Relatto

El gurú inesperado Parte III: El Bramán

por Avatar Relatto

 

Una de las experiencias más hermosas que viví en el sur de India fue quizá la más casual e inesperada. Pero las hierofanías operan así. Ellas están programadas en la vida de todos los seres humanos pero a cada persona se le manifiestan de forma distinta. Algunas, de manera tan sutil que quizá su destinatario nunca se dará cuenta. Cuando nos hacemos conscientes de que hemos vivido un momento sagrado y único, no podemos dejar de preguntarnos, ¿estaba yo lista(o) para este regalo?

Después de diez días de tour, gracias a la señora que solo comía galletas con Coca-Cola, el organizador indio A., había decidido que pasaríamos la última semana establecidos en un hotel llamado Palmyra en la pequeña ciudad de Mysore. La ciudad en sí exhibía unos contrastes sobrecogedores. La casa de los padres de mi amigo A., por ejemplo, era pequeña por fuera pero por dentro estaba llena de lujos. Sin embargo, las calles de la ciudad estaban todas sin pavimentar, eran en cambio caminos polvorientos por donde muy pocos autos transitaban, y frente a dicha casa, además, en medio de la calle había un pozo con una válvula de extracción manual de agua que se veía como del siglo XIX.

Pero las hierofanías operan así. Ellas están programadas en la vida de todos los seres humanos pero a cada persona se le manifiestan de forma distinta. Algunas, de manera tan sutil que quizá su destinatario nunca se dará cuenta.

El hotel era una especie de resort campestre con vista a un potrero. Cada habitación era como un apartamento. De nuestro grupo se había despedido ya la inusual parejita del político y la bioenergética, de modo que los cuatro restantes huéspedes, incluyéndome, nos quedábamos en un solo apartamento de dos habitaciones con una salita y un baño compartidos. Durante esos siete días aprovechamos para lavar nuestra ropa, visitamos un centro ayurveda, conversamos con un herpetólogo, recorrimos varios santuarios de animales, nos llevaron a comprar saris, recorrimos palacios convertidos en museos llenos de riquezas y donde pude apreciar la historia del arte indio, vivimos una experiencia cercana a la muerte y también conocimos algunos templos cercanos. Lo que quiero contar en esta crónica presente se relaciona con lo último.

India

Escultura del dios Shiva / Ganesh D. Pexels.

Una de esas siete mañanas, salimos a la colina Chamundi, parecida en turismo y en forma al cerro de Monserrate de Bogotá, o al cerro de San Cristóbal de Santiago de Chile, pero con las características religiosas del hinduísmo. No había teleférico ni funicular, no al menos cuando lo visité, pero sí unas escaleras interminables en cuyo final se encuentra el templo de Chamundeshwari, otro nombre de Durga, la diosa que se representa montada sobre un tigre o un león. En las cercanías del templo se encuentra una hermosa estatua del toro Nandi, montura de Shiva, siempre adornado con guirnaldas de flores coloridas.

Cuando veo imágenes de Durga, hay que decirlo, no puedo dejar de encontrar una asombrosa semejanza con el cristiano arcángel San Miguel, o con la protectora Santa Marta, porque ambos personajes cristianos son representados clavándole una lanza a un demonio que yace en el suelo, igual que la diosa hindú, la única diferencia es que esta última siempre se hace acompañar de un felino.

La historia de esta deidad es que, como ninguno de los dioses podía acabar con el demonio-búfalo Mahishasura, Durga fue creada como una concentración de la energía de la plegaria que dicho panteón ejerció, para cumplir tal fin. Se dice también que nació de la frente de la diosa Kali, versión femenina de Shiva, el purificador-destructor. La postura en que la muestran matando al demonio en cuestión es la misma postura del arcángel, agraciada, femenina, sonriente, y sin embargo, con la fuerza suficiente para enterrar su lanza en el monstruo. Solo una entidad femenina podía acabar con el malicioso villano, pues los dioses masculinos, mientras más utilizaban la fuerza, la espada, la agresividad, con eso solo lograban alimentar al malvado. Durga, en cambio, usando la suavidad y la seducción, logró desconcertar al enemigo y lo pudo doblegar. Y es un componente tan importante del panteón hindú que cada año se celebra el Durga Puja en su honor. Se hace durante diez días en el mes de Ashvina (septiembre-octubre), y se practica más que todo en el este del subcontinente asiático, en ciudades como Bengala y Assam. Pero en Mysore al sur también es un personaje muy venerado y en varios templos, en sus carteleras de programación anual también vi listado el Durga Puja.

Esa mañana, la furgoneta nos dejó a los pies de la colina y A. nos explicó que desde allí debíamos seguir a pie por las escaleras. El templo estaba ubicado en la cima. Sin embargo, las tres mujeres del grupo nos rehusamos: Las dos profesoras sufrían de las rodillas y yo, durante todo ese viaje, por el calor, sufrí de tobillos hinchados y me uní a la insurgencia. Preguntamos al guía más viejo si había otro modo de llegar, a lo que este nos dijo que sí, que el camino en auto era más largo pero que llegaba también hasta el templo. Sin embargo, nos advirtió que debíamos quedarnos esperar un rato, pues la furgoneta tenía que hacer algo antes de recogernos. No nos importó. Nos quedamos las tres a esperarlo.

Solo una entidad femenina podía acabar con el malicioso villano, pues los dioses masculinos, mientras más utilizaban la fuerza, la espada, la agresividad, con eso solo lograban alimentar al malvado.

De cara hacia un bosque cálido y húmedo, nos quedamos observando un rato los monos que estaban por todos lados en los árboles, y que resultaban algo intimidantes (habíamos tenido una experiencia que involucraba un parque, unas porciones de comida y unos monos hambrientos que dan para otra crónica), hasta que volteamos hacia detrás de nosotros y vimos un muro blanco con una entrada enrejada. ¿Será una escuela? ¿Será una casa?, me pregunté. Al otro lado de la reja se alcanzaba a ver un patio con una especie de casa. Nada ornamentado. Todo muy sencillo.

La profesora que era también la directora de una escuela distrital y que a partir quizá de ese día se hizo muy amiga mía, mostró tanta curiosidad al ver la reja sin candados, que la empujó y entró. Sin más. La seguí, solo para detenerla, para decirle que quizá no era bueno entrar así en un lugar donde no nos habían invitado, que estaba haciendo algo muy prohibido, alcancé a decir su nombre, a preguntarle qué hacía, y entonces me dijo, llena de emoción y de asombro: “¡Mira!”. Me giré.

Pegado a la pared había un tablero muy sencillo con un listado de días y de pujas para cada día. Delante de nosotros se levantaba una segunda reja, esta, cerrada, y al fondo, un conjunto de nichos con figuras talladas en piedra oscura. Nos habíamos colado en un templo. Sin abandonar la idea de que estábamos irrumpiendo en un lugar vedado al turista, pero incapaz de producir palabra alguna, me quedé, como ella, boquiabierta contemplando las figuras por entre los barrotes. La memoria es falible pero diré que había siete de ellas, porque ese número nos persiguió durante esa semana. ¿A quién representarán?, me preguntó mi amiga, la cómplice. Entonces vimos que alguien venía caminando desde el otro lado de esa segunda reja hacia nosotros y se me heló la sangre.

Era un hombre con doti blanco (el doti es como el sari pero se usa como faldón), torso descubierto y un cordón blanco cruzaba desde su hombro izquierdo hasta la cintura derecha en diagonal. Todo hombre de la casta brahmín, que es la casta sacerdotal hindú, ostenta uno como ese, se llama el cordón de Yajnopavita, y lo recibe en un ritual de pasaje llamado upanayana cuyo nombre significa literalmente “iniciación”. En dicho ritual, tradicionalmente el niño de 7, 9 u 11 años, pasaba de la infancia a la adultez y podía acceder al conocimiento sobre la religión hindú, hoy en día ya no se respetan esas edades sino que se realiza en cualquier momento de la vida.

India

Templo hindú en India./ Aadhithyan Pandian/ Pexels.

El bramán tenía unos 50 años, pelo blanco, barba blanca rala. Tenía un ojo desviado y cuando te miraba daba la impresión de que te estaba auscultando el alma. Pensé que nos esperaba un regaño, un encuentro con la policía india y una cárcel oscura tipo “Expreso de medianoche”, “algo para contarle a los nietos de alguien”, alcancé a pensar, pero el sacerdote no se mostraba molesto. Nos saludó con un “Namasté” ceremonioso y una pequeña venia, que intentamos imitar con respeto, y nos preguntó muy amablemente si deseábamos entrar. Su atuendo y su actitud me dejaron claro que el hombre era el bramán, es decir, el sacerdote, o uno de los sacerdotes del templo. Tardé en decir algo, creo que no dije nada, y él continuó: “Si desean entrar, pueden quitarse los zapatos”. El asombro de ambas fue total. Miramos atrás, la segunda profesora nos hacía señas, asustada, de que nos devolviéramos, pero mi amiga y yo nos miramos, y en la cara de ambas había la misma emoción.

Una vez descalzas, sintiendo el piso de cemento que apenas comenzaba a entibiarse con el sol de la mañana, entramos. A la izquierda en ese muro interior había un afiche medio descolorido donde aparecía Ganesh, el dios siempre representado con cabeza de elefante y cuerpo humano, cuyo vehículo es el ratón y al que se le ora cuando se tienen obstáculos. No era como esos templos ostentosos, enormes, llenos de columnas y de tallas. Era un lugar sencillo. Al fondo, con cierto espacio entre uno y otro, tres nichos como de la estatura de un hombre, cada uno con sendas efigies. La emoción con que recuerdo la experiencia, hace que se me nuble la memoria, pero diré que una era de Shiva, otra de Kali y la otra de Ganesh.

Sacerdotes llevan a cabo un ritual hindú / Iskcon TV Dhaka / Pexels.

Encontramos que había otros tres brahmanes en el lugar, paseándose uno, meditando en las esquinas los otros dos. Nadie más. El bramán que nos dejó pasar, nos acompañó mientras mirábamos las figuras de piedra dentro de los nichos, y se le ocurrió interrogarnos sobre la razón que nos había traído a ese lugar. “Vamos a Chamundeshwari”, le respondí. “Durga –espetó–. En el hinduismo, todas las diosas son la misma diosa. Todas son diferentes aspectos de La Gran Madre Universal de quien todos nacimos, de quien todo vino. Durga, la diosa protectora, Saraswati la diosa del conocimiento, Lakshmi, la que da abundancia, no importa. Son la misma. Y ella existe porque el Dios Creador no podía haber hecho todo solo, necesitaba de su contraparte femenina, fértil, para que todo el universo fuera creado”. Yo, que hasta entonces había leído algo sobre las historias de Durga, me asombré de que ella significara un concepto tan profundo, mucho más allá de su misión de asesinar demonios.

El bramán preguntó de dónde veníamos, qué hacíamos. Yo, posesionada de mi papel de intérprete que me había llevado hasta allí, respondí que éramos profesoras. El sabio dijo algo como, “ah, profesoras”. Se quedó pensativo un momento y luego continuó: “Lo más importante no es saber cosas, sino educar el alma”. Y añadió algo que hasta hoy me ronda la memoria: “El alma tiene el diámetro de un cabello, es casi invisible, pero al mismo tiempo es enorme. Cuando se educa, todo lo demás pierde sentido y se encuentra la felicidad. Es sencillo pero tan difícil a la vez, porque para educarla sólo se necesita el amor. Ustedes como profesoras me imagino que lo saben”. Mi amiga y yo suspiramos casi al unísono al pensar en cuánta ineducación produce como consecuencia un mundo sin amor.

En el hinduismo, todas las diosas son la misma diosa. Todas son diferentes aspectos de La Gran Madre Universal de quien todos nacimos, de quien todo vino.

Nos preguntó entonces por nuestra religión, a lo que respondimos que éramos cristianas católicas. Nos dijo: ”La capacidad del ser humano es limitada. Usamos la mente para entender lo que solo entiende el alma. Y al usar la mente, le damos nombres al dios, y tratamos de separarlo, de destacarlo de otros. Por eso hay tantas religiones. Porque la mente no escucha al alma que lo sabe todo. Pero para el alma, todas las religiones y todos los nombres están hablando de un solo dios, el dios del Amor. Si la humanidad comprendiera eso, todas las guerras se acabarían, y las religiones dejarían de ser necesarias”. Nos explicó: “Los hindúes no adoramos a varios dioses, sino a diversos aspectos de un mismo dios. De ese dios del amor. Ese dios puede llamarse Yavé, Alá, Jehová, o Brahma, pero es uno solo. Cualquier texto sagrado de cualquier religión es un camino para llegar a Dios y para hacer que el alma encuentre la felicidad”. Yo pensaba en tantas guerras que habían usado a uno de esos dioses como excusa, las cruzadas, la persecución del gobierno budista contra los shintoístas en Japón, las expulsiones de los judíos, el talibán…

Nos contó también que él había sido un hombre de negocios en el norte de la India, pero que siempre había sentido que algo le faltaba. Así que se había ido al sur y se había dedicado a la vida meditativa y a trabajar en ese templo, entonces, por fin se había sentido satisfecho. El desconocido nos dijo esa mañana muchas más cosas pero había que luchar para entenderlo a pesar del acento.

El alma tiene el diámetro de un cabello, es casi invisible, pero al mismo tiempo es enorme. Cuando se educa, todo lo demás pierde sentido y se encuentra la felicidad. Es sencillo pero tan difícil a la vez, porque para educarla sólo se necesita el amor».

La compañera que nos esperaba afuera asomó su cara desde la entrada para avisarnos que ya había llegado la furgoneta. Cuando miramos el reloj, había pasado casi una hora y no nos habíamos dado cuenta. Nos despedimos, aunque nos hubiera gustado quedarnos ahí a escuchar más de esas palabras tan llenas de luz.

Antes de que nos fuéramos, él nos detuvo. Lo que le dijo a mi amiga es privado y no lo divulgaré aquí por respeto a ella. Pero luego a mí me interpeló:

—¿A qué viniste a la India?

Yo, que no podía hablarle de amores prohibidos, respondí:

—Vine a acompañar un grupo de turistas latinoamericanos.

—Pero, ¿cuál es la verdadera razón de tu venida?

La insistencia me desconcertó. Aunque sabía la respuesta, y aunque esa respuesta no tenía nada que ver con lo que yo me decía a mí misma por esos días. La respuesta había estado ahí desde que yo tenía 12 años y había visto un volumen ilustrado que narraba el amor del príncipe Krishna y la campesina Rhada. Había ido en busca de sabiduría. El hombre lo supo y me arengó:

—Tu camino siempre será espiritual, no importa dónde lo vivas. Pero tienes otro camino que recorrer. Está entre los seres humanos. Pero tienes que decidirte por lo que realmente te gusta hacer. Si es en la Academia, dedícate a la Academia con amor. Si es una de las artes, dedícate a ella con todos tus sentidos. No picotees aquí y allá.

—Me gusta escribir —aventuré—. Poesía y… cuentos de horror —concluí temerosa.

Siempre había sido juzgada por mi familia porque disfrutaba lo escabroso y lo sangriento. Había publicado un par de libros de poesía y hasta me había ganado un premio con el segundo, titulado “Awaré”, una palabra japonesa que significa “asombro por lo sagrado”. Pero me había dedicado más a estudiar y organizar eventos culturales. Esperé esa misma mirada prejuiciosa de parte del sacerdote pero él en cambio me regaló una expresión llena de compasión.

Agregó:

—Las personas nacen con todas las potencialidades para dedicarse a lo que deseen, pero pocos ponen el entusiasmo necesario en lo que hacen. Resultan siendo esclavos del trabajo y del dinero. A ti te pasa lo mismo.

El sabio me estaba leyendo muy adentro, en un lugar de mi alma que hacía tiempo no quería mirar de frente, y a nadie le gusta que le digan la verdad tan en la cara. Aun así, tenía razón. Yo había empezado a escribir poesía desde que tenía dieciséis años, pero lo que realmente quería hacer era terminar una novela que había comenzado a mis 19 años. Sin embargo, el temor a ser rechazada con ella, me había hecho postergarla indefinidamente. El sacerdote, vidente como era, no me ordenó que abandonara la escritura, no me recordó que era un placer secular propio del ego, que debía olvidarla para quedarme allí meditando y esperando la iluminación. Su llamado era a disfrutar la vida. A encontrar mi camino aunque este no fuera en la vida sacerdotal. No hablaba con ira, hablaba con amor y con urgencia. Como si me conociera de siempre. Era una invitación al carpe diem que, contrario a lo que la gente piensa hoy, no es “vive el día (como si no hubiera un mañana)”, es “celebra el día”, como si cada día fuera único.

Al final sentenció:

—Pon entusiasmo en todo lo que hagas.

Estatua de la diosa Durga / Souvik Laha/ Pexels.

Me subí a la furgoneta. Recorrí el largo y sinuoso camino pavimentado hacia Chamundeshwari. Hice el recorrido por el populoso templo de Chamundi/Durga, imponente, interminable, con torres altísimas en filigranas de figuras de dioses, de estatuas de Durga colmadas de ofrendas, y sin embargo, no hice sino pensar en la humildad de ese otro templo y en lo mucho más significativa que la visita a él había resultado para nosotras dos, para las únicas que nos habíamos atrevido a invadir ese sencillo lugar.

A la salida del templo, un vendedor ambulante se paseaba exhibiendo unos afiches tamaño carta con las imágenes de Krishna y de Jesús, como si el bramán se hubiera duplicado para recordarme esa multiplicidad-unidad de lo divino, ese multum in parvo que cita Borges en El Aleph.

Quizá fueron las palabras de ese hombre, cuyo nombre olvidé, las que hicieron que en 2011 tuviera que retirarme de la maestría en literatura que estaba haciendo, para dedicarme a escribir frenética esa novela que había dejado empezada, y no descansar hasta verla publicada en 2013. Quizá también tuvieron que ver con el final de la relación que vivía yo por aquel entonces. Pero desde aquella mañana, busco a Durga con cariño, no solamente para pedir su protección, sino para conectarme con la Gran Madre Universal.

Aprovecho el viejo arte de las posdatas para compartir este mantra a la diosa:

OM DUM DURGA IE NAMAHA.

Es un saludo a ella y sirve cuando uno se siente indefenso.

*Gabriela A. Arciniegas es la autora de Amos del fuego (Perú, 2021, Pandemonium editorial) y Las formas del aire (Colombia, 2019, Cuatro ojos textos).