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El invento más grande del fútbol

En el partido final de la Eurocopa de 1976, el checo Antonín Panenka, con una sangre fría escalofriante, cobró un penalti que se convirtió en leyenda por su inconcebible destreza
Por Relatto
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Por fin, un domingo de junio de 1976, Antonín Panenka le enseñó al mundo lo que había inventado. Así como Tomás Edison debió esperar para mostrar la bombilla eléctrica, o Luis Goldenberg la lavadora, el futbolista checo tuvo que aguardar al evento ideal para mostrar su creación.

Fue en la final de la Eurocopa ante Alemania. Un partido calado en los huesos por una espesa humedad que terminó empatado a dos goles y se forzó a los penales. En el definitivo, Panenka se posicionó de frente como si fuera a meter un zapatazo lleno de dinamita, emprendió una carrera rauda, pero a punto de hacer contacto con el balón, soltó de golpe un hálito de sutileza, tocó con la punta para empujar con suavidad al centro un tiro bombeado. El arquero Sepp Maier, un gigante mal encarado e hijo de la disciplina, lo tomó como una afrenta. El balón había rebasado unos centímetros la línea de gol y Panenka ya festejaba. Fue el último título continental de Checoslovaquia antes de desmembrarse como país.

Tras ese tiro, Antonín Panenka, nacido en Praga en 1948, quedó atrapado para la eternidad en el olimpo del fútbol, cambiando un destino que lo había sentenciado, científicamente, a no poder competir en el juego que después le daría la gloria.

“Me diagnosticaron un mal del corazón, el ´Fenómeno de Wenckebach’, que es un bloqueo cardiaco benigno que se da en los atletas cuando están en reposo. Tenía 20 años y amaba al fútbol; por mucho que me lo prohibieran, seguí entrenando. En el hospital militar —no había de otro—, me inyectaron atropina y al final determinaron que el deporte me podía ayudar, así que hice mi carrera de futbolista con este problema”.

Jugadores célebres han tirado alguna vez un penal a lo Panenka o, al menos, han tenido el efervescente deseo de hacerlo. Pero pocos se imaginan que ese gesto extraordinario con la pelota ocurrió debido a unos chocolates y unas cervezas, la apuesta habitual que Panenka cruzaba con el portero Zdenek Hruska, del Bohemians, equipo en el que actualmente Panenka vive el día a día como presidente. Un club modesto al que los recuerdos le hacen más interesante su presente.

Así como Tomás Edison debió esperar para mostrar la bombilla eléctrica, o Luis Goldenberg la lavadora, el futbolista checo tuvo que aguardar al evento ideal para mostrar su creación.

El 20 de junio de 1976, en el Estadio Nacional de Belgrado, antigua Yugoslavia, Panenka dejó de ser un jugador más y, con su espeso bigote, entró al sitio mitológico del balompié. Será el hombre que más venda camisetas con su apellido en la espalda en el Club Bohemians a pesar de los años y la modernidad, porque, aunque envuelto en un aura triste y de olvido, Panenka será recordado por lo que se atrevió a hacer en esa copa europea.

Comparado con su alborozado invento, otros artilugios del fútbol equivaldrían a una carta de naipe cualquiera, con cierto valor, pero sin volumen.

—¿Le han dicho que es una leyenda del fútbol? —le pregunto.

—Trato de no creerlo mucho. Es un penal histórico que ensayé tiempo atrás, pero creo que tuve otras cualidades. Por supuesto, ser campeón de Europa ayuda en algo. Muchos dicen que vivo del mismo cuento, que solo di una patada y ya, yo les digo que Edison inventó una bombilla, el punto es hacer lo que nadie antes.

Son las diez de la mañana en Praga, las tres de la madrugada en México. Localizar a Panenka no ha sido complicado, aunque para llegar a él tuve que pasar ciertas aduanas. A los 72 años es bonachón en la plática, pero incierto en los asuntos tecnológicos. No carga móvil, así que para la entrevista intercede el director deportivo del Bohemians con el suyo, además de que una amiga, Carmen Álvarez, ayuda en algunos puntos de la traducción porque narra todo esto en alemán.

Panenka no falta al estadio a un partido del Bohemians y cuando mira el fútbol por televisión, siente una estimulación vivencial, como si nunca hubiera salido del campo de juego. Y sin querer, mientras está en la sala de su casa o en las gradas, mueve la pierna como si estuviera dando un chut. Si acaso hay un penal y observa que lo cobran como él en 1976, lo invade una inmensa algazara interna.

—Soy muy feliz, me siento muy contento y afortunado de que mi penalti haya durado hasta ahora, de constatar que sigue vigente. Es sorprendente, sigo viviendo a través de ese disparo.

El uruguayo Sebastián Abreu es uno de los más recurrentes ejecutores de su estilo, que también emularon el francés Zinedine Zidane, el italiano Andrea Pirlo y muchos otros estéticos del deporte.

—Cuando lo hacen, siento emoción en mi interior al escuchar a los cronistas decir: “Es un penalti a lo Panenka”, me considero un tipo muy afortunado —comenta.

fútbol, Panenka

Antonín Panenka en la portada de la revista Panenka.

Pasó 14 años en el Bohemians hasta que a los 30 pudo emigrar a Austria. Eran otros tiempos, dominados por el telón de acero y la mano de hierro de dictadores militares. Nunca pudo ser campeón con el equipo que más amó, pero con la selección dejó una huella insondable.

—¿Se recuerda como un jugador sobresaliente en una etapa particularmente difícil del socialismo en su país?

—Era complicado ser futbolista, nos vigilaban mucho. A veces entrabas a un restaurante y sabías que le dirían al entrenador si bebiste una cerveza. Estaba el Dukla, el equipo del ejército, que se llevaba a los mejores jugadores con el pretexto de hacer el servicio militar. En la época del socialismo no existían los grandes traspasos. Pedías permiso al club y si accedían, te ibas. A mí no me dejaron irme al Sparta Praga. Hasta que se consideraba que no estabas en plenitud te daban libertad, por eso a los 30 me fui a Austria, con el Rapid de Viena. Tenían sus reglas, por ejemplo, desde tres días antes de un partido no podíamos tener relaciones sexuales.

Lo cierto es que Panenka no estaba hecho para seguir las normas. Rompió la primera, que era no tener sexo, y rompió las subsecuentes, entre ellas la manera de cobrar un penal común.

En una concentración del Bohemians salió a respirar un poco. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Antonín Panenka andaba preocupado. Una apuesta estaba lisiando su economía. Enfrentado con el portero Zdenek Hruska, se quedaban al final de los entrenamientos para apostar a tandas de penales. Casi siempre perdía, así que, desvelado, pensó en la manera de ganar.

—Mi compañero Hruska era bastante bueno. El perdedor pagaba con chocolates, cerveza y dinero. Me estaba costando mucho, entonces me puse a pensar qué hacer para tener éxito con mis penaltis y así fue como me vino la idea de hacer un tiro suave al centro, porque sabía que después de un breve momento el portero siempre se tiraba hacia un lado.

—¿Terminó por comer muchos chocolates y tomar cerveza, entonces? —le pregunto.

—Sí, llegó un momento en que estaba engordando —me responde riendo.

Hasta que se consideraba que no estabas en plenitud te daban libertad, por eso a los 30 me fui a Austria, con el Rapid de Viena. Tenían sus reglas, por ejemplo, desde tres días antes de un partido no podíamos tener relaciones sexuales.

El tiro a lo Panenka fue un simple recurso de desahogo que, sin embargo, tenía una mecánica intrínseca. No se trata de pararse y puntear el balón, engañando a un portero que se rige por la intuición. Lleva un poco de inteligencia, viveza y sensibilidad. Se trata de bajar un poco la cadera, engañar con la velocidad de arranque y frenar el cuerpo hasta encontrar la posición ideal para tener vencido al guardameta y picar el balón con la suficiente altura y distancia.

Por otra parte, fallar un penal a lo Panenka es vivir en el epicentro del desastre.

—Debe ser horrible, pero es un riesgo que hay que tomar. Para no fallar un penal así, debes hacer creer al portero que vas a tirar el balón hacia algún lado. Hay muchos que me quieren imitar, pero no se trata solo de tirar al centro, es un juego de mímica y movimiento corporal. Si se hace bien, creo que hay un 90 por ciento de efectividad —recalca Panenka.

Sepp Maier es una institución, una especie de leyenda para el fútbol alemán. No es incorrecto decir que era un hombre de las cavernas en una cancha de fútbol, porque su carácter recio y montuno no le permitía mostrar buenos modales.

Fue campeón en la Alemania del Mundial de 1974, que tuvo como centro álgido a Múnich, su ciudad especial. Luego se convirtió en un íocno de todo el territorio alemán. Más que su imagen, fue su carácter el que lo llevó 95 veces a jugar con Alemania en partidos internacionales y así llegó embadurnado de fama a la Euro de 1976. Sin imaginar que ese tipo llamado Panenka le fabricaría una jugada que lo asombró hasta ahogarlo en un abismo de desamparo.

Para Maier, el penal fue un vilipendio.

Gol de Panenka contra Alemania en la Final de la Eurocopa 1976

—Debo reconocer que él estuvo muchos años enojado conmigo. Pensó que hice el penal como una humillación, pero en realidad yo creía que era la manera más certera de anotar. Pasó que estaba tan seguro de que iba a ser gol, que antes de que entrara el balón levanté las manos. Eso no le gustó nada a Sepp que, según me decían, cuando escuchaba mi nombre, se irritaba —recuerda Antonín Panenka.

—¿No lo intimidaron los alemanes?

—No, nunca. Estaba seguro no al cien, sino al mil por ciento, de que anotaría. No me importaba que fuera Alemania. No sé por qué sucedió así. Necesitaba un poco de suerte, tal vez.

Pero como en los grandes malentendidos, bastó un reencuentro, en 1994, para aclarar las cosas y que se solucionaran en un santiamén. Maier tenía una mirada tenebrosa, como suelen tenerla algunos alemanes cuando no se les conoce. Parece que no parpadeaba, que se empeñaba en congelar con las pupilas lo que tuviera enfrente. Panenka era todo lo contrario, un hombre bonachón de hogueras en los ojos y una calidez franca.

Sepp Maier estaba de visita en Praga para cumplir con compromisos publicitarios cuando, extrañamente, pidió a sus patrocinadores que le ayudaran a encontrar a Panenka, quien recién se había retirado del fútbol.

—Vino a Praga a buscarme. No me lo creía cuando me avisaron por teléfono que estaba en mi país. El encuentro fue necesario después de muchos años; pensé lo peor, luego me llenó de tranquilidad y humildad. Claro que hablamos de aquel penal, tocamos puntos que se habían empolvado y nos terminamos riendo. Tomamos cerveza y lo invité a jugar golf. Hoy somos grandes amigos.

—¿Había tirado esa clase de penal antes de la final de la Eurocopa del 76?

—Sí, unos dos años atrás, en partidos de la liga de Checoslovaquia. Sobre todo en juegos donde íbamos ganando con amplia ventaja, porque no podía arriesgarme tanto. Desde un mes atrás de la Eurocopa sabía que dispararía así. Debo confesar que en la semifinal contra Holanda nos fuimos a tiempo extra y yo quería que llegaran los penales. De algún modo me desanimé, aunque ganamos 3-1. Mira cómo sucedió todo que en la tanda de penales de la final nadie falló hasta la última ronda, donde el alemán erró y me tocó a mí. Lo otro es historia.

Estaba seguro no al cien, sino al mil por ciento, de que anotaría. No me importaba que fuera Alemania. No sé por qué sucedió así. Necesitaba un poco de suerte, tal vez.

Un gol así solo se consigue con aplomo, se necesita de una inspiración valiente para lograrlo. Panenka quizá solo fue un jugador fugazmente mediático por una jugada, no cobró millones por ser figura de un equipo, antes bien fue un hombre seguro y solidario del medio campo que hizo una silenciosa carrera en equipos modestos de Checoslovaquia y Austria.

Cuatro años después, en la Euro de 1980, se encontraron Checoslovaquia y Alemania en el primer partido de la fase de grupos. Estaba Panenka, pero no Maier, que había sufrido un fuerte accidente automovilístico en 1979 en el que se rompió varias costillas y tuvo lesiones internas. Allí cobraron venganza los alemanes al vencer 1-0.

Pero en el partido por el tercer lugar ante Italia, Antonín Panenka tuvo otro penal. Había expectativa porque el púbico pensaba que cobraría con su estilo inventado, sin embargo, esta vez su cobro fue común: un disparo a media altura y pegado al poste de Dino Zoff.

—Es bonito que la gente me recuerde. Es una forma de preservar mi fama, aunque no soy solo ese penal, aunque digan que vivo de eso —recalca Antonín Panenka—. Es quizá el premio a lo que intenté, porque era fácil hacerlo en un partido de liga, no en una final europea. Sorprendí a todos por ser el primero en hacerlo. Siempre traté de hacer un fútbol sugerente para el espectador. Algo tenemos los de Europa del Este que somos creativos.

 

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