Relatto

El gurú inesperado, parte II

por Avatar Relatto

La piel de los habitantes del sur del continente indio es oscura, y mientras más al sur, más oscura y lustrosa. Son delgados, caminan con garbo. Las mujeres florecen todos los días y andan cubiertas de sus pétalos de seda: los largueros de los saris como tulipanes, las coloridas blusas llamadas kurtas y las bufandas casi transparentes. No importa de qué casta sean, ni qué oficio desempeñen. Una vez vi a una mujer barriendo las escaleras de un centro ayurvédico, encorvada frente a su corta escoba. Tenía un sari digno de una princesa. La mirada de los indios es transparente. No hay codicia en sus pupilas. Cuando te miran no ven tu cara, ven la mano de dios en tu cara. Los ojos de los indios no son como los nuestros. Miran con esperanza. Nadie roba. Las mujeres andan con el oro alrededor del pecho y en sus muñecas. Nadie codicia porque saben que su vida ha sido planeada por los dioses, y agradecen cada mañana sólo porque el aire anima su respiración. Viven lejos de la invención de los relojes. Ir a la India es colarse por un resquicio del tiempo. Por eso es tan fácil hacer mandalas en el agua.

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Mujer india. Sonam Singh / Pexels.

Todavía hoy en la India se hablan mil seiscientas lenguas que se pierden en las raíces de la cultura o las culturas, además del sánscrito y el hindi, para dos billones de habitantes de una de las más antiguas cunas de nuestra civilización. Cada estado tiene su alfabeto y su lengua oficial, cada aldea tiene también sus lenguas particulares y muchas no conocen ni el hindi ni el inglés. La India es un monstruo de mil seiscientas lenguas.

En los estados del sur que recorrí, Kerala, Tamil y Karnátaka, no se vive el hacinamiento de las ciudades del centro como Nueva Delhi, se hablan muchas lenguas pero viven pocas personas. Es la pura soledad la que vive allí. Llanuras, montañas encorvadas y derruidas, paisajes de piedras enormes entretejidas con verde. Vendedores de coco y de jackfruit a la vera de las carreteras. Diosas cornudas a la vez que nobles, las vacas blancas y los bueyes ayudan a los campesinos a arar sus tierras y a cargar las frutas. Estanques salpicados de lotos rosados que nadie se detiene a mirar porque están presentes como cualquier árbol o cualquier nube. Templos ancianos que aún se llenan de pasos reverentes y otros más ancianos que solo dejaron ruinas coloradas.

Pisando esa tierra piso las fauces de la nostalgia. Me reencuentro con mi Madre. Estando ahí no necesito leer los textos que tanto admiré. Las batallas se siguen librando. La danza de Shiva sigue transcurriendo. Kali sigue golpeando con las plantas carbonizadas de sus pies la tierra. Lo siento, seré más narrativa la próxima vez. Es sólo que para cruzar los ojos de ese país hay que entrar por la boca de la poesía.

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Al sur de la India, los paisajes son de llanuras, montañas encorvadas y derruidas, paisajes de piedras enormes entretejidas con verde / Devansh Bose / Pexels.

En el tour que yo misma había ayudado a organizar, duramos diecisiete días recorriendo esos tres estados del sur indio. Un terreno no muy explorado por colombianos, ni por ningún otro país de Occidente.

Había lugares donde los únicos occidentales que había éramos nosotros. La mayoría de los visitantes era, o del mismo sur, peregrinos y peregrinas en recorrido por los templos hindúes que por lo general iban en dotis y saris, o del norte. Se notaba que un muchacho venía del centro o norte del subcontinente, porque venía con su cuerpo trabajado en gimnasio, vistiendo camisas y pantalones ajustados, se pavoneaba mostrando sus bíceps y sus pectorales. Sólo en Pondicherry y en Auroville, donde están los ashrams más famosos del sur, encontré gentes rubias y blancas que se veían como una pequeña mancha lechosa en el gigantesco país asiático. Mientras más nos encaminábamos hacia el sur, menos gente extranjera veíamos; más perdidos, alegremente perdidos, nos sentíamos.

Recorrimos en total diez ciudades, y en ellas, más de quince templos, datados entre el siglo X y el siglo XII. Nuestro recorrido fue así: De Bangalore (SW) nos dirigimos hacia el oriente haciendo esta ruta: Pondicherry – Auroville – Tirchy – Madhurai – Kanyakumari, bordeando la bahía de Bengala y al llegar al extremo sur, en la conjunción del océano Indico, el mar Arábigo y el mar de Bengala, pasamos una noche en Kovalam y tomamos camino hacia Mysore bordeando todo el mar Arábigo y pasando por la cadena montañosa de los húmedos Ghats occidentales adornados por añosos árboles y enormes helechos prehistóricos. Me recordó mucho a los paisajes del sur de Chile, esas selvas valdivianas jurásicas de árboles moteados por distintos verdes de musgo.

Templo hindú / Mayur Rawte / Pexels.

Este tour solo se puede hacer en compañía de un experto, porque es difícil encontrar buenos hoteles y en algunos lugares, mayormente rurales y poco visitados (aunque paradójicamente tengan los más hermosos templos del hinduismo), lo mejor que se puede conseguir a veces no satisface las expectativas del viajero. Es de notar que, aunque es difícil que alguien te robe o te haga daño en el sur de India, muchos hostales desconocen las normas de sanidad, o por lo menos así era en 2011. Eso sí, el viaje hay que hacerlo al menos una vez en la vida.

Esta ruta está llena de sitios espectaculares, fundamentales para la religión hindú. Está, por ejemplo, la colina Aruna donde se han iluminado miles de maestros; el Matrimandir que es un templo más moderno, absolutamente impresionante que consiste de una esfera hecha de paneles solares circulares como pequeñas antenas parabólicas cubiertas en láminas de oro y dentro de la cual se medita frente a una bola de cuarzo puro. En el templo más grande de la India, el de Thiruvanamalai, no puedes evitar quemarte los pies con el incesante calor del sol, y sin embargo, de él no quieres salir nunca: quieres quedarte contemplando el gran toro Nandi de bronce, o los lingams de Shiva, o por el contrario quedarte observando las ardillas que se refugian en los santuarios esparcidos por todo el lugar. El templo de Somanathpur, una maravilla tallada en una sola piedra llena de encajes interiores y exteriores esculpidos por mano humana, simplemente quita el aliento.

Durga, una de las principales diosas del hinduismo / Kirod Behera / Pexels.

Sin embargo, si hablamos del aspecto ya no visual de la arquitectura sagrada hindú, sino del aspecto puramente espiritual, el concepto «templo», para los hindúes del sur no se limita a los espacios construidos para congregar, orar, santificar a los seguidores. Sino que esos espacios son un solo aspecto de lo que este implica.

El cuerpo mismo es un templo, en un sentido mucho más amplio que el dado por los santos y profetas cristianos. Para los cristianos, algunas actividades del cuerpo quedan excluidas dentro de lo «santo», cualquier manifestación del placer significa un pecado: disfrutar la comida, el sexo, el descanso, la riqueza, la belleza visible. Mientras los cristianos latigan el templo de su cuerpo, y se culpan por esos placeres, los hindúes los abrazan. Aunque no en público.

Cuando mi grupo y yo íbamos en nuestro microbus de un lado a otro, a nuestros acompañantes locales les molestaba sobremanera que la única parejita (la única entre nosotros cuyo amor era correspondido, valga decir) manifestara su cariño (y su deseo) de formas tan explícitas y descarnadas frente a todos los demás.

Tienen un concepto que se extiende a todos los ámbitos de su cultura. En el mirar, en el tocar a otro, en las palabras que se dicen, en lo que se piensa, hay un profundo respeto, por sí mismo, por el otro, por los dioses. El mitólogo sicoanalista Joseph Campbell, en una conferencia sobre el budismo, decía que, por ejemplo, la costumbre de saludarse con tanta solemnidad, en la India, y en general en las culturas asiáticas, reverencia no solamente al otro físico y perecedero, sino también al Otro, al Dios que habita en cada uno. El contacto físico no se da porque sí; ellos saben que todos estamos conectados más allá de lo físico, y que solo con una mirada ya nos estamos tocando. Incluso las parejas, así estén casadas, no desperdician su energía tocándose frente a otros, y no hacen nada que rompa la armonía espiritual con quienes los rodean. Unicamente manifiestan físicamente su cariño cuando están en la intimidad.

En el mirar, en el tocar a otro, en las palabras hay un profundo respeto, por sí mismo, por el otro, por los diose / Sonam Singh / Pexels.

Particularmente encontré todo un corpus de leyes y códigos éticos relacionados con los pies. Los pies resultan siendo centros de lo sagrado en el cuerpo. En el sur, igual que en el norte de este complejo país, al entrar a un templo, todos deben quitarse los zapatos y entrar descalzos, para no traer la «polución» (física, mental y espiritual) del mundo exterior. Al entrar en cualquier casa, de la misma forma se debe dejar esa polución afuera, por respeto a los anfitriones. Pero en los estados que visité se cumplía algo que, según me explicaron nuestros guías, no se llevaba tan al pie de la letra en el norte. Al entrar a un palacio, a un museo, también teníamos que descalzarnos. Al entrar a tiendas tradicionales, como una donde compré un sari, también tuve que dejar mis zapatos afuera. No pasaba lo mismo en centros comerciales, mucho más occidentalizados y despersonalizados. Incluso en muchos templos se encuentran los pies, en bajorelieves, altorrelieves, esculpidos, en piedra o repujados en oro y de diversos tamaños, como en Hyderabad, pies sin más cuerpo que ellos mismos, gastados de tanto recibir las manos y las frentes suplicantes de los visitantes. ¿Cuál es el origen de esto?

En el sur de la India al entrar a un templo, casa o museo hay que quitarse los zapatos «polución» (física, mental y espiritual) del mundo exterior /shubham-nagralawala/ Pexels.

En el Ramayana se cuenta cómo Sita, esposa del príncipe Rama (uno de los avataras o enviados de Vishnu más importantes), fue secuestrada, y para que él pudiera encontrarla, la princesa se quitó su anillo para pie y lo dejó como rastro en el camino. Los anillos para pies o “bichiyas” que usan las mujeres, son hechos a mano, por lo general de plata, nunca de oro, ya que el oro se considera un metal divino y no debe ser usado debajo de la cintura. Además, la plata, como buen conductor, se dice que absorbe energía de la tierra y la pasa al cuerpo depurada.

Dentro del hinduismo existe este mantra dedicado a los pies de Radhakrishna (Krishna es otro de los enviados de Vishnu, que encarnó en la misma época que Rama, y Radha es su esposa) que se llama la meditación “Pies de loto de Radhakrishna” y el comienzo dice: Te adoro, Señor Hari (Krishna), cuyos pies rebosan con las 19 grandes opulencias.

Si tenemos en cuenta que la tradición judeocristiana nació en Asia, podemos entender por qué era tan sagrado el acto de “lavarle los pies” a alguien, como Jesús a sus apóstoles, o “ungírselos”, como María Magdalena a Jesús.

En la Grecia arcaica, por ejemplo, Homero nos da cuenta en la Iliada de cómo, cuando alguien iba a pedirle un favor a otra persona, le besaba los pies como una suma reverencia. Y no olvidemos que la cultura griega desciende de las culturas asiáticas indoeuropeas.

En la India, que desciende de esas mismas culturas, los pies son tratados con sumo cuidado. Hombres y mujeres andan con ellos siempre limpios, pulidos, sus uñas arregladas. Las mujeres exhiben tobilleras y anillos para pies tanto como nosotros lo hacemos con nuestras muñecas y manos.

Los pies, más que los zapatos.

Los zapatos pueden ser cualquier chancla o sandalia. Sobra decir que usar zapatos de amarrar es un despropósito al visitar estas tierras, porque gastarás más tiempo quitándotelos y volviéndotelos a poner que visitando los monumentos, y por otro lado, te arriesgas a que el grupo te deje atrás.

Rara vez se ven mujeres caminando con tacones o con calzados vistosos. Pero los pies deben estar siempre perfectos. De hecho no vi a nadie, ni campesino ni comerciante ni sacerdote que tuviera hongos en los pies. Tampoco observé a nadie con juanetes. Yo que por genética tengo los pies grandes y mis pobres dedos han tenido que adaptarse a zapatos cortos y hostiles, envidiaba los dedos hermosos, largos y libres de los indios.

En la India, los pies resultan siendo centros de lo sagrado en el cuerpo / Radhika Sharma / Pexels.

El relato que mencionaba atrás, sobre el rapto de Sita y cómo es su anillo de pie el que ayuda a Rama a rescatarla, ha quedado impreso en la cultura india de hoy y es así como, en la ceremonia del matrimonio, la mujer recibe sus primeros anillos, uno para cada pie.

La costumbre de dar anillos en casamientos en general, a propósito, viene desde Mesopotamia. Entre los hititas, en la ceremonia matrimonial, novia y novio se intercambiaban anillos. La costumbre de poner anillos en los pies durante las bodas, hoy en día es más común en el sur que en el resto de la India. Y viéndolo bien, más lógico que dar anillos para la mano, es darlos para el pie, que es el órgano que guía los pasos, el que siente las asperezas del camino.

Yo, olvidada de todos estos pequeños rituales antiguos, una vez estaba comiendo con el grupo que tenía a mi cargo a la hora del almuerzo y se acercó mi amigo A. Él era muy dado a hacer bromas y siempre nos hacía reír. En esa oportunidad, algo dijo, y yo le respondí pegándole un golpe cariñoso con mi pie, casi un roce, en su canilla. De inmediato, se le descompuso la cara como si le hubiera mentado la madre. Me miró por un momento, noté que se obligaba a calmarse y me dijo: “Nunca me toques, y menos con los pies”. Valga la aclaración de que A. había nacido en Mysore, en el sur de la India.

Para mí fue un gran shock y no pude evitar preguntarle por qué. Y fue cuando me respondió: “Tocar a alguien es una afrenta. Pero hacerlo con los pies es aún peor”. “Mis pies están limpios”, me defendí. A lo que repuso: “Los pies son sagrados, no se usan para agredir a alguien”. Y agregó: “Para deshacer lo que has hecho, debes poner tu mano donde has puesto tu pie, y después, ponerte esa mano en un ojo y luego en el otro”.

Yo había visto que siempre, antes de comer, A. se tocaba un ojo con una mano y luego el otro, y me había explicado que así se bendecía la comida. Porque los ojos son los ojos de los dioses. Ellos son los que bendicen el alimento. Así, los ojos son los que redimen una falta.

Viendo que yo no reaccionaba, A. volvió a pedirme, esta vez con más ahínco, “arrodíllate, haz lo que te digo”. Me reí, nerviosa. Pero A. no se inmutó. Me sentí extraña, como una esclava frente a su amo. “Me has tocado en la parte baja de la pierna, debes arrodillarte para tocar ahí y disculparte apropiadamente”, insistió. Su voz no era impositiva. Nunca levantaba la voz. Era casi didáctica.

Las miradas, entre divertidas y desconcertadas, de nuestros comensales, pesaron sobre mí. Me alcancé a sentir humillada. Transportada en un segundo a un reino de hace milenios atrás. Recuerdo que sentí la cara caliente y que se me aguaron los ojos. Me resistí un momento. “No voy a hacerlo”. El peso de mi orgullo era muy fuerte. Yo dirigía el grupo. Yo había organizado el tour. Yo era su intérprete. Y mis pasajeros no vivían en un reino de hace milenios. Entendí que había ofendido a A. pero mi ego me gritaba con todas sus fuerzas que no se dejaría destruir así de fácil. Era un salto abismal de una cultura a otra. Lo que para la mía había sido una acción inocente, para la de él había sido una falta y además una grave. Una falta contra los dioses. Contra sus dioses, a quienes hasta ese momento yo había querido tanto como quería al dios que me había visto nacer desde los ojos de mi madre. Pero en ese instante me pregunté, ¿tan poco conocía a esos a quienes tanto amaba? ¿Tan tiranos podían llegar a ser? Y claro, me respondo ahora, todo dios es una moneda de dos caras.

Entonces, había creado una paradoja, un agujero negro cultural. Mis pies y su canilla no debían haberse tocado. Yo había pervertido el universo entero al cometer ese acto irracional.

“Hazlo”, me dijo mi amigo Y., el profesor de yoga colombiano que iba con nosotros. Cuando el resto del grupo preguntó qué pasaba, él les explicó y todos le hicieron coro: “Hazlo”. No tenía salida. Aunque lo sentí como una continuación de la guerra atávica del macho contra la hembra, hoy pienso que, quizá, si yo hubiera sido un hombre, la tarea hubiera sido la misma. Pedir perdón nunca antes me había costado tanto trabajo. Pero es que nunca había usado todo mi cuerpo para hacerlo.

Mientras me inclinaba hacia el suelo, su mirada seguía siendo tan densa que la sentía sobre mi espalda mientras más cerca del suelo me encontraba. Acerqué mi mano al profanado lugar de su ropa, y por un momento, la humillación se desvaneció. Sentí que no era yo, que era la divinidad la que tomaba mi mano, quitaba la impureza y la llevaban al ojo derecho, luego al izquierdo y en ellos depositaba y depuraba esa sustancia intangible. Allí llegaba a anidar Saraswati, diosa de la sabiduría, y Shiva, el purificador de fuego.

Hoy, mientras escribo estas páginas, no puedo evitar sentir cómo, al recordar ese momento, empiezan a pelear de nuevo las dos tradiciones: la tradición del miedo a la furia de lo divino y del castigo después de la muerte contra la tradición del miedo de dañar al otro y tener que resarcir la falta en vida. Lo único que las concilia a ambas es recordar el preciso instante en que, entre mi mano humillada y su espíritu ofendido, el orden se restablecía.