ciudad, y quien practica la aviación como un pasatiempo personal.

*Esta historia fue publicada en abril de 2003 en la revista latinoamericana de crónicas y reportajes Gatopardo, tras lo cual, en noviembre de ese mismo año, Andrés Pachón fue galardonado por ella con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, el más importante que se concede en Colombia.

En el año 2006 la historia hizo parte del libro Las Mejores Crónicas de Gatopardo, editado por Random House.

 


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