Guillermo Torres Cuéter parece tener una canción para cada momento de la charla. A punta de versos se ha pronunciado sobre la política antidrogas de Estados Unidos, sobre el prócer Simón Bolívar, sobre la deforestación en la Amazonía, sobre la corrupción que encontró en Turbaco ––su pueblo–– y sobre el conflicto armado en Colombia. Él oye la pregunta mientras rasca la guitarra, y luego suelta su consabida muletilla: “mira, yo no te voy a responder eso hablando sino cantando”.
Y zas: canta.
En este momento, cuando le pregunto qué ha sido lo más difícil de su reinserción a la vida civil, retira su gruesa mano de las cuerdas.
––Lidiar con ciertos periodistas estigmatizadores ––gruñe––. No es justo que me sigan llamando “el cantante de las Farc”. Yo ahora solamente estoy alzado en canto.
Con canciones ––explica–– plantea mejor sus reclamos.
Y zas: vuelve a cantar.
Esto es para decirle, señor periodista,
respecto a lo que dicen sus noticias
si levantarse contra la injusticia
es terrorismo yo soy terrorista.
Seguramente que si usted hubiera existido
en esos tiempos en que existió Jesús
habría hecho fiesta viéndolo en la cruz
titularía “Por fin cayó el bandido”
––¿Tengo o no tengo razón? ––pregunta, y apura un whisky.
En la sala se oye una ovación.
Es una tarde soleada de domingo. Torres está en casa con su compañera, Estrella Guevara, y tres amigos. Entre tonada y tonada, beben y ríen a carcajadas. De vez en cuando miran hacia la cocina, donde se va cociendo a fuego lento un sancocho de cerdo.
El Torres de hoy tiene la voz ronca.
Rota.
En los años setenta su voz era aflautada. Quiero saber en qué momento se le desgarró. Él sonríe, se alisa el bigote. Entonces cuenta que en la selva fumó demasiado. Eso sí ––concluye muy digno––, la garganta carrasposa no le impide hacerse oír.
––Yo no cambio al cantor que soy ahora por el cantante que fui.
––Explícame eso.
––Un cantante tiene con qué cantar. Un cantor tiene por qué cantar.
A continuación advierte que él no canta para subsistir sino para darle sentido a su vida.
––El fuego está aquí.
Y se toca el corazón.
Luego bebe otro whisky y tararea “El cantor”:
Ni cinco cobra el turpial
nada cobra el ruiseñor
que así se inspire el cantor
siempre que vaya a cantar
no habrá nota musical
hermosa si no hay amor
y cuando vayas a cantar
canta como un pajarito
ese sí canta bonito
porque canta sin cobrar
Qué hermoso el mundo animal
porque no hay pobres ni ricos
toditos son igualitos
si la gente fuera igual
––¿Sabes a qué me dedicaba allá en el monte? ––me pregunta de sopetón mientras le ajusta una clavija a su guitarra––. A escribir canciones. Cuando estábamos todos reunidos las cantaba.
Solía apartarse del campamento para otear las montañas en busca de temas. Una de las últimas canciones que compuso en la selva, antes de desmovilizarse, fue “La voz de la flora”. Narra un diálogo teatral entre una mata de marihuana, una de amapola y una de coca. Las tres plantas critican la política antidrogas impuesta por Estados Unidos. El prohibicionismo es contraproducente ––protestan––, pues fortalece el narcotráfico. Hay algo todavía peor: en las fumigaciones se utilizan químicos venenosos que destruyen la naturaleza.
Su mujer trae un plato y lo pone sobre la mesa.
––Vayan comiéndose estos pedazos de yuca para que engañen el estómago ––propone––. Al cerdo todavía le falta un poco de cocción.
Guillermo Torres toma un trozo de yuca y lo exhibe ante los presentes.
––En nuestra tierra la yuca es el alimento más barato ––dice––. Si a los gringos se les diera por declararla ilegal, surgirían carteles criminales que la acapararían y la venderían clandestinamente a precios exorbitantes. Entonces se desataría en el mundo una guerra sangrienta por la yuca.
Rafael Miranda, uno de sus amigos, le dice que la comparación que acaba de hacer es absurda, ya que la yuca no corrompe ni envenena a la sociedad. Torres le responde que la amapola, la marihuana y la coca, tampoco. Por el contrario, son plantas muy útiles. Que ciertas personas les den un uso criminal es otro asunto.
Entonces engulle el pedazo de yuca.
Y en seguida, zas, vuelve a cantar:
Marihuana, coca y amapola
se reunieron para dialogar
el tema que vamos a tratar
dijo coca, la moderadora.
¿Qué estrategia se implementa ahora,
cuando nos quieren erradicar?
Marihuana dijo: “voy a hablar,
yo a esa vaina ni le paro bolas,
los gringos que no me crean tan boba
si me acaban, ¿qué van a fumar?
Oiga, coca, recuérdese usted
así persiguieron a café.
Como conversamos hace rato
también persiguieron a tabaco.
––¿Hay algo que no hayas convertido en canto?
––Sí. La historia de un día en que a mi mujer y a mí nos bombardearon allá en la selva. Se supone que íbamos a morir, pero terminamos renaciendo.
––¿Por qué no escribiste esa canción?
––No sé.
Por primera vez deja a un lado la guitarra. Apura el whisky seco sin arrugar el rostro. Luego le pide a su mujer que venga a sentarse con nosotros. Aquella noche iban caminando juntos por la ribera del río San Miguel, en la frontera con Ecuador. De repente, una explosión los levantó del suelo y los arrojó lejísimos. Ninguno de los dos resultó herido ni perdió el conocimiento, pero ambos se sintieron atontados, confundidos, entre la densa humareda que los envolvía. Lo peor era que seguían cayendo explosivos y, además, se oía un tableteo de ametralladoras. Algunas de las balas rebotaban cerca de ellos. Quién sabe cuánto tiempo habrá durado aquella pesadilla. Todavía hoy no entienden cómo se salvaron. El caso es que, cuando cesó el fuego, ella corrió hacia él.
Una de las últimas canciones que compuso en la selva, antes de desmovilizarse, fue ‘La voz de la flora’. Narra un diálogo teatral entre una mata de marihuana, una de amapola y una de coca.
––Nos refugiamos bajo un matorral. Desde ahí veíamos la luna claritica, claritica, claritica. Tanto Estrella como yo estábamos cubiertos de arena.
Torres se permite una digresión: él conoció a Estrella el mismo día que llegó a la guerrilla. “El flechazo entre la llanera y el costeño fue instantáneo”, sonríe. Durante un tiempo, los dos llevaban la cuenta de los bombardeos que habían recibido juntos. Van tres. Van siete. Van nueve. Él ahora no podría decir cuántos fueron. Ya sabes, hay que ir desprendiéndose de ciertos recuerdos. Eso sí: jamás olvidará aquel ataque.
––Yo remato el cuento, mi amor ––propone Estrella Guevara mientras levanta el índice derecho.
El cese del fuego no les procuró ninguna tranquilidad. Ambos pensaban que los enemigos regresarían. “Sálvate tú”, dijo el hombre, y propuso acostarse sobre ella para servirle de escudo. “No, no”, replicó la mujer, “yo voy encima”. Muy pronto cayeron en la cuenta de que el plan era absurdo. Cualquier ráfaga que impactara al de arriba alcanzaría al de abajo. Entonces se abrazaron, conmovidos, felices. Iban a terminar destrozados bajo la enramada, pero acababan de descubrir que cada uno era capaz de dar la vida por el otro. Nada podría ser más grande que esa victoria.
Nada.
Ni la muerte.
***
Guillermo Torres sabe que lo he perseguido por tres países. Primero intenté entrevistarlo en Venezuela, pero él estaba preso y no logré llegarle. Después lo busqué en Cuba, donde se había exiliado. Jugamos al gato y al ratón durante varios días, y al final volví a quedarme con las manos vacías. Aquí en Colombia también le seguí el rastro tras la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc.
––Lo importante es que por fin coincidimos ––dice.
––Ya habíamos coincidido.
Torres me mira extrañado.
Permíteme contarte la historia. Me crie en San Estanislao, un pueblo del norte de Bolívar que se encuentra, más o menos, a sesenta kilómetros de Turbaco. Todas las tardes sintonizaba en la radio un programa de música vallenata que hacía Lenín Bueno Suárez. Por aquella época quería saber quién diablos es el tal Mariano Pérez que aparece mencionado en todos los discos del Binomio de Oro. La respuesta me la dio Bueno Suárez en una de sus emisiones. Pérez, un artesano cartagenero que se dedicaba a reparar acordeones, le prestaba sus servicios al Binomio. A eso se debían los saludos efusivos de Rafael Orozco.
Una tarde de 1978 encendí el radio y me topé con el mismísimo Mariano Pérez. Estaba hastiado de ser un simple reparador de acordeones ––dijo––, así que, como él también era músico, había decidido fundar su propio conjunto. No alcancé a oír el nombre del cantante, pero sí una buena noticia: en pocos días ofrecerían un concierto en San Estanislao.
––San Estanislao de Kostka ––tercia Torres.
––Exactamente. Ese es el nombre completo.
En aquel momento vivíamos en el atraso: ni biblioteca pública, ni salón comunal, ni coliseos deportivos. Ninguna de nuestras calles estaba asfaltada, así que el tierrero era permanente. En el puesto de salud casi nunca había médicos. A pesar de encontrarnos sobre una margen del río Magdalena, sólo recibíamos agua del acueducto durante tres o cuatro horas diarias.
––¿Por qué San Estanislao de Kostka? ––me pregunta.
––Ni idea.
¿A quién se le ocurrió ponerle a un pueblo del Caribe colombiano el nombre de un santo polaco adolescente fallecido en el siglo XVI? No veo la relación. En todo caso, ya sabes, la gente le llama Arenal.
––Es mejor nombre.
––Al menos, refleja la polvareda de nuestro territorio.
Al Arenal de mi adolescencia le encajaba la frase con la que Hemingway describió a un villorrio ––no recuerdo cuál–– en una de sus crónicas: “es tan pequeño como el cementerio de Kentucky, pero muchísimo más aburrido”. Allí cada jornada era un calco de la anterior. Los mismos rostros, las mismas rutinas. Eso sí: en julio, durante las fiestas patronales, mudábamos la piel. Había procesión, cabalgata y fandango, y llegaban grupos musicales reconocidos.
––Me imagino que ya sabes para dónde voy.
––Por supuesto.
Aquella noche de julio de 1978 la caseta Los Jumbitos estaba repleta. Ya te imaginarás mi alegría. Por primera vez, a mis quince años, obtenía permiso para entrar en un baile de adultos.
––¿Quince, apenas? Yo tenía veinticuatro.
Me planté frente a la tarima.
Primero inspeccioné al acordeonista: chivera tupida, camisa abierta en el pecho. Sus notas delicadas y llenas de adornos barrocos parecían más apropiadas para una clase en el conservatorio que para un festejo al aire libre. Después pasé al cantante. Pantalón bota campana, sandalias de cuero. Su voz dulzarrona también se me antojó fuera de onda. Pero entonces miré hacia la pista y descubrí que mis paisanos tenían una percepción distinta. Ellos lucían felices mientras bailaban, amacizados, la canción que tocaba el conjunto: “Tristeza sobre tristeza”.
––Permíteme ––interrumpe.
Y zas: la canta.
Sobre la tumba de la esperanza
que en ti tenía
cual pequeñuelo sin un consuelo
vine a llorar
al ver el llanto que derramaba me enloquecía
y en mi locura
ese cadáver quise desenterrar
Noto que en tu voz actual la canción suena menos almibarada. ¿Cuántas veces la habrás cantado aquella noche? ¡Madre mía! De tanto oírla, se me pegó como una infección. Pasaba todo el día tarareándola. Luego, sin darme cuenta, la solté.
Nadie volvió a cantarla.
Nadie volvió, siquiera, a mencionarla.
Guillermo Torres sabe que lo he perseguido por tres países. Primero intenté entrevistarlo en Venezuela, pero él estaba preso y no logré llegarle. Después lo busqué en Cuba, donde se había exiliado.
Así que cuando la reencontré en una emisora, a principios de 2011, pegué un brinco. ¡Treinta y tres años sin saber de ella, caramba! ¿Dónde diablos se había metido? Volví a ver al acordeonista Mariano Pérez sudando sobre la tarima. Volví a ver a su cantante flaco naufragando dentro de la ropa, más cinturón que cintura, más pelo que cuerpo. Por cierto, ¿cómo se llamaba ese muchacho? Me tocó entrar en Google para recuperar el nombre: Guillermo Torres.
Seguí indagando.
Mariano Pérez había vuelto a su taller de reparación de acordeones. Guillermo Torres andaba desaparecido de la vida civil desde 1984, cuando ingresó en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y adoptó el nombre de “Julián Conrado”.
¡Vaya, vaya!
El tal Julián Conrado que aparece a veces en los noticieros de televisión es el mismo cantante de mi primer baile público. Me maravilló la revelación. Coño, yo conocí a este tipo cuando nadie más lo conocía. Era tan enclenque, tan meloso, tan opuesto a lo que proyecta hoy como guerrillero. Sentí esa sensación que la cronista Alma Guillermoprieto define como “el placer del asiento en primera fila ante el gran teatro del mundo”.
Y decidí buscarte.
***
––¿Sabes? ––dice Guillermo Torres Cuéter mirando a Gustavo Bossa, su jefe de prensa––. En nuestros pueblos el atraso va ligado a la corrupción.
Luego añade que los colombianos repetimos, cíclicamente, problemas que ya creíamos superados. Es como si viajáramos en un tiovivo. Damos muchas vueltas pero siempre estamos pasando por las mismas partes. Torres se reacomoda los lentes y vuelve a retirar sus gruesas manos de la guitarra. Entonces cuenta cómo ha funcionado el carrusel en su propio caso: a los diecinueve años participó en un paro cívico para protestar contra la falta de agua potable en Turbaco. A los treinta ingresó en la guerrilla porque varios amigos suyos de izquierda habían sido asesinados, y a él le pareció que no existían garantías para quienes pertenecían a esa corriente política. A los sesenta y cuatro, ya de vuelta a la vida civil, se topó con los mismos líos que, tres décadas atrás, lo obligaron a empuñar las armas: en Colombia continuaban matando líderes de izquierda y en su pueblo aún no había servicio de acueducto.
––¿Tengo o no tengo razón?
Gustavo Bossa asiente.
––Ay, la corrupción ––intervengo––. Vaina jodida.
En 2017 la Fiscalía General de la Nación adelantó 100.848 investigaciones por delitos contra la administración pública. Esos procesos comprometían a veinte de los treinta y dos gobernadores departamentales, es decir, al 62,5 por ciento de nuestros gobernantes provinciales.
Las condenas por corrupción en Colombia no llegan ni al cinco por ciento de las denuncias. En la mayoría de los casos se produce una sanción disciplinaria que no implica sentencia judicial ni impone multas económicas ejemplares. Los corruptos saben de antemano que se ganarán el bingo. A lo sumo, serán destituidos años después de dejar sus cargos, o recibirán un carcelazo temporal, o pagarán la condena en sus propias casas.
––Dímelo a mí ––brama Torres––. Cuando llegué a la Alcaldía de Turbaco la pestilencia era insoportable.
––Me imagino.
––Había una secretaría de hacienda paralela por la que se fugaban miles de millones de pesos.
––Lo leí en algún periódico.
––El municipio tenía las regalías embargadas y seguía pagando por obras millonarias que quedaron inconclusas.
––Terrible.
––Pero entregaré las arcas saneadas.
––…
––Sólo en los cinco primeros meses de mi administración aumentamos los recaudos en cinco mil millones de pesos. Es que si a Colombia no se la robaran, otro gallo cantaría.
Torres regresó a Turbaco dos años después de la firma del proceso de paz entre el gobierno y las Farc. Los paisanos lo recibieron con fanfarrias. Un viejo amigo le dijo:
––Aquí seguimos sin agua como hace cuarenta años, así que te jodiste, marica: te toca resolver el problema.
––Yo no tengo cómo hacer eso.
––Claro que sí tienes: lánzate a la alcaldía.
Hizo la campaña a punta de música ––cuenta mientras vuelve a rascar la guitarra––. Cantaba plantado en las esquinas. Una de las canciones que más interpretaba era “La volqueta”. La letra, escrita en 1974, seguía vigente, como si hablara de un desfalco nuevo.
Y zas: la canta.
Para el pueblo de Turbaco
una volqueta compraron.
Hace tiempo no la veo
porque ya se la robaron
Según cuentan, el alcalde
la tenía para pasear
Y él mismo se la robó
cuando lo iban a buscar
Se robaron la volqueta, ay carajo,
se la robaron, ay carajo
se la robaron, ay carajo
y si la vuelven a comprá
él se la vuelve a robá
***
En 1983, cuando era un cantante comercial que grababa música de acordeón y gozaba de cierto éxito, Guillermo Torres empezó a temer por su vida. En Colombia la gente de izquierda tenía más posibilidades de recibir un balazo que de encontrar espacio político. Día tras día había asesinatos de personas que expresaban ideas contrarias al establecimiento y que, por eso mismo, parecían sospechosas. Julián Conrado, uno de los amigos de Torres, no militaba en ningún partido. El muchacho trabajaba como médico rural en un caserío pobre. Allí no sólo atendía gratis a sus pacientes, sino que, además, les regalaba medicinas. Los verdugos consideraron que un tipo que actuaba así debía de ser comunista, y decidieron asesinarlo.
––Ese día decidí convertirme en guerrillero ––dice.
Añade que, definitivamente, no tenía más opción. Si acababan de matar a un hombre tranquilo como Conrado, quedaba claro que pronto vendrían por él, un rebelde auténtico.
––Debía buscar tierra alta como la tanga. ¿Tú sabes qué es la tanga?
––No ––le responde Gustavo Bossa.
––Es un pájaro que vive en las montañas.
En Colombia ––digo–– mucha gente de izquierda se volvió guerrillera para protegerse de los abusos de la derecha y mucha gente de derecha se volvió paramilitar para protegerse de los abusos de la guerrilla. Años tristes, pavorosos. Había que entrar en la guerra para defenderse de la guerra.
––Ten en cuenta mi paradoja ––responde––. Cuando empuñé el fusil adopté la identidad de alguien que había sido víctima de un fusil.
Entonces apura otro whisky.
Se queda pensativo un instante.
––Pero ha habido vientos de cambio, ¿sabes?
––Ajá.
––Si no fuera así, ni Gustavo Petro habría llegado a la Presidencia de Colombia ni yo a la Alcaldía de Turbaco.
––¿El poder le domó el espíritu revolucionario?
––Jamás. Yo puedo reconocerle eso a nuestra democracia y seguir criticando lo que haya que criticar. Lo haré a punta de guitarra. Recuerda que ahora soy un hombre alzado en canto.