En silencio, Astrid toma con fuerza las manos de su hijo mayor y abraza al más pequeño. Llevan nueve meses fuera de su Venezuela natal buscando vías y dinero «pa’ llegar allá». No hace falta aclarar. Todos aquí comparten rumbo. Les acompaña su cuñada, embarazada de cinco meses. Está descompuesta. Astrid le extiende una bolsa y esboza una sonrisa para animarla. Luego toma nuevamente las manos de sus hijitos y les dice que «con Dios» todo estará bien. Aunque su certeza se tiñe de dudas cuando nos alejamos de la costa y lo que queda atrás es más que tierra firme. «Todo va a estar bien», repite y se persigna. También se lo dice a sí misma.
A los veinte, veinticinco minutos mar adentro, el capitán decide prender el equipo de sonido e intercala temas que se mal-escuchan por parlantes de plástico, entre el ruido de motores y olas que golpean el catamarán. Las letras no animan a ninguno más que al timonel, al que una canción en particular parece entusiasmar: «yo pa mi casa no voy», canturrea con una connotación brutalmente diferente para los pasajeros. El género muta a un bullerengue —música de pregones y ritmos con herencia africana que anidó en el Caribe colombiano—; pero eso tal vez lo saben solo uno o dos de los ochenta viajeros. Quizá los de nacionalidad venezolana podrían reconocerlo si no estuvieran sumidos en la profundidad de pensamientos tan densos como la jungla que en pocas horas intentarán atravesar.
Luego el silencio otra vez, el contraste: las embarcaciones de la sociedad anónima «Katamaranes» trasladan turistas pudientes que buscan disfrutar de las mismas costas selváticas en las que se da un éxodo sin precedentes. La belleza latinoamericana y sus desigualdades. El mar y las islas preciosas, inmaculadas, sus playas, los ojos ansiosos de los hijos de Astrid, las penas de ella rodeadas de penas ajenas en un barco con una sola turista norteamericana que hará desviar el rumbo para que solo ella descienda en Trigana, un paraíso que ninguno de nosotros podremos pisar.
Y entonces, fragmentos líricos que escribió Eduardo Carranza, «el Poeta de Colombia», se me vienen a la mente y se fusionan con este éxodo masivo y la tristeza de tantos exiliados en una estrofa:
…y suspiré por mi: solo. Perdido. Lejos.
Y seguí andando sin saber a donde.
Y no volví de nuevo la cabeza.
Me fui pensando que quedaba solo
…sin mi, sin ti, sin nadie.
Ya para siempre estoy lejos de mi.
«Aquí no hay mafia»
La selva del Darién es el único punto continental en el que se corta la carretera Panamericana. Desde el Sur es imprescindible cruzar el Golfo de Urabá. Para quienes pueden pagarlo, el viaje en un catamarán de cuatro motores —desde el puerto de Necoclí— es de una hora y cuarenta minutos, dos horas o más si las condiciones climáticas lo exigen. Ni pensarlo en otro tipo de embarcaciones.
No obstante, para los migrantes cruzar el golfo es solo la primera etapa de una travesía que sí o sí se abona completa: la oferta básica de trescientos cincuenta dólares incluye traslado a la otra orilla, mototaxi al campamento base y guía para atravesar la selva caminando durante tres, cuatro o más días hasta la frontera con Panamá. Los paquetes especiales con una tienda, aislantes, algún repelente, botas y beneficios de prioridad: 500 dólares, o más.
Un cóctel de desesperación y vulnerabilidad, redes sociales combinadas con fe y la ilusión de miles de migrantes que buscan llegar a Estados Unidos, culminan en una industria lucrativa. «Aquí se cobra por todo» —me dicen en Necoclí—, y no solo cruzar el Golfo representa ganancias jugosas. Cada paso puede ser rentabilizado. En el puerto, un vaso de agua, bolsas descartables de nylon o el uso del baño tienen precio. En el camino, un porteador que cargue tu mochila: 100 dólares. Una Postobon —la gaseosa popular colombiana—, individual y tibia: 4 dólares. El típico plato paisa (que tiene como base fríjoles, arroz, carne molida y plátano maduro): 10-15 dólares. Están instalando una antena para que llegue señal de celular hasta los campamentos. Los minutos de conexión también se cotizarán en dólares.
«Pero nosotros brindamos servicios. Eso que anduvieron publicando de que estamos con el Clan del Golfo es una mentira», afirma uno de los coordinadores de estiba en el muelle de Necoclí. Prefiere no decir su nombre. Al principio, la cámara les incomoda y me lo hacen saber. Sin embargo, la presencia de trabajadores humanitarios a mi lado abre las puertas de la confianza. «Hace unas semanas atrás vinieron unos periodistas y dieron a entender que nosotros fomentamos la trata, como si fuésemos mafiosos que hacemos negocios con la desesperación de la gente. Pero no es así. Aquí hacíamos traslados turísticos antes de que llegaran los primeros migrantes».
Jonathan, consultor de un organismo internacional, confirma el hecho. Aunque aclara: «el contexto es complejo: es cierto que brindan servicios y traslados, o proveen alimentos. Se organizaron para hacerlo porque como podrá ver, hay una clara ausencia estatal. Así que buscan ganar dinero y convertir la situación en una oportunidad. Sin embargo, el lucro multimillonario no parece beneficiar significativamente a la población. Es evidente que en la zona hay más puestos laborales y dinero en circulación, pero las principales ganancias quedan en manos de unos pocos».
En el muelle, el estibador parece haber pensado largo tiempo en la nota publicada en un reconocido medio internacional que, a su entender, los figuraba como cómplices de trata. Reitera su postura con nuevos argumentos que dan un giro curioso: «nosotros trasladamos a turistas y migrantes por igual. Les brindamos servicios por igual, para que vayan con seguridad y tengan viajes felices. Aquí vienen de todos lados, no solo venezolanos. Hay chinos, africanos, viene gente de Bangladesh, hasta afganos. ¿Usted sabe lo que pasa allí en el Mediterráneo? Eso sí es jodido. Ahí sí que hay mafias. Hacen dinero con la gente y los tiran al mar sin nada».
Sin embargo, para diplomáticos y funcionarios de Estados Unidos y Panamá la situación en el Tapón del Darién lleva «a la muerte y a la explotación de personas vulnerables con ganancias significativas». Y firmaron un acuerdo para «poner fin al movimiento ilícito de personas». Por su parte, el presidente colombiano Gustavo Petro aseguró —en una clara alusión a la política migratoria norteamericana— que su objetivo no era detener la migración por el Darién y que no tenía intenciones de enviar «caballos y látigos» a la frontera para resolver problemas que no causó su país.
La selva, Instagram y TikTok
La región continúa siendo un territorio casi intransitable e inhóspito. Pero lo que años atrás era una aventura de mochileros osados, ahora representa una de las principales vías de tránsito para la población migrante; transformándose así en una de las crisis políticas y humanitarias más urgentes.
Julián Viana, coordinador de logística y seguridad de la agencia humanitaria ADRA, da cuenta de ello: «Los registros indican que se quintuplicó el número de entradas irregulares en el Darién en el primer semestre, comparado al mismo período del año pasado. Además, como indican las cifras, en lo que va del año ya se superó la brecha de 350.000 personas que cruzaron la selva».
Viana dice que para el migrante es fundamental mantener la comunicación con sus familiares. Además de los primeros auxilios psicológicos y la asistencia, la agencia humanitaria facilita cargas gratuitas y seguras de celulares, wifi libre, pero también asesoramiento. «Las imágenes y # con las palabras ‘selva’, ‘tapón’, ‘darien’, se viralizan porque la gente confía en videos populares para informarse y lo hacen a través de Instagram o TikToks —observa Viana—. Pero las redes sociales también inducen al error a muchos, con lo peligroso que es eso en un contexto tan hostil como es este. Por eso nosotros informamos sobre las rutas, las distancias, los transportes, los albergues seguros o el clima. Les damos sugerencias para su seguridad en el camino. Intentamos que tomen el hábito de memorizar sus datos personales y números telefónicos de importancia, y que esto lo hagan especialmente los menores. Hay muchísimos riesgos en el trayecto. Muchísimos».
Desde la última base previo ingreso al corazón de la selva, se repite la escena de otros tantos puntos de descanso en la ruta: llegan cientos de migrantes juntos, se acomodan como pueden —por colectividad y afinidad—. Pernoctan por pocas horas en la precariedad del campamento, armado bajo palos que sostienen chapas donde guarecerse amontonados, en pisos de tierra recién barrida, a escasos metros de la jungla que susurra amenazante. Unos cuantos baños mixtos con pozo cavado a pala y las tiendas de locales, con mesas de plástico y algunos hombres a medio emborrachar.
Durante la madrugada, en una fogata improvisada, los migrantes preparan café filtrado en un artilugio de alambre y tela de camiseta ingeniados para el camino.
Astrid saca de la mochila galletas wafer y sirve la bebida a sus hijos primero, como siempre. Sus ojos denotan preocupación. Aún no iniciaron la travesía y ya están agotados. Desayunan en silencio. Serán tres o cuatro días a través de la jungla, si las cosas van bien, hasta ‘la bandera’, el punto que delimita Panamá/Colombia. Les dice que «con Dios» estarán bien. Y se le nubla la mirada.