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El pintor colombiano que terminó sus días en el pabellón de locos

Pantaleón Mendoza, el genial pintor bogotano de finales del siglo XIX, terminó sus días en un asilo para dementes que lleva como nombre Ninguna Parte
Por Relatto
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Pantaleón Mendoza sale presuroso en las mañanas siempre tan frías de Santafé de Bogotá. Su casa es la número 140 de la calle 13, vecina al almacén de rancho, licores y objetos finos de Agustín Nieto Barragán, apenas fundado hace poco y que desde ya augura un futuro exitoso. Se detiene unas cuadras arriba, después de pasar por el puente de San Miguel y el Puente de Quevedo -en la intersección de la carrera 2 con la misma calle 13-, en el cruce de las calles del Volcán y el Palomar del Príncipe. No hace mucho, apenas en 1880, que el señor Higinio Cualla, primo del presidente Rafael Núñez, dictó las reformas y medidas sobre mercados, mataderos, desagües, alcantarillado y tratamiento de acueductos. Aunque por días el río San Francisco, uno de los ríos principales al lado del cual se empezaría la fundación de la ciudad, se convierte en una cloaca apestosa, aún no se pretende canalizarlo. Menos aún, ni el más imaginativo de los habitantes se figura que sobre su cauce se construirá una avenida y crecerán grandes edificios que rascarán el cielo.

En la botica de los hermanos Buendía y Herrera, en la calle de Florián, además de vermífugos y elixires para estar en forma se consiguen pinturas al óleo, pinceles, brochas y trementina. Mendoza está a cargo de la sección de pintura de la Escuela de Bellas Artes. Los 24 alumnos son realmente talentosos pero siempre faltan materiales y, con la situación política, las remesas se tardan en llegar. Tiene que pasar por la casa de Doña Soledad Acosta de Samper, en la calle 10, frente al teatro en construcción, por un ejemplar del periódico La Mujer para su hermana. El periódico ya se vende por América Latina. A la pasada aprovecha para convidar a los maestros italianos que deben estar en la obra para tomarse un chocolatico caliente con un par de panderos antes de iniciar sus lecciones en la Escuela. César Sighinolfi es el maestro de escultura y Luigi Ramelli, el de ornamentación. Le ha dado trabajo a Ramelli la lámpara para el futuro teatro. Es inmensa y muy elaborada y además es incierto lo del contrato ahora que ni siquiera le quieren pagar a Cantini, su compañero en la Escuela de Bellas Artes de Florencia, y el culpable de encontrarse tan lejos de casa y un poco a la deriva. No sospechaba que a su amigo el arquitecto y gestor Pietro no sólo no le pagarían por su trabajo ni lo dejarían terminar la obra, sino que tampoco lo invitarían el día de la inauguración del gran Teatro Colón, construido entre 1885 y 1895, al que vendría a reconocer muchos años después, invitado por alguien en un gesto de desagravio.

No hace mucho, apenas en 1880, que el señor Higinio Cualla, primo del presidente Rafael Núñez, dictó las reformas y medidas sobre mercados, mataderos, desagües, alcantarillado y tratamiento de acueductos.

En el Claustro y Colegio de San Bartolomé, en la esquina de la plaza Mayor, hace unos años bautizada como Plaza de Bolívar en honor al Libertador, la escuela comparte el espacio con los militares. Al principio les fue difícil acomodar a los alumnos y organizar las secciones de arquitectura, escultura, pintura, dibujo, aguada, grabado en madera, ornamentación, anatomía artística y música. Son 400 alumnos en total. El antiguo claustro, ahora también cuartel después de la expulsión de las órdenes religiosas y bastante afectado durante las sucesivas guerras civiles posteriores al grito de independencia, se ha ido llenando de caballetes, pinturas, mármoles, hierros, instrumentos. Los ejercicios de los soldados y el ruido del batallón, además de los toques de Diana, se han convertido en algo cotidiano que ya no afecta a los alumnos. Incluso algunos de los soldados se pasean por los salones en los descansos y han oído decir que el presidente Núñez insiste en que las bellas artes son necesarias y es importante aprender los nuevos oficios.

La Escuela prepara una exposición para dar cuenta de los avances al Ministerio de Instrucción Pública, recién establecido en esa temblorosa república. Las obras se venderán para recaudar dinero para la Beneficencia, que está encargada de los hospicios y asilos desde la expulsión de las órdenes religiosas, y que busca cómo albergar en nuevos lugares a los locos, miserables y prisioneros. Un gran busto del maestro Gregorio de Arce y Ceballos será descubierto ese día. Es un homenaje al gran pintor de la colonia, educado en ese mismo claustro de San Bartolomé de los hermanos jesuitas. Maestro de maestros, había pintado los cuadros para las iglesias más importantes del país y, de repente, en pleno auge de su carrera se enredó en una pasión ajena y fue condenado por el rapto de Doña María Teresa, a quien su esposo, el entonces oidor de la Real Audiencia, Bernardino Ángel, había mandado encerrar en el claustro de las Clarisas, como monja de clausura. Injusta la condena e injusta la tarea tan lejana de su talento en una apuesta tan de poca monta con el esposo de la dama en cuestión, que de ángel tendría poco. Recluido en una mazmorra en la Cárcel del Divorcio, en esa plaza central frente al colegio de los jesuitas, la locura lo cegó y le arrebató el talento. Lo mataron sus propios fantasmas, bajando por la esquina de su casa en la calle 11, esos mismos fantasmas que lo habían encontrado atado en el asilo de mendigos.

..fue condenado por el rapto de Doña María Teresa, a quien su esposo, el entonces oidor de la Real Audiencia, Bernardino Ángel, había mandado encerrar en el claustro de las Clarisas, como monja de clausura.

Ricardo Moros y Rafael Urdaneta, también Epifanio Garay, gestores y maestros de la Escuela de Bellas Artes y formados en Europa, han advertido en Pantaleón Mendoza una sensibilidad extrema. Felipe Santiago Gutiérrez, su maestro, el grande de las artes mexicanas que en Colombia apoya los nuevos talentos y viene con las enseñanzas del barroco y la Escuela de San Fernando de Madrid, apoya su viaje a Europa y augura un muy buen futuro.

Es excelente retratista Mendoza, dicen. Le va mejor con el óleo que con el grabado. Sin embargo, son preciosos los retratos de don Ezequiel Rojas, ideólogo y político liberal y libertario, designado como presidente en 1872 por unos días antes de los avances del partido opositor y el de don Joaquín Mosquera, estadista y militar, también designado como presidente y recordado más por el preciso grabado que de él hizo Mendoza que por los días en que estuvo al frente del destino desbocado del país. El trazo recuerda a Ingres y el claro oscuro en sus óleos, a Velásquez. Alcanza a tomar el buque antes de la Guerra de los Mil días, la guerra civil de fin de siglo que dura tres largos años, y se encuentra con el arte del que le habían hablado sus maestros, en Madrid y luego en Italia.

Cuando Mendoza regresa, Bogotá parece otro, más pobre, más gris, más ausente y Alberto Urdaneta, pintor y gestor de la Escuela, ha encontrado la muerte de sopetón. Es bienvenido en la escuela y en el antiguo claustro pero prefiere pintar a solas. Se recluye, se aísla. Empieza a hacerle un retrato a su sobrina Catalina Mendoza Sandino quien, muy paciente, se sienta en la esquina del salón desde el medio día y hasta que suenan las campanas de la iglesia vecina anunciando la misa de las seis de la tarde. El retrato resume su formación y su pasión. La composición, el trazo, la luz, la elegancia. La destreza de la técnica logra la transparencia del óleo. El juego con la ilustración es más que mera composición, es una invitación a detenerse en el umbral de ese mundo íntimo, un guiño para el espectador y un homenaje a los pintores holandeses.

Antes de la tan preparada exposición para celebrar los cien años de Independencia en el Pabellón de las Bellas Artes le cuesta trabajo concentrarse. Los colores vivos le generan angustia. No valen los rezos, las compresas, las consultas y las sangrías. Delira.

Antes de la tan preparada exposición para celebrar los cien años de Independencia en el Pabellón de las Bellas Artes (apenas en construcción en el llamado Bosque de Reyes) le cuesta trabajo concentrarse. Los colores vivos le generan angustia. No valen los rezos, las compresas, las consultas y las sangrías. Delira. Lo llevan un día atado (intentando que los vecinos no vean) al asilo Santa Ana de Miraflores o de Ninguna Parte, en la carrera 13, entre las calles 4 y 5, en la periferia, donde permanecen apelotonados los enajenados, los dementes, los miserables, los diferentes, los pobres que se han vuelto locos de sufrir hambre… Es un claustro también, las celdas son más estrechas, los patios siempre están inundados, las alcantarillas se desbordan, comparte el catre con otros gritos y miserables. ¿Cómo pintar si está amarrado? En el patio contra la columna no puede moverse. El grito se alcanza a exhibir en el pabellón del Parque de la Independencia el 20 de julio de 1910. Para 1911, cuando se desmonta la exposición, Pantaleón Mendoza, el excelente retratista y pintor, ya desarmado sin sus pinceles ni el buril, se encuentra por fin con la muerte en la colonia de Sibaté, al lado de varios menesterosos de ojos desorbitados, los mismos que había conocido en Ninguna parte.

Es un claustro también, las celdas son más estrechas, los patios siempre están inundados, las alcantarillas se desbordan, comparte el catre con otros gritos y miserables.

El retrato de su sobrina Catalina Mendoza Sandino reposa en el Museo Nacional, junto con otros de sus cuadros. Lo llevó allí su sobrino nieto con la ilusión de que le dieran algo por “ese cuadrito”, tantos años puesto en la esquina del comedor, en el rincón donde, en la mesa chiquita, se sentaban a tomar el té las niñas. En la casa de Arce y Ceballos en el casco antiguo de la ciudad, ahora convertida en un local que anuncia que se sacan fotocopias a cien pesos y se venden minutos de celular, una placa da cuenta de su vida y obra y de su muerte en la locura. Pantaleón Mendoza murió en la miseria, aunque muchas de sus obras habían sido donadas a la Beneficencia para ayudar a los menesterosos. Fue olvidado por los críticos del arte, por los historiadores, por los pintores…pero tal vez, ¿por qué no? ya había encontrado la lucidez en Ninguna Parte

 

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