A los 11 años, Raquel vio por primera vez un árbol, pensó que era un hombre y lo saludó. Cuando la conocí, Raquel Jodorowsky era poeta. Tenía 84 años y vivía en Lima, en un pequeño departamento en del distrito de Lince. Lo primero que me interesó de ella fue su cercanía a Allen Ginsberg. Eso me animó a escribir sobre la visita que hiciera el beatnik a nuestro país en 1960, oportunidad en la que Raquel y él se hicieron grandes amigos. Empecé a visitar a Raquel por las tardes, que ella solía pasar sola en su casa, con el objetivo de hacerle varias entrevistas. Al igual que un grupo de poetas y amigos, compartí largas horas escuchando sus anécdotas en el lugar que ocupaba desde hacía más de medio siglo.
Una de las excentricidades de Raquel era ser hermana de un cineasta de culto, Alejandro Jodorowsky. Ambos habían nacido en Iquique y pasado su infancia en Tocopilla, pequeño pueblo al norte de Chile cuyo único atributo era albergar La Despreciada, una mina de salitre y cobre que le había otorgado breve esplendor. Lo demás fue puro desierto. Aquel desamparo, que ha perseguido a los Jodorowsky como un fantasma a lo largo de la historia, fue la eterna deuda entre los hermanos.
Tal vez por eso ambos decidieron convertirse en tempranos poetas. Raquel publicó La dimensión de los días en 1950 y tuvo gran acogida por la crítica. Rosamel del Valle, el vanguardista, escribió al respecto: “al fin la poesía chilena femenina ha vuelto a levantar la cabeza después del primer ciclo de la Mistral”. La Jodorowsky tenía entonces 23 años. Alejandro, mientras tanto, coqueteaba con el teatro de títeres y era amigo de poetas como Enrique Lihn y Nicanor Parra. Al final, los dos huirían de su familia: Raquel partió a estudiar a Lima en 1952 y un año después su hermano se mudaría a París. Ninguno de los dos regresaría.
Una de las excentricidades de Raquel era ser hermana de un cineasta de culto, Alejandro Jodorowsky. Ambos habían nacido en Iquique y pasado su infancia en Tocopilla, pequeño pueblo al norte de Chile cuyo único atributo era albergar La Despreciada, una mina de salitre y cobre que le había otorgado breve esplendor.
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Me encontraba a la mitad de mi investigación sobre Allen Ginsberg cuando llegó la noticia de que Alejandro venía. Por entonces el curso de mis indagaciones había tomado rumbos insospechados. Fue una tarde de San Pedro y San Pablo que acudí al departamento de Raquel cuando todo cambió. Ahí estaba Adán, el menor de los hijos de Alejandro, que había venido hasta Lima para conocer a su tía y a propiciar un acercamiento entre los hermanos.
– Me gustaría verlo –le dijo Raquel a su sobrino.
– Sería bueno –respondió Adán.
No era la primera vez que un hijo del realizador de El topo venía con la intensión de buscar a la tía perdida. Años antes lo había hecho Cristóbal, el único de los hijos de Jodorowsky en seguirle los pasos con la psicomagia y psicogenealogía. En una entrevista telefónica, el psicochamán explicó que estaba trabajando sobre la reconciliación en su propia familia. “Me dije, voy a ir a verla, porque ¿qué es eso de estar en una familia donde no se hablen?”, declaró desde Barcelona.
La idea era llegar a su casa, hablar con ella y abrazarla para de esta manera “integrar en mi cuerpo su energía”. Después de eso, viajaría a París para abrazar a su padre, creando una suerte de “puente entre ellos dos”. ¡Un primer contacto! Pero la travesía no sería tan simple como eso. Cuando llegó a Lince no encontró a nadie. Ante el imprevisto, Cristóbal decidió hacer un acto psicomágico. Compró un pote de miel de acacia que untó en la puerta de Raquel y luego escribió: reconciliación, conciencia, belleza. Como colofón, extendió las manos y absorbió toda la energía.
– En mi corazón lo imaginé, imaginé que entraban sus libros, sus cuadros, sus gatos, todo y lo llevé conmigo –dijo Cristóbal–. Después tomé un taxi y me fui.
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Para entender mejor a los hermanos Jodorowsky, primero debemos conocer la historia de su familia. Descendientes de inmigrantes judíos ucranianos, apellidados originalmente Levi, la rama paterna llegó al norte de Chile huyendo de los cosacos. Sara Prullanski, por su parte, habría nacido en Buenos Aires producto de una violación. Ambas familias se unirían en el desierto de Antofagasta y, al ser los únicos judíos de la zona, a Jaime y a Sara no les quedó más remedio que casarse en Iquique, abrir un negocio llamado Casa Ukrania, en Tocopilla, y ser infelices.
De Jaime, su padre, Alejandro ha escrito muchas cosas: que era ateo, comunista, loco. Según Rosa María Cifuentes, especialista en coaching personal y reiki, “Jodorowsky toca mucho el manejo del rencor en sus obras”. Rencor. Tal vez esa sea la palabra clave. “Creo que él va a ayudar mucho a saber en qué medida la gente puede encontrar su propia sanación”, afirma. En sus obras, tanto novelas como obras de teatro, películas y happenings, el arte de Alejandro Jodorowsky siempre estuvo cimentado en el desprecio que le tenía a su padre, a la sangre que corría por sus venas.
Descendientes de inmigrantes judíos ucranianos, apellidados originalmente Levi, la rama paterna llegó al norte de Chile huyendo de los cosacos.
Cristóbal, por su parte, se refirió a una “historia de infancia que fue bastante complicada” entre su padre y su tía. “La verdad es ésta: mi abuelo Jaime privaba a mi papá de todo y se lo daba todo a Raquel. Entonces Raquel era la niña consentida de su papá”, afirmó por teléfono. “Entonces hubo un conflicto en donde ella se sintió la poseedora de todo. Mi papá tuvo mucha rabia con ella durante muchos años”, concluyó el hijo de Alejandro. Nuevamente, la rabia.
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En una entrevista realizada en 2010, Alejandro asegura que no quiere volver a ver a su hermana. En 2005, Raquel se mostró disgustada con él durante el encuentro “La Región XIV”, celebrado en Chile. Cuando le preguntaron sobre la psicomagia, aquella excéntrica técnica de sanación inventada por él, ella refirió: “Se cree chamán. Quiere ganar dinero. Pero eso es charlatanería”. En los libros que publicara Alejandro, la mayoría con un fuerte contenido autobiográfico, la presencia de la hermana es lejana y espectral, como un tema que se prefiere evitar. Pero cuando la menciona, ella es indefectiblemente poeta.
En La danza de la realidad, Alejandro narra: “Raquel, atrincherada en su habitación, había decidido dedicarse para siempre a la poesía”. Al final de El niño del jueves negro, describe la obra de su hermana: “en sus versos danzaban las piedras, hablaban los metales, cantaban las capas geológicas, revivían los dioses incas, aztecas, mayas”. En efecto, Raquel solía contar que había conocido la poesía tras escuchar a los mineros rezarle a los Apus por hacerle daño a la montaña.
La verdad es que estaba molesta por los libros que él había publicado. En ellos hablaba mucho de su familia. Habían sido una válvula de escape, una forma de curarse. Sin embargo, ella era consciente de la proximidad de su muerte y estaba ansiosa por reencontrarse con su hermano. “Me gustaría verlo”, había dicho. Pero no iba a ser tan fácil. “Entre Raquel y mi padre hay mitos por todos lados”, me explicó una vez Adán. Entonces llegó la noticia de que Alejandro venía.
Estaba en una gira por América Latina presentando su último libro, Metagenealogía, en donde postula una teoría que pretende acabar con todas las anteriores. Se trata nada menos que del estudio del árbol genealógico como un tipo de sanación espiritual y expansión de la consciencia. En la única entrevista que aceptó para un medio peruano antes de su visita en setiembre de 2011, el chileno admitía: “Sí, la voy a visitar”. Tenía pendiente además ver la tumba de su madre, Sara Prullanski, enterrada en el cementerio judío de Lima.
Sin embargo, ella era consciente de la proximidad de su muerte y estaba ansiosa por reencontrarse con su hermano.
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El conflicto a partir de la pelea por el padre, el olvido y las secuelas de una familia disfuncional en eterna diáspora, son los ingredientes principales de esta historia. Aún así, Raquel me mostró que sus sentimientos eran distintos. Entre los innumerables minutos que tengo registrados de mis conversaciones con ella, he captado declaraciones sobre Alejandro como la siguiente: “ha sufrido en la vida”, o “es como yo, no ha tenido dinero ni ayuda de la familia, nada”.
La infancia de Raquel, aún con toda la envidia suscitada en su hermano, no había sido un campo de rosas. Ella recordaba haber vivido en la mina, haberse paseado por el desierto en el andarivel que transportaba el cobre y haber jugado con las arañas del salitre. Una vez, cuando terminó el internado donde cursó la secundaria, ni su padre ni su madre pasaron por ella para llevársela a casa. Otra vez, el olvido. Así fue que una visitadora social le consiguió una beca para estudiar en la Universidad Mayor de San Marcos, en Lima.
Durante una de las conversaciones que tuve con Adán, el menor de los hijos de Alejandro tuvo una suerte de epifanía: “Nunca han llegado a reconciliarse y creo que nunca lo harán, creo que nunca se arreglarán”. Efectivamente, en Metagenealogía, Alejandro vuelve a exhibir su rabia. En el capítulo 6, dedicado a los conflictos fraternos, refiere: “el comportamiento de nuestros padres agravó la hostilidad entre mi hermana Raquel y yo. Por ser ella producto de la pasión y yo el producto de un coito sumergido en el odio, la convirtieron en cúspide de la triada, en tanto a mí me trataron como si no existiera. Para mi hermana los muebles de calidad, innumerables zapatos y vestidos…”.
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La salud de Raquel había empeorado. Un feroz cáncer atacaba su cuerpo y la acercaba al final de sus días. Aún estando delicada de salud, el interés de La Jodorowsky por dar a conocer su obra fue constante. El 4 de agosto inauguró su exposición pictórica La poesía del color en la galería del Centro Cultural Ricardo Palma. Los médicos habían anunciado que solo podían darle calidad de vida. El 30 de agosto de 2011, una semana antes de la llegada de su hermano, un grupo de jóvenes poetas se reunió para brindarle homenaje en un cálido bar del centro de Lima.
El comportamiento de nuestros padres agravó la hostilidad entre mi hermana Raquel y yo. Por ser ella producto de la pasión y yo el producto de un coito sumergido en el odio, la convirtieron en cúspide de la triada, en tanto a mí me trataron como si no existiera. Para mi hermana los muebles de calidad, innumerables zapatos y vestidos…”.
Aunque se había anunciado la presencia física de la poeta, su delicado estado de salud la obligó a permanecer en casa de su hijo Dayal. Aun así, La Jodorowsky pudo estar presente gracias a la magia del Internet. Los organizadores se las ingeniaron para proyectar su imagen en vivo sobre una de las paredes del local. “En este momento mi parte material falla, pero mi espíritu está preparado”, nos dijo Raquel aquella noche. “¡La poesía, amigos, es invencible!”, fue su mensaje final.
El 5 de setiembre llegó a Lima el hombre que se pasea por el mundo pregonando el perdón para curar el alma. Advertido sobre el interés de los medios por el inminente encuentro con su hermana, Alejandro Jodorowsky decidió encerrarse en su habitación, en el piso 22 del Hotel Marriot, y solo salió para dictar su charla en el Auditorio del Colegio Médico. Nunca se encontró con Raquel, ni visitó la tumba de su madre. Todo parece indicar que el supuesto “gurú de la sanación espiritual”, “el último gran mago de nuestra era”, estaba molesto ese día o tuvo miedo.
¡La poesía, amigos, es invencible!”, fue su mensaje final.
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Lo último que pidió de comer fue un helado del restaurante Tip Top. Hacía días que tenía a una enfermera a su lado y había vuelto a su departamento en Lince, el mismo a donde llegaba Sérvulo Gutiérrez, el magnífico boxeador y pintor expresionista iqueño, para invitarla a almorzar platos que luego pagaba dibujando apuntes. También acudía ahí Allen Ginsberg, cuando vino en 1960. Raquel incluso decía que los muebles eran los mismos, pocas cosas habían cambiado desde entonces.
La poeta que afirmaba “más allá de la poesía no he existido”, falleció el 27 de octubre de 2011, a las 15.00 horas. Para esa noche estaba programado un recital en su honor en la Biblioteca Municipal de Barranco, donde algunos poetas se enteraron de su deceso. A las exequias fuimos nosotros, los que la leímos y compartimos. Su hermano Alejandro, mientras tanto, cenaba con Yoko Ono. Camino a su entierro, dos amigos y yo la recordábamos en silencio. Por lo menos la Jodorowsky no estará sola esta tarde, pensaba. Nadie está solo en el infinito.
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