“Walt Disney World Holiday on Ice”.
Cuando alcanzó los quince años, Carlos Daniel emigró del hogar. Se fue junto con un primo a vivir en un cuarto de alquiler buscando hacerse independiente y formar una familia con la joven que hoy en día es su mujer. Un par de años después, fue Juan Carlos el que se marchó. Si bien es cierto que con Jaime las cosas no eran tan difíciles como con sus anteriores padrastros, la recia disciplina que imponía, junto con los correazos que a menudo recibía de su madre, fueron motivo suficiente para que se aventurara a tomar esa decisión.
Aquello implicó dejar atrás a Edward y a la abuela, con quienes esporádicamente siguió comunicándose. De hecho, cada cierto tiempo regresaba para visitar a la mujer y quedarse sólo un par de días. Para entonces, ella había vendido su casona en Guayabal e ido a vivir con Nancy1 —su hija menor— a casas de alquiler en Roldanillo. Sus otras hijas habían emigrado ya también, algunas incluso fuera del país. Nancy era con quien Juan Carlos más compartía y fue la última en partir. Lo hizo varios años después, luego de que formalizó su relación con un hombre de origen holandés residente en Aruba, donde ahora —según Juan Carlos— tiene una boutique y una panadería.
Nancy es una mujer guapa. Tiene un rostro agraciado, rematado por unos ojos negros saltones, y un cuerpo bien proporcionado, y es dueña de un carisma y un carácter desbordantes. La buena relación entre ella y Juan Carlos vino dada por un asunto de correspondencia generacional, toda vez que apenas se llevan unos cuantos años de diferencia. Nancy es también la más apegada a la abuela. De hecho, después de estar un par de años en Aruba, regresó por ella y se la llevó consigo a la isla. Desde entonces la abuela jamás volvió a Roldanillo, como tampoco lo ha hecho Juan Carlos durante las últimas décadas, excepto una noche que estuvo de paso.
Para la época en la que el muchacho decidió partir, Nancy y la abuela aún vivían juntas. Entre ambas lo cuidaban cada vez que decidía regresar. Parecía estar hecho un harapo. No cabe duda que andar la calle resultó ser una dura lección. Era el precio que tenía que pagar por deshacerse de los malos tratos en el hogar. Sin embargo, esa no era la primera vez que hacía algo así. La verdad es que un tiempo antes de que se decidiera a abandonar la casa, Juan Carlos tuvo una experiencia que incluso lo llevó por accidente a otro país. Una experiencia que le dejó ver el temple del que estaba hecho y de lo que en adelante sería capaz de maquinar.
En palabras de Juan Carlos Guzmán Betancur:
“Como de costumbre, un día mi madre me envió a que me quedara con la abuela. Me dijo que pasara una temporada allá y enseguida lo acaté. Para entonces ya mi abuela había vendido la casona e ido a vivir de arriendo a Roldanillo, a la ciudad, propiamente dicha. Cambió de casa una y otra vez. Por un tiempo estuvo en un barrio llamado La Asunción, al que le decían ‘el de los polvoreros’, porque de las diez cuadras que tenía ese lugar al menos nueve estaban ocupadas por familias que se ganaban la vida trabajando con la pólvora.
“Una de mis tías, Marcia2, vivía con sus hijos justo en la calle de atrás de donde se había pasado mi abuela. Yo iba allá todos los días a jugar con mis primos. Sólo debía cruzar un portón ubicado en la parte posterior de la casa y atravesar una especie de granja para llegar. Solíamos pasar todo el día corriendo de un lado a otro, subiendo, bajando. En fin, cosas de chicos. Me gustaba la natación, pero nunca fui lo suficientemente bueno para eso. Después me llamó la atención el ciclismo, pero por falta de recursos no pudieron darme una bicicleta, así que nunca llegué a practicar ningún deporte. Cuando terminaba el día con mis primos, regresaba a la casa de la abuela. Era algo de lo más normal, hasta que un día, después de que había regresado, sonó una explosión durísima que sacudió al barrio entero. ¡Boom! Cuando salimos a ver qué ocurría, una de las casas de la cuadra había desaparecido. Voló en mil pedazos mientras la familia que allí vivía trabajaba haciendo fuegos de artificio. Esa vez murieron dos chavales. De ahí en más no recuerdo mayor cosa de Roldanillo”.
La verdad es que un tiempo antes de que se decidiera a abandonar la casa, Juan Carlos tuvo una experiencia que incluso lo llevó por accidente a otro país
***
Aunque comparten el mismo apellido, son contemporáneos y crecieron en el mismo pueblo, Carlos Fernando Guzmán es un comerciante que no tiene ningún parentezco con Juan Carlos. Asegura haberlo conocido cuando eran adolescentes en medio de gavillas de muchachos que salían a las calles a jugar en bicicleta o nadar en el río tanto en Roldanillo como en el pueblo vecino de Bolívar. Sin embargo, fue poco lo que llegaron a relacionarse por la timidez que, sostiene, caracterizaba a Juan Carlos, quien por entonces compartía amistad sólo con un chico de toda la gallada del que decían que era su pareja.
En aquella época también habría trabajado con uno de los polvoreros del barrio La Asunción a quien le colaboraba con la contabilidad, pero se rehusó a aprender más del oficio. Quienes le conocieron en esos años aseguran que desde entonces era sabida su obstinación por los viajes y los aviones, pero lo consideraban un iluso. En ese tiempo era más probable que un mancebo sin recursos como él se convirtiera en otro narcotraficante de la zona que en un verdadero trotamundos.
Carlos Fernando Guzmán recuerda:
“Conocí a Juan Carlos cuando teníamos unos doce o trece años de edad. Incluso hoy en día hay quienes me preguntan si somos familiares, por aquello del mismo apellido, pero en absoluto. Apenas si cruzábamos saludo cuando salíamos en gavilla a jugar por las calles de Roldanillo, donde, dicho sea de paso, he vivido toda mi vida. Aquí íbamos a nadar al río o pedaleábamos en nuestras bicicletas hasta Bolívar, que es enseguida, y allí también nos poníamos a jugar en un arroyo. En esas fue que lo conocí, pero sólo de vista, porque en realidad era muy tímido. No hablaba con nadie, salvo con un amigo en común de quien llegaron a decir que era su novio, aunque hoy en día el tipo tiene esposa e hijos.
“En un momento que no preciso bien, Juan Carlos resultó trabajando como ayudante de contabilidad de uno de los polvoreros del pueblo. Resulta que en Roldanillo la pólvora es un negocio ancestral, y ese señor era el padre de uno de los chicos de la gallada. Le decíamos don Pacho. En épocas de festividades llegaba a hacerse millones de pesos por las ventas de fuegos artificiales, así que necesitaba quién le diera una mano en la contabilidad, y ese resultó ser Juan Carlos. No sé decir tampoco cuánto tiempo trabajó ahí, pero lo cierto es que don Pacho le sugirió que aprendiera más del oficio, es decir, que se pusiera también a manipular pólvora, pero Juan Carlos le respondió que no se iba a poner en eso, que a él lo dejara con las cuentas. Eso fue algo que supe porque el hijo de don Pacho, mi amigo, me lo comentó.
“Desde esa época era conocida también su afición por los aviones. Le decía a don Pacho que algún día él estaría volando uno, pero claro, la gente no le prestaba atención, lo veía como un iluso. En esos años los referentes en el pueblo eran los mafiosos y sus lugartenientes. Todos los muchachos de la época alucinábamos con los carros y las motos de esos tipos, que se paseaban por las calles como Pedro por su casa. Nos parábamos en las esquinas a verlos pasar y a comentar sobre tal o cual carro era mejor que otro. De hecho, especulábamos con la posibilidad de que sólo sería cuestión de tiempo para que alguno de nosotros terminara vinculado con alguno de esos tipos para lucir también esos lujos. Sin embargo, Juan Carlos nunca hizo parte de esas cotilleos. Nunca hacía ningún comentario, como si eso no le motivara en lo más mínimo. Eso fue algo que siempre me generó curiosidad en él, saber cómo interpretaba la actitud de esos mafiosos”.
De aquella época, Juan Carlos Guzmán Betancur comenta:
“Había muchas cosas en el pueblo que no les prestaba atención o que para mí pasaban desapercibidas. Me eran ajenas y, como tal, no las tengo ni siquiera en mi memoria. De esa época, en cambio, sí tengo muy gratos recuerdos de mi abuela. Crío a sus cinco hijas sola porque a mi abuelo lo asesinaron cuando mi madre tenía nueve años. Él era arriero y maltrataba mucho a mi abuela, pero ella no se amargó. Resultó ser una persona muy cariñosa con sus nietos, sin que eso le quitara en lo más mínimo lo estricta que pudiera ser. Cuando me quedaba con ella debía responder por todos los deberes del hogar, pero no era algo por lo cual me sintiera maltratado. Eso, en cambio, sí me sucedía a menudo con mis padres y el ambiente conflictivo que imperaba en la casa, a donde tuve que regresar después de pasar aquella temporada con la abuela.
“Por ese entonces Carlos Daniel había decidido marcharse de la casa. Aquello nos dejó muy tristes a Edward y a mí. Al poco tiempo, como tratando de aligerar la situación, Jaime apareció con unos boletos para nosotros. Era de un espectáculo maravilloso y a los pocos días nos llevó. Era la primera vez en mi vida que veía algo así. Se trataba de Walt Disney World Holiday on Ice, un show que estaba de gira por Colombia y que había llegado a Cali. Nunca antes había visto siquiera una pista de hielo, así que todo eso me dejó realmente sorprendido. Allí, en medio del coliseo, estaban todos los personajes de Disney que veía en la televisión. Danzaban en patines mientras eran seguidos por luces multicolores y toda clase de cochecitos mecánicos. Aquel día fue fantástico para mí.
“Cuando el espectáculo acabó no tenía ganas de irme. Al otro día, en la mañana, me escapé de clases y regresé para volver a verlo. Era el último día de funciones, aunque a esa hora no había presentación. Mientras merodeaba por el lugar tratando de colarme me topé de frente con uno de los tipos que integraba el espectáculo. No hacía parte de la función, pero sí del montaje y todo eso. Era un hombre algo maduro ya, un canadiense que hablaba algo de español. Le conté lo mucho que me había impresionado el show y que por eso había regresado. Cruzamos un par de palabras más. Le dije que alguna vez me gustaría hacer parte de algo así y entonces, entre comentario va y comentario viene, el tipo me sale con la propuesta de que me fuera con ellos. Fue directo:
—¿Por qué no te vienes con nosotros? —me preguntó.
“Fue así como lo dijo, sin más, sin ponerse con rodeos.
—¿Y qué tengo que hacer? —le respondí.
—Vente por aquí mañana en la mañana, pero que sea antes de las diez, ¿ok? Yo te ayudo para que te vayas, si quieres —dijo.
“No le creí mucho en ese instante, pero de todos modos no perdía nada con probar. En la casa, ni siquiera comenté el asunto con Edward. Al otro día salí temprano a estudiar, pero a medio camino del recorrido me bajé del autobús. Fui directo donde vi al tipo el día anterior y allí lo encontré de nuevo. Me dijo que habían madrugado a desmontar todo el andamiaje porque ese mismo día debían partir a otro lugar. No hablamos mayor cosa esa vez. Me dice:
—Entonces, ¿te animas a venir con nosotros?
“Recuerdo haberle preguntado si estaba hablando en serio, entonces me responde como enfadado:
—Yo no le hago perder tiempo a la gente. Si te interesa, sólo aguarda el momento y yo te digo lo que tienes que hacer. De lo contrario, puedes regresar a tu casa.
“Le dije que sí, que sí me quería ir. Me sugirió que fuera dar una vuelta mientras él preparaba todo para ayudarme a entrar. Le hice caso. No sé cuánto tiempo estuve andando por ahí para quemar tiempo. Aún así cuando regresé resultó ser muy temprano. Me pidió que volviera dentro de un rato más. Luego de eso me aparecí de nuevo por el lugar y entonces nos encontramos para concretar la cosa. Hizo que lo siguiera hacia un escampado donde había varias cosas de utilería y aquellos cochecitos del espectáculo.
—Métete allí, rápido —me dijo señalándome con el dedo uno de los cochecitos.
“Obedecí sin miramientos. El caso es que el cochecito ese ardía como el infierno porque estaba cubierto con una lona gruesa para evitar que se rayara. Lo habían dejado junto a otros, listo para que lo subieran a un trailer. El sofoco era impresionante, pero podía más la gana. Así que me quedé ahí callado, tratando de no moverme. Luego de un tiempo sentí que subieron el cochecito al camión y cerraron la puerta. Después, empezamos a movernos. Recuerdo bien que el trayecto no se me hizo largo. Llegamos a algún sitio y bajaron todos los cochecitos, incluido en el que yo iba, y los dejaron un buen rato en pleno sol. ¡Puta madre! Estaba por asfixiarme del sofoco. Me entró el desespero y entonces levanté sólo un poco la lona que me cubría para que entrara algo de aire. En ese momento alcancé a ver una rampa, me refiero a una rampa de avión.
—¡Mierda, estamos en el aeropuerto! —me dije.
Quienes le conocieron en esos años aseguran que desde entonces era sabida su obstinación por los viajes y los aviones, pero lo consideraban un iluso
“Desde donde me encontraba alcanzaba a ver la parte posterior del avión en el que estaban subiendo las cosas de show. Era como una serie de paneles de carga, pero nadie revisaba nada. Iban subiendo las cosas conforme les llegaban. Ahora me pregunto por qué los inspectores de la aduana ni siquiera andaban por ahí, pero lo cierto es que fue así como pasaron las cosas.
“Como sea que en ese momento no entendía nada del asunto, volví a cubrirme con la lona. Podía escuchar una decena de tíos caminando por entre los cochecitos y, de repente, siento que me suben al avión. Luego de un rato comenzamos a rodar por la pista y acelerar haciendo un ruido insoportable. Al instante estábamos volando, pero yo no tenía ni puta idea a dónde íbamos. El viaje se me hizo eterno, aún así nunca me bajé del cochecito. Al cabo de un buen rato sentí que empezábamos a aterrizar. Entonces, hubo un par de sacudidas que llegaron a asustarme. Todo ahí sonaba como si se fuera a desbaratar. Al cabo de unos minutos la cosa se normalizó, parecía que flotáramos, y luego ¡pum!, el golpe seco de las ruedas contra el piso.
“Al igual que en el embarque, allí también estuve un buen rato. Para entonces había perdido la noción del tiempo. No podía calcular ni siquiera qué hora era. Luego, abrieron la compuerta y empezaron a bajar la carga, incluido el cochecito en el que yo iba. Tampoco hubo ningún tipo de inspección. Metieron las cosas en un camión como de veinte ruedas, un contenedor gigantesco que de lo mismo grande se demoraron en llenar. Cuando estuvo fletado lo pusieron en marcha no sé hasta donde. Sentía que rodábamos pero no sé decir si fue corto o largo el recorrido, sólo que después de un rato lo aparcaron y nunca más lo volvieron a mover. Tampoco sentí hambre o fatiga, debió ser por los mismos nervios que tenía. En todo ese tiempo no llegué a correr la lona que cubría el cochecito. Se me hizo una eternidad, y así debió ser porque cuando abrieron la puerta del camión me di cuenta que era de mañana. Mejor dicho, llevaba guardado desde el día anterior y pasado toda la noche sin darme cuenta.
Como sea que en ese momento no entendía nada del asunto, volví a cubrirme con la lona. Podía escuchar una decena de tíos caminando por entre los cochecitos y, de repente, siento que me suben al avión
“Cuando empezaron a bajar las cosas fue que me descubrieron. Un tipo levantó la lona y entonces me vio dentro del cochecito:
—¡¿Qué coño haces ahí?! ¡¿Quién eres?! —me preguntó sorprendido.
“Ni siquiera le respondí. Estaba tan aterrado como él. Apenas atiné a preguntarle dónde estaba.
—En Caracas, chamo, en Caracas… —me dijo.
—Caracas, ¿Venezuela? —le pregunté aún aturdido.
—¡¿Cuál otra pueh?! —me respondió enfadado haciéndome salir del coche.
“El tipo era tosco, muy al contrario del que me ayudó a meter ahí, quien a propósito no volví a ver en la vida. Me explica que estamos en el Poliedro de Caracas, un coliseo donde se va a montar el espectáculo de Walt Disney World Holiday on Ice. Me lleva hacia una de las oficinas que hay dentro del lugar y allí me deja con un dependiente. Este otro sujeto me pregunta de todo: quién soy, dónde están mis padres, dónde vivo… El caso es que no le suelto ni el número de teléfono, menos aún la dirección de la casa. Honestamente, no la recordaba, sólo sabía llegar a ella y ya. Nunca he sido bueno con las direcciones, sólo me guío por las cosas y así puedo llegar. Fue algo que me quedó de andar por la finca en Fusagasugá. Aparte de eso, no me interesaba volver a casa.
“Después de un rato el tipo no me pregunta nada más. Luego llegan al sitio unas personas de protección de menores y dicen que se van hacer cargo de mí. Me conducen a una dependencia donde me preguntan lo mismo que aquel sujeto, pero tampoco les digo mayor cosa. Los tíos estos pensaban devolverme a Colombia, pero como yo era menor de edad no podían simplemente meterme en un avión y olvidarse del asunto. ¿A quién me entregarían? Además, las cosas habían sucedido en suelo venezolano, por lo que era su obligación protegerme hasta que se aclarara la situación. Entonces deciden llevarme a una especie de internado.
—No te preocupes —me dice un tipo de los que me recogió—. Aquí estarás apenas unos días mientras encontramos a tu familia.
“Lo cierto fue que los días se convirtieron en meses. Ocho, para ser exactos. Yo definitivamente no quería volver a casa, así que me propuse pasarla bien el tiempo que estuviera allí. El sitio resultó ser una cuna de la rutina, pero a todas veras soportable. Tres veces por día debíamos cantar el himno de Venezuela, al punto de que lo tarareaba incluso dormido. No había psicólogos ni trabajadores sociales, solamente el director, la maestra y la secretaria. En cambio los chavales sumábamos como ochenta. Todo un batallón. Me la pasaba jugando con ellos todo el tiempo. De repente empecé a sentir que la vida había decidido darme una chance, y la verdad es que pese a las circunstancias, las cosas no pintaban tan mal.
Los tíos estos pensaban devolverme a Colombia, pero como yo era menor de edad no podían simplemente meterme en un avión y olvidarse del asunto. ¿A quién me entregarían?
“Usualmente permanecíamos en el segundo piso de la casa, que era donde quedaban los dormitorios. Metían como de a ocho chavales por cuarto en unas literas estrechas, pero yo no tenía queja alguna. En la planta de abajo quedaba la administración y el comedor, así como un jardín al que también íbamos a jugar. Por lo que pude saber, la casa le pertenecía a una señora de mucho dinero de Caracas. Ella misma costeaba buena parte de los gastos que allí se originaban, pese a que el hogar estaba a cargo del Instituto Nacional del Menor, una entidad del gobierno.
“Una vez, mientras veíamos una película, se me acerca la secretaria y me dice: ‘Tienes que empacar porque te vas’. Así, sin más. Sin ninguna explicación. Al día siguiente me subieron en un autobús de la Guardia Nacional con un grupo de deportados. Todos eran mayores de edad, yo era el único menor. Recuerdo que un guarda también subió y le dijo a otro:
—Mira, a él no lo vayas a poner atrás con los adultos porque de pronto le hacen algo y nos lo cobran como nuevo ¿oíste? Él se tiene que ir aquí, al frente —le indicó señalándole una silla en la que iba una señora deportada.
“Así que me sientan allí y me conducen hacia la frontera, a Cúcuta3. Ni bien llegamos me entregan en las oficinas del DAS4. Me pasaron a manos de un agente que apenas me vio les preguntó:
—¿Y este niño quién es?
—No tenemos idea. Lo traemos desde Caracas —le dijeron, y sin mayor explicación le pasaron un sobre con unos documentos.
“El sujeto se me quedó viendo como pensado: ‘¿Y ahora qué hago con este?’, y sólo atinó a decirme:
—Eres bastante alto para tu edad, ¿no? ¿Cuántos años tienes?
—Trece —le respondí.
—Pareces mayor, sobre todo con esa ropa.
“Resulta que la señora de la casa tenía un hijo casi tan alto como yo. Un joven adulto, y mucha de las camisas y pantalones que no usaba me la pasaban a mí. Así que casi siempre andaba con esa ropa. Luego el agente me explicó que no podía meterme en un calabozo con los demás deportados. Me llevó a los dormitorios del personal y me instaló en una de las literas. Después de eso toda la gente que trabajaba allí con él empezó a hacer una serie de averiguaciones, de tal modo que al cabo de pocos días dieron con mi madre. Le dijeron que me tenían allí, así que ella viajó hasta Cúcuta para recogerme.
“El reencuentro no fue nada emotivo. Apenas lo normal. Mi madre debió llenar cualquier clase de documentos antes de que me dejaran volver con ella, y ya en el camino me dijo que llevaban mucho tiempo buscándome. Me comentó que incluso habían ido a las morgues porque no sabían nada de mí y que me daban por muerto. Mi hermano Edward, que era el que aún vivía en la casa, se deprimió mucho por esa circunstancia y tuvieron que llevar a un hijo de Jaime para que le hiciera compañía. Sentí mucha pena por él en ese instante”.
***
Juan Carlos regresó a casa con sus padres, pero no por mucho tiempo. Su huída en el avión y posterior reencuentro poco parecía haber significado un cambio en el modo en que se llevaban las cosas en el hogar, si es que alguna vez llegó a existir alguna intención de cambio. Por aquella época Carlos Daniel hacía meses que no vivía junto a ellos, y salvo Edward nadie allí parecía valer realmente la pena, acaso también la abuela, a donde, como de costumbre, fue enviado de nuevo por su madre. Al respecto recuerda:
“Luego de que me regresaron de Caracas mi madre me acogió sólo por unos días en la casa y después, como de costumbre, decidió enviarme donde la abuela una temporada. Sin embargo, ya había estado tanto tiempo por fuera que tampoco me pude acostumbrar a vivir de nuevo con ella. Había visto ya el ejemplo de mi hermano mayor, que antes se había marchado de la casa, y Edward se puso bien al saber que yo no estaba muerto. Entonces pensé que mi momento había llegado. Soy de impulsos. El viaje con la gente de Walt Disney había surgido de ese modo y dejado ver de lo que estaba hecho. A mi parecer la experiencia había resultado positiva. Incluso la pasé bien en el albergue y ya sabía a lo que podía enfrentarme estando solo. Entonces me volví a ir. Me puse a andar la calle. Sin embargo, esa vez las cosas fueron diferentes. La vida que me tocó vivir fue mucho más dura que antes.
“No me entusiasma hablar mucho de esa época. Me trae malos recuerdos… Un día se me antojó irme de la casa y ya estuvo. No le dije nada a nadie, ni siquiera a mi propia abuela. Me llevé sólo lo que tenía puesto. Vivía en la calle y comía de la basura. Fue una época terrible que prefiero olvidar, pero pese a todo era mejor que estar en casa. Al menos podía darme la chance de experimentar. Duré así unos tres años, como hasta que cumplí los dieciséis.
“Mantenía solo. No hice amigos en el mundo de la calle, aunque tenía varios conocidos. Curiosamente, no me volví adicto a las drogas. Eso es algo que valoro en mí. Ahora bien, no voy a negar que sí he fumado un par de canutos en mi vida, tanto en esa época como muchos años después, cuando pude estar en Amsterdam. Aquello es harina de otro costal en este punto de mi historia. Sólo lo traigo a colación para decir que no he sido un santo. Desde que me levantaba hasta que me acostaba en Amsterdam pasaba metiendo porro. Fue cosa de una semana nada más… En fin. Mientras era un chaval, mientras estuve recorriendo la calle en Colombia, sólo probé cocaína una vez. La verdad fue que no me gustó. Hubo varias ocasiones en las que me convidaron. Ese es el pan de cada día cuando vives en la calle. Pero yo no quería ir de para atrás como toda esa gente, así que me alejé de todo eso.
“En esa época conocí toda Colombia de cabo a rabo. No pasaba más de una semana en una ciudad, caminaba todo el día y dormía donde me cogiera la noche. En ese tiempo fueron muchos los insultos y humillaciones que debí soportar. Quienes más me pisotearon fueron las personas con dinero de este país. En cambio, la gente de clase media fue la que más me colaboró. Sin duda, son más compasivas con el dolor ajeno, mientras las personas ricas no. Recuerdo bien que desde entonces empecé a odiar a los ricachones. Tengo motivos de sobra para ello.
“Una de las experiencias más dolorosas de ese tiempo la viví en Cartagena5, cerca del Hotel Caribe6. No logro acordarme cómo llegué ahí, pero sí del hambre que tenía. Llevaba varias horas sin comer nada y mientras caminaba por la Avenida San Martín, una calle atestada de restaurantes, vi a unos padres jóvenes con sus dos niños que estaban terminando de almorzar. Era gente pudiente, se les notaba en su aspecto y en su vestir. Mientras pasaba frente a ellos observé un plato de comida que uno de los niños apenas si había tocado y que la camarera estaba por alzar. Me quedé parado allí, esperando que me convidaran un bocado. La mujer del servicio se condolió, pero cuando intentó pasarme el plato la ricachona se dio cuenta y le lanzó un grito que despabiló a todos cuantos estaban en el lugar:
—¡Tire eso a la basura! —le dijo— ¡Esa maldita gente no se merece nada!
“Ni siquiera dije algo. Me quedé allí, con los ojos aguados. A poco estuve de ponerme a llorar. No era la primera vez que me humillaban, pero sí la primera que me sentía de un modo tan despreciado. Las humillaciones habían venido de a poco y sumado un montón. Pero en vez de abatirme más, con el tiempo me fortalecieron. Hay una canción que me recuerda esos momentos, una de Phil Collins, ‘Another Day in the Paradise’7. Dice algo como:
Ella llamó al hombre en la calle
“Señor, ¿puede ayudarme?
Hace frío y no tengo lugar dónde dormir
¿Puede recomendarme algún lugar?”
Él siguió caminando, no miró atrás
Simulaba no poder oírla
Comenzó a silbar mientras cruzaba la calle
Parece vergonzoso estar allí
Oh, piénsalo dos veces, es otro día para
ti y para mí en el paraíso
Oh, piénsalo dos veces, es otro día para ti,
para ti y para mí en el paraíso…
“Es una canción evocadora. Una de las mejores letras que he escuchado para uno de los peores momentos de mi vida. Aún así, en ese entonces, no me sentí derrotado. Llevaba unos tres años en la calle, pero era joven, no tenía nada qué perder. De hecho, mi familia —todo lo que había podido significar algo para mí— la había perdido también. Tampoco podía llegar más bajo, así que todo cuanto se me pasara por el frente sería ganancia. Estaba dispuesto a ganar tanto o más que quienes me humillaban. Era sólo cuestión de tiempo para encontrarme otro gilipollas ricachón que quisiera venir a fastidiarme, y si así era la cosa, entonces yo lo fastidiaría primero”.
1Nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona.
2Nombre cambiado para proteger la intimidad de la persona.
3Cúcuta es la capital del departamento de Norte de Santander. Está situada al nordeste de Colombia, en la frontera con Venezuela.
4El Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) era el principal centro de inteligencia estatal de Colombia. Llevaba a cabo operaciones de control migratorio de nacionales y extranjeros, protección de personalidades, policía judicial y antiterrorismo, entre otras. El 31 de octubre de 2011 el presidente del país, Juan Manuel Santos, expidió el decreto 4057 mediante el cual se suprimió esa entidad luego de un escándalo por interceptaciones telefónicas ilegales.
5Cartagena de Indias es la capital del departamento de Bolívar, en Colombia. Es el primer centro urbano en importancia del caribe del país y desde 1991 fue designada como distrito turístico, histórico y cultural. A partir de su fundación en el Siglo XVI y durante la época colonial española fue el puerto más importante de América, caracterizado por sus murallas, las cuales hoy en día existen.
6El Hotel Caribe es el primero que se construyó en Cartagena de Indias. Se encuentra localizado en el sur de la ciudad, en el distrito turístico de Bocagrande. En abril de 2012 fue conocido internacionalmente luego de que doce agentes del Servicio Secreto de Estados Unidos que garantizaban la seguridad del presidente de ese país, Barack Obama, en el marco de la VI Cumbre de las Américas, resultaron involucrados en un escándalo con prostitutas, lo que nunca representó un riesgo para la seguridad estadounidense, según una investigación militar revelada el 3 de agosto de 2012.
7“Another Day in the Paradise” (traducida aquí para propósitos de comprensión de lectura) fue escrita para resaltar el problema de las personas sin hogar. Hace parte del álbum “…But Seriously” (1989), de la agrupación inglesa Genesis, liderada por Phil Collins entre los años 1976 y 1996. La versión de Collins llegó a ocupar el puesto número 86 en el ranking de las mejores canciones de todos los tiempos elaborado por la revista Billboard.