Midiendo el riesgo
Capítulo 8
“España me dio todo cuanto me negaron los americanos”.
Guzmán Betancur no tenía intención de darse por vencido en su intentona de marcharse a otro país. Su trabajo en el aeropuerto de Caracas le había servido más para aprender de los procedimientos de registro de pasajeros y de abordaje que para echarse algún centavo en los bolsillos. Con el paso de los días la idea de emigrar se le aferró como una lapa a la cabeza. Su obstinación con una nueva vida en el extranjero empezó a hacerse tan desmedida como la necesidad de romper con sus recuerdos de infancia, y cuando tuvo otra oportunidad para viajar no dudó en dar el primer paso sin siquiera tomar en consideración las acciones que emprendería para lograrlo.
Su anhelo parecía ser un juego sin final. Comenzaba con volver a salir de manera subrepticia al extranjero y, una vez lo lograra, buscar el modo de quedarse en el destino sin que las autoridades lo advirtieran. Si su paso por el Federal Detention Center de Miami le había ayudado a abrir los ojos, entonces regresar a la calle le había servido para sacar aún más las uñas. No cabía duda de que el momento de echar mano de lo aprendido y lanzarse al ruedo por sus sueños había llegado. Para su suerte, una serie de circunstancias se cruzaron en su vida en ese entonces, de tal modo que las cosas se dieron como las había previsto.
Según Juan Carlos Guzmán Betancur:
“Como ya lo dije antes, luego de que me deportaron desde Guaynabo me la pasaba entre Colombia y Venezuela. Al final me establecí una temporada en Caracas. Allí volví a trabajar en el aeropuerto de Maiquetía, que sirve a la capital. Me contrataron para hacer oficios varios, así que mantenía todo el día metido en aquel lugar. Me alimentaba con la comida que servían en los aviones, las bandejas que mucha gente ni siquiera destapaba. Con frecuencia debía encargarme de la limpieza en el área Internacional, así que la gente que trabajaba allí se familiarizó rápido conmigo y podía andar sin ningún tipo de restricción por todo el sitio. Supongo que durante ese tiempo aprendí más de su rutina que ellos de la mía.
“Había pasado suficientes horas allí como para observar la dinámica de atención al pasajero y los procedimientos de abordaje. Pude cogerle el tiro al asunto después de repasar cada paso por semanas. Aquello no tenía ningún misterio. Todo aquel que quisiera colarse en un vuelo al extranjero podía lograrlo sin mayor complicación. El secreto estaba en aprovechar las distracciones y ser astuto al momento de intentarlo. Hoy en día el procedimiento que siguen las aerolíneas es tan vulnerable como lo era en aquel entonces. No ha cambiado mucho, a decir verdad: entras al área de abordaje, pasas el tíquet, lo rompen y te devuelven la mitad. De ahí en adelante resulta muy fácil confundir.
Si su paso por el Federal Detention Center de Miami le había ayudado a abrir los ojos, entonces regresar a la calle le había servido para sacar aún más las uñas.
“Para cuando decidí intentar colarme en otro avión debía llevar alrededor de un mes trabajando en ese aeropuerto. Mientras caminaba cerca al área Internacional me acerqué a la gente de Inmigración. Era algo que hacía habitualmente para limpiar, cumplir diligencias o llevar y traer recados. Simplemente les decía: ‘¿Me dejas pasar, por favor? Debo ir donde aquel fulano para hacer tal o cual cosa’, y así, sin más, me dejaban cruzar. No hacía falta que anduviera de uniforme. Lo había hecho antes vestido de paisano, así que esa vez tampoco fue la excepción. Pasé con el pretexto de que iba a dar un recado y de ese modo llegué hasta un pasillo que conecta con todas las salas de espera, luego ingresé a una de ellas. Había una buena cantidad de pasajeros esperando por abordar un vuelo de Iberia rumbo al aeropuerto de Barajas, en Madrid. Me senté en una de las sillas y al poco tiempo un fulano ocupó la de enseguida. Era de esos tipos que sin conocer a nadie le ponen charla a todo mundo, un sujeto algo mayor.
—¿Vas para Madrid también? —me preguntó.
“La cuestión se me hizo obvia. ¿A dónde más iba a viajar estando en esa sala? El tío parecía no tener nada más de qué hablar. Lo único que se le ocurrió para ponerme tema fue semejante estupidez. Aún así le correspondí de buena manera. Le dije que sí, que iba para Madrid.
—Ah, qué bien. ¿Y… ya has ido antes? —siguió preguntándome.
—No. Esta es mi primera vez.
—¿Tu primera vez? ¡Pues venga, enhorabuena! Soy Manolo —se presentó—, ¿y tú, cómo te llamas?
“Le dije mi nombre sin tapujos, entonces me comentó que trabajaba en televisión, que era camarógrafo de RTVE1. Seguimos hablando por un rato, hasta que no supo qué más decir. Buscó entre sus bolsillos el billete de abordaje y empezó a leerlo detenidamente, como si tuviera que aprenderlo de memoria. Durante todo ese tiempo pude ver su apellido y la silla en la que iba. Las personas suelen ser bastante confiadas en esos casos. No reparan en quién tienen al lado. Luego, el tipo retomó la conversación:
—Vamos en el mismo vuelo, ¿no? —preguntó.
—Supongo… Yo salgo en el próximo a Madrid —le respondí.
—Pues sí, que es el mismo. Voy en la silla 25F. ¿En cuál vas tú?
“Se me ocurrió decirle que iba en la fila treinta, en ventanilla.
—¡Oh, vamos casi al lado chaval! —celebró.
“El tipo parecía ingenuamente complacido de tenerme cerca, cuando en realidad yo ni siquiera tenía boleto de abordaje. La espera en sala duró un buen tiempo. El sitio estaba a reventar cuando empezaron a llamar para el abordaje. Al rato el tío me dice que sigamos, que nos ha llegado el turno de enfilar. Como puedo le salgo al paso. Le digo que siga él adelante, que me han entrado unas ganas terribles de ir al baño. ‘Eso es que estáis nervioso por el viaje’, me dice. ‘Debe ser’, le respondo. Entonces me levanto de la silla y hago como si fuera hacia el servicio. Desde lejos veo al tío hacer la fila, pasar su boleto a una dependiente de Iberia y guardar en su bolsillo la otra mitad del tíquet que aquella le devolvió, lo acostumbrado en el momento del embarque. Aproveché ese momento y salí del área Internacional. Crucé por Inmigración, donde la gente me conocía. Luego seguí hacia el counter de Iberia y le dije a una de las tías que había perdido mi boleto de abordaje. No fue nada apresurado. Por el contrario, estuve todo el tiempo sereno, calmado.
—¿Y su documento de identidad? —me preguntó la chica— ¿Tiene alguno para verificar?
“Le dije que no. Que lo tenía en mi maleta y que unos amigos ya habían subido con ella al avión. Me dijo entonces que verificaría. Tomó el radio y pronunció algo, pero nadie le contestó del otro lado. Le recordé que el avión estaba por partir. Que si lo perdía sería su culpa. No le reclamé ni siquiera molesto, pero sí de manera categórica. La intención era hacerla sentir responsable por lo que pudiera pasar. Esa táctica tiene más efecto que un insulto. Le dije que si quería le podía dar mi nombre, pero me respondió que eso no bastaba para comprobar mi identidad.
—¿Y el número de la silla? ¿Tampoco vale que se lo diga? —le dije.
“Me miró preocupada, pellizcándose los labios, pero no me dijo nada.
—¿Entonces qué hago? ¿Pierdo mi vuelo? —le pregunté como apresurado, simulando cierto desdén.
“La tía se despabiló. Me dijo como afanada que le diera mi nombre y el número de la silla. Le dije que me llamaba Manolo, que iba en la silla 25F. Es decir, le di los mismos datos que había sabido del fulano aquel. Empezó a teclear en el ordenador, pero entonces me pidió el nombre completo. Recordé el apellido que vi impreso en el boleto del sujeto y se lo dije tal cual. Aún lo tenía fresco en la memoria, pero ahora, si me lo preguntan, no tengo la menor idea de cuál era. Sin embargo, eso tampoco funcionó. La tía no lograba encontrar a nadie con esos datos en el sistema.
—¿Es Manuel o Manolo? —me preguntó.
—Manolo —le respondí.
Durante todo ese tiempo pude ver su apellido y la silla en la que iba. Las personas suelen ser bastante confiadas en esos casos. No reparan en quién tienen al lado.
“Me salió con que tenía un pasajero que se ajustaba a tales datos, excepto por el nombre. Dijo que se llamaba Manuel, no Manolo. A todas esas yo no tenía la menor idea de cuál era el verdadero nombre del sujeto. El tío ese se había presentado como Manolo, a lo mejor y le gustaba que lo llamaran así, no lo sé. Lo cierto es que yo apenas me fijé en su apellido cuando vi el boleto, no el nombre. Aún así seguí firme en lo mío. Me mantuve en lo que dije, de lo contrario la tía hubiera dudado. Le reclamé que alguien de la aerolínea había escrito mal el nombre, que el correcto era Manolo. Se lo dije con autoridad. Entonces no supo ni qué chistar. Se comió el cuento entero y de inmediato me pasó un boleto de abordaje.
“Lo siguiente que hice fue ir al baño y rasgar el tíquet. Guardé en mi bolsillo la mitad que siempre le dejan al pasajero y la otra la boté por el sanitario. Salí de ahí y regresé al área Internacional. Les dije a los conocidos que tenía que volver a pasar, que alguien me necesitaba nuevamente, así que tampoco hubo ningún lío. Volví a la sala —que para entonces ya estaba prácticamente desocupada—, y me dirigí a la pasarela de abordaje del avión, donde la chica que recibe los pasajes me reclamó el billete. Le mostré la mitad del que llevaba conmigo. Le dije que había tenido que salir para ir al baño, pero entonces pareció confundida.
—¿Usted ingresó al avión y se devolvió sólo para ir al baño? —me preguntó.
“Le dije que sí, que prácticamente había llegado a la puerta del avión y devuelto. Que no había podido contener las ganas de ir al baño. Entonces me reclamó como airada. Me dijo que eso no se podía hacer, que estaba prohibido. No le reviré nada. Tampoco tenía cara con qué hacerlo. Así que sólo supe alzarme de hombros. Me preguntó:
—¿Tiene su boleto a la mano, señor?
“Le pasé el desprendible del que había tirado por el inodoro. Enseguida se puso a buscar entre los tíquets que tenía y encontró la otra mitad, la que el tío español le había pasado al momento de abordar. Como todo coincidía, no hubo forma de que dijera ni mu. Estaba como desconcertada, pero no me reclamó nada. Me dijo que siguiera, que por favor me diera prisa.
“Pasé hasta el avión. Era uno enorme, no recuerdo de qué tipo. Fui hacia la parte de atrás, donde había una buena cantidad de sillas vacías. Me senté en una y no me moví de ella durante todo el viaje. Tampoco nadie llegó a reclamarme algo. Estoy seguro que de no haber pasado antes por el FDC no habría logrado colarme en ese avión de esa forma. Hacía falta ese bagaje para no tener que volver a meterme nunca más en un tren de aterrizaje y arriesgarme a acabar muerto. En adelante volé siempre en cabina, y tiempo después sólo en primera clase.
“Cuando llegamos al aeropuerto de Barajas fui el último de los pasajeros en bajar. No llevaba nada conmigo, apenas lo que tenía puesto. Caminé un par de metros rezagado de la fila de viajeros sin saber bien qué hacer. Estaba a solo unos pasos de llegar a Inmigración y no tenía puta idea de qué iba a entregar cuando me tocara el turno. ¿Qué pasaporte iba a mostrar? ¿Qué coños iba a decir? Era una situación frustrante, pero no me preocupaba en lo absoluto. No tenía nada qué perder. Si me llegaban a descubrir a lo sumo me detendrían unas horas y luego me subirían en otro avión de vuelta a Colombia. Legalmente no estaba en España hasta tanto no me registrara en Inmigración o saliera a la calle, así que tampoco había razones de peso para que me cayeran las autoridades.
“Mientras la fila de viajeros avanzaba me aparté hacia una esquina desde la cual pude observar a todo mundo. Traté de pensar en algo para burlar a Inmigración, pero no se me ocurrió nada. Esa es la verdad. Pasé un buen tiempo allí pensando qué hacer, pero no la tenía fácil. Había guardias y policías por todos lados. Cuando el lugar comenzó a quedar vacío observé a un policía y pensé en acercarme a él para contarle mi situación. En ese instante no se me ocurrió qué más podía hacer. Era eso o dejar que me descubrieran y arrestaran.
“No hubo mayor misterio en lo que hice a continuación. Me acerqué al tal policía y le dije que necesitaba ayuda, que era polizón. El tío pareció incrédulo, pero cuando le conté lo que había hecho casi se va de espaldas. Le dije que había viajado desde Colombia, que no tenía dinero y que sólo buscaba una oportunidad en otro país. De inmediato hizo que lo siguiera hasta una dependencia de la policía dentro del mismo aeropuerto. Nos sentamos en un pequeño despacho y empezó a preguntarme todos mis datos. Antes de darle siquiera mi nombre le pedí que no me fuera a regresar. Le expliqué que había hecho todo ese viaje para poder conseguir trabajo en España y que en Colombia no tenía nada. Pero entonces me interrumpió. Me dijo:
—Ni lo sueñes. Aquí no te podéis quedar. Debes regresarte porque eres un ilegal.
—Yo no quiero volver a Colombia —le insistí.
—Pero venga, que eso no depende de mí —espetó—. Te repito que deberás marcharte.
- Tras la pista del estafador colombiano más buscado en el mundo
- El estafador colombiano más buscado en el mundo
- El estafador colombiano más buscado en el mundo. Capítulo 1
- El estafador colombiano más buscado del mundo. Capítulo 2
- El estafador colombiano más buscado en el mundo. Capítulo 3
- El estafador colombiano más buscado en el mundo. Capítulo 4
- El estafador colombiano más buscado en el mundo. Capítulo 5
- El estafador colombiano más buscado en el mundo. Capítulo 6
- El estafador colombiano más buscado en el mundo. Capítulo 7
—Este chaval dice que se ha colao en uno de vuestros aviones.
—¡Eso es imposible! —alegó uno de ellos.
—De todas formas, ¿podéis verificar? —les sugirió.
“Los tíos empezaron a revisar la lista de pasajeros del vuelo en el que yo llegué. Hablaban por radio con otra gente todo el tiempo. Daban y recibían nombres y números como si se tratara de una lotería, pero no hallaban nada raro. Pensaban que yo debía haber abordado con un billete falso y por eso se empeñaron en buscar un tíquet de más, pero lógicamente no lo hallaron. Después de un rato sin lograr desenredar el lío, la situación pareció ponerlos con los pelos de punta. Tenían a un colado dentro de uno de sus aviones y no se explicaban cómo demonios había sucedido. Uno de los tipos le dijo al policía:
—Aquí todos los nombres coinciden. Todos los pasajeros que abordaron el avión pasaron antes por Inmigración en Caracas y llegaron correctamente acá.
—¿Nadie se quedó? —le preguntó el oficial.
—Nadie. No tenemos ni un tíquet de más ni un tíquet de menos.
—¡Joder!
“Aquel tipo de Iberia se tomó una pausa. Estaba completamente desconcertado, mientras su compañero trataba de aclarar las cosas por radio. Recuerdo que el sujeto le dijo al policía: ‘Francamente, no sabemos cómo lo hizo’. Yo estaba ahí, sentado frente a ellos, mientras todo eso ocurría. No lograban entender con qué identidad había abordado el avión, así que empezaron a preguntármelo una y otra vez. Les dije que entré con el boleto de Manolo no sé qué, pero entonces el tipo de Iberia que más se había apersonado del asunto —el que hablaba todo el tiempo con el policía— pareció perder la paciencia:
—¡¿Pero qué coños dices?! —me gritó— ¡¿No habéis visto que ya revolcamos toda esta puta lista?! Aquí sólo hay un tío con esa identidad. ¿Con qué nombre entrasteis tú?
Le dije que había viajado desde Colombia, que no tenía dinero y que sólo buscaba una oportunidad en otro país.
“Vaya imbécil resultó ser ese cabrón. Debí explicarles a los tres el modo en que ocurrió la cosa. Les conté cómo pude enterarme del apellido del fulano, cómo obtuve mi boleto, cómo engañé a la chica de la pasarela de abordaje y todo lo demás. En resumidas cuentas —les dije—, dos tíos viajamos con el mismo tíquet desde Caracas, pero cada quien tenía el suyo porque Iberia lo emitió dos veces por separado. El primero lo recibió el tal Manolo ese —cómo no, si era el pasajero original—, y el segundo me lo entregaron a mí cuando fui al counter haciéndome pasar por él. El cuento sonaba difícil de entender, pero no fue sino hasta después que les desmenucé el asunto que creyeron en lo que les decía. Entonces se quedaron de una sola pieza. Entre ellos se voltearon a mirar pero ninguno dijo algo.
“Luego de eso los tipos de Iberia intercambiaron varias palabras con el policía. Les escuché decir que la aerolínea se encargaría de regresarme. Que hablarían al instante con Inmigración. Salieron y me quedé solo con el policía. Mantuvimos en silencio por un instante, como si cada quien mascullara lo suyo. Después me advirtió que tendría que llamar al consulado de Colombia para arreglar lo de mi salida del país. ‘Entiendes lo que te digo, ¿verdad?’, me dijo. No le respondí nada. Sólo asentí con la cabeza. En ese momento debió verme demasiado compungido porque enseguida agregó: ‘En verdad me da pena por ti, pero es el procedimiento en estos casos’. Dicho eso tomó el teléfono y habló con alguien del consulado, mencionó que lo esperaría ahí para atenderlo. Luego, cuando colgó, se quedó pensativo, con la mirada clava en el escritorio. Me volteó a mirar y me preguntó:
—¿Has hecho toda esta locura sólo para llegar a España? ¿En verdad son tantas las ganas que tenéis de quedarte acá?
“Le dije que sí, que en Colombia no tenía nada por hacer. Le hablé sobre mi vida, mis padrastros, la calle y todo lo demás, menos de que había estado en prisión en Estados Unidos. No le mencioné nada de ese país. El tipo pareció conmovido con todo lo que dije. Entonces me salió con algo que no pensaba escuchar por parte de ningún policía.
—Mira chaval —me dijo—. Lo único que se me ocurre es que recurras a la petición de asilo.
“Me quedé como en el aire. No entendía bien de lo que me hablaba. Me explicó, palabras más, palabras menos, de qué iba el asunto. Maquinó la película en segundos. Me sugirió que dijera que había desertado de la guerrilla colombiana, que si regresaba al país me matarían. Me dijo que exagerara la cosa, que armara un cuento bien dramático, que él me apoyaría hasta donde más pudiera anotando eso en su registro. Me recomendó que no le fuera a contar a nadie ni una palabra de ese diálogo. ‘Pueden botarme por esto tío’, advirtió. Me dijo que cualquiera que fuera mi decisión él la respaldaría, pero que me decidiera de una buena vez.
—Esta gente del consulado ya viene para acá. ¿Qué les digo? —me dijo.
“Le pregunté si una historia así, de que supuestamente había estado en la guerrilla, podía cuajar para pedir asilo. Me aseguró que sí. Que todo estaba en la forma en que yo sustentara las cosas. Hablamos un rato más del tema. Lo necesario para entender que sólo tenía esa opción o regresarme a Colombia.
—¿Entonces? ¿Qué les digo a los del consulado? —insistió.
—Dígales que soy de las FARC2. Que quiero pedir asilo —le respondí.
“Marcó de nuevo al consulado y les dijo que las cosas habían cambiado, que yo estaba solicitando asilo. Después de eso buscó unos formularios. Él mismo los llenó a mano y luego me los pasó para que los firmara. Todo el tiempo hice lo que me dijo. Cuando terminé de firmarlos se los devolví. ‘Bien, con esto ya no te vas’, señaló. Siguió explicándome lo que faltaba por hacer, todo lo referido a la parte jurídica, al menos lo que él lograba entender. Recuerdo que me previno:
—De todas formas deberás pasar la noche aquí como detenido. Tenemos un centro de detención en este mismo nivel y aquí te quedarás.
—¿Por cuánto tiempo? —pregunté.
—Mañana ha de venir una abogada de oficio que se hará cargo de tu caso —respondió.
“Se trataba de un buen policía, de los que hacen falta. Se tomó el tiempo necesario para aclararme todo cuanto sabía. Dijo que en el proceso convocarían a un juez para que estudiara la situación y decidiera si me otorgaba o no el asilo. Me advirtió que aquello podía tardar meses, incluso años.
“Al día siguiente una abogada de oficio se presentó para apersonarse de mi caso. Al rato llegó también una jueza que me preguntó de todo: quién era, cómo había entrado a la guerrilla, por qué había desertado, qué había ocurrido con mis padres y no sé cuántas cosas más. Tuve toda la noche anterior para pensar lo qué iba decirle, así que no fue difícil contarle algo que sonara medianamente convincente, sobre todo viniendo de Colombia. Lo único verdadero que le dije fue mi nombre. Eso y que hacía años no tenía contacto con mi familia. Cuando terminó me dijo que se abriría un proceso para solicitud de asilo, que mientras tanto me dejarían en libertad con una serie de condiciones.
“Luego de que la jueza se marchó, unos oficiales de la policía me tomaron huellas y me llevaron a un sitio en el centro de Madrid. Era un edificio del gobierno español de ayuda al inmigrante, para personas que pedían asilo. Los policías me dejaron allí, ante unos funcionarios que de nuevo me tomaron más huellas y sacaron fotografías. Era gente buena. Todo el tiempo se ocuparon de ayudarme. Fabricaron una suerte de carné de identificación y me lo entregaron. Todo el tiempo dieron instrucciones muy precisas sobre lo que debía y no debía hacer y a quién tenía que acudir en tales y cuales casos. De hecho, mientras esperaba el fallo para ver si aceptaban o no mi petición de asilo, el gobierno español me dio un lugar dónde vivir. Se trataba de una alcoba dentro de una pequeña pensión, mucho más de lo que hubiera esperado en ese momento.
“La verdad es que la asistencia social al inmigrante que pedía asilo en España era excelente. Como si nada de aquello bastara, me entregaron también algo parecido a una tarjeta débito para comprar comida en supermercados. Sólo la aceptaban en determinados sitios, pero estuvo bien en todo caso. De la asistencia médica ni hablar. Sólo debía presentar mi identificación —la cual tenía un número impreso en la parte de atrás— y con eso podía ser atendido en varios centros médicos sin ningún costo. ‘Si te enfermas, vas a cualquiera de estos hospitales. Allá reconocen este tipo de identificación y te atienden sin problema’, dijeron.
Se trataba de un buen policía, de los que hacen falta. Se tomó el tiempo necesario para aclararme todo cuanto sabía. Dijo que en el proceso convocarían a un juez para que estudiara la situación y decidiera si me otorgaba o no el asilo. Me advirtió que aquello podía tardar meses, incluso años.
“Me pareció fabuloso que a alguien que había llegado de ilegal a su país lo trataran de ese modo en vez de sacarlo a las patadas. España me dio todo cuanto me negaron los americanos. Aún hoy mi aprecio y respeto por ese país se mantienen intactos, en especial por Madrid. Barcelona también cuenta. Allí viví varios años después y me hice con buenos amigos.
“Los beneficios de pedir un asilo fueron evidentes casi desde el comienzo. Confiaron en lo que les dije sobre mi paso por la guerrilla y ni siquiera se preocuparon por corroborar esa información en ninguna parte. De haberlo hecho, lo más lógico es que tarde que temprano hubieran dado con el prontuario que tenía en Estados Unidos. Quizás se confiaron de que aún era muy joven. Me vieron como a un chico y por eso no indagaron mucho más, no sé. A mi modo de ver, tampoco la tenían tan fácil. Averiguar si había sido miembro de las FARC era algo que no podían saber ni siquiera con ayuda del consulado colombiano. Nadie en Colombia tiene una lista para comprobar que fulano o zutano es guerrillero. No existe tal cosa, así que no hay forma de comprobar una versión así.
“Viví en la pensión por espacio de dos años mientras esperaba que avanzara mi proceso de asilo, luego de lo cual debería esperar para que me concedieran la ciudadanía. Desde entonces el acento español se me pegó tan fuerte como un confite al paladar, particularmente el madrileño. Durante ese tiempo no tuve que preocuparme por nada. Ni siquiera por pagar el desayuno. De hecho, como no sé freír ni un huevo y no encontraba ninguna tienda abierta a las siete de la mañana, no me quedaba de otra que entrar a los bares que aún estaban abiertos a esa hora y pedir una cerveza. Desde entonces me acostumbré a comenzar el día bebiendo siempre una birra.
“Durante aquellos dos años debí ir varias veces a la comisaría central de la policía para rendir una serie de declaraciones ante un oficial que las anexaba a mi proceso. Me preguntaba cómo fue estar en la guerrilla y en qué parte de Colombia estuve como insurgente. Como ya había recorrido buena parte del país me resultó fácil describirle todo eso. El tío sólo me decía:
—Lo que tú me digas me da igual, porque de todos modos yo no tengo forma verificar eso.
“No pasó mucho tiempo para que encontrara un trabajo. Me recibieron en Caritas3, una organización internacional de ayuda social que emplea a todo tipo de personas para que colaboren cuidando de otras. Caritas tiene una especie de convenio con los gobiernos de todos los países en los que funciona, así que da empleo temporal a las personas que lo necesitan, algunas de ellas en proceso de legalizar su inmigración. Fue bueno estar en Caritas, lo digo con franqueza. Me gustó trabajar en ese lugar y hacer lo que me pusieran. Debía tender las camas y limpiar los pisos, paredes y ventanas en uno de los albergues que Caritas tenía en Madrid. Estaba distribuido por géneros, un área para hombres y otra para mujeres, así como también para grupos familiares. Yo trabajaba en el área de hombres.
“Como a los once meses de estar en España voy a la Corte y allí un juez se pronuncia sobre mi petición de asilo. Dice que sí la acepta. Desde entonces empieza a correr el tiempo para que me den la ciudadanía. Debía aguardar unos doce meses más para completar los dos años que exige la ley para que me la otorgaran, pero para ello era necesario empezar a diligenciar una serie de documentos y renunciar a mi ciudadanía de origen. No ocurre de ese modo hoy en día debido a la serie de tratados internacionales que existen, pero en aquella época —y debido a los vericuetos que surgieron cuando la pedí— tuve que perder mi ciudadanía colombiana4.
“La abogada que me habían asignado para ese asunto me sugirió que fuera al consulado colombiano y pidiera mi pasaporte. Era necesario hacerlo porque las autoridades españolas lo reclamaban como parte del proceso. Hasta entonces no había tenido que entenderme con ningún funcionario colombiano en España, así que un buen día me paso por el consulado y me sale un tipejo todo déspota con el cuento de que ahí no entregaban ‘esas cosas’:
—¡¿Cómo que aquí no entregan pasaportes?! —le reclamé.
—Para comenzar, joven, aquí ni siquiera sabemos si usted es quien dice ser —me dijo el tipo hinchado de suficiencia—. No tenemos registros suyos. No hay constancia de que usted sea colombiano, así que ¿cómo quiere que le demos un pasaporte?
“La situación me pareció de lo más irónica. Nunca antes un funcionario había negado que yo fuera colombiano. Negar mi ciudadanía era algo que yo siempre hacía, pero fue extraño escucharlo en boca de otro. ¡Joder! Salí de allí todo colérico. Fui donde las autoridades españolas y les conté lo sucedido.
—Típico de ese consulado —dijeron—. De ese y del de Pakistán se puede esperar cualquier cosa.
“No recuerdo bien cómo acabó todo ese lío. Lo cierto fue que cuando ya llevaba unos dieciséis meses en España la abogada me llamó para informarme que estaba por radicar mis papeles y pedir la ciudadanía. Me dijo que para eso necesitaba mi acta de nacimiento, así que me comuniqué con mi tía Marcia en Colombia y ella la consiguió por medio de otra tía. Entre ambas me la enviaron. Tan pronto como la recibí se la pasé a mi abogada. Cuando ya llevaba unos veinticinco meses de estar en Madrid, mientras trabajaba una tarde en Caritas, llegó ella y pidió que me buscaran. Salí a recibirla. Recuerdo haberla visto sonreír y venir hacia mí corriendo muy contenta. Entonces me abraza fuerte y me dice:
—¡Juan, te han dado la ciudadanía! Ya eres español. ¡Felicidades!
1 Radio-Televisión Española (RTVE).
2 Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la guerrilla más antigua del país, conformada en 1964 y convertida en partido político de izquierda luego de que en 2016 firmó un Acuerdo Final de Paz con el entonces gobierno del presidente Juan Manuel Santos (2010-2018).
3 Caritas International es una organización humanitaria de la Iglesia Católica orientada a la ayuda de personas en riesgo de exclusión social, a las cuales les brinda hogar temporal, alimentación y servicios básicos de salud. Fue fundada en 1867 en la ciudad alemana de Friburgo y cuenta con delegaciones en varios países del mundo.
4 Durante el proceso de escritura de este libro el autor, Andrés Pachón, fue testigo de que Juan Carlos Guzmán Betancur portaba una cédula de identidad colombiana. Sin embargo, se desconoce si alguna vez renunció a dicha ciudadanía -y luego la recuperó- o sí sólo se trata de una versión falsa.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional