Antes de que todo arda reviso mentalmente si llevo lo necesario. En el boleto que llegó a mi correo se precisa que el dress code obligatorio será de lentejuelas, brillo y neón. Un par de días atrás compré mi disfraz en una tienda de la Zona Rosa, lo traigo guardado en mi mochila, junto a la responsiva firmada que debo entregar a la entrada y en la que acepto que mi participación implica causar o sufrir “riesgos físicos y psicológicos que van desde una parálisis, quemaduras, fracturas, daños en órganos internos, e incluso la muerte”. Pienso en si no me habré precipitado al firmar mientras el guardia, un hombre delgado de ropas negras, me hace una revisión en la puerta.
Cuando entro extiendo mi boleto en la barra de la recepción, lo cotejan con una lista.
—¿Pedernal de jade? —me pregunta una mujer de gafas blancas.
—Sí —respondo apenado pues, de entre cientos de lúbricos y salvajes nick names, aquella sandez fue la única que se me ocurrió cuando llené la solicitud de último minuto.
—Su teléfono, por favor. Está prohibido tomar fotos o grabar. Es por seguridad —dice maquinal mientras guarda mi celular en una caja transparente.
Hay poca gente, soy de los primeros en llegar, así que aprovecho para buscar a Lui, la persona no binaria que me habló del lugar y que por esta noche será mi guía en el mundo de las flagelaciones, las ataduras y los castigos. Lui se inició hace cinco años en el arte de los azotes, me había contado lo excitante que le parecen algunos de estos juegos que pueden o no terminar en sexo; en alguna ocasión me mostró las marcas en su espalda dejadas por una sesión de latigazos y me describió extasiado su posterior entrada al subspace, un estado de trance al cual puede llegar una persona durante una sesión cuando, al traspasar la barrera de las sensaciones físicas, ingresa al llamado “espacio sumiso”.
Curioso, quise comprobar en carne propia si de verdad era una experiencia tan intensa como decía. Las pocas referencias que tenía del BDSM eran las que había visto en algunas ilustraciones de John Willie, la película Salo de Pasolini, una serie de comedia llamada Bonding y, sobre todo, la literatura de Sade. Ahora, si mi acercamiento cultural hacia estas prácticas era superficial, el físico se limitaba a unos cuantos cinturonazos sobre nalgas, a jalones de greñas, a vendar los ojos y amarrar a la pareja en turno a la cabecera de la cama. No más. Por eso esta noche me dispongo no sólo a aprender, sino a encontrar una compañera de juego que me lleve más allá del trance.
Paso la vista por el lugar tratando de encontrar a mi guía. El sitio es amplio, las luces cálidas, nada de ambientes con luces verdes o moradas en los que brillan los dientes. A la izquierda están las mesas, frente a estas, del lado derecho, el área de guardarropa que envuelve las pertenencias en bolsas de plástico negras; en el centro, dividiendo las mesas y las sillas altas usadas en la barra, hay una pista a ras de suelo y una consola en la que un hombre canoso pone música mientras sacude la cabeza. Se alcanzan a ver al fondo un patio y una barra diminuta. Regreso la atención hacia el costado izquierdo y veo a Lui sentado de espaldas a mí. Trae puesto un arnés negro sobre su ancha espalda. Me acerco a saludar. En los asientos sólo hay mujeres, no conozco a ninguna excepto a Kuro, compañera de juegos de Lui por esta noche. Lui y Kuro suenan a personajes de drama coreano; mi “Pedernal de jade” parece más el alias de un luchador técnico que el de un crápula sexual. Aun así, comienzo a sentirme parte de este festín de la carne vapuleada.
Mientras platican acerca de ataduras, aprovecho para acercarme hasta donde está Krystal de Sade, administradora de Calabozo MX. Su cabello rizado está pintado de azul y su cuerpo amplísimo descansa sobre una silla alta, parece una manzana de caramelo a la espera de ser mordida. Hablamos. Me explica que BDSM son las siglas de Bondage, Dominación/Disciplina, Sumisión/Sadismo y Masoquismo. Richard Freiherr —continúa— acuñó los términos “sadismo”, por el Marqués de Sade, y “masoquismo”, por Leopold von Sacher–Masoch, quien escribió La Venus de las Pieles, en 1870, novela en la que un hombre es azotado, humillado y amarrado por una mujer vestida con pieles. Las prácticas BDSM se diferencian del abuso por tres principios básicos, conocidos por las siglas SSC (Seguro, Sensato y Consensuado).
Aprovechando que hay pocos invitados se ofrece a darme un tour por la sala de juegos del primer piso.
—Aquí sólo se puede sesionar, no puedes estar de mirón pues incomodas a los demás —me dice y lo entiendo como una advertencia.
Observo que en la entrada del piso hay una especie de vigilante.
—Es el Master Dominus, encargado de vigilar que la sesión se lleve sin vouyers. Si no respetas la intimidad de los demás, él te expulsa del lugar. Aunque también te surte de condones y toallas desinfectantes para limpiar los muebles.
Miro al hombre y a la pequeña mesa que está a su lado y sobre la que, efectivamente, hay condones, toallas y papel higiénico. Aquí él es el custodio de que en los muebles multifuncionales sea llevada en santa paz la ley del azote.
Recorremos el sitio, a lo largo y ancho del piso se reparten caprichosos enseres destinados a la sujeción de los cuerpos. Testigos del recreo libidinal, hallan su lugar entre los 120 metros cuadrados de lo que, en unos minutos, será puro vértigo cárnico. Hay un cepo fijo de madera, tres cruces de San Andrés, un marco para suspensiones, otro de bondage, una mesa de exploración multiestacional, barras de separación, bancos de azotes, columpio de nylon, un cepo de madera, una enorme telaraña con esposas bondage y una jaula que inmoviliza al sometido mientras se le castiga y provee excitación combinando golpes, caricias y penetración. A la espera de ser utilizados, diecinueve muebles se transformarán en un oscuro jardín de las delicias.
Cuando bajamos, las mesas ya están ocupadas, todos se encuentran disfrazados, así que me dirijo hacia el baño para estar acorde con el ambiente. Con el retrete tocándome las pantorillas, me quito la ropa y de la mochila saco las sandalias de tiras negras. Me pongo los calzoncillos sintéticos color trébol que brillan imitando a la diamantina y les abrocho los tirantes magenta, entro en la colorida chamarra hecha de lentejuelas azules, verdes, rosas y amarillas; la cierro. Por último, me coloco la prenda que guardará parcialmente mi identidad: un antifaz de látex fucsia. Siento un bombeo sanguíneo bajo mi pecho ansioso, luego un calorcillo en el rostro. Creo que comienzo a disfrutar de ser fetichista. Antes de salir observo la colorida imagen que se refleja en el espejo del baño: ¡Mierda, parezco Jorge Campos, el exportero de la selección nacional! Tal vez debí de haberme decidido por el antifaz de gato o el casco de Thor, el dios del trueno, pienso mientras me ajusto con trabajo las sandalias. Echo un último vistazo al espejo y respiro hondo antes de salir para unirme al carnaval.
Apenas salgo del baño siento cómo las miradas se vuelven flechas, algunas se clavan con descaro en mi flaco trasero; aquí no se desperdicia nada. Por el pasillo desfilan dueñas paseando a sus mascotas, es decir, hombres con collares y máscaras de perros que, enfundados en un traje negro de piel sintética, son llevados por la correa que reposa sobre los hombros descubiertos de una mujer necesitada de afecto canino; insólitas criaturas aladas, mezcla de hadas con sexagenarias mujeres trans, que empelucadas en rojo van enfundadas en vaporosos vestidos turquesa de quinceañeras; hombres musculosos en minúsculos vestidos bajo los que reposan velludas piernas atrapadas por medias de redes azules; parejas de mujeres que, en trajes sastre y sedosas corbatas, se funden en un beso inextinguible.
De pronto este lugar es una acuarela cinemática y, en este océano de carne, hay pieles vagabundas a punto de encontrarse.
Llego a la mesa, se ha incorporado otra mujer. Lui está platicando con ella, me la presenta. Se llama A. Comienzan a correr los tragos, una de las mujeres de la mesa se ha disfrazado de Santa Claus en su versión sexy, un hombre de hábiles manos le ata con una cuerda de algodón, primero la cintura, luego los senos y por último los muslos. Ella parece divertirse, él da palmadas en sus nalgas, Santa se muerde los labios, ríe: ¡Jo- jo- jo!
Mientras el espíritu navideño se deja sentir en el aire, yo me siento junto a A, la mujer de cabellos negros que observa, sonríe, termina su ginebra roja. Sus labios humedecidos se abren para contarme su historia: veintinueve años, seis años practicando BDSM, gusto por las ataduras al estilo japonés conocido como shibari, por los juegos de obediencia, por el rol de humillación. Decido creerle todo. Mi atención está puesta en cada palabra que dice, pero también en la brillantina dorada que adorna sus ojos claros como pozas verdes.
En la mesa hay electricidad, y es que Santa, ya sin cuerdas, recibe descargas eléctricas en sus pezones marrones que poco a poco se vuelven de piedra; unas pinzas pequeñas, un discreto transformador y una mano firme controla el voltaje de la estimulación transcutánea. ¡Jo-jo-jo!
El número ha atraído a algunos curiosos que forman una fila para ofrendar sus músculos a cambio de un poco de electrotortura. Yo me concentro en otro tipo de voltaje, uno que llega cuando A se pasa una pequeña rueda con picos sobre su piel para luego invitarme a hacer lo mismo. Accedo, para eso estoy. Es una sensación ligeramente incómoda, no tanto como cuando me prensa el muslo derecho con ganchos de plástico para ropa y luego, con un volteador de madera, los intenta quitar de un solo golpe. Falla, repite, duele, pero guardo silencio haciéndome el insensible. Me pide intentarlo de nuevo, el muslo se me ha puesto rojo. Asiento. Cuando va a dar el golpe una voz la interrumpe.
—Buenas noches a todos, todas, todes. ¡Bienvenidos a la fiesta de fin de año del Calabozo!
El que habla y arranca los aplausos de la concurrencia es conocido en el ambiente como Marqués Alexander, fundador de Calabozo MX y tutor BDSM. Elegante, vestido con ropas negras que recuerdan la estampa de los escritores del Romanticismo, explica las reglas del lugar: todo es por consenso, no se permite el abuso, nada de mirones en el primer piso, no se aceptan el juego con fuego, cera con candelabros, privación riesgosa del oxígeno o juegos con excremento.
Fuera de eso todo es válido. Al menos eso me dijo Lui, quien, en su primera fiesta, fue atado, recibió nalgadas, latigazos y, al final, le masturbaron mientras era testigo de sexo en vivo.
Comienzan los primeros concursos en el centro de la pista. Son de resistencia, de humillación, de risa. Ganan las personas que bailen más sexy, las que traigan el mejor disfraz, las que aguanten más nalgadas, más latigazos, quienes logren hacer nudos bondage en menor tiempo, quienes aúllen más alto, quienes ladren más fuerte. Los premios son pinzas, agujas, estimuladores, anillos vibradores, collares de esclavitud, lencería erótica.
Las palmas y los silbidos suenan por encima de las canciones de reguetón. A se ha puesto de acuerdo con una pareja para que le coloquen tres agujas en el omóplato. El acero entra en su piel que se rompe y deja escapar por un instante un rocío escarlata; dedos cautelosos le van tejiendo un hilo invisible. Cuando la punta de la aguja desaparece bajo su piel, los ojos de A se cierran, cuando aparece, sus aletas nasales se expanden. Su mueca de placer doloroso es el combustible que prende la llama en los ojos de quienes la observamos. Al final, en un parpadeo, las agujas abandonan aquella epidermis enrojecida. La joven tatuada que limpia con algodón la piel de A confiesa que ella gusta de colocar las agujas, lentamente, en el pene de su pareja. Las dos mujeres se ven a los ojos, sonríen.
—Recuerden que no pueden subir al área de juegos con bebidas; mucho menos ebrios —anuncia el Marqués Alexander micrófono en mano.
Demasiado tarde, pienso. Resuelto y caliente, le pego un último trago a mi ginebra antes de preguntarle a A que si quiere sesionar conmigo. Para mi sorpresa responde que sí. Mientras subimos cavilo: ¿Debo ser sumiso o dominante? ¿Con qué juguete debo golpear primero, cuál le sigue? ¿Debo atar, utilizar la jaula, el banco de azote? Trato de recordar las pláticas de Lui acerca de cómo llevar el ritmo de los golpes, la fuerza del muñequeo al lanzar el flogger (esa especie de látigo de varias tiras), cómo ahuecar o extender la palma de la mano al golpear, los acuerdos, las palabras clave. El agobio se cuela rápido bajo mi pecho, siento cómo mi sangre avanza con rapidez. ¡Tengo que resolver ya!
Damos una vuelta por el piso buscando que un mueble nos elija, pero aquí arriba la fiesta de la carne ha comenzado; todos los trastos están ocupados. En una de las cruces de San Andrés yace el torso azotado de Lui por largas tiras de piel; Kuro le atiza alternando ambas manos, su figura menuda logra arquear, a base de golpes, la montaña de carne que tiene frente a ella. Caminamos. En el ambiente flota el olor agrio del sudor. Vemos de reojo a un tipo que hincado besa las botas de su Ama. Sobre estos instrumentos de placer hay cuerpos que se tensan y gimen y columpian. Hay palmas que pegan y luego acarician, nalgas y senos de silicona, dedos que aprietan y jalan pezones. Hay algunos talles armónicos, pero sobre todo vientres protuberantes y caras deformadas por el dolor placentero. Hay cuerpos flácidos, firmes, jóvenes, viejos. Hay incluso una mujer parapléjica que levantan de su silla de ruedas para recostar con cuidado su cuerpo famélico e infantil en una mesa, más tarde el dorso de una mano golpeará con fuerza su rostro. En una esquina, los pechos artificiales de una mujer trans amamantan la boca nerviosa de un hombre que recibe nalgadas sin renunciar a chupar. Otro es golpeado con un volteador de madera en el pene que, gradualmente, se crece ante el castigo. Hay gemidos, órdenes, súplicas: una confusión de sonidos guturales yace en el aire. Al fondo del piso, sobre una superficie de cojines, unos sobre otros, entregados al placer, los cuerpos despojados de sus disfraces se montan con furia, se tallan, se muerden, engullen, babean. Con los ojos cerrados reciben en su sexo el vaivén de una lengua o de un latigazo. Con urgencia, lo hacen de pie, sentados, recostados, en actitud de perrito, cabalgando, en caretilla. Todas las posiciones son aprovechadas.
Finalmente nos topamos con una mesa de exploración vacía. Acordamos lo que vendrá.
—Me gusta el dolor, tengo mucha tolerancia, le entro a todo, excepto a los juegos con excremento —dice. “Menos mal”, pienso.
Me siento sobre la mesa pues me toca hacer primero el rol de sumiso. Antes de extenderme boca abajo, veo cómo A se despoja de su vestido y se queda en tacones, tanga y brasier. Luego lleva sus manos hacia su largo cabello y se hace una coleta. Su imagen es la de una canéfora pubescente, la de una moderna sacerdotisa del fuste, y esta noche soy yo la bestia de sacrificio.
Me acomodo ya sin la chamarra estilo Jorge Campos y los tirantes, me dejo puestos los calzoncillos trébol y el antifaz. Me recuesto, coloco mi rostro en el hueco circular del mueble, sólo puedo ver el suelo. A me amarra las muñecas, los tobillos; tensa la cuerda y arquea mi cuerpo.
—¿Estás bien? —se acerca hasta mi oído para preguntar.
Asiento con la cabeza mientras le miro las uñas de los pies pintadas de rojo. Comienza entonces a pasar unos diminutos dientes de acero sobre mi espalda, luego sus uñas avanzan por mis hombros rasgándolos con suavidad. Me desata los tobillos. De las bocinas sale la voz jadeante de Madonna, pero yo me siento como en un relato de Anaïs Nin, sometido por las manos de una mujer que golpea mis nalgas, que las soba y las abre con cuidado para pasar por en medio el mango del flogger; estoy excitado, ¡carajo! amarrado no puedo regresar las caricias. De pronto, en un cambio de ritmo, las tiras de piel golpean con fuerza mis pantorillas, suben a mis muslos, a mi torso. Entonces algo sucede: las sensaciones se amplían, cierro los ojos para sentir el dulce castigo, puedo oler la humedad salina del ambiente, logro escuchar el chasquido del látigo, el golpe seco sobre la piel, los gemidos de las parejas que están a nuestro lado, la voz de Lui preguntándome si estoy bien. Un momento, ¿la voz de Lui? Volteo y descubro que A ya no está. En algún momento cambiaron de pareja; me siento y alcanzo a ver que, tan sólo a unos metros, Kuro le pasa una bufanda de plumas por los pezones a A, que goza mientras sonríe. Aún desconcertado, vacilante, me bajo de la mesa.
—Así es como le tienes que hacer —me dice Lui divertido.
Escarnecido por la sorpresa, aún erecto bajo mis calzoncillos y ya sin antifaz, río sin remedio y, aunque en el fondo quisiera tener el rol de Amo, por esta noche tendré que conformarme con ser testigo a la distancia de estas voces quemantes, de sus lenguas de fuego, de sus rígidos miembros que se abrasan gimiendo.
Así, entre gritos y gruñidos animales, entre este bosque de carne que arde, avanzo lento, invisible, mudo. Observo con descaro, pero me cuido de no ser visto por el Master Dominus. No sea que me vaya a sacar del Calabozo.
© Relatto Media LLC.
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