Hernán Hoyos no ha escrito en más de veinticinco años, y sus libros son aún más apreciados debido a que el número de ejemplares en circulación disminuye con el tiempo. Se autopublicó toda su vida, desde finales de los años 1950, y la gente siempre esperaba ansiosa sus próximas narraciones: las pedían discretamente en los numerosos quioscos de la ciudad. Se tenía que ser atrevido para pedir este tipo de libro con portadas y títulos sugestivos: El Tumbalocas, Aventures de una sirvienta, Protectores de doncellas, Nadie conoce mi sexo, para mencionar unos de sus hits. Sus novelas se caracterizan por los diálogos e intrigas de telenovela, acompañados de escena de sexo que van desde el erótico:
Doña Olga volvió a su aposento. Se sentó sobre su lecho. Se apretó con ambas manos los labios de la vulva. Oprimió los muslos y los restregó fuertemente. Se acostó en su lecho a revolcarse. Metió la almohada entre sus piernas y la aprisionó con angustia. Parecía que el aire le faltara. Se levantó y abrió las puertas de par en par. Puso a funcionar el ventilador. Volvió a su lecho y empezó a frotarse una áspera toalla en la entrepierna, como si sintiera una fuerte picazón.
Hasta pasajes de educación sexual dignos de la obra del sulfuroso marqués de Sade:
Doña Olga bajó del lecho y se arrodilló lentamente. Metió su rostro de mejillas colgantes en medio de las amarillentas piernas, introdujo en su boca la cabeza del órgano de Cristóstomo y comenzó a soplar levemente.
—Chupe, señora, chupe. Pase su lengua por el prepucio, acaricie el glande con la punta…—dijo Crisóstomo.
Doña Olga siguió las instrucciones.
—Más adentro señora. Y cuando sienta el semen en su boca, chupe más fuerte y trague sin miedo. Es reconstituyente. Usted está muy flaca (1).
Pero los lectores tuvieron que esperar hasta ese día de septiembre de 2015 para que se le rindiera homenaje público aquí, en la biblioteca departamental de Cali.
La primera vez que vine a Cali, dieciocho meses atrás, Hernán y yo teníamos una «cita». Después de haber oído hablar de él cuando yo trabajaba en Bogotá, entre junio y septiembre de 2012, intenté encontrar su rastro, su dirección, su número, algo para ponerme en contacto con él. Su número me llegó cuando ya estaba de vuelta en Francia, en el campo, desde donde lo llamé. No podía creer que un loco obstinado y lleno de lecturas heterogéneas como yo, lo estuviera llamando desde Francia, para hablar de su trabajo, a él que había sido francófilo desde la escuela. “Ven aquí cuando quieras. Te espero. Iremos a tomar algo juntos, te mostraré Cali. Mi amigo, Cyril”, me dijo amablemente. Hecho. Iría a la húmeda y endiablada Cali para conocer al famoso pornógrafo. Colgué contento, pero sin pedirle su dirección. Unos meses después de esta breve y amable conversación telefónica, aterricé en Cali. La madre de un amigo aceptó alojarme, podía quedarme una semana con ella. Fue una semana de locura furiosa, sin duda. ¿Dónde encontrar ahora a ese pornógrafo de 80 años? Mi lugar escogido fue el centro de la ciudad, en los alrededores de su bullicioso núcleo, la plaza de Cayzedo, hermosa y estrellada con sus palmeras y sus viejitos sentados en los bancos. También es el lugar donde se encuentran los escribanos públicos, quienes en pequeñas mesitas ponen sus máquinas de escribir y elaboran todo tipo de documentos, y la Librería Nacional donde Hernán tenía libros en depósito. O eso pensaba. Ningún escribano público conocía a Hernán, no había ningún libro en la librería, ningún librero conocía su nombre. Me enviaron al parque de Santa Rosa donde hay un grupo de kioscos y luego a un barrio de libros usados. Nada. “¿Me le están montando o qué? Si se avergüenzan de hablar del pornógrafo díganlo, pero no me dejen así, acabo de cruzar el Atlántico”, pensé un poco desesperado. Como último recurso, me enviaron a la biblioteca departamental.
Si se avergüenzan de hablar del pornógrafo díganlo, pero no me dejen así, acabo de cruzar el Atlántico”, pensé un poco desesperado.
Ningún bibliotecario pudo informarme sobre Hernán, nadie parecía saber de quién se trataba. Un anciano se acercó finalmente para decirme, “creo que lo conozco, es un autor humorístico, sígame”. Lo seguí sin entusiasmo en dirección al segundo piso, antes de detenerlo a mitad de camino para decirle que no hablábamos del mismo tipo, que no se trataba de libros humorísticos. “Sí, lo sé, habla del autor picante”, me respondió y explicó que Hernán no había escrito en años, que lo conocía vagamente pero que no había estado en la biblioteca en años. Luego me mostró los dos libros que tenían de él en el catálogo, Sor Terrible y El Miembro de Lucifer. No eran originales, sino reediciones recientes. Dentro de uno de ellos, dos informaciones: el número de teléfono del impresor (a quien llamaría de inmediato y nunca me respondería), y la ficha de préstamo de uno de los libros con el nombre de la persona que lo había tomado y a quien acecharía, sin éxito, en la primera oportunidad. Hasta el final de mi estancia, no había podido conocer a Hernán. Su línea telefónica estaba cortada, no tenía su dirección y había venido a Cali sin previo aviso pensando que todo el mundo me diría dónde encontrarlo. Tuve que volver un año y medio después para conocerlo y asistir al gran evento de la biblioteca departamental.
Me deslizo entre la multitud de fans y me siento en la décima fila de la sala que debe contener al menos doscientas cincuenta personas en este momento. La gente está emocionada, los más jóvenes parecen ser los más exultantes. A mi derecha, un joven de unos veinte años, Robinson Henao, me explica que está escribiendo su tesis de Licenciatura sobre la obra de Hernán, que está muy feliz y honrado de verlo en persona por primera vez, aunque su trabajo de investigación ha sido complicado por el hecho de que los libros de Hernán son difíciles de encontrar. Asiento con la cabeza para mostrarle que lo estoy escuchando, pero no hago ninguna pregunta ni comentario. Él continúa con la fluidez, a la vez entrecortada y apasionada, de los estudiantes universitarios que no te dejan en paz cuando encuentran un oído atento. Finalmente, le pregunto si tiene una copia de Se me paró el negocio. Me dice que no, que es un clásico pero que no lo tiene. Sin decir una palabra, me inclino sobre mi morral, lo abro, saco una copia y se la doy. El tipo que está delante de nosotros, y que escuchaba nuestra conversación sin ocultarlo, se voltea y ambos bajan los ojos hacia mi morral como si fuera el de Mary Poppins.
Es difícil no aprovechar la situación y contenerme de hacer el tonto.
—Sí, es que pasé el día con Hernán, en su casa, hablamos mucho los dos y me dio algunas copias antes de subir al taxi para venir aquí —les digo.
Aunque es cierto, no es muy elegante de mi parte, pero bueno, casi dos años he estado buscando al viejo, tengo derecho. Silencio y empieza la función.
Hernán sigue recostado en el amplio sofá. Lo han acompañado en el escenario, Gabriela Alemán, una autora y editora ecuatoriana que acaba de reeditar 008 contra Sancocho —una parodia de novela de espías, una especie de James Bond con la salsa de Cali— y un moderador cultural, lo que sea que eso signifique. Esta reedición por cuenta de la editorial es la primera para Hernán, quien ha pasado toda su vida autoeditándose. De hecho, eso es lo que me fascinó de él, su firme voluntad de no depender de nadie, de ser siempre un outsider, de tener el lujo de hacer lo que le daba la gana. Y sobre todo, de escribir pornografía en un país eminentemente católico y pudibundo. Paradójicamente, debe su éxito y su notoriedad a la cultura de la hipocresía que domina en Colombia: se benefició del atractivo de lo prohibido.Haut du formulaire
Hernán empieza a hablar y explica cómo fue profundamente marcado por el behaviorismo: “no hay nada peor que psicologizar a mis personajes”. También, entre otras cosas, menciona su pasión por la literatura francesa del siglo XIX, Balzac y Dumas, de quienes robó algunos volúmenes de la biblioteca cuando era joven. Está muy concentrado, sostiene su micrófono demasiado cerca de su boca y su mentón mal afeitado frota contra él. Cuando llega el momento de las preguntas, un tipo desaliñado que se las arregló para obtener el micrófono habla durante varios minutos. Su intervención es una mezcla de recuerdos, observaciones y anécdotas, que justifica terminando con una pregunta un poco demasiado precisa para Hernán, quien no entiende a dónde quiere llegar.
De hecho, eso es lo que me fascinó de él, su firme voluntad de no depender de nadie, de ser siempre un outsider, de tener el lujo de hacer lo que le daba la gana. Y sobre todo, de escribir pornografía en un país eminentemente católico y pudibundo.
—Escucha, he escrito tanto que no recuerdo todo. En general, una chica amable era engañada por un imbécil que se aprovechaba de ella y a partir de ahí comenzaba la historia —le responde.
Al final, los asistentes se dirigen apresurados hacia Hernán, para hablarle, para que les firme un libro, para decirle cuánto lo respetan. Todos los llaman Maestro.
Hernán es un personaje ambivalente. Es un punk, y también es una especie de conservador. En Francia se diría que cultiva una imagen cercana a lo que se llamaba la Nueva Derecha: mitad reaccionario mitad decadente. Pero sin aires de poseur. Sin la camisa blanca, sin los aires de burgués chocante. Creció en una familia acomodada y educada, su madre era profesora de piano, su padre vendedor de seguros de vida y miembro del Club Rotario. Hernán asistió dos años a la universidad para estudiar Humanidades, luego siguió los pasos de su padre quien le consiguió un trabajo fácilmente. Hoy vive en una casa vieja en el barrio popular Alto Nápoles, en las colinas de Cali. Las paredes, tanto interiores como exteriores, son de ladrillo a la vista. No tiene casi ningún mueble, aparte de una mesa de madera cubierta con un mantel encerado y algunas sillas. Huele a orina de gato y tabaco frío. Una olla está en el fuego y hierve desde hace lustros. También está su esposa, Nubia, de quien está locamente enamorado y que tiene una enfermedad nerviosa degenerativa. Vaga por la casa, pasa de una habitación a otra, echa un vistazo distraído a la olla y busca fósforos con un cigarrillo en la boca. Él le dice que vaya a descansar, la lleva a la habitación contigua, la acuesta en un colchón de espuma y la cubre con una manta gruesa y áspera.
Me cuenta que a principios de la década de 1960 pasaba mucho tiempo en el barrio de San Bernardino, en los cafés y bares donde el gremio cultural y literario se reunía. Uno de esos días escucha a un hombre hablar en voz alta con acento extranjero. Un acento cubano. Era José Pardo Llada, quien había llegado recientemente a Cali desde la perla del Caribe, para conducir un programa radial. En su vida anterior había luchado en la Sierra Maestra junto a Fidel Castro y Ernesto Che Guevara y, después de la Revolución, se convirtió en uno de sus portavoces más vehementes en las ondas de la radio CQM. Durante un tiempo mantuvo una imagen de santidad revolucionaria hasta que criticó el acercamiento de Cuba a la Unión Soviética y debió abandonar la isla. En 1961, aterrizó en Cali después de que México y España le negaran el derecho de asilo.
Hernán se acercó a ese extraño individuo y rápidamente los dos comenzaron a hablar sobre literatura y a contarse historias de sexo. Hernán ya escribía pequeñas novelas de aventuras y espionaje, pero debido a su gusto por el tema y su facilidad para hablar con la gente, Pardo le aconsejó que escribiera un equivalente local de los Informes Kinsey. El Dr. Alfred Kinsey, un profesor estadounidense de entomología y zoología, publicó en 1948 y 1953 dos informes sobre los comportamientos sexuales del hombre y la mujer. Aunque la metodología empleada por Kinsey fue cuestionada, sus estudios marcaron un hito en el campo del estudio de la sexualidad. Su trabajo le permitió concluir que una parte no despreciable de la población practicaba parafilias, especialmente la homosexualidad, que entonces todavía se consideraba una enfermedad psiquiátrica.
Siguiendo el consejo de su nuevo amigo, Hernán se equipó con una pequeña máquina de escribir Olivetti y un revólver antes de adentrarse en los barrios populares de la ciudad. Unos meses más tarde, publicó las Crónicas de la vida sexual de Cali, que fue un éxito inmediato y lanzó su carrera de pornógrafo. Publicó un segundo tomo, esta vez sobre las vivencias de los barrios ricos a los que tenía acceso gracias a su trabajo como vendedor de seguros de vida y a la afiliación de su padre al Club Rotario.
—En realidad, eres más un cronista, un observador, que un pornógrafo. ¿Cómo llegaste a escribir novelas pornográficas después? ¿Por qué se vendían? —le pregunto.
—Cyril, porno en griego es vicio. Yo escribo sobre la vida sexual y la actividad sexual, en ficción o no. No considero que el sexo sea un vicio, la gente tiene que tener actividad sexual. Por eso prefiero hablar de sexoficción en lugar de pornografía. Además, siempre me he esforzado por tener una escritura realista.
Evitó mi pregunta y respondió a otra. El realismo que reivindica se acerca más al de los pulps norteamericanos que al de Balzac. De una cierta manera, sus libros cortos, baratos y de diferentes géneros persiguen una forma de literatura industrial, aunque él maneja los suyos como una producción artesanal.
—En los años 1970 podía escribir hasta cuatro novelas simultáneamente. Alineaba varias maquinas de escribir en mi escritorio y pasaba de una a la otra —recuerda Hernán.
Esta relación con la escritura, sumada a sus esfuerzos para distribuir sus libros quiosco por quiosco, es lo que me fascina de él, mucho más que el aspecto escandaloso.
Terminamos nuestro vaso de vino argentino de empaque de cartón y me acompañó al lugar donde debía tomar el jeep para bajar a la ciudad. Pero regresaría un año después.
No considero que el sexo sea un vicio, la gente tiene que tener actividad sexual. Por eso prefiero hablar de sexoficción en lugar de pornografía.
Cada vez que volvía a Cali, empezaba mi visita con una ronda por las librerías de segunda mano con la esperanza de encontrar un libro de Hernán, lo que casi siempre resultó imposible. Salvo por el lugar más improbable: la tienda de Ramón Ramírez y su hijo Sebastián. Se llama Librería Universitaria, por lo que uno esperaría ver estanterías con libros de biología, matemáticas, sociología, filosofía, manuales de todo tipo, tan voluminosos como costosos. Sin embargo, lo que se puede encontrar es una serie de guitarras, percusiones, afinadores, amplificadores, solo instrumentos musicales y partituras. Aunque, si uno se adentra lo suficiente en la tienda, verá, detrás del mostrador, en un exhibidor de plástico suspendido, un libro de Hernán Hoyos. Me acerco y saludo a Sebastián, que está al fondo y que, creo, me reconoce. También hago un gesto a Ramón, que está terminando una conversación telefónica.
— ¿Hola, cómo estás? —saludo a Ramón y le pregunto—: ¿No hay otros libros de Hernán en la tienda?, compré sus Memorias fisiológicas el año pasado.
—No, Hernán se llevó todo. Vino en taxi hace unos meses. Parecía preocupado, desorientado. Puso todos sus libros en una maleta de cartón, le di el dinero que le debía y se fue. Desde entonces, no hemos tenido noticias suyas.
El día del homenaje a Hernán en la biblioteca departamental, conocí a José Neira Gallego, un tipo ultranerd de mi edad que dirige talleres de lectura en la biblioteca y en las escuelas del departamento. Era fanático de Hernán y me ofreció alojamiento cuando volviera. Un año después, cuando regresé a Cali y me hospedé en su casa, le conté lo que me dijo Ramón y llamamos inmediatamente a Hernán. Mariana, su hija, nos contesta. Ella nos dice que su padre está gravemente enfermo, que está acostado, pero que le gustaría vernos si queremos pasar. Inmediatamente nos subimos a un Uber que nos llevó a la estación de los jeeps, que son los únicos vehículos disponibles para subir hasta la casa de Hernán.
Saltamos al primer jeep que sale para Alto Nápoles. Mariana nos recibe, así como Felipe, uno de sus dos hermanos, a quien ya conocíamos. Hernán está acostado en la habitación de al lado, la sábana está arrugada, el colchón está sucio. Una manta de cuadros rojos cubre la parte inferior de su cuerpo. Está demacrado, tiene barba de cinco días y la misma camisa azul claro de siempre.
— Así ha estado desde que mi hermano, que vive en Pereira, se llevó a nuestra madre para internarla. Está en un hospital psiquiátrico —comenta Felipe.
— ¿Desde cuándo?,
— Hace un tiempo ya, casi diez meses. Ya no come. Creo que se está dejando morir.
Nos quedamos boquiabiertos.
—Tan pronto como pudo, reunió el dinero necesario para comprar un boleto de autobús a Pereira para sacar a mi madre —continúa Felipe—.Se fue con una espada enrollada en una manta.
— ¡La espada del conquistador! —le digo.
— ¿La viste?
— Sí, me la mostró una vez.
Es una larga hoja afilada que un amigo de Hernán encontró en una tumba. Hizo que le pusieran una empuñadura pesada para tenerla bien sujeta. Al principio quería usarla para matar al compañero de su hija Mariana, a quien detesta.
—Llegó al hospital con eso, lo sacó de la manta y pidió ver al director del hospital. La policía llegó rápidamente, lo redujo sin dificultad y se llevó la espada. Afortunadamente, no hubo consecuencias. Lo devolvieron en un autobús hacia Cali —aclara Felipe.
Ahora estamos realmente atónitos. Hernán, el pornógrafo, el punk de derecha, el resolutivo, se transforma en Don Quijote criollo y va en rescate de su amada. Y hoy, enfermo de amor, se deja marchitar en un colchón de espuma después de una vida de excesos y esfuerzos.
Vamos a la tienda de al lado para comprarle unos panes dulces y una botella de Pony Malta. Hernán está acostado en posición fetal, mirando hacia la pared. Me siento a su lado, pongo mi mano en su cadera y lo saludo. Él me responde en inglés.
— It’s a pleasure to see you, my friend.
— Yo también estoy contento de verte. ¿Cómo estás?
— La guerra de la vida.
Los tres lo ayudamos a levantarse, abotonar su camisa y alimentarlo. Es como un niño en nuestras manos. Le damos pequeños sorbos de gaseosa, y cuando termina de tragar, nos dice «go ahead» para que inclinemos la botella de nuevo.
—Hijo, quítame la manta, por favor —le dice a Felipe con los brazos extendidos, temblando.
— Estás desnudo debajo —le advierte su hijo.
— No importa.
En la oficina, Felipe me dice que está preocupado por la obra de su padre, se pregunta qué va a pasar con todo eso, dice mientras hace un gesto hacia los manuscritos originales y los inéditos que están amontonados en una pequeña estantería improvisada. «¿Y Luis Alberto? ¿No va a continuar la reedición?» pregunto sin mucha fe. Luis Alberto Díaz Martínez es uno de los cercanos al escritor, un literato que me habló mucho de la vida literaria caleña, de la obra de Hernán y del proyecto de reeditar varios de sus libros.
Felipe y yo empezamos a buscar entre los papeles que están sobre el escritorio, no buscamos nada en particular, estamos desconcertados, tenemos miedo de que se nos escape. Encuentro una lista que, evidentemente, escribió antes de tomar el autobús en el que viajó a “rescatar” a su esposa:
* Una vez en Pereira con Nubia, seré feliz.
* Tomar el jeep, bajar hasta Caldas, etc., hasta la estación de autobuses.
* La llave de la casa está en la maleta.
Felipe nos muestra una caja de libros, la reedición de 008 contra Sancocho.
— ¿Quieren uno? —preguntó tímidamente.
Asentimos avergonzados.
— Esperen, vamos a pedirle que los firme.
La incomodidad se hace más severa.
— Papá, ¿quieres firmar un libro para Cyril y José?
Hernán termina su Pony Malta. Le ofrecemos un libro y le ponemos un bolígrafo en la mano. Empieza a escribir lentamente varias líneas. Es ilegible. Hace largas pausas. Felipe acaba diciendo: «¿Qué es esto, chino o latín?». A nadie le hace gracia, ni siquiera a él. Hernán suspende la escritura, nos devuelve el bolígrafo. Tiene la mirada vacía. «¿Está bien?» pregunta Felipe. «No he firmado», responde Hernán. Le devolvemos el bolígrafo. Escribe varias líneas más y llega hasta la parte inferior de la página. Estamos consternados.
— ¿Para quién es, papá? —le inquiere Felipe
— No sé —responde Hernán desubicado.
No sabemos qué hacer con este último trozo de prosa indescifrable, esta salva de grafomanía, esa escritura tenaz hasta el final. Pronto, José y yo nos despedimos de Hernán, saludamos a Felipe y prometemos mantenernos en contacto, antes de bajar de la colina en el jeep y subir a un taxi que toma la calle 80 y se adentra en Cali.
Regresé a Francia y, desde entonces, no recibí noticias de Hernán directamente, era su hijo Felipe quien me contaba cómo se encontraba. Hasta que el 11 de octubre de 20121 me anunció por WhatsApp que su padre había fallecido. “No sufrió afortunadamente”, precisó. Felipe me ha invitado a visitarlo en Pereria, donde vive. Ojalá un día pueda regresar a verlo.
De vez en cuando no escribimos con Felipe. Sigue el trabajo de reedición con Luis Alberto Díaz. El 21 de octubre 2021 me anunció que Hernán había fallecido. “No sufrió afortunadamente” y me agradeció por el tiempo pasado con su padre antes de invitarme en Pereira donde vive. Ojalá viajaré allá para volver a verlo.
(1) Secuestro de un viejo verde, páginas 45-46.