Apóyanos

El estafador colombiano más buscado en el mundo. Capítulo 10

Luego de que una familia peruana de ladrones lo instruyó en el mundo de los robos en hoteles de lujo en España, Juan Carlos Guzmán Betancur se aventuró a hacer lo propio por su cuenta, sin pertenecer a ninguna banda organizada. Era 1998 y de ese entonces data su primer robo, cometido en un hotel de París. Luego sus andanzas lo llevaron a Londres, donde suplantó y robó a viajeros adinerados. Con tan sólo 22 años de edad viajó a Dublín, donde conoció el mercado negro de pasaportes
Por Relatto
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Capítulo 10

Nunca viajo con algún pasaporte falso. Todos los que uso son originales”.

Los peruanos habían resultado ser unos maestros estupendos para el mundo del pillaje. Sin embargo, pese a sus lecciones, a Juan Carlos no le convencía la idea de integrar una banda organizada. Le quebraban la cabeza las implicaciones legales y el tiempo de condena que ello acarrearía si llegaba a ser capturado. Pronto se convenció de que había aprendido lo suficiente como para aventurarse a hacer él solo lo que ellos lograban en equipo. Lo siguiente era más una cuestión de arrojo y de práctica que de recibir alguna otra cátedra sobre el mundo criminal.

El propósito de robar en los hoteles de manera individual no significaba una empresa imposible, pero sí arriesgada. Para lograrlo debía adaptar el método, pero eso resultaba más sencillo de decir que de hacer. Por un tiempo se metió con asuntos pequeños. De todos modos, nada que tuviera que ver con carterismo o robo a mano armada. Sólo se trataba de engaños básicos, más soportados en el descuido de los turistas y el oportunismo hacia estos que en algo cuidadosamente elaborado de su parte. De ese entonces —1998— data su primer robo en un hotel. Sucedió de manera espontánea en uno de la cadena Intercontinental en París, una ciudad que para entonces frecuentaba con tanta regularidad como Londres gracias a su ciudadanía española, con la cual, prácticamente, podía moverse a su antojo por Europa.

El propósito de robar en los hoteles de manera individual no significaba una empresa imposible, pero sí arriesgada.

Según Juan Carlos Guzmán Betancur:

“Llevaba poco tiempo en París, pero no logro recordar qué mes era. Me alojaba en hostales de bajo costo. Son de lo mejor. No sólo podía practicar el francés, que me pareció tan fácil como el inglés, sino que podía ir conociendo otras lenguas. En esos sitios todos son amigos de todos, así que se puede aprender lo que sea. La mayoría de los que se hospedan en esos sitios —sino todos— son mochileros1, gente con mucho bagaje de lo que es viajar con muy poco dinero. Conocen este sitio y aquel también, esta persona y aquella, así que el trato con los mochileros me resultaba bastante provechoso para mi trabajo.

“Por ese entonces también empecé a tomar la costumbre de leer libros y escuchar música sólo en francés. Debía obligarme a mí mismo si quería aprender el idioma. A fin de cuentas la cosa resultó tan bien que desde entonces hago lo mismo con cada idioma que desconozco. Llego a un país, empiezo a hablar con la gente del lugar, y en cuestión de pocos meses ya estoy en capacidad de mantener una breve charla. La verdad es que siempre he tenido facilidad para los idiomas.

estafador colombiano

Durante algún tiempo, en 1998, Juan Carlos Guzmán Betancur permaneció en París hospedado en hostales de bajo costo, lo cual aprovechó para practicar el francés junto con otros huéspedes.

“Ahora bien, en esa época lograba mantenerme con algo del dinero que me venía haciendo en uno que otro hotel. Nada importante, a decir verdad. París me resultaba tan especial para mi trabajo como Londres, donde los hoteles tienen un nivel de seguridad muy bajo. Ambas ciudades permanecen llenas de turistas, en especial japoneses y árabes, que son los que más pasta llevan encima. La diferencia está en que los japoneses suelen ser bastante más inocentes y por eso son más fáciles de robar. Llegué a París con la idea de hacerme con las cosas de algún turista japonés, pero la verdad es que nunca lo logré. Ni allí ni en ninguna otra parte. Las cosas no se dieron y listo. De todas formas, seguí entrando a los hoteles y haciendo las cosas a mi manera. Nunca hice de modo tal lo que me enseñaron los peruanos, pero digamos que eso me sirvió de base para empezar lo mío. Ellos asaltaban a la gente en el hall de los hoteles, en sus narices. Yo, en cambio, había preferido meterme en las habitaciones.

“El primero de muchos robos por ese estilo fue en un hotel de la cadena Intercontinental, allí mismo, en París. Hay como tres hoteles de esa misma cadena en la ciudad. Todo consistió en aprovechar la oportunidad, más que en tener un plan elaborado. Entré al lugar y fui a una de las plantas superiores. Anduve por entre los pasillos sólo un rato, fingiendo como si estuviera confundido entre tanto pasadizo. Lo hice de modo natural, como lo haría cualquier turista, pero me inquietaba que las cámaras de seguridad me registraran mucho tiempo por ahí, así que decidí regresar al lobby.

París me resultaba tan especial para mi trabajo como Londres, donde los hoteles tienen un nivel de seguridad muy bajo.

“Casi daba por perdida esa chance, pero de camino a los ascensores me crucé con una suite que tenía la puerta entreabierta. Me detuve frente a ella y la empujé sólo un poco, como tratando de ver hacia adentro. No me dio miedo. La verdad es que no perdía nada con asomarme. Si no había nadie, podría entrar y quizás encontrara algo de valor. Si por el contrario, salía el huésped, le diría que me había confundido o que estaba por advertirle que la puerta estaba abierta. Hay que ser tranquilo para esto, una persona nerviosa sencillamente no funciona. Empujé un poco más la puerta con la intención de entrar, pero de repente salió de la nada la chica del aseo. Casi nos damos de narices. Se llevó un susto tremendo y después pareció algo avergonzada. Se disculpó por el sobresalto y me preguntó si esa era mi suite.

—Sí, esta es —le respondí con cierto donaire, pero sin arrogancia—. ¿Ya está lista? —le dije, manteniendo el engaño.

“Me dijo que sí. Que ya había terminado de limpiar y que podía seguir. Fue algo espontáneo, en verdad. Creo que la cosa resultó bien gracias al carácter que puse en el momento, sin dubitaciones. La chica se lo creyó todo con sólo esas palabras. Seguí hacia adentro de la suite mientras ella terminaba de sacar el cochecito de la limpieza y cerraba la puerta. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que no había nada valioso en ese lugar. Caminé hacia el dormitorio y abrí el guardarropas. Allí no había más que unas cuantas camisas colgadas en unos ganchos.

—¡Mierda! —pensé— Vine a perder mi tiempo aquí.

“Enseguida de las camisas, hacia la mitad del guardarropas, estaba una caja de seguridad. No creí tener muchas esperanzas tampoco. Sin la clave, eso y nada era lo mismo. De todas formas jugué con una combinación al azar. Cuando terminé de marcarla, la cifra empezó a parpadear en la pantalla de la caja. Entonces me sorprendí. El hecho de que la clave parpadeara sólo significaba que la caja no tenía puesta ninguna combinación. Es decir, que estaba abierta.

—¡No puede ser! —me dije— ¡¿Esta cosa está abierta?!

El primer robo en un hotel de París lo cometió al aprovechar la ingenuidad de una de las señoras de la limpieza, quien lo confundió con uno de los huéspedes.

“Halé una pequeña manija que tenía al frente, sobre la portezuela, y puta sorpresa la que me llevé. La bendita caja se abrió de par en par. Por algún motivo la persona olvidó ponerle ‘lock’ a la combinación y creyó que la caja estaba cerrada. La verdad es que suele ser un error recurrente en los hoteles. La gente no se fija en las instrucciones de la caja y cree que con sólo poner la clave basta. Siempre hay que oprimir ‘lock’ al final. Es como el comando Enter en un ordenador. Sino lo haces, estás dejando la caja abierta. Sea como fuere, lo único que me interesaba era lo que había adentro. Saqué todo lo que había en ella —un sobre, una bolsa de tela y unos papeles— y lo puse sobre la cama. Para entonces debía llevar unos diez minutos en ese lugar, pero ni siquiera me impacienté. Revisé las cosas con cuidado.

“Pude darme cuenta de que el huésped era un mexicano dueño de unos hoteles en Cancún. Al menos eso fue lo que leí en unas tarjetas de presentación que estaban junto con unos documentos. Decían algo como ‘director-propietario’. Me daba igual quién fuera. Nada de eso tenía ningún valor para mí. Dejé los papeles a un lado y me fijé en el sobre. Parecía uno de esos que guardan las abuelas: doblado por la mitad y con varias rasgaduras. Dentro de él había un fajo de billetes y unas tarjetas de crédito American Express. Conté el dinero ahí mismo. Resultaron ser veinte mil dólares. Nada mal para un principiante. Byron no se había equivocado al recomendarme este negocio y presentarme con los peruanos. ¡Con razón la vida que llevaban! Si todo seguía de ese modo, entonces la cosa pintaba bien.

“Después del sobre seguí con la bolsa de tela. Dentro de ella encontré unas joyas menores. Eran unos dijes y sortijas que a simple vista se veían finas. Todo eso me lo guardé en los bolsillos, incluso las dichosas tarjetas de crédito, que a todas veras nunca utilicé. Salí de la habitación sin ningún afán. Ni siquiera me preocupé en limpiar mis huellas. Nunca lo hago. No uso guantes ni nada por el estilo. Al fin y al cabo son tantas las manos que pasan por esos lugares que al momento de irlas a tomar están pisadas unas con otras. No sirven para nada en caso de que la policía las quiera tomar. Así que bajé en el ascensor y como si nada crucé el lobby y la puerta principal. Nadie me detuvo ni me puso ningún problema al salir. Ese robo me resultó más fácil de lo que alguien pudiera pensar”.

Halé una pequeña manija que tenía al frente, sobre la portezuela, y puta sorpresa la que me llevé. La bendita caja se abrió de par en par.

***

París fue suficiente para Juan Carlos durante un tiempo. Sus robos pequeños en hoteles grandes sumaron pronto un puñado, lo que —pensó— podría haber alertado a la policía, y antes de que todo se volviera en su contra tomó un avión directo a Londres. En esa ciudad estuvo por poco más de un mes, pero tampoco allí dejó de andarse metiendo con lo ajeno. Como el mismo cuenta:

“De París pasé a Londres con los bolsillos llenos. Puse una parte del dinero en una cuenta de ahorros que había abierto de manera legal en España —donde me la pasaba entre Madrid y Barcelona— y con la otra cantidad me dediqué a andar por Londres. Aún así seguí haciendo mi trabajo. Es decir, frecuentando hoteles. Esa vez entré a Londres como Gonzalo Vives Zapater. Era una identidad falsa que había inventado, como la de Guillermo Rosales, aunque el pasaporte era original. Nunca viajo con algún pasaporte falso. Todos los que uso son originales. Suena difícil de entender ahora, pero luego lo explicaré.

“En ese entonces visité un par de hoteles en Londres, entre ellos uno de la cadena Holiday Inn. Saqué cosas de ellos con la misma técnica que antes, pero nada fue significativo. Todo sumaba unas 800 libras esterlinas2. Eran más bien hoteles de clase media-alta, así que tampoco se podía esperar mucho de los clientes que había allí. El cuento fue que me atraparon y me acusaron de robo. Dijeron que se trataba de asuntos menores y me dictaron una fianza. Pagué lo que ordenó el juez y no hubo más lío por eso. Ni siquiera me metieron en prisión. Me agarraron y llevaron enseguida a la Corte.

“Después de ese asunto permanecí en Londres por unos días más. Estaba limpio con la Ley después de pagar la fianza, así que no había problema con que me quedara el tiempo que quisiera. Las cosas se complicaron justo al final, en el momento que quise irme de la ciudad. Pensaba viajar a Atenas, así que salí por un momento del hostal en el que me hospedaba y fui a comprar el boleto, pero el chaval que me atendió me delató con la policía. Creo que fue así como sucedieron las cosas, porque francamente no recuerdo los detalles. Lo cierto es que ocurrió en una agencia de viajes dentro del hotel Le Méridien Picadilly3, cerca de Picadilly Circus4. Andaba con la tarjeta de crédito de un hombre, un estadounidense. Intenté pagar con ella, pero el cabrón de la agencia me pidió una identificación. Le dije que no la tenía y enseguida se previno. A los minutos me cayeron dos policías y me arrestaron por intento de fraude.

Tras su primer robo en París, Guzmán Betancur viajó a Londres bajo la identidad de Gonzalo Zapater Vives y allí continuó con sus andanzas en algunos de los hoteles más excéntricos.

“Me llevaron a una oficina donde me pasaron con un oficial que me decomisó todo lo que llevaba. Mi morral, mi cámara fotográfica, mi billetera… Cuando me pidió los documentos le dije que no los tenía. Esa era la verdad. Me había cuidado de dejar mi pasaporte español —a nombre de Gonzalo Vives Zapater—y algo de dinero en el hostal en el que estaba hospedado. Así que le dije que era menor de edad, aunque lo cierto es que acababa de cumplir los diecinueve. Todo los datos que le di fueron una sarta de mentiras: mi edad, mi lugar de nacimiento, mi nombre, todo, excepto que era español. El tío pareció no creerme ni una pizca, pero tampoco tenía cómo desmentirme, así que debió anotar todo conforme con mi versión. En el fondo le importaba un cuerno el intento de estafa, como no el hecho de que yo anduviera sin papeles. Para él eso significaba que yo podía ser un inmigrante ilegal. De hecho, por ahí siguió el curso de las cosas.

“Esa vez pasé la noche bajo arresto. Al día siguiente me llevaron ante un magistrado, en una sala de tribunales a la que también asistió el policía aquel. Me asignaron un abogado de oficio, pero ni bien comenzó la vista judicial las cosas dieron un giro inesperado. El magistrado hizo un reparo sobre el asunto de mi edad y eso cambió de manera radical el curso de la audiencia. Recuerdo que dijo algo como:

—Este muchacho es menor de edad. No lo puedo procesar hasta tanto no pase por la Corte de menores.

“El anuncio no le sentó nada bien al policía. Brincó apenas escuchó eso y de inmediato interpeló:

—Señor juez. Él no es menor de edad —dijo.

—¿A qué se refiere, oficial? —le preguntó el magistrado.

—Mírelo bien —le espetó—. No es menor de edad, no puede serlo con esa estatura. No parece de diecisiete.

“¡Vaya imbécil que resultó ser ese policía de pacotilla! ¿De cuándo acá una suposición sirve como evidencia? Era obvio que su intención era velármela de cualquier modo, por lo que no supo nada más qué decir en ese momento. Recuerdo que el magistrado le preguntó:

—¿Tiene cómo probar que no es menor de edad?

“El tipo se quedó en blanco. No dijo nada. Así que el magistrado lo tomó por su cuenta:

—No me puedo guiar por lo que usted considera, oficial, sino por lo que está escrito —le dijo—. Si en efecto él es menor de edad, como aparece anotado en su registro, y lo envío a una cárcel con adultos, le puede ocurrir algo, ¿no es verdad?

“El policía sólo asintió con la cabeza, pero se le vio el enfado en la mirada. El juez, mientras tanto, siguió dándole cátedra de leyes:

—Estará usted de acuerdo entonces, oficial, que si algo le ocurre a este joven, siendo menor de edad, usted y quienes hacemos parte de esta audiencia nos veríamos involucrados en serios líos judiciales, ¿no es así?

—Sí, señor, así es.

—Entonces también entenderá usted que bajo estas circunstancias no es nada lo que yo puedo hacer, ¿no es verdad?

—Sí, señor, comprendo eso también.

—En consecuencia, oficial, no tengo a nadie a quién juzgar —dijo el magistrado—. El caso de este muchacho deberá pasar por una corte de menores, así que desde mi asiento de juez no tengo otra opción que remitir su caso a esa instancia.

En Londres Juan Carlos Guzmán Betancur fue detenido y llevado a la corte por intento de fraude con una tarjeta de crédito robada.

“El policía se quedó viendo un chispero. Quería que me encerraran ahí mismo, pero el resultado no fue más que un error de procedimiento de su parte. Si en verdad quería que me procesaran por ingreso ilegal debió ventilar mi caso con Inmigración antes de llevarme a Corte. Parecía falto de preparación, actuaba como un novato, pero para mi fortuna eso fue algo que me benefició. De todos modos, según me explicó luego mi abogado de oficio, las cosas no eran tan fáciles de hacer. El tipo no me podía remitir a Inmigración sólo porque sí. Legalmente no está permitido. Para que me procesaran por ingreso ilegal debía haber sido arrestado por los policías de Inmigración por algún delito relacionado. De todos modos, como el magistrado también determinó que no podía salir de la ciudad, lo único que me quedaba era esperar mi próxima audiencia. Mientras tanto, estuve bajo el cuidado de Protección de Menores.

“Al día siguiente fui hasta el despacho del policía y le pedí que me devolviera todo lo que me había decomisado, pero no se le dio la gana entregarme nada. Debí quedarme sólo con lo que llevaba puesto. Mi próxima audiencia era como en cuatro días y me había quedado sin nada qué ponerme. Las personas de Protección de Menores trataron de interceder, pero jamás les prestaron atención. Típico de la policía inglesa. Tampoco podía ir a sacar dinero del hostal en el que tenía mis cosas. Aquella gente de Protección me cuidaba todo el tiempo, así que de haber ido al hostal me habría caído en la mentira. Por fortuna se trataba de personas muy corteses. Así que me dieron unas mudas de ropa y se encargaron de alojarme en un hotel.

“Cuando el día de la audiencia llegó me presenté en la mañana a la Corte. Allí estaba de nuevo el policía aquel. Mi abogado también se encontraba en la sala, y antes de que comenzara la audiencia se me acercó y me dijo murmurándome:

—¿Ya viste al policía?

—Sí, claro. Lo vi cuando entré —le respondí—. ¿Qué hay con él?

—Hay que tener cuidado con ese tipo. Quizás tenga algo arreglado con Inmigración para que te arresten.

—¿Cómo lo sabe? —le pregunté.

—Lo intuyo. Cuando acabe la audiencia es probable que te arresten.

“Me sorprendí con su respuesta. Creí entender que en el plano legal eso no estaba permitido. De hecho se lo recordé, pero entonces me puso las cosas en contexto:

—En el plano legal eso no está permitido —me dice—, pero yo nunca dije que él fuera a hacerlo por la vía legal.

“Quedé confundido con esa explicación, así que le pedí que fuera concreto, que me dijera qué era lo que pensaba. Me dijo:

—Probablemente el policía está arreglando algo con la gente de Inmigración por su cuenta, por debajo de la mesa, para que te arresten.

—¿Y eso está permitido? —le interrumpí.

—Te lo diré de esta forma —dijo—. Digamos que no es ético, pero tampoco es ilícito. ¿Entiendes a lo que me refiero?

—Sí, sí. Ya veo. ¿Y entonces? ¿Qué vamos a hacer?

—Nada. No vamos a hacer nada —respondió—. Sólo es una presunción de mi parte, así que vamos a esperar a ver qué ocurre.

El policía se quedó viendo un chispero. Quería que me encerraran ahí mismo, pero el resultado no fue más que un error de procedimiento de su parte. Si en verdad quería que me procesaran por ingreso ilegal debió ventilar mi caso con Inmigración antes de llevarme a Corte.

“La audiencia se extendió más de lo previsto por una serie de aspectos legales que apenas pude entender. Estuve todo el tiempo callado viendo cómo mi abogado me defendía. Cada vez que volteaba la cabeza a un lado me topaba con ese policía mirándome a los ojos. Qué tipo más pesado. Admito que lograba intimidarme. Así que procuré concentrarme en la audiencia y no fijarme más en él. Después de un rato el magistrado decidió dar un receso de dos horas. Pensé en salir a comer algo, pero en ese momento se me ocurrió que los de Inmigración podían arrestarme en ese intermedio. Así que me voltee sobre el hombro de mi abogado y en voz baja le pregunté:

—¿Qué pasa si salgo ahora?

—Nada. Puedes salir sin ningún problema —dijo—. ¿Piensas ir a almorzar?

—Sí, ¿pero qué hay con la gente de Inmigración? ¿Me pueden arrestar allá afuera?

—No, no pueden —aclaró—. Estas en audiencia y el receso hace parte de ella. Mientras eso dure ningún policía puede hacerte algo.

—¿Está seguro?

—Muy seguro —me respondió—. Ve a almorzar sin ningún problema. Nos vemos aquí en dos horas.

“El tipo agarró su portafolios y se levantó de la silla tras darme un apretón de manos. Me quedé un rato allí pensando qué hacer. La sola idea de que me volvieran a arrestar por inmigración ilegal y me llevaran a la cárcel lograba sacudirme la cabeza. Tuve cuatro días para haberme largado de Londres desde que pasó la primera audiencia, pero aún así quise respetar el proceso.

“Las cosas habían iniciado como un intento de estafa y fueron creciendo en proporciones. De un momento a otro me había visto metido en semejante atolladero. Entonces sólo tenía dos opciones: esperar a que se reanudara la audiencia al cabo de dos horas o tomar mis cosas del hostal y marcharme de la ciudad. Quedarme implicaba correr el riesgo de tener que volver a pasar por prisión. Irme, en cambio, significaba que me podían juzgar en ausencia y que no pasaría mayor cosa. Dejar la audiencia en ese momento ni siquiera se tipificaba como fuga, ya que no me habían dictado sentencia todavía. Simplemente no estaría regresando a Corte. Así que no hubo nada más qué pensar, debía dejar Londres lo más pronto posible.

“Salí de la Corte directo hacia el hostal en el que me había hospedado antes de que me arrestaran. Desde mi arresto —hacía casi una semana— no había podido regresar a ese hostal por las razones que expliqué. Para entonces ya habían sacado mi maleta de la habitación, pero por fortuna no se habían deshecho de ella. Pude recuperar mi pasaporte junto con el dinero que dejé. Así que enseguida me dirigí al aeropuerto y allí escogí un destino al azar. Esa vez no viajé lejos. Tomé un vuelo de British Airways que me llevó directo a Dublín, donde me quedé por varios días. Del caso de Londres no volví a saber nada más, sólo que con los años precluyó sin que nadie se lograra enterar de mi verdadera identidad”.

Tras un receso de la audiencia, en una de las cortes de Londres, Guzmán Betancur aprovechó para regresar por su maleta al hostal y tomar un vuelo que lo condujo a Dublín.

***

Con el tiempo, las maneras para el robo y el engaño de Juan Carlos fueron haciéndose más pulidas, pero sus antojos también más desmedidos. Lo que comenzó como un recurso para llenarse los bolsillos de dinero se había convertido en su única forma de vida, y sin ningún escrúpulo que lo atajara el alcance de sus robos fue subiendo al igual que su ambición.

Durante todo ese tiempo los peruanos estuvieron al corriente de sus actos. Juan Carlos se comunicaba con ellos cada tanto para contarles lo que había hecho y aprender de lo que le faltaba por hacer. Se trataba de una suerte de intercambio de experiencias criminales con críticas y sugerencias de por medio.

Dejar la audiencia en ese momento ni siquiera se tipificaba como fuga, ya que no me habían dictado sentencia todavía. Simplemente no estaría regresando a Corte.

El asunto para infiltrarse como huésped en un hotel de cinco estrellas partía de tener un fachada lo suficientemente sólida como para desconcertar a los miembros del staff y a los guardias de seguridad. Aquello implicaba frecuentar primero algunas callejuelas en las que el tráfico de documentos robados es algo común, sitios públicos de los que todo mundo habla pero que a la hora de la verdad nadie admite conocer.

Juan Carlos se decidió a visitar uno de esos sitios cuando contaba con veintidós años de edad, mientras estaba de paso en Dublín. En esa ocasión —dijo— llegó hasta un mercado callejero atestado de mercaderes drogadictos en el que cualquiera era capaz de venderle el alma al Diablo con tal de mantener su vicio. Era, por así decirlo, un mercado persa del delito. Desde armas hasta documentos robados se podían encontrar en aquel lugar. Llegó allí con la intención de comprar un documento que le permitiera regresar a Estados Unidos pese a la prohibición de ingreso que tenía luego de haber sido deportado. Por cien libras irlandesas5 se hizo con el pasaporte de un viejo inglés, un tal Terrence John Marks, pero cuando llegó con el documento al aeropuerto las cosas no salieron como lo había planeado.

Juan Carlos Guzmán Betancur recuerda:

“Con el paso de los años Dublín se me convirtió en una alternativa frente a Londres y París. Llegaba allí y me pasaba los días como cualquier turista. Paseaba, visitaba museos e iba de una tienda a otra comprando cosas. Sin embargo, esa vez, después de varios días de haber llegado allí desde Londres, ya no le veía caso seguir más tiempo en Dublín. Coincidió que por ese tiempo había vuelto a hablar con un viejo amigo de Boston. Es el típico ‘irish gangster‘, nacido en South Boston pero de padres irlandeses. Me había invitado a que me pasara por allá, por Boston, y de inmediato me entraron las ganas de marcharme de Dublín e irlo a visitar. Lo único que me frenaba era el asunto de la deportación que me había hecho el gobierno de Estados Unidos, por lo cual no podía regresar a ese país. Al menos no con mi verdadera identidad. Así que pensé que necesitaría un documento falso para volver a entrar.

“Desde tiempo atrás había escuchado hablar de un tal mercado negro de documentos en Dublín. Varios amigos me lo habían recomendado ya. Así que aproveché que estaba en la ciudad y decidí dar una vuelta para irlo a conocer. Irónicamente el mercado ese queda justo al frente de las cortes de Dublín. Se trata de una calle larga con varios puentes seguidos entre sí que atraviesan un canal de aguas. Un canal que surca todo el centro de la ciudad. El sitio es bien conocido tanto porque mantiene lleno de drogadictos como porque en él se puede conseguir de todo, absolutamente de todo. Drogas, armas, documentos robados, lo que sea que alguien necesite para formar su propio Apocalipsis lo encuentra en ese mercado.

“Llegué al primero de esos puentes preguntando por un pasaporte. Lo hice así, sin tapujos. Le dije a un chico que necesitaba comprar un pasaporte. Me dijo que estaba equivocado, que en ese puente no traficaban con documentos, sino con otras cosas. Lo dijo con tanto desparpajo que por un instante me sentí como si estuviera averiguando por alfajores en una bollería. Me indicó:

—No es aquí, hermano. Vete al otro puente y allí lo puedes conseguir. Pregúntale a cualquiera. Allá te sabrán guiar.

“Caminé hasta el siguiente puente y allí abordé a otro chaval. Le hice la misma pregunta, pero me dijo que el tipo encargado de venderlos no estaba en ese momento. Me aseguró que no debía tardar.

—Si quieres puedes esperarlo —dijo.

—¿Cuánto crees que se demore? —pregunté.

“Me respondió que no más de cuarenta minutos, y enseguida anotó:

—Vale la pena que lo esperes, tiene buen material. Te lo aseguro. ¿Para cuándo lo necesitas?

—Para hoy mismo, si es posible —le dije.

—Aquí nadie tiene tanto afán amigo —se sonrió—. Puedes irte a buscar otros tipos a ver qué te venden, pero este sujeto es el mejor.

—¿Y qué tanto tiene, pues? —le pregunté.

—Ya verás —dijo—. ¿Entonces? ¿Lo esperas? —preguntó.

—Sí, no hay problema. Cuarenta minutos está bien.

En el mundillo del hampa, Juan Carlos Guzmán Betancur escuchó del mercado negro de documentos en Dublín, donde consiguió un pasaporte que después lo metería en problemas.

“Me recosté en una de las barandillas del puente, pero en esas el chaval se me quedó viendo con una sonrisa burlona. Lo repasé con algo de resquemor de arriba a abajo. Llevaba puesta un vieja chaqueta de plumas de ganso que más bien parecía una coladera. El relleno se le salía por entre los rotos, pero el chaval apenas si lograba darse cuenta. Tenía la cabeza tostada por las drogas, se le veía en la mirada. Entonces viene y me dice:

—¿Te vas a quedar allí parado o qué? Vamos hermano, invítame una cerveza mientras esperamos a este hombre. ¿Te parece?

“En medio de semejante hervidero no me convenía alebrestar a nadie. Le seguí la corriente y fuimos a un bar cercano. Lo invité un par de cervezas y mientras estábamos en esas me dijo que el fulano de los pasaportes también vendía drogas y una que otra cosa robada. Por lo visto era un tipo con el que había que tener cuidado, pero como ese ya había conocido bastantes en prisión. Al cabo de una hora salimos del bar y regresamos al puente. Cuando llegamos el tío ya estaba ahí, era un hombre entrado en los cuarenta. El mismo chaval se encargó de presentármelo:

—Oye —le dijo—, aquí mi amigo te busca.

“El sujeto me miró con mala cara. Mientras tanto, el chaval se libró del asunto. ‘Bueno, los dejo para que hagan negocios’, dijo, y enseguida se marchó. Me quedé allí solo con el tipo.

—¿Qué es lo que quieres? —me preguntó.

—Estoy buscando un pasaporte.

—¿Para cuándo?

—Para hoy.

—¡¿Hoy mismo?! —alegó como con desdén— ¿Es para ti?

—Sí. ¿Por qué?

—Mala cosa —me dijo—. No tengo ninguno de alguna persona que se parezca a ti.

“Me quedé desconcertado por un instante. El muchacho me había pintado a su paisano como el rey Midas de los pasaportes robados y ahora el tipejo me salía con que estaba limpio.

—¿Hay alguien más que venda pasaportes por aquí? —le pregunté.

—¡¿Tú qué crees?! —alegó— Esto no es un supermercado. De seguro los habrá, pero si no los tengo yo, no los va a tener otro.

“¡Vaya engreído! Pensé en dar media vuelta y marcharme del lugar, pero debió verme la intención porque cuando estaba por hacerlo me atajó:

—Mira —dijo—. Acabo de conseguir este. Revísalo a ver si te sirve.

“Me alcanzó un pasaporte de varios que tenía consigo. Era el de un sujeto mayor, un viejo inglés de sesenta y siete años, gordo y de cabello ondulado, según se veía en la foto. Recuerdo bien el nombre, Terrence John Marks.

—No se parece en nada a mí —le reproché.

—Es lo único que tengo —me respondió—. Lo tomas o lo dejas. Decide pronto.

—¿Qué me dice de esos otros que tiene ahí? —le dije.

—No te sirve ninguno. Créeme. Si necesitas uno con urgencia te sugiero que lleves ese.

—Ya le dije que este tío no se parece a mí —le insistí.

—Para hoy es lo único que tengo. Si me das más tiempo quizás te consiga uno…

—¿Cuánto más? —le interrumpí.

—No sé. Una semana puede ser —me respondió.

“El plazo de una semana se me hacía toda una eternidad. No estaba dispuesto a esperar tanto, así que le demostré interés:

—¿Cuánto me cuesta este? —le dije mientras revisaba el pasaporte.

—Doscientas libras —me lanzó.

—Olvídelo. No tengo tanto.

—Cien entonces. Pero es lo mínimo —apuntó mientras me observaba repasando el pasaporte.

—¿Puede cambiarle la foto? —pregunté— ¿Puede ponerle una mía?

—Ni se te ocurra hacerlo —dijo—. Lo dañarás si lo intentas. Es un papel especial que no permite las adulteraciones. ¿Quieres que te diga algo? —me preguntó como quien quiere dar un consejo—. No te preocupes tanto por la foto. Al final nadie lo nota. Sé lo que te digo.

“Era la primera vez que me metía en un asunto de ese calibre. Al final terminaría pagando la novatada. Le pasé las cien libras irlandesas y de inmediato me marché del lugar. A la mañana siguiente fui al aeropuerto para comprar el boleto y abordar de inmediato un vuelo a Boston. Me registré con el tal pasaporte en la aerolínea y nadie notó nada. La chica que me vendió el boleto ni siquiera volteó a mirar la foto —tal y como me lo aseguró el tipo—, así que me entregó el pasaje sin chistar.

“Cuando llegó el momento formé en la fila de Inmigración a Estados Unidos. Los guardias son enteramente americanos, pero sin mayor autoridad. No pueden detener a nadie porque no están en su país. Solamente se abogan el derecho de decir: ‘Pase’ o ‘devuélvase’. Mantienen en un área vecina a la de Garda Síochána6, apenas separados por una puerta. En el momento que me correspondió el turno pasé el pasaporte. Desee que el tío no se pillara la foto, pero justo sucedió todo lo contrario. El guardia se me quedó mirando y me dijo:

—Este no es usted. Es muy joven para que sea este hombre. Venga conmigo.

“Caí en la cuenta de que en verdad había que ser muy idiota para no darse cuenta del engaño. Haber comprado ese pasaporte no fue menos que una gilipollez de mi parte, un error de principiante. Contaba con apenas veintidós años. ¡Qué coños iba a ser con el pasaporte de un tío que podía ser mi abuelo! ¡Vaya error! Enseguida el oficial americano abrió la puerta y me pasó con un policía de Garda Síochána. Le dijo algo como:

—Este muchacho intenta llegar a Estados Unidos con este pasaporte. El documento es original, pero no es el suyo.

“Contrario a lo que pensé, el policía no hizo mayor cosa. Ni siquiera me arrestó por portar un documento robado o intentar usarlo de modo fraudulento. Me quitó el pasaporte, lo metió en una maquinita y lo rompió. No fue más. Enseguida me hizo cruzar por otra puerta y me dejó ir sin ningún problema, sin apenas decirme nada. Esa vez tuve suerte de que las cosas no fueran a mayores. En lo sucesivo seguí siendo más precavido con los documentos que compraba”7.

¡Qué coños iba a ser con el pasaporte de un tío que podía ser mi abuelo! ¡Vaya error!

***

Después de su paso por Dublín, Juan Carlos estuvo en al menos media docena de ciudades más. En unas robó sólo unas cuantas cosas, muy poco y sin mayor importancia en todo caso —como él mismo asegura—, en otras no realizó absolutamente nada ilegal.

Algo de lo más significativo, sin embargo, se dio de nuevo en Londres, a donde había decidido regresar. Como bien es sabido, de sus andanzas en la capital británica hay registros desde 1998, cuando varias cadenas de hoteles empezaron a denunciar una serie de robos a sus huéspedes por varios miles de libras esterlinas. En todos ellos el modo de actuar fue siempre el mismo, con relojes de marca, joyas, dinero en efectivo y algunas tarjetas de crédito como común denominador de sus acciones. Pronto la prensa se hizo eco de esa situación hasta despabilar a los policías encargados de asuntos hoteleros y turismo, quienes entonces comenzaron a seguirle la pista a lo que creían era una banda organizada.

Juan Carlos estuvo a punto de caer, pero la astucia con la que había aprendido a zafarse de los líos con la ley lo tuvieron al margen de la prisión esa vez. En ello cobró especial importancia el manejo de las identidades falsas. La experiencia que tuvo cuando intentó hacerse pasar por Terrence John Marks no fue óbice y, en cambio, le sirvió para ser más metódico.

Para 1999, cuando contaba ya con veintitrés años, su fórmula había cambiado. Andaba con un par de pasaportes con identidades diferentes que usaba en los puntos de Inmigración y con los cuales lograba burlar a las autoridades. Aunque para entonces ‘Jordi’ se manifestaba alejado de toda clase de religión, lo cierto es que a parte de su agudeza para burlar la seguridad de los hoteles también parecía contar con ayuda de la Divina Providencia para salir airoso de algunas situaciones complicadas. La suerte parecía estar de su lado. Como él mismo recuerda:

“Llegué a Londres por el aeropuerto de Heathrow en 1999. Venía en un vuelo de British Airways proveniente de Japón, a donde había viajado con el dinero que logré hacerme en Francia. En Japón me encontré con unos amigos de los peruanos a los que les compré varias tarjetas de crédito. A eso se dedicaban. Vendían cien tarjetas de crédito como por quinientos dólares. Todas eran robadas. El riesgo estaba en que algunas podían haber sido reportadas ya por sus dueños, así que de entrada el comprador estaba dispuesto a asumir las consecuencias. Si pasaban al momento de hacer una compra, la suerte había cumplido su parte, sino, estabas frito.

“Por ese entonces me había acostumbrado ya a viajar de un país a otro por aquello de que los amigos de los amigos son tus amigos. En el mundo del hampa aquello no es siquiera un refrán, sino un dogma. Ya para entonces los peruanos me habían presentado no sólo a los japoneses revendedores de tarjetas de crédito robadas, sino también a varia gente más del gremio. Otros tipos más —que a la larga resultaron siendo amigos— los fui conociendo de a poco, por mi cuenta. Estaban regados en su mayoría por Europa, y como me movía con facilidad de un lado a otro iba donde ellos cada tanto, cuando tenía ocasión.

Para 1999, con tan sólo 23 años de edad, Guzmán Betancur andaba con un par de pasaportes con identidades diferentes con los cuales lograba burlar a las autoridades.

“Mi paso por Heathrow esa vez fue por algo más bien técnico. En realidad iba para Amsterdam al cumpleaños de un amigo, pero por asuntos de conexión debía parar un par de horas en Londres, lo que me complicaba un poco las cosas. El lío estaba en que tiempo atrás había llegado de París a Heathrow como Gonzalo Vives Zapater. Fue en ese entonces cuando ocurrió el lío en el Le Méridien Picadilly y me llevaron a la corte de menores, a la cual no volví. Así que ni loco podía usar esa identidad de nuevo. De hecho, después de ese incidente en la corte preferí deshacerme de ella. El nombre de Gonzalo Vives Zapater probablemente estaba fichado ya por la policía, así que lo mejor fue borrarlo de mi lista de personajes para siempre.

“Para volver a entrar a Londres en 1999 preferí presentarme de otro modo en Heathrow: me identifique como César Ortigosa Vera. El asunto cuajó perfecto. Nadie me detuvo y en Inmigración ni siquiera cayeron en cuenta de que yo era el mismo tipo de la otra vez pero con otro nombre. La putada llegó después, justamente por el asunto de las tales tarjetas de crédito que compré a los japoneses.

“Mientras esperaba mi vuelo a Amsterdam entré a una tienda de discos ahí mismo, en Heathrow. Era una Dixon, muy popular en Reino Unido y en varios países de Europa. Quise comprar algo electrónico, una baratija, pero cuando fui a pagar en la caja el chaval que atendía me pidió la identificación. Era un chico de unos veinticinco años, un hindú. Se le notaba a leguas por su piel color cobriza. Insistió en que le pasara una identificación, pero le dije entonces que no tenía. ‘¡Cómo coños voy a tener un documento de identidad para cada tarjeta robada que compro!’, pensé. Le dejé ver que se trataba de una compra menor, que no hacía falta que le mostrara una identificación, pero me dijo que de todos modos la necesitaba.

—Su pasaporte puede servir —señaló.

—Lo tienen unos amigos —le dije—. Están lejos de aquí.

—En ese caso su pase de abordar también sirve —me salió al paso.

La putada llegó después, justamente por el asunto de las tales tarjetas de crédito que compré a los japoneses.

“Lo mejor habría sido dejar las cosas así, no adquirir nada y marcharme, pero me confié. Creí que el chico ni siquiera compararía la tarjeta con el pasaje, que sólo lo pedía por cumplir una norma y nada más. Así que sin reparar mucho en el asunto le pasé el boleto que tenía para Amsterdam, pero eso fue lo peor que pude hacer. El chaval revisó los nombres de inmediato, y al notar que no se correspondían se previno. Me pidió que lo esperara un momento y siguió rápido hacia un cuartito, al lado de donde estaban las cajas registradoras. Ni siquiera se preocupó por cerrar la puerta de lo apresurado que entró al cuartito aquel.

“Desde el lugar en el que me encontraba no alcanzaba a verlo, pero lo escuchaba hablar con alguien por teléfono. No entendía un coñazo de lo que decía, pero creí que se trataba de algo sin importancia. De todas formas tampoco podía irme del lugar. El cabrón se había quedado con mi pasaje. ¿Qué más iba a hacer? Cuando la situación empezó a darme mala espina pensé en dar media vuelta y salir, pero entonces ya tenía dos policías apostados a los lados. ¡Vaya soplón de mierda resultó ese chaval! Estuvo todo el tiempo comunicándose con la policía y yo caí redondo en el engaño.

“Los dos tíos me arrestaron y me llevaron a una comisaría cercana a Heathrow. Allí me sacaron registros de las huellas y me tomaron fotos. También me pusieron a declarar lo que había pasado. El procedimiento duró como dos horas y luego me condujeron donde un magistrado que no puso mayor lío. Dijo que yo debía pagar una multa de quinientas libras esterlinas8 y con eso se saldaba el asunto. Me preguntó si tenía cómo pagarla ahí mismo, y como siempre llevo algo de efectivo le dije que sí. Le pasé la cantidad a un policía, llenó una especie de talonario y enseguida me entregó un recibo. En verdad no me dolió para nada tener que pagar esa multa. Fue una minucia frente al riesgo que corrí al ser capturado. Si alguien allí se hubiera dado cuenta que mi identidad era falsa, otro hubiera sido el cantar. Por fortuna a nadie se le ocurrió cotejar las huellas. Todo ese asunto demoró en total unas tres horas, luego de lo cual me dejaron en libertad y pude regresé a Heathrow, justo a tiempo para abordar mi vuelo a Amsterdam”.

Cuando la situación empezó a darme mala espina pensé en dar media vuelta y salir, pero entonces ya tenía dos policías apostados a los lados. ¡Vaya soplón de mierda resultó ese chaval!

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Para cuando enero de 2000 llegó, Juan Carlos tuvo la osadía de ingresar de nuevo a Estados Unidos y quedarse un tiempo en Nueva York por asuntos de “trabajo”. No queda clara la manera en que entró ni él tampoco se ocupa de contarla. Dice sencillamente que no lo recuerda. Sea como fuere, lo cierto es que en esa ocasión las cosas tampoco resultaron como las esperaba y pronto tuvo a más policías encima. Como él mismo recuerda:

“Era un día de enero del año 2000. Acababa de hacerme con unos pocos dólares que estaban en una caja de seguridad en una habitación del hotel St. Regis, en Manhattan, y había decidido pasar por otro hotel muy cerca de allí, el Waldorf Astoria, en Park Avenue9. Andaba de buena racha ese día y ya me tenía suficiente confianza para meterme con facilidad en los hoteles. Entonces entré al Waldorf y después de un rato, como de costumbre, me hice con la tarjeta de crédito de un tío que se estaba quedando allí. Luego fui a la recepción y pedí que me dieran un avance en efectivo por unos 1.700 dólares. Me los entregaron sin ningún lío y con eso me bastó. Fue suficiente para mí por ese día y por el resto de la semana.

“Al cabo de unos días decidí irme de Nueva York, pero regresé más bien pronto —los primeros días de febrero— y entonces no pude ser más caradura, lo admito. Se me antojó hospedarme en el mismísimo Waldorf, pero alguien allí me reconoció y sin que yo me diera cuenta formó un follón10 de puta madre. Cuando menos lo pensé llamaron a la puerta de mi habitación, abrí y resultaron ser unos policías de uniforme que enseguida me arrestaron11. Andaban con un tipo de la recepción que les decía: ‘Es él, es él… Él fue quien pidió el avance la otra vez’. ¡Vaya tío! Daba alaridos como una parturienta.

“El cuento fue que me levantaron cargos por lo de la tarjeta en el Waldorf, los sumaron con lo del robo en el St. Regis —del que de algún modo se dieron cuenta que también lo había cometido yo— y me llevaron a la Corte como si se hubiera tratado de un solo caso. Esa estrategia suele ser un mecanismo legal que usan los americanos para simplificar las cosas en el juicio, un ardid para hacer que el sistema judicial marche más rápido. Me dieron nueve meses en prisión por ese par de robos, aunque al final terminé pagando sólo seis por tiempo laborado y buen comportamiento.

“Desde el momento en que fui arrestado negué ser Juan Carlos Guzmán Betancur. Me identifiqué siempre como César Ortigosa Vera. Tenía un pasaporte original de España que así lo acreditaba. Las autoridades americanas lo verificaron en el consulado y cuando vieron que todo estaba correcto se mostraron confundidas. ¿Cómo era posible que yo tuviera papeles originales que me acreditaban como ciudadano español? Como no supieron desenredar todo ese rollo —el cual luego aclararé— me dijeron que cuando terminara mi condena sería extraditado a España. Así que me encerraron en Rikers Island. Una prisión enorme. Se trata de un complejo de edificios como para veinte mil presos o algo así construido dentro de un islote, entre Queens y el Bronx12, cerca del aeropuerto La Guardia. Me pusieron un mono de color naranja y me encerraron en una de las unidades.

“Ahí dentro hay muertos, puñaladas, drogas, violaciones, todo lo que uno se pueda imaginar. Por mi parte no la pasé tan mal. Me correspondió un área buena y laboraba en la cocina. Trabajaba de noche y dormía una parte del día, así que no me enteraba de nada. Mantenía leyendo libros que pedía de la biblioteca. Leía sobre derecho penal en Estados Unidos, a tal punto de que llegué a saber más que cualquier abogado de oficio en ese entonces.

“Durante ese tiempo conocí a varia gente en esa cárcel, pero recuerdo en especial a un chaval judío que llevaba uno seis meses detenido por tráfico de éxtasis. Lo recuerdo sobre todo porque no comía nada de lo que nos daban. Nos servían carne y vegetales en un pequeño recipiente, eso era todo, pero él ni siquiera los tocaba. Decía que eso no era ‘kosher’13 y que por tal razón no los comía.

“El pobre chaval tenía leucemia y nadie hacía algo por él. Estaba bastante grave, al punto de que ni siquiera podía sostenerse solo. Era grande y su cuerpo evidenciaba haber sido bastante corpulento, pero se le notaba una palidez extrema. Entonces yo me robaba comida de la cocina y le llevaba algo hasta su celda. Lo obligaba a que se la comiera sin importar si era ‘kosher’ o no. Después, como a los quince días, empezó a probar alimento por su cuenta. Comía de todo lo que le dieran. Aparte de eso, con el dinero que me ganaba por trabajar en la cocina, le compraba vitaminas. Le regalaba dos botellitas a la semana de unas que vendían dentro de la prisión. Así que de a poco fue empezando a levantarse y caminar. Cuando se mejoró, como al cabo de cuatro meses, comenzó a trabajar conmigo en la cocina. Hacía tanto calor en ese sitio durante el verano que aprovechábamos las neveras industriales para meternos dentro de ellas y hacer siesta. Aún así apenas lográbamos refrescarnos.

En enero de 2000, tras regresar a Nueva York, Guzmán Betancur fue detenido por robo y recluido de nuevo en prisión.

“En ese sitio había un guardia al que yo le caía pésimo, aunque eso era algo mutuo. Era un puertorriqueño de origen italiano llamado César. Se paseaba por el comedor todas las noches y cada vez que me veía me pedía un vaso. Era así cada noche. Podía haber mil fulanos trabajando en la cocina, pero sólo por provocarme me pedía el jodido vaso a mí. No valía siquiera que me le perdiera de vista. Entraba al comedor y gritaba:

—¡¿Dónde está Ortigosa?!

“Cuando al fin salía me decía:

—Quiero que me atiendas.

—¿Y qué quiere, pues? —le respondía.

—Dame un vaso.

“Le daba su consabido vaso y con eso se calmaba. Iba hasta el dispensador sin quitarme la mirada de encima, lo llenaba con soda y se la tomaba de un sorbo. No era más. Una vez, como de costumbre, yo estaba atrás en la cocina limpiando. Me tocaba arreglármelas a menudo con una inmundicia de agua y aceite que escurría hasta una coladera. Era un cebo blancuzco, espeso y maloliente que llegaba hasta una trampa de grasa en la que se empozaba junto con otros desperdicios de comida. Mientras trataba de recoger esa porquería entró el cabrón del guardia al comedor y pegó su habitual berrido:

—¡¿Dónde está Ortigosa?!

“¡Qué tío más pesado! Salí para ver lo que quería. Yo estaba vuelto un asco. Sudaba de pies a cabeza. Cuando lo vi le dije:

—Aquí estoy. ¿Qué quiere?

—Un vaso —me respondió.

—¡Joder tío! Aquí hay como quince tipos y tú vienes y me cansas a mí por un puto vaso —le dije.

—Me da igual. Tú me tienes que atender a mí. Espero mi vaso —espetó.

“El gilipollas parecía disfrutar con eso. Así que regresé atrás, a la cocina, por el vaso. Eran de esos plásticos desechables. Cuando estaba por llevárselo voltee a mirar el cebo ese que escurría por el piso. No me pude resistir. ¡Madre mía, qué tentación me dio eso! Me agaché, metí el vaso en aquella juagadura y luego lo limpié por afuera con una servilleta, pero me aseguré de dejar en el fondo un poco de esa porquería.

—¿Por qué tanta demora, Ortigosa? —me gritaba el cabrón.

“Le respondí también a los gritos que no encontraba el tal vaso, pero la verdad es que estaba tratando de no soltar una risotada. Cuando salí se lo entregué en sus manos, pero como nunca miraba el vaso, sino que se me quedaba viendo a los ojos, ni siquiera se enteró de esa suciedad. Fue hasta el dispensador, lo llenó con soda y de un trago se lo pasó. Todos allí se dieron cuenta del asunto, menos él. Y claro, todos estaban a reventar de la risa.

“Al otro día regresó. Los guardias también cenaban ahí y estábamos sirviendo la comida. Cuando le tocó su turno fui a ponerle pollo en su plato y me frenó:

—¡Tú no me sirvas nada, Ortigosa! —me dijo.

—¿Y eso? —le pregunté.

—Me tienes enfermo. ¿Qué putas fue lo que me diste ayer?

En ese sitio había un guardia al que yo le caía pésimo, aunque eso era algo mutuo. Era un puertorriqueño de origen italiano llamado César. Se paseaba por el comedor todas las noches y cada vez que me veía me pedía un vaso.

“En ese momento ya nadie resistió, todos mis compañeros se echaron a reír. El tipo sólo me miraba colorado de la ira, pero nunca dijo nada. En adelante ya sabía a lo que tendría que atenerse.

“Al final las cosas entre él y yo cambiaron para bien. Una vez nos enteramos de que a la medianoche se iba a llevar a cabo una requisa en una de las unidades más problemáticas de la prisión. Escuchamos por los radios de los guardias que debían reunirse a esa hora en el comedor general y que allí se repartirían las funciones. Fui testigo de todo eso debido a mi trabajo en la cocina. Vi cómo un centenar de guardias se reunieron y salieron a la tal requisa, pero los presos los recibieron a puños y a patadas. Regresaron como a las tres horas vueltos una miseria. ¡Pobres tíos! Parecían unos nazarenos. Estaban cortados y con las camisas hechas harapos. Yo estaba sentado atrás del mesón de la cocina, precisamente zurciendo mi uniforme con aguja e hilo, cuando vi a la manada de guardias retornar en esas condiciones. El tío del vaso estaba entre ellos. En verdad me dio lástima verlo así. Tenía todo su uniforme rasgado y estaba lleno de sangre y moretones. Me miró como avergonzado y me dijo:

—Ortigosa, ¿me puedes ayudar con mi camisa? No puedo quedarme así.

“Lo suyo sonó más como una súplica que una orden. Se quitó la camisa para que se la remendara y ahí mismo la empecé a zurcir. Desde entonces empezamos a hablarnos, pero aún así manteníamos nuestro recelo. Cuando cumplí mi tiempo —como al mes de ocurrido ese incidente— me sacaron de Rikers Island y me llevaron a un centro de detención federal en el downtown de Nueva York. Me tomaron las huellas y me preguntaron si tenía algún documento para viajar. Les dije que no, que los policías se habían quedado con ellos cuando me detuvieron. Hablaron con el consulado español y allá les comunicaron que me darían un pasaporte para poder cumplir la deportación.

“A la mañana siguiente emitieron el pasaporte y en la tarde un par de agentes de Inmigración de Estados Unidos me llevaron al aeropuerto JFK. Me acompañaron hasta la puerta del avión, uno de la línea Delta, y allí me dejaron. Pasé como cualquier viajero, sin esposas ni grilletes en los pies. Llegué al aeropuerto de Barajas y seguí mi viajé hacia Barcelona, que para entonces se había convertido en mi segundo hogar luego de Madrid”.

1 Modismo colombiano que hace referencia a todo aquel que viaja con un morral a cuestas y con pocos recursos.

2 Unos 1.054 dólares estadounidenses para la fecha en que se reeditó este libro, en 2022.

3 Según registros de prensa, Juan Carlos Guzmán Betancur habría robado cuatro veces en Le Méridien durante 1998.

4 Picadilly Circus es una famosa plaza e intersección de calles en el West End de Londres, en el distrito de Westminster.

5 La libra irlandesa fue reemplazada por el euro el 1 de enero de 1999, cuando la nueva moneda empezó a regir en toda la Eurozona. No obstante, el gobierno irlandés sólo comenzó a retirar la circulación de billetes y monedas de la vieja denominación el 1 de enero de 2002. La tasa de cambio fija equivale a: 1 EUR = 0,7876 libras irlandesas.

6 Policía metropolitana irlandesa. La denominación Garda Síochána significa Guardianes de la Paz o Guardia Cívica.

7 Según el expediente del cual dispone el gobierno de Estados Unidos, “el 5 de abril de 1998 Juan Carlos Guzmán Betancur intentó abordar un vuelo que hacía la ruta Dublín–Miami, para lo cual presentó un pasaporte de Reino Unido con el nombre de Terrence John Marks, un supuesto estudiante de medicina radicado en Dublín y quien previamente había vivido en Inglaterra. Afirmó que el propósito de su viaje a Estados Unidos era el de visitar a su familiares en Miami. Guzmán Betancur no fue capaz de sustentar estas afirmaciones, al tiempo que los funcionarios llegaron a la conclusión de que la fotografía del pasaporte no se correspondía con la fisionomía de Guzmán Betancur. Como resultado, se le negó la entrada a Estados Unidos. Según las autoridades irlandesas, Betancur posteriormente admitió su verdadera identidad y que había sido deportado de Estados Unidos”.

8 Unos 660 dólares estadounidenses para la fecha en que se reeditó este libro, en 2022.

9 Park Avenue es una amplia avenida que se extiende del norte al sur de Manhattan.

10 Modismo español que significa alboroto.

11 Según el diario Miami Herald, Juan Carlos Guzmán Betancur fue capturado luego de que en enero de 2000 usó una tarjeta de crédito robada para hacer una reserva en el Waldorf-Astoria por valor de 1.724,38 dólares y de presentar un falso carné de conducción del estado de Connecticut con el nombre de Douglas Johnson, el cual -dijo en ese momento-usaba para entrar a los clubes. Esa versión se ajusta al expediente que sobre Juan Carlos Guzmán Betancur tiene el gobierno de Estados Unidos, el cual señala que por el caso del Waldorf Astoria fue arrestado el 6 de febrero de ese mismo año.

Preguntado sobre ese incidente para la realización de este libro, Guzmán Betancur aceptó parcialmente el hecho. Dijo que para la fecha en que ocurrió era posible que tuviera una licencia de conducción robada que habría comprado en la 42 Avenida de Nueva York por diez dólares y cuya procedencia, tal vez, era de Connecticut, aunque dijo no recordarlo con precisión y jamás haber viajado a ese Estado. Respecto de la identidad de Douglas Johnson aseguró que nunca la había utilizado (lo cual contradice lo que dijo al momento de su arresto) y que desconoce el origen de esa versión.

El 7 de marzo de 2000, Juan Carlos fue declarado culpable en Nueva York de hurto mayor en cuarto grado, por el cual fue condenado a nueve meses de prisión.

12 Queens y el Bronx son dos condados del estado de Nueva York.

13 Kosher, que significa apropiado, son todos aquellos alimentos que han sido preparados conforme a las normas bíblicas y talmúdicas de la ley judía.

 

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