Aunque había escuchado de él alguna vez, dentro de mis planes nunca estuvo visitarlo ni era uno de mis destinos más deseados, pero gracias a la invitación de mi amiga Dora Carreño o Dorita, como la llamo cariñosamente desde que éramos estudiantes de colegio en Bogotá, Colombia y quien ahora vive en La Paz, Bolivia, terminé en este inusitado “mar interior”, alrededor del cual descubrí comunidades que tienen una extraordinaria relación con la naturaleza.
Allí, en las islas del Sol y de la Luna, que atraviesan el lado boliviano del lago, quedé atónita con la exuberancia de aquel rincón del planeta. Pero llegar a la cima de estas islas, a 4000 mil metros de altura, supuso un camino retador surcado por curiosos personajes, costumbres desconocidas y una nueva perspectiva de cómo se puede vivir.
Para llegar a esas alturas viajé de Bogotá, la fría capital colombiana donde nací y he vivido toda mi vida, con una tampoco nada despreciable altura de 2.600 metros sobre el nivel del mar, a La Paz, la capital administrativa de Bolivia, todavía más fría y elevada, una madrugada de finales de mayo, cuando en ese país se advertían ya los primeros signos de la llegada del invierno, un frío inclemente que calaba hasta los huesos, un viento helado que parecía que te fuera a elevar como a una cometa.
En el aeropuerto me recogió Dorita, quien, al llegar a su apartamento, me ofreció una agradable habitación en cuya cama, tan pronto puse mi cabeza sobre la almohada, caí como una piedra en un pozo.
Día 1
Después de un descanso reparador, me desperté ante la vista de las majestuosas montañas de La Paz, tan altas y sublimes que parecían inalcanzables. Frente a ellas tomé el desayuno en compañía de Berlín, la gata de Dorita, que me miraba con curiosidad, como diciendo “¿quién es ésta y qué hace acá?”. Esa fue la primera exigencia a la que me sometió el país, pues yo había superado recientemente mi fobia a los gatos: me acerqué a ella y fui capaz de acariciarla. Seríamos buenas compañeras durante los próximos días.
Cuando mi amiga volvió de trabajar, almorzamos empanadas salteñas, una delicia que requiere cierta técnica para comerla sin hacer un desastre en la mesa o en la ropa, debido a la especie de jugo que acompaña el relleno, el cual puede ser de carne de res o pollo, además de huevo duro, papa y arveja, y que puede estallar si no se las muerde con cuidado dándoles pequeñas vueltas para absorber el líquido.
Después de esa pequeña experiencia gastronómica, emprendimos la aventura hacia Copacabana, el municipio que concentra miles de viajeros dispuestos a recorrer el Lago Titicaca y que queda a tres horas y media de La Paz. A eso de las 3:00 pm tomamos un taxi que nos llevó hacia el lugar de donde salen los vetustos buses que se dirigen hacia el esperado destino.
A medida que íbamos avanzando, en el camino se empezaba a sentir el cambio en el ambiente, la tranquilidad del campo, sus paisajes llanos, sus gentes tranquilas, y diversidad de mensajes políticos, algunos expresando gratitud hacia el último gobierno de Evo Morales y otros expresándole su desdén. Cuando ya llevábamos un poco más de la mitad del camino recorrido, el bus se detuvo de repente.
—¿Qué pasó? —le pregunté a Dorita.
—Llegamos al estrecho de Tiquina y nos debemos bajar del bus para atravesar el lago en un ferry —me respondió ella.
—¡¿Qué?! —dije sorprendida— ¡¿Me tengo que bajar con este frío?
Pues sí. Debíamos bajar del bus en una noche helada, pagar algunos bolivianos (moneda local) y subir a un pequeño barco que nos llevaría al otro lado. Pero no solo nosotros, el bus también debía atravesar el lago en una embarcación más grande paralela a la nuestra.
¿Por qué sencillamente no construyen un puente?, me pregunté ante la incomodidad a la que nos veíamos sometidas. Más adelante entendí que la razón por la que no se ha intervenido el estrecho con ningún tipo de infraestructura es porque afectaría seriamente la supervivencia de la comunidad. El hecho de tener que transportar a las personas, los buses, prestar servicio de baño y vender golosinas, genera muchos empleos (aunque informales) que con la instalación de un puente dejarían de existir.
En cuanto al motivo por el cual no podíamos permanecer dentro del bus al atravesar el lago, —me relató Dorita—, tiene que ver con una tragedia que ocurrió en otra época, cuando uno de estos vehículos, repleto de pasajeros, cayó al agua por el peso que llevaba.
Finalmente, llegamos a Copacabana a las 7:00 p.m.
Día 2
Ese sábado, despertamos temprano en Copacabana, desayunamos en el hotel, entregamos la habitación y salimos a dar un paseo. Afuera estaba soleado pero ventoso, aunque no tan helado como en la noche. Este pequeño municipio es famoso por vender las artesanías más lindas (y más económicas) de esa parte del Lago Titicaca, así que nos dispusimos a hacer las respectivas compras.
En Copacabana la gente vive principalmente del turismo, debido a que es el punto de inicio de la peregrinación hacia las islas del Sol y de la Luna (inmersas en medio del Titicaca), de viajeros provenientes de todas partes del mundo. En este territorio también son importantes la agricultura y la pesca, con suelos fértiles que producen habas, papas y quinua, y aguas que nutren a la famosa trucha del lago. No es gratuito que se le conozca como “la despensa del Imperio Inca”.
Visitamos también el santuario de la Virgen de Copacabana, al que asisten miles de creyentes. Tanta es la devoción hacia esta virgen, que la gente hasta lleva sus autos nuevos, con motivos alusivos a la imagen, a bendecir. Justo al lado de la Iglesia, hay una pequeña capilla, donde las personas encienden velas y ponen un mensaje de gratitud por los favores recibidos que incluyen desde agradecimientos personales y familiares hasta de hinchas de fútbol por sus victorias deportivas.
Bolivia es un país laico y en él coexisten múltiples creencias, en su mayoría la religión católica (el legado colonial no es gratuito), pero también cosmovisiones indígenas como la aymara y la quechua. Tanto los aymaras como los quechuas son pueblos originarios de la cordillera de los Andes que habitan principalmente en Bolivia, Perú, Chile y Ecuador. Tienen una lengua y organización social propias que han sobrevivido a pesar de la colonización y la esclavización a la que fueron sometidos sus antepasados.
La visión del mundo que tienen estos pueblos andinos es la de uno tripartito: el de arriba o “Hanan Pacha”, el terrenal o “Kay Pacha” y el de abajo o “Uku Pacha”, razón por la cual los seres humanos deben atravesar los tres mundos hasta llegar al Hanan Pacha. Así lo demuestra su símbolo principal, la Chakana, o Cruz Andina, que representa esa unión entre los planos terrenal y espiritual.
Esta diversidad de creencias también se ve reflejada en el concepto de “Estado Plurinacional” que, desde la Constitución Política de 2009, se estableció como el modelo de acuerdo social y político boliviano. El calificativo de plurinacional va más allá de lo multicultural, pretende que no solo coexistan diversidad de pueblos, sino que los mismos tengan autonomía sobre sus territorios, e incluye conceptos con fuerte carga ideológica como “descolonización” y “despatriarcalización”. Pero, sobre todo, busca recuperar el respeto por la madre tierra y recordar el concepto de ‘Ayllu’ que en quechua significa “comunidad » o “familia”.
Todo esto lo aprendí durante una distendida conversación con Dorita, mientras almorzábamos trucha local con chuflay, un cóctel hecho con singani, un destilado de la uva y la bebida insignia de Bolivia. Con el estómago lleno, tomamos un ferry con destino a la Isla del Sol, uno de los puntos más importantes de esta travesía, porque representa la esencia del pasado inca y el presente andino.
Al llegar, no tenía muy claro cuántos kilómetros debía caminar ni por cuánto tiempo, pero mi amiga me explicó que la travesía consistía en darle la vuelta completa a la montaña hasta llegar a la cumbre, en una suerte de recorrido en zigzag hasta alcanzar los 4000 metros. Al principio y al mirar hacia la cumbre, sentí que no iba a poder hacerlo, estaba un poco cansada y llevaba un morral tan grande y pesado que me hacía ver como una tortuga ninja, pero sin lo ninja. Pero ya estaba allí, no sabía si algún día volvería, así que me dispuse para la aventura.
El primer paso que tenía que dar era el de despojarme de la carga a la que me sometía el morral y dejarlo en el hotel que quedaba en los inicios del camino hacia la cuesta. La distancia desde el sitio donde estábamos hasta el alojamiento no era larga, sin embargo, tan pronto subí los primeros dos escalones, supe que no lo lograría porque la altura ya empezaba a surtir sus efectos en mis pulmones. Tuve que aceptar la ayuda de un niño de unos doce años de edad que se echó el bulto a cuestas como si nada y en 10 minutos ya había dejado mi equipaje en el hotel.
Empezamos entonces el recorrido en la Escalera del Inca que está al lado sur de la isla, cuenta con un poco más de 200 peldaños hechos de piedra y conduce a una fuente cuya agua, dice la leyenda, es el origen de la eterna juventud. Algunos caminantes tomaron un poco de ese “mágico líquido”, a ver si les funcionaba. El agua sale de tres chorros diferentes y cada uno representa tres principios básicos de la filosofía inca: “No seas flojo, no seas mentiroso y no seas un ladrón”. Yo, que en ese momento me sentía más floja que nunca, al parecer no era digna de beber de aquel elixir de juventud perpetua.
Seguimos recorriendo la isla y con cada metro de altura que alcanzábamos, yo sentía que mis pulmones se inflaban como globos a punto de estallar. Para el mal de altura nos ofrecieron ‘muña’, una planta de origen andino que, entre sus múltiples beneficios, ayuda a regular la respiración al olerla y también permite aliviar dolores estomacales. La muña y la portentosa vista que se extendía frente a mis ojos, contribuyeron a que pudiera continuar en el camino, con una que otra pausa para descansar.
El guía que nos conducía en el trayecto, a nosotras y a los viajeros de diferentes nacionalidades, era local y se notaba que llevaba muchos años dedicándose a mostrar lo mejor de la esencia boliviana, de sus tierras, su gente y sus costumbres. Pasamos por diversas ruinas arquitectónicas que representan lugares sagrados para los incas, como el Templo del Sol o Palacio de Pilkokaina que significa “el sitio donde descansa el Ave” (Ave en este caso es una importante autoridad prehispánica) y a medida que avanzaba la tarde, justo antes del ocaso, llegamos a la cumbre de la isla. Todo el esfuerzo había valido la pena, porque ahí estaba yo, ante la inmensidad del Lago Titicaca, disfrutando de un atardecer que te deja sin palabras, tan lejos de mi realidad, observando el azul intenso de las aguas que parecen interminables como el mar y las otras islas que lo atraviesan y las embarcaciones que lo navegan. El panorama me quitaba el aire, pero no por la altura, sino por una cierta sensación de bienestar espiritual.
Al caer la noche, terminamos el tour, fuimos a un pequeño restaurante cerca del hotel, comimos sopa de quinua y sándwich de palta o aguacate, acompañados de mate de coca para el frío y la altura. Después nos refugiamos en la habitación de nuestro alojamiento, en donde nos esperaba un sueño profundo y reparador.
Día 3
Al despertar ese domingo con los primeros rayos de sol y al abrir las cortinas, me percaté de la magnífica vista del lago que se veía desde nuestra habitación y que en la oscuridad de la noche no había podido apreciar.
Pero, si pensaba que la altura me había afectado el día anterior, este fue peor, mucho peor. Cuando fuimos a desayunar ahí mismo en el hotel, me ocurrió algo extraño: no lo pude terminar. Es algo que nunca me había sucedido, porque el desayuno es mi comida favorita del día y suelo consumirlo con gran placer. Así entendí que algo andaba mal conmigo.
Luego, al subir las escaleras para ir a la habitación, sentía que cada paso me quitaba un año de vida, y tuve que esforzarme mucho para completar los escasos 10 escalones. Al bajar de la isla y llegar al puerto, empecé a sentir náuseas, que se incrementaron cuando subimos al ferry e iniciamos nuestro recorrido hacia la Isla de la Luna.
Afortunadamente allí no debíamos caminar tanto como en la Isla del Sol, solo hicimos un pequeño recorrido donde el guía nos enseñó otras ruinas del pasado inca, como el Palacio de las Vírgenes o ‘Iñak Uyu’ que, según la historia, era una casa destinada al entrenamiento de jóvenes mujeres en algunos oficios como cocinar y tejer, un preámbulo a la posibilidad de ser elegidas como esposas de algún poderoso.
También vi por primera vez unas cuantas llamas que, con sus largas orejas y actitud apacible, llamaron mi atención por algunos minutos, aunque guardé la distancia porque no sabía si en algún momento iban a perder su tranquilidad y me iban a atacar, pero eso no sucedió. No sé muy bien por qué sentí cierta prevención por estos animales si se ven tan pacíficos y nunca he tenido una experiencia negativa con ellos, tal vez esa quietud e impredecibilidad me genera desconfianza, igual que me pasaba con los gatos.
En la siguiente parada de nuestro recorrido, a unos pocos kilómetros de la Isla de la Luna, nos recibieron en un sencillo pero acogedor hostal con un gran banquete de manjares bolivianos, que debido a mi estado de salud no pude probar, pero si aprender que se denomina ‘Apthapi’ y representa una bella tradición aymara en la que se comparten alimentos y saberes.
Nuestro guía y la dueña del hostal, quién cocinó los alimentos, nos aclararon que en las islas del Titicaca, aunque el turismo tiene gran importancia, no es masivo sino comunitario: la comida que se ofrece es producida localmente y se suelen compartir diversas experiencias con los visitantes, como la de enseñarles a cultivar sus propios alimentos. Comunican sus conocimientos, charlan con los viajeros como con sus familias o viejos amigos, son muy amables y orgullosos de sus costumbres y territorios y no se guardan nada para ellos mismos, todo lo comparten.
Para el mal de estómago, me ofrecieron el sagrado té de muña que en un par de horas me alivió por completo las dolencias. Así que me sentí mejor para continuar y disfrutar del próximo destino: Isla Tortuga.
La Isla Tortuga debe su nombre a una gran roca que se asemeja a la forma de ese animal. Este lugar está más dentro de la órbita de los habitantes del país que del circuito turístico internacional. Sus playas circundan el “mar” de la relativamente cercana ciudad de La Paz y otros municipios aledaños. Es el sitio de encuentro de familias, parejas y amigos que van a disfrutar del fin de semana y las vacaciones. Allí hacen asados, escuchan música e incluso se meten al lago en temporadas más calurosas.
A pesar del frío al que estábamos sometidos, vimos una escena que nos llamó la atención: un grupo de personas hacía una especie de ritual religioso, los participantes, vestidos con túnicas blancas, realizaban algo similar al bautismo católico, ¡adentrados en las gélidas aguas!
Al caer la tarde, había llegado la hora de devolvernos a La Paz. Iniciamos el recorrido de vuelta por carretera, en un carro que hacía parte del tour que habíamos contratado. La vista, debo decir, era inefable, los paisajes llanos, los nevados a lo lejos y la gente en sus actividades rutinarias. Belleza en lo simple y cotidiano.
En la noche llegamos a La Paz entrando por el municipio de El Alto. El ambiente cambió, el caos de la ciudad vuelve más pesada la atmósfera, sobre todo en éste que es el municipio más joven de Bolivia y el punto de llegada para quienes vienen del campo u otras ciudades más pequeñas, buscando mejores oportunidades. En El Alto confluyen muchas formas de vivir: gente con dinero, gente sin dinero, las cholitas bolivianas ( mujeres indígenas generalmente de origen campesino que visten amplias faldas, coloridas mantas y sombreros, y llevan grandes bolsas donde cargan desde alimentos hasta a sus propios hijos), así como personas que viven en los estrambóticos cholets: casas que sus propietarios decoran a su gusto tanto por dentro como por fuera, dependiendo el tema que quieran usar: hay desde cholet Titanic hasta cholet Transformer. Un símbolo propio de la extravagancia de El Alto.
Día 4
Ya de nuevo en el entorno urbano, nos dedicamos a conocer la gran ciudad, sede del gobierno boliviano (aunque oficialmente la capital del país es Sucre). La Paz es la “capital” con más altura del mundo con 3.500 metros sobre el nivel del mar y es el centro político, social, financiero y cultural más importante de este territorio andino.
En compañía de Dorita y su novio Juan, visitamos el centro de la ciudad que es bastante similar a los de otras ciudades y municipios latinoamericanos: una plaza central donde se ubica una iglesia católica (generalmente una catedral o basílica), las sedes principales de los poderes del Estado, una estatua del respectivo “libertador”, y usualmente, una cantidad alarmante de palomas.
En este caso, estábamos en la Plaza Murillo, que debe su nombre a Pedro Murillo, líder de la causa independentista en 1809. Allí estaba la catedral de Nuestra Señora de La Paz, construida en 1835, y a su lado izquierdo, se encuentra el Palacio de Gobierno, en cuya fachada principal cuelgan las banderas de Bolivia (rojo, amarillo y verde) y la Whipala, una bandera cuadrangular de siete colores, utilizada por pueblos andinos y algunos pueblos indígenas como los Guaraníes. Esta última es un emblema nacional que según su Constitución Política es un “símbolo sagrado que identifica el sistema comunitario basado en la equidad, la igualdad, la armonía, la solidaridad y la reciprocidad”.
Allí presenciamos un evento típico en el que se veía a un grupo de personas vestidas con atuendos de colores blanco y rojo, con sombreros que llevaban puesta una pluma de los mismos tonos, y con una inscripción en la parte posterior de sus camisas en donde se leía: “Lisos por siempre”. Los Tinkus Huayna Lisos representan a una fraternidad cultural que se encuentra presente en Bolivia, Chile, Ecuador y Colombia y se dedica a participar con su música y bailes en desfiles culturales y religiosos.
Dorita me contó que es muy típico de Bolivia la conformación de grupos culturales o fraternidades que hacen entradas folclóricas, es decir, celebraciones callejeras como la Fiesta del Gran Poder en La Paz, una celebración religiosa que mezcla lo católico y lo aymara y que comienza con una alegre procesión donde participan cerca de 40.000 personas que recorren los barrios de la ciudad cantando y bailando a modo de ofrenda a la divinidad venerada, hasta llegar a la iglesia de Nuestro Señor Jesús del Gran Poder.
En nuestro recorrido llegamos al ‘Mercado de las Brujas’, en donde venden todo tipo de amuletos y reliquias para la buena suerte, como ranas secas, sinónimo de abundancia en el mundo andino, o ‘sullus’, fetos de llama que se consideran sagrados para realizar rituales de abundancia y protección. Con estos animales disecados se realizan ofrendas a la Pachamama pidiendo favores varios. El ritual lo hacen los brujos o ‘yatiris’ y consiste en la preparación de una mesa donde se pone el cuerpo de la llama acompañado de hojas de coca, dulces, flores y otros elementos que adornen la ofrenda. Posteriormente se vierte alcohol sobre la mesa, se realiza una oración para agradecer y hacer peticiones a los espíritus de la madre tierra, y al final se quema la mesa por completo para desearles buena energía a los participantes del ritual.
Al salir del Mercado de las Brujas, en la parte más céntrica de la ciudad, nos dispusimos a regresar al apartamento de mi amiga Dorita, que queda en el barrio la Florida, uno de los barrios más bonitos y exclusivos de La Paz, algunas de sus casas son tan grandes que parecen mansiones y hasta tienen piscina para los días de verano, allí reina la tranquilidad y la seguridad.
A pesar de que, en el camino hacia la estación del teleférico, nos topamos con calles abarrotadas de gente y un ensordecedor tráfico de buses y carros, al llegar allí sentí una grata sorpresa. Quedé impresionada por este inusual sistema de transporte masivo de La Paz que, entre otras cosas, es la red de teleféricos de transporte urbano más larga del mundo, con diez líneas en funcionamiento. Su eficiencia y buen servicio que surcan la montañosa topografía de la urbe son motivo de orgullo para sus habitantes, además es cómodo, rápido, y lo mejor: expone una asombrosa panorámica de la ciudad mientras llegas a tu destino.
Día 5
Concluí mi viaje a Bolivia con un último paseo por un área de La Paz muy diferente al centro: la Zona Sur. Es uno de los espacios más prestigiosos de la ciudad, con habitantes de ingresos medios y altos, se siente un ambiente más tranquilo y tiene una estética opuesta a la del centro. Mientras en el centro hay más densidad poblacional, caos, comercio informal, un ambiente bohemio y popular y una arquitectura más colonial, la Zona Sur se caracteriza por tener edificios modernos, senderos solitarios pero seguros para caminar y una oferta gastronómica y cultural más exclusiva y costosa.
Sin embargo, a pesar de los contrastes, también fue llamativo ver cómo, tanto en el centro como en la Zona Sur se mezclaban, con cierta tranquila fluidez, mujeres rubias pavoneándose en altos tacones y bolsos de finas marcas, hombres altos y de ojos claros manejando carros de alta gama, con personas de rasgos indígenas o mestizos, y las cholas con sus trajes típicos, sombreros y aguayos. Era cautivador observar esa simbiosis porque refleja las distintas formas de convivencia en un mismo territorio marcadas por un concepto de diversidad y multiculturalidad propios de la sociedad boliviana.
A diferencia de Perú, donde el proceso de estratificación social y económica ha sido más fuerte, en Bolivia no se siente tanto esa desigualdad, a pesar de las diferencias ya mencionadas. Por ejemplo, el término ´cholo’ o ‘chola’ en Perú suele utilizarse de manera despectiva para referirse a las personas pobres con rasgos indígenas. En Bolivia, en cambio, las palabras cholo y chola se han convertido en símbolo de orgullo y dignificación de las raíces indígenas, porque al final, “todo el mundo tiene una abuela chola”.
Al regresar al apartamento, y para culminar mi viaje, probé el api, una bebida caliente de maíz morado, que se toma acompañado de buñuelo (el boliviano a diferencia del redondo heredado de España es hecho de una masa alargada y más dulce). También se consume con pastel, así, sin apellido, solo pastel, y se toma cuando hace mucho frío como en la época de mi visita.
De vuelta a casa
Volé de vuelta a Bogotá en la madrugada del 01 de junio de 2022. Anhelaba llegar a casa. Estaba exhausta, pero era un cansancio feliz, como cuando un niño juega todo el día en la piscina y sale con las manos como uvas pasas, con hambre y ganas de dormir, pero satisfecho porque estaba haciendo algo que disfrutaba y seguramente en buena compañía.
Al aterrizar en Bogotá a las 6:00 a.m., pasé rápidamente por migración y al salir mi papá me esperaba en el carro para llevarme a casa. Durante el recorrido del aeropuerto a mi apartamento, veía cómo las personas salían hacia sus trabajos, algunos con cara de afán y preocupación y otros con una especie de resignación por el pesado tráfico.
Mientras apreciaba aquella escena y volvía a mi realidad, pensaba en lo que había acabado de vivir en esas montañas no tan lejanas que albergan gente orgullosa de su territorio, de sus costumbres, de su pasado y su presente y reflexionaba sobre lo bello que sería que esas montañas que compartimos como continente suramericano nos dieran ese mismo sentimiento de unión, dignidad, orgullo por nuestras raíces, sentido de comunidad y amor por la diversidad.
Como en la obra de Joaquín Torres García “Nuestro norte es el sur”, en la que puso el mapa de América Latina al revés, y afirmó: “No debe haber norte, para nosotros, sino por oposición a nuestro sur. Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo”.
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