—El ramo más barato está en 400 pesos. Es una macetilla —explica Noemí enfebrecida mientras hace espacio para mostrar un florero de bronce.
A los cinco minutos un hombre tímido con expresiones endurecidas se acerca a comprar unos claveles. Está apurado y no parece con buenos ánimos. Agarra las flores con firmeza, como quien necesita algo aunque no lo quiera.
Después de atenderlo, la marmolera se sienta sobre la entrada de su pequeño local, gira su cabeza para la izquierda y observa con desdén a la funeraria contigua: la Cochería Carunchio-Péculo, ubicada a unos 200 metros, en Malvinas al 1823.
-¿Conoce a los dueños de aquella cochería?
—No, pero conozco al tío de los dueños actuales: Alfredo Péculo, fundador de la mítica Cochería Paraná. Era un hombre extraordinario. Una persona venía y decía “Alfredo, se me murió mi mamá y no sé qué hacer”. Y Alfredo iba, le hacía todos los trámites y después le decía “cuando vos puedas y te tranquilices, venís y hablamos de números”. Ese era Alfredo —dice Noemí.
-¿Era un tipo famoso? —le pregunto.
—Por supuesto —afirma con grandilocuencia—. Pero éste —vuelve el desdén— es su sobrino. Nada que ver. Otra cosa.
El sobrino es Daniel Carunchio. Tiene 58 años, una remera negra sin gracia y la voz grave. Muy grave. Su espalda es ancha, muy ancha, sus manos son grandes como una piedra maciza y sus dedos lo suficientemente bruscos como para lacerar a un animal. O a un muerto.
Está atornillado a su silla y tipea sin parar en el buscador de Google de su computadora: “tanatopraxia argentina”, “Daniel Carunchio”, “embalsamamiento”, “oración del embalsamador”. Sus dedos gordos e intimidantes muchas veces funcionan como obstáculos en el teclado: “tantjprxia argentina”, “Daniel Carncho”.
El celular suena. Se para, camina unos pasos y se dirige hacia su secretaria, en lo que parece ser la simulación de un secreto.
—Andá y deciles que el traslado del cuerpo se demoró mucho tiempo y que la familia está sufriendo. Pero no nombres a nadie.
Ya de vuelta en su silla, en su hábitat natural, saca a relucir su porte de jefe jodón.
—Por ahí, si tenemos suerte, nos invitan un café —grita con ironía.
Silencio.
—¡Por ahí, si tenemos suerte, nos invitan un café!
Silencio.
“El embalsamador de presidentes”, título que le pusieron los diarios a Daniel Carunchio, nace a raíz de su trabajo con los cuerpos de Juan Domingo Perón, Arturo Frondizi, Fernando De la Rúa y hasta Carlitos Menem, como así también con Spinetta, María Elena Walsh, Leonardo Favio, Gerardo Sofovich y Carmen Argibay, entre otros tantos destacados de la historia argentina. Sobrino del fallecido Alfredo Péculo, uno de los empresarios funerarios más famosos durante la década de los 80’ y fundador de Cochería Paraná, Daniel es reconocido por instalar la teoría de la tanatopraxia en Argentina: la técnica de conservación de cadáveres a través del reemplazo de los líquidos corporales por químicos. Una rama que engloba otras prácticas como la tanatoestética, la tanatoreconstrucción y el embalsamamiento.
El objetivo, en cada caso, es demorar la descomposición final de una persona fallecida para que la familia pueda rendirle un último homenaje o para trasladar un cuerpo a grandes distancias. Una semana, tres meses, siete meses, un año. Nunca importa. En la Cochería Carunchio-Péculo conservan a los muertos como carne fresca.
En la tarde gris y nublada —siempre nublada— de un miércoles, Daniel, que no tiene título de médico y se jacta de eso, da la bienvenida al curso acelerado de tanatopraxia. Durante tres días, 20 alumnos aspirantes a tanatoprácticos se sentarán cuatro horas diarias en pupitres ubicados dentro de una de las dos salas velatorias de la cochería y escucharán términos como fenómenos cadavéricos, momificación, occiso, interfecto o nomen nescio.
Una semana, tres meses, siete meses, un año. Nunca importa. En la Cochería Carunchio-Péculo conservan a los muertos como carne fresca.
—Que levanten la mano aquellos que desconocen el nombre de nomen nescio —dice Walter Suárez, el profesor a cargo de la clase.
Todos ponen su mejor cara de desconocimiento. Daniel, que vigila desde una punta y con los brazos cruzados, también.
—Felicitaciones –dice Suárez frente al silencio generalizado-. Nomen nescio es justamente eso: “Desconozco el nombre”.
—¿Por qué el asesor funerario elige al familiar que no está en sus cabales? Muchas veces agarran al más dolido y le mandan con el precio —interrumpe un curioso joven de veintitantos con acento paraguayo y argumentos débiles, próximos a recibir el peor de los responsos.
—¿Acabás de decir por qué elige? Mirá…— responde Walter.
Daniel, con un gesto altivo, detiene a Walter, corrige su postura y se prepara para atacar con un sermón.
—Este cree que van al familiar más dolido para hacer un buen negocio. Pero lo que él no sabe es que el que tiene la potestad de todo es el familiar directo. Ni el primo, ni el tío, ni el cuñado. El marido es el que decide. Después, al momento de negociar siempre están los metidos. ¿Porque sabés qué pasa? Todos opinan. El único que manda para ustedes siempre va a ser el familiar directo. Ese es el responsable, ¿está claro?
Después de horas y horas de clases, el jefe vuelve a su estado ajetreado. Certificados de defunción, actas, llamados y el costeo de un sepelio en el Chaco son los temas del día. Una mosca sobrevuela la oficina y se pone nervioso. Agarra el mejor aerosol Raid y se prepara para atacar. A los 20 segundos recuerda que tiene una visita del otro lado del escritorio. Pide disculpas y vuelve a tipear en su computadora.
Myriam, una de las cuatro secretarias de la cochería, apoya una bandeja con café sobre la mesa. La taza es lo suficientemente ínfima como para deslizarse sobre unos dedos gordos y causar un desastre. Daniel lo sabe.
—Lo bueno es que como son tazas chicas te traen bastante. Mirá esto —cambia de tema intempestivamente y me muestra una foto—. Tenía tu edad ahí. Estaba dando un curso en Brasil, año 95 en el Estado de Paraná. Este es Ricardo, mi tío más chico.
—¿Sentís una vocación docente en esos cursos?
—Qué se yo, no sé. Yo por ahí no me doy cuenta, pero calculo que debe haber algo de eso porque la gente queda súper contenta.
El embalsamador de presidentes consiguió su mote después de forjar lazos en el exterior, donde en países como Colombia, Brasil o Rusia la tanatopraxia es un rito sagrado. Gracias a su trabajo en Cochería Paraná pasó parte de su vida en un avión y por eso se jacta de ser “el que trajo todo al país”.
En Argentina la tanatopraxia no es una carrera, es más un mito. El único aprendizaje medianamente académico se puede encontrar en la Universidad Nacional de Avellaneda, con una tecnicatura devenida en diplomatura por falta de alumnos. Ese es el motivo de los cursos acelerados: como sea, traspasar el conocimiento de mano en mano, de la forma más rápida y bruta posible.
Gladys Carunchio —65 años, voz carrasposa, rulos, vestimenta de secretaria y expresiones lánguidas— espera sentada en una de las dos salas velatorias de la Cochería Carunchio-Péculo. Horas antes ocurrió lo mismo de siempre. Una veintena de personas, repartidas entre dos familias, despidieron a su ser querido. No reían, pero tampoco lloraban. La procesión, muchas veces, va por dentro.
—Mi hermano en este momento estaría hablando con vos, levantando las tacitas, acomodando. Porque es así, es igual que la madre. Dice “esto es un caos”, “vade retro Satanás, ¿cómo va a estar esto así?”. Pero siempre fue así.
La hermana del embalsamador de presidentes, secretaria, socia de Daniel y hasta sostén emocional de la funeraria, se crió entre penas y ataúdes. A los siete años dormía en una habitación contigua a un depósito lleno de féretros de todo tipo, desde los presidenciales ——redondos, bien cuidados y amplios— hasta los que pueden terminar en una fosa común. Esa época, los años 70 en la Cochería Paraná, Gladys la recuerda lisa y llanamente como una locura. Treinta o cuarenta servicios era lo normal en una jornada de trabajo, números muy lejanos a los tres o cuatro funerales de un miércoles como cualquier otro de 2022.
Treinta o cuarenta servicios era lo normal en una jornada de trabajo, números muy lejanos a los tres o cuatro funerales de un miércoles como cualquier otro de 2022.
Se hace un pequeño silencio en la sala. La secretaria mira para arriba y sus ojos centelleantes tratan de repensar lo que está a punto de decir. Es difícil percibirlo, pero en su mirada repasa imágenes de Daniel y sus familiares más cercanos. De Daniel y su relación con los cuerpos. De Daniel y su tío Alfredo.
—Se parecen mucho y no, porque Alfredo era más duro, más sin corazón. Vos pensá que se hizo con él. Son dos caras: primero la presencia y después de hablar te das cuenta que tiene un corazón de oro. Pero hay que fumarlo a ese corazón de oro, eh.
La Cochería Paraná abrió sus puertas en 1961. Quienes transitaron el ambiente mortuorio la recuerdan como un monstruo dentro de las empresas funerarias: 1000 servicios por mes —de 40 a 60 por día—, 550 empleados, 70 salas velatorias, 29 filiales y tres cementerios. Un monstruo y de los que asustan.
Lo que vino en las décadas de los 70 y 80 fue la época dorada de una familia cuasi millonaria. Cementerios privados, franquicias en Paraguay, viajes a Estados Unidos, Colombia, México, Guatemala, Honduras, Europa, China y, si se podía al fin del mundo, al fin del mundo. En 1976 adquirieron una flota de taxis, dos aeronaves y una oficina en el Sheraton Hotel. La abundancia era tal que Daniel, quien para entonces ya portaba armas por seguridad, si un día se despertaba aburrido podía pilotear uno de los aviones livianos, un Cherokee Set Monomotor de la empresa.
La década de los 90, en cambio, fue la debacle. Una primera venta de la cochería a un grupo funerario estadounidense, Stewart Enterprises, poseedor de una deuda que alcanzó los 836,4 millones de dólares, desembocó en la quiebra. En el 2002, después de un proceso de recompra, Alfredo vendió la empresa a una compañía española y ese fue su retiro definitivo. Daniel, quien ya era conocido como el embalsamador de presidentes, tomó el cargo de director general. Tiempo después notó “movidas financieras” raras.
En 1976 adquirieron una flota de taxis, dos aeronaves y una oficina en el Sheraton Hotel.
—Reportaban ventas por 1 millón de dólares, pero la cobranza era de 100.000 dólares. ¿Y dónde están los otros 900 mil? Como era el director, yo dije “miren, muchachos, las reglas del juego son estas. Si no les gusta, yo me voy”. Así que me fui, me abrí mi bolichito —el bolichito es en realidad la Cochería Carunchio-Péculo— y empecé de cero.
No suele cruzar al cementerio de Boulogne —ubicado a 15 pasos de la cochería—, a menos que sea para entregar certificados de cremación. El camposanto cuenta con un frente amplio de ocho columnas y una cruz gigantesca en el techo de la entrada. “Lloren putos!!”, reza el graffiti en una de las paredes. Una consigna que a Daniel le pasa desapercibida.
El lugar más fino de todo el cementerio tiene como punto central a un conjunto de bóvedas. La familia Péculo posee su lugar reservado al lado de la familia Alfonso y la familia Rossi-Herran. Allí descansarán los futuros cuerpos sin vida de Gladys Carunchio, Ricardo Péculo, Adrián Péculo y algún que otro primo.
La puerta es dorada y las placas de bronce con los nombres de todos los familiares que conviven en esa bóveda fueron robadas. Una sola permanece intacta: la de Alfredo Péculo. En la foto se lo ve sonriente, no tan obsesivo como lo pintan y con un QR que lo acompaña. “Escaneé con su celular e ingrese”, ordena la chapita en forma de invitación para conocer la historia del fundador de una de las cocherías más legendarias de Latinoamérica.
—Esto es como tu casa adentro del cementerio. Están mi tío, mi papá, mi abuelo y también conocidos que les hacemos un lugar —dice mientras camina jadeante y rezongado; busca algún rayo de sol entre tanto nublado y observa cáustico las cuadras repletas de fosas comunes que integran el resto del complejo.
—Esto no puede estar así. ¡Tantos planes! ponelos a laburar acá flaco. Que limpien la vereda, que corten el pasto o hagan algo. Es un desastre — reclama Daniel al aire—. Esto pasa porque el director del cementerio es un puntero político, no un tipo que sepa de esto.
—¿Y quién es ese puntero?
—No lo sé. Un Daniel no sé cuánto.
En la casa de los Carunchio la política es un tema trivial más de los que se hablan en el resto del día. Que este gobierno es terrible, que los políticos, que los planes, que no me hinchen las bolas, que Alfredo era híper peronista —integrante del Partido Justicialista y candidato a intendente en San Isidro— pero que en casa no.
Sin embargo, uno de los hitos en la carrera de Daniel Carunchio está relacionado a la figura política más trascendental del siglo XX. El 17 de octubre de 2006 el cuerpo de Juan Domingo Perón fue trasladado desde el Cementerio de la Chacarita hacia la Quinta San Vicente, donde se construiría un mausoleo para el descanso eterno de los restos del general y de Eva Perón. Ahí estaba, como siempre, la familia Carunchio-Péculo con sus narices entrometidas a centímetros del cadáver sin manos del expresidente. La tarea era sencilla: extraer el féretro de la bóveda de los Perón, prepararlo y llevarlo, en primera instancia, a la Central General de los Trabajadores.
La tarea era sencilla: extraer el féretro de la bóveda de los Perón, prepararlo y llevarlo, en primera instancia, a la Central General de los Trabajadores.
Daniel —42 años, voz grave, espalda ancha y dedos bruscos—, vio la escena que se esperaba de una tumba profanada. Los hongos recorrían todo el ataúd sellado previamente con cerraduras de vidrio de nueve milímetros y parte del cuerpo tenía la forma de una lata de tomate putrefacta. El uniforme y la banda presidencial permanecían intactos, en medio de un profundo silencio y llantos peronistas y no peronistas.
Todavía recuerda los golpes sobre sus costillas por cubrir la cureña que partió desde la central sindical hacia la quinta presidencial. En las fotos tomadas por la prensa se lo ve de saco y corbata, con la mirada puesta en el cielo y las manos apoyadas en la gorra y el sable. Sobre el ataúd caían flores, anteojos, banderas y pulseras. Entre la marea de gente un hombre llegó con su hijo. La criatura, presuntamente peronista por herencia, posó un clavel en forma de agradecimiento.
—Alfredo era una persona muy inteligente. Estaba también metido en la política. Mi viejo, Daniel, tuvo circunstancias en que lo quisieron meter, pero no, no —cuenta Lucas Carunchio.
Si de herencia se habla, el hijo del jefe se educó con los muertos. Con 31 años menos, Lucas, o “Carunchito” para los amigos, se dispone a trabajar y se atornilla a la silla de la oficina de la misma manera que su padre. Las caras tienen formas similares y la secuencia de trabajo es prácticamente idéntica: tipea, abre una foto, mira su celular, responde. Tipea, abre una foto, mira su celular, responde. Detrás de él descansa un cuadro con flores blancas y negras que acompaña en los días nublados en los que no hay cursos mortuorios ni tanatopraxia.
Tiene un arito en la oreja derecha y un tatuaje con el número romano IV en el brazo izquierdo. El corte de pelo es genérico, aunque el dégradée furioso marca una diferencia de edad importante con su progenitor.
Gladys Carunuchio asoma la cabeza y realiza una advertencia de tía.
—Mirá que está prohibido hablarle a él de tu hermana.
—Yo no toqué esa parte, eso te toca a vos —responde Lucas.
Nunca le impresionó ver a su papá en acción con los cuerpos, pero su recuerdo más profundo —momento en el que su voz baja y parece repensar todo— está ligado a la tanatopraxia y sus familiares: Daniel, con sus propias manos, acondicionó los cuerpos de sus más cercanos, como si nadie más en el mundo pudiese asegurar una buena despedida.
Hace algunas semanas, un vecino y amigo íntimo de los Carunchio murió de un paro cardíaco mientras jugaba a la pelota. El embalsamador de presidentes ya no era el embalsamador de presidentes, ni un hombre con la voz grave, la espalda ancha y los dedos bruscos. Era un llorón preparando el cuerpo muerto de su amigo, proceso que también repitió con Alfredo y con su padre. Lucas, que duda intensamente cuando le preguntan si hará lo mismo con sus parientes más cercanos, lo cuenta como un punto de quiebre.
Dos horas más tarde, Daniel Carunchio va a sentarse en la silla de su oficina, como cada vez que entra a la Cochería Carunchio-Péculo, va a intentar mostrar algunas fotos de su amigo, me va a mirar con ojos que piden compasión y va a llorar durante casi dos minutos.
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