Me mudé a Nueva York cinco meses antes de Black Friday. Llegué a trabajar en un libro que se llama Un dios portátil (Editorial Planeta), que se publicó en 2020, pero cuando aterricé en el JFK era 2017, el libro no tenía nombre y ni siquiera tenía pensado lanzar una religión. Recuerdo que hacía calor, que había tomado un vuelo desde California, SFO-NYC, y que en el avión me compré un sándwich vegetariano y una cerveza. En la maleta grande traía un dios que había comprado en la India y en el disco duro del computador el diseño de The Church of Portable Religion que había desarrollado en Stanford.
Salí del aeropuerto en tren y los primeros días fui dando tumbos entre distintos hoteles y habitaciones de Airbnb en Brooklyn y Queens.
Los primeros días en Nueva York hubo un problema con mi dios. Lo tenía dentro de una maleta y como no conseguía casa y me movía de un lado a otro, temí que en cualquier momento podía ocurrir una desgracia. Necesitaba encontrarle un sitio seguro, un espacio urgente, con vigilancia electrónica y seguridad 24 horas, mientras daba con un lugar definitivo. El comienzo fue esa desgracia de moverte con los equipajes de una casa a otra, de un barrio a otro, de un hotel a otro, atrapado en esa agonía perpetua, en esa muerte lenta y dolorosa que es conseguir dónde vivir en Nueva York.
La solución apareció en el número 304 de la calle 74, entre la 7ma y la 8va. Esa es la dirección exacta de NYStorage, un galpón gigante convertido en un laberinto de pequeñas bodegas metálicas. Con seguridad infrarroja, cámaras de TV por todos lados, guardia en la puerta, claves digitales para abrir la puerta principal y un grueso candado en cada uno de estos pequeños depósitos, uno al lado y arriba del otro. El primer contrato se firmó por un mes. No se puede buscar casa y, al mismo tiempo, estar con miedo a que el protagonista de esta historia se extravíe en alguna mudanza.
No fue una figurita religiosa de souvenir, ni una réplica turística de una divinidad, de las miles de divinidades turísticas y religiosas que suele exportar la India. Tampoco pagué por una persona que decía ser una divinidad, una luz, una elegida. Lo que compré fue una deidad real.
Cuando entras a dejar a tu dios al storage de la 74, en Nueva York, debes meter una clave de 4 dígitos en la puerta que da a los estacionamientos. Cuando se liberan todos los candados, una pequeña alarma anuncia que se está abriendo una compuerta. En una sala de seguridad un guardia asiático, muy flaco y poco maquillado, está viendo todo por una pantalla. Te está viendo a ti, a tu maleta, a quienes entran y a quienes no lo hacen. Mira pasillos vacíos, la mayor parte de sus días.
Lo primero que ves aquí son pasillos. Caminas por ellos buscando el número 321. Llegas hasta la esquina, y debes doblar a la derecha. Pasas frente a decenas de puertas con números y candados, que son bodegas, que son nichos donde hay bártulos sin vida, historias que se quedaron para siempre en la ciudad o de gente que prefirió tenerlas aquí como una reliquia a la cuál visitar cada tanto, como a un familiar muerto en algún combate o por suicidio.
Estás rodeado de paredes metálicas blancas, del techo cae una luz de hospital y adentro no hay más personas que tu mismo. Cuando llegas al número y ves que el 321 está en el segundo piso de bodegas. Te toca empujar una de las escaleras con ruedas, y la llevas hasta ahí, hasta el punto exacto. La escalera suena y, seguramente, ese sonido debe chirriar en los oídos del asiático que mira todo por la pantalla. Ya estamos frente al número. Ahora subir los peldaños con la maleta, abrir la compuerta con la curiosidad con la que uno abre la habitación de un hotel, ver que adentro no hay nada más que el espacio para tus cosas, poner ahí tus maletas, la del dios principalmente. No sabes cuándo volverás a buscar eso, y en esa incertidumbre dejas libros, cuadernos, ropa, cámaras, documentos, archivos y cierras todo hasta nuevo aviso, hasta pronto, hasta conseguir un lugar definitivo. Luego te preocupas de dejar bien cerrado el candado, bajas la escalera, te vas de la zona que en la noche queda con alarmas de luz infrarroja, cierras con tu clave, vuelves a la calle, caminas hasta la séptima sabiendo que has dejado al dios en un lugar seguro.
Y sientes que ahora tu historia está más a salvo.
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Tardé más de 15 años en terminar esa crónica del consumo que se llama Periodismo Cash y que es una trilogía compuesta por tres libros. La vida de una vaca, donde está la compra de una ternera argentina y su vida por tres años; Niños futbolistas, el viaje por América Latina recorriendo campos de fútbol en busca de comprar al nuevo Messi; y el cierre, con un dios comprado en la ciudad de Varanasi, al cual le había diseñado una iglesia durante el año que pasé en Silicon Valley: esa zona del mundo con más proyectos de iglesias tecnológicas del planeta.
Al tiempo de publicar La vida de una vaca, me contactaron de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de Rosario. Me invitaban a participar como orador estelar en la VII Jornada agrícola ganadera Bajo el lema «La responsabilidad de conducir el futuro agropecuario nacional». Una jornada de dos días, el 8 y 9 de abril, en el Hotel Ariston de Rosario. Acepté de inmediato.
El título de la ponencia terminó siendo La vida de una vaca en el futuro agropecuario argentino, y aterricé en Rosario la misma mañana de la presentación. Del aeropuerto me fui al hotel Independencia, uno que se construyó para el Mundial del 78. Descansé un rato y me pasaron a buscar para llevarme al hotel del evento.
El público estaba compuesto por ganaderos, trabajadores de la carne y estudiantes de agronomía. Estaba ahí, en la provincia de Santa Fe, donde se produce la mejor carne de Argentina para explicarles de la carne, para contarles de la carne, yo, que hasta antes del libro no tenía mucha idea del tema.
Al poco tiempo de publicar Niños futbolistas en Barcelona, me contactaron desde Fifpro, el sindicato mundial de futbolistas profesionales con sede en Amsterdam, para invitarme al encuentro anual de temas legales de Fifpro y la Fifa. Les interesaba que hiciera una ponencia de la compra y venta de niños futbolistas.
Llegué al aeropuerto de Amsterdam como pasajero prioritario. Salí por una parte especial, y en el hotel me esperaban los directivos de la federación. El público estaba formado por dirigentes deportivos, exfutbolistas, empresarios de jugadores y abogados de clubes de toda Europa. En mi charla mostré fotos de niños futbolistas sudamericanos que se vendían a pocos dólares y expliqué varios casos que aparecían en el libro. Todos los dirigentes estaban sorprendidos por la facilidad con que había podido negociar en los diferentes países. No sólo eso, a la salida de la charla Fifpro anunció medidas y lanzó una exigencia pública a la FIFA para evitar el avance de este negocio.
Vivimos tiempos de hípercapitalismo tecnológico, donde aún existen industrias y mercados donde hay información privilegiada que solamente conocen los dueños. Por eso, en el Periodismo Cash se trabaja la idea de un autor-dueño.
Sin ser experto en la industria ganadería, por mi rol de autor-dueño terminé dando una charla frente a ganaderos argentinos, organizada por la Facultad de Ganadería de la Universidad Nacional de Rosario.
Sin ser un experto en la industria del fútbol, por mi rol de autor-dueño terminé frente a una audiencia de importantes dirigentes deportivos europeos, en una convención de Fifro y la Fifa.
Video por: @proyectodemoliciones.
Recuerdo todo eso ahora, estos días en Nueva York, porque sin ser un experto en la industria de la fe, de las religiones, de la espiritualidad, ser autor-dueño de un dios me tiene ahora en una oficina privada, la número 555 del piso 5 en el edificio de Estudios Liberales, en el Centro de Religión y Medios de la Universidad de Nueva York.
-Estas son las llaves de tu oficina. Y mañana ponemos tu nombre en la puerta- me dijo la secretaria académica del departamento, y me pasó las llaves de una oficina en un edificio de la Broadway del tamaño de mi estudio en la calle 94.
En las repisas puse algunos libros de materias religiosas que tenía de consulta, y sobre el escritorio coloqué las carpetas con las tareas a cumplir. Por lo general, en las mañanas me las pasaba en la 555, tomando apuntes y reporteando y leyendo. Por las tardes, trataba de ir al menos dos veces por semana a la Biblioteca, a buscar información que me pudiera servir.
Podría decir que por el Periodismo Cash me mudé una temporada a Nueva York. Pero además, pasé una temporada trabajando y escribiendo est libro en una oficina con el 555.
Lo primero que hice cuando pude tener oficina fue buscar el significado del 555:
El número 555 es un mensaje del espíritu mismo, y el mensaje es que debes dejar ir lo viejo que ya no te sirve. Puesto que el número 555 está en tres pliegues en energía, debes esforzarte en guardar una mentalidad positiva sobre las nuevas experiencias que estarás haciendo frente. El 555 te dice que hay cambios significativos en tu vida. Confía en que estos cambios serán inmediatos y para el beneficio a largo plazo. El universo pide que vayas con el flujo.
Qué hermoso que es creer.
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El tiempo volaba. Manhattan tiene un latido rápido, de animal chico, aunque sea una ballena gigante y luminosa flotando en el Atlántico.
En el Centro de Religión y Medios de NYU todo era muy cordial, pero distante. Cada oficina podía ser un mundo, y el saludo en los pasillos formaba parte de un hecho cotidiano que no pasaba de ahí.
Estaba invitado a investigar para mi libro y estructurar mi proyecto sin presiones, sin apuros, con todas las instalaciones de la universidad a mi disposición. Al comienzo, me parecía un poco incómodo que nadie me preguntara nada, ni siquiera en qué consistía mi plan, pero con el tiempo me acostumbré y lo agradecí. Pude leer a Onfray, Girard, Durand, Delumeau, Carrere, Chesterton, Champion.
Hubo algo que generó un cambió, no sólo en mi relación con ellos, sino que en toda la historia de esta historia. Eso fue cuando la revista de libros de Los Ángeles Times, la LARB, publicó una entrevista que me hicieron, titulada Buying God
…sin ser un experto en la industria de la fe, de las religiones, de la espiritualidad, ser autor-dueño de un dios me tiene ahora en una oficina privada, la número 555 del piso 5 en el edificio de Estudios Liberales, en el Centro de Religión y Medios de la Universidad de Nueva York.
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El diseño de la iglesia estaba claro y Jean Paul, un diseñador web evangélico, avanzaba en el armado de la página/templo. Además de los trámites burocráticos y los abogados, contadores, funcionarios, papeleos, documentos, firmas, números, timbres y sobres y correo postal, había dos etapas a cumplir en paralelo. Por un lado, empezar a preparar la página web donde estaría todo el diseño del proyecto, y a la cuál podría sumarse gente y donar. Y por otra parte, lanzar la religión portátil. The Church of the Portable Religion podía existir sin los trámites burocráticos, como una suerte de iglesia en negro. Pero no podía existir sin haber lanzado la religión y sin tener un espacio de encuentro en el mundo real de internet.
Una tarde, caminando como zombi por Times Square, me vino la iluminación. ¡Claro! La religión se tendría que lanzar en Times Square, uno de los lugares más famosos del planeta, la postal del consumismo con sus pantallas gigantes de avisos y los turistas, enanos, pequeños, tomándose fotografías durante 24 horas al día, posando junto a afiches publicitarios, sí, era el lugar perfecto para terminar la trilogía del Periodismo Cash, la trilogía del consumismo comenzaba a terminar aquí en Times Square.
No pasé mucho tiempo en descubrir lo obvio: no era el primero en encontrar la iluminación en Times Square. El pastor David Wilkerson estaba caminando por la plaza, en 1987, cuando le vino esa misteriosa iluminación. Él dice que en esos años Times Square era conocido como un centro de películas porno, clubes de striptease, prostitución y adicción a diferentes tipos de drogas, pero básicamente al crack, las jeringas, el popper. Dice que lanzó el proyecto de The Times Square Church, enfocado en las prostitutas, los proxenetas, los inmigrantes, los fugitivos y los comerciantes y consumidores de crack. Quizás debió agregar a los turistas. En 1989 arrendaron el teatro Mark Hellinger, en la misma zona de la plaza. Y en apenas dos años, ya tuvieron el dinero para comprar el teatro en 17 millones de dólares. La iglesia sigue funcionando en la la calle 51, tiene seguidores en más de 100 países y se estima que los seguidores de Times Square han recaudado más de 100 millones de dólares.
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Todo el día piden que denuncies si ves a alguien sospechoso en el metro, en los buses, en el banco, en el museo, o en cualquier lugar público o privado, cerrado o abierto, en Manhattan o en Brooklyn o en Queens, o si escuchaste un comentario sospechoso del chofer de Uber o en el taxi de la madrugada o del arrendatario que tose todo el día en el piso de abajo o al vecino que fuma hasta tarde con a luz encendida mirando páginas extrañas en internet.
En NY nadie te mira, pero siempre te están mirando.
En NY puedes ser invisible, pero siempre estás siendo vigilado.
En NY los ojos están entrenados, son millones de ojos amaestrados en el arte de mover la pupila en la búsqueda de algo extraño, raro, sospecho, listo para denunciar, para avisar, para decir que algo no anda bien.
Uno se acostumbra, repite los anuncios al mismo tiempo que la voz de los parlantes va advirtiendo que la seguridad es de todos, de los que estamos ahí. Y uno se acostumbra a no sentir tanto miedo pese al miedo, a sentirse a salvo, y tan a salvo que recién volví a pensar en el tema de seguridad de mi dios varios meses después de estar viviendo en Manhattan. Ya habíamos encontrado una casa en el Upper West, ya habíamos sacado al dios del NYStorage, ya tenía a la deidad a los pies de la cama en el estrecho estudio de la 94, en un quinto piso con vista hacia la norte, con el humo de las chimeneas que anunciaban la llegada del invierno y los ratones gordos cruzando todos los días por las mismas esquinas, cada vez más cerca de lograr una intimidad para saludarnos levantándonos las cejas cada noche. Como esa vez, volviendo a casa, que el ratón iba a cruzar justo por donde yo pasaba, y se frenó a medio camino, y se quedó parado como en una luz roja, y yo también me detuve, me frené, con la caballerosidad de un automóvil frente al peatón, y le hice una seña para que avanzara, adelante, pase usted, y el ratón hizo un leve gesto que yo interpreté como agradecimiento, y pasó volando por delante y se hundió en unas bolsas de basura que estaban en la calle.
Volví a pensar en la seguridad, nuevamente, cuando se acercaba el lanzamiento de la religión. La ceremonia fijada en Times Square, el 24 de noviembre de 2017, era parte de una gira inaugural con más fechas. En principio serían más de 15 las ceremonias, incluyendo paradas en México y otras ciudades de Estados Unidos. Pero al final, para tener un mejor control de los escenarios y no exponer al dios a inconvenientes inesperados, el tour inaugural se redujo a cuatro fechas, todas cerca de casa.
CHURCH OF THE PORTABLE RELIGION
Inaugural tour / New York 2017
24 nov / 19:00 Times Square
25 nov / 13:00 Brooklyn Bridge Park
01 dic / 15:00 New York University
03 dic / 15:00 Central Park
PortableReligion.Org
Imprimir diez afiches de la gira costó menos de tres dólares en una fotocopiadora del Village con descuentos presentando el ID de NYU. Sin embargo, apenas alcancé a colgar uno de los afiches en el panel de anuncios del subterráneo de la Bobst, la biblioteca de NYU, la Elmer Holmes Bobst Library, la caja roja de cemento frente a Washington Square, para entender que no era tan buena idea anunciar las presentaciones.
La Bobst tiene un gran salón abierto, desde donde se pueden ver los nueve pisos. Todos los balcones que dan a la explanada han sido cerrados para evitar que los estudiantes se lancen en mitad de la época de exámenes, o al principio del año académico, o justo antes de spring break, o en la misma noche de Halloween disfrazados con máscaras ensangrentadas.
En el subterráneo funcionaba una suerte de cafetería autoservicio, y ahí mismo había un gran panel de anuncio de charlas, de clases particulares, de ventas de bicicletas o de patines, de compartir casa, compartir pieza, compartir auto en un viaje largo, compartir proyectos creativos. Fue ahí donde puse el afiche, y desde ahí mismo lo saqué a los pocos minutos.
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El día de Black Friday me levanté temprano, y tomé desayuno en la cafetería de la esquina.
La cadena de diarios Metro me había publicado una entrevista donde hablaba del lanzamiento de esa noche.
Todo lo que pasaba, y lo que se decía, iba a terminar apareciendo en el libro. Finalmente, Un dios portátil terminó siendo una bitácora del libro que quería escribir.
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Veo todo desde arriba.
Estoy parado sobre una pequeña tarima de un metro de alto, en el centro de Times Square. Es Black Friday y por eso veo pasar a miles de turistas y neoyorquinos en plan de consumo: veo a los que corren para cruzar las puertas automáticas de las tiendas y entrar a comprar. Y a los que recién terminan de pagar las enormes bolsas con que saldrán de los almacenes. Y al resto, a la mayoría, los que deambulan sin rumbo fijo, como carne sin alma, nublados por no tener dinero para gastar en este día de las súperofertas. Estos últimos, turistas dentro del Black Friday, terminan consumiendo consumistas. Los consumen mientras se sacan fotos con las compras, o cuando se abrazan frente a una gran oferta, y mientras dan entrevistas a un móvil de televisión que transmite en vivo para el noticiero de la noche.
Veo todo desde arriba. Los observo sin detenerme en ninguno en particular, mirando al gentío como un bulto con varias cabezas. Espero que alguien me escuche. Estoy aquí, parado solo en una pequeña tarima del centro de Manhattan, para hablarle a los consumidores de mi propia compra: un dios.
Sí, un dios. Me compré un dios un par de años antes, en un viaje por la India. No fue una figurita religiosa de souvenir, ni una réplica turística de una divinidad, de las miles de divinidades turísticas y religiosas que suele exportar la India. Tampoco pagué por una persona que decía ser una divinidad, una luz, una elegida. Lo que compré fue una deidad real.
Casi al final de la presentación, digo que el dios que compré en la India está a unas 50 cuadras de Times Square, dentro de una maleta verde en el piso séptimo de un edificio de la calle 94, en el Upper West Side de Manhattan.
Hoy es viernes 24 de noviembre de 2017. Son las 19:00 en Nueva York. Y está todo listo para iniciar el lanzamiento mundial de la religión portátil.
Tengo en mis manos un libro de tapas blancas que por ahora se conoce como “libro blanco”, pero que cuando esta historia termine tendrá una portada, un título, un código de barras, el logo de una editorial y se venderá en librerías. En este libro blanco voy tomando los apuntes para esta historia.
Es probable que alguna de las personas que está mirando hacia el escenario, se haya enterado del lanzamiento por la noticia publicada en el diario. Un día antes del lanzamiento una cadena internacional de periódicos publicó que hoy, en esta plaza neoyorquina, iniciaría mi religión.
No sabía todo lo que vendría después. Abro el libro blanco y antes de empezar a leer, miro por última vez a esa muchedumbre que se mueve por Manhattan como en un pogo lento. El viento que cruza la isla es muy frío y me deja las mejillas como suela de goma. Sale vapor de las alcantarillas, por las chimeneas y por la boca de los consumidores de este viernes negro. Las pantallas gigantes iluminan con sus anuncios: aquí todos somos seres cubiertos de luz, pero de una luz de publicidades que promueven nuevos productos.
Respiro hondo, me fijo en que la cámara esté apuntando y leo en inglés:
Nace aquí, oficialmente, la Religión Portátil. La que está consagrada a un dios portátil. La que se va a expandir a través de la Iglesia de la Religión Portátil. Un nuevo credo, dirigido a los viajeros, a los trashumantes, a los nómades, a los peregrinos, a los que no tienen nada fijo, a los freelancers de este mundo.
Mientras leo pasajes del «libro blanco», iluminado por las pantallas gigantes, veo que se me acerca una mujer, de unos 60 años, con abrigo gris y orejeras peludas, que me interrumpe y me grita que dios es uno, único, y luego se va recitando un salmo. Una de las personas que está conmigo levanta el dedo anular de la mano, en señal de que sí, de que ha grabado el momento en que ella se acercó a interpelarme.
Salvo ese pequeño incidente, mientras leo el “libro blanco” la mayoría de los transeúntes va encapsulado en su propio Black Friday, el día donde las ofertas de las tiendas de Estados Unidos son tan grandes, que el mayor temor de los gerentes de almacén es que no vaya a morir gente aplastada por la turba. Esa que entra embrutecida, ciega, a llevarse la mejor oferta de último momento. Cuando compré mi dios no tuve que esperar que hubiera alguna oferta, ni hacer una larga fila antes de llegar al mesón. Gasté más tiempo en negociar el precio y en buscar un envoltorio para mi divinidad. El día que compré la deidad había más de 35 grados de calor, y estaba vestido con una camisa suelta y pantalones cortos. Ahora, en la ceremonia de lanzamiento en Nueva York, estoy con zapatos negros, pantalón negro, camisa negra y abrigo negro. Iba a comprar un megáfono chico, que costaba 77 dólares en una tienda de Chinatown, pero no quise tener líos con la policía. Y acá está lleno de policías y de seguridad. Muy distinto a donde compré el dios.
Un par de turistas me hace fotos mientras leo, y pienso que pueden ser agentes de seguridad o pueden ser turistas despistados que no saben que se trata del lanzamiento de una religión.
Casi al final de la presentación, digo que el dios que compré en la India está a unas 50 cuadras de Times Square, dentro de una maleta verde en el piso séptimo de un edificio de la calle 94, en el Upper West Side de Manhattan.
No puedo contar mucho más. En espera de que el “libro blanco” se transforme en el libro final de esta historia, todavía no puedo adelantar el nombre que tiene, ni el valor exacto en que lo compré, ni cómo fue la negociación, ni cómo se llama el vendedor, ni cómo le diseñé una iglesia, ni el camino final hasta la religión. Apenas menciono que lo pagué en rupias, y que lo compré en un hotel de Varanasi.
La ceremonia termina dando por fundada, oficialmente, la Religión Portátil, cuya iglesia “cada uno llevará consigo mismo, y un dios portátil que los acompañará a donde vayan”.
Cuando bajo de la tarima, y la ceremonia ha terminado, la religión ya existe. A los pocos minutos me confirman, desde el otro lado del continente, que ya se ha habilitado el acceso de la página: portablereligion.org. Y que ya están los primeros inscritos.
Desde ese momento, ya siento que tengo una de las casi cinco mil religiones que hay en el mundo. En términos legales, el camino será más largo, y va a requerir entrevistas con abogados, contadores, asesores, y todo ese ejército de burócratas que ha convertido a la religión en una industria que en este país mueve más dinero que Google y Facebook juntas. También entrevistas con otros credos, otras religiones, otros dioses. Saludo a un par de personas, beso a mi novia que me toma fotos, hablo para una cámara que sigue el proceso. Después abrazo al escritor peruano Juan Manuel Robles, que llegó hasta aquí por un aviso en redes sociales que anunciaba el lanzamiento.
La noche del 24 de noviembre la termino en el Raines Law Room, una réplica de los bares speakeasy de Manhattan, que funcionaban clandestinamente en los años 30 durante la ley seca. El bar está en un subterráneo y mantiene todo el ambiente secreto. Hago unos brindis secretos con unos amigos. Pienso en los primeros seguidores de esta fe portable, de esta espiritualidad freelance y del orgullo de la religión propia.
El día que fundé mi credo, me acosté tarde y muy cansado: me desplomé en la cama, como si me hubieran chupado todas las fuerzas. Al día siguiente, cuando desperté, nada seguía ahí.
Es parte de la religión.