En general las cosas en la vida pasan y no nos queda un recuerdo exacto del momento en el que sucedieron. Mi introducción a la criónica, en cambio, está indeleblemente registrada en mi memoria con fecha y lugar. Primero de abril de 2001, un grupo de tres viajamos al Brasil, invitados por un amigo común que residía entonces en São Paulo, para asistir al Gran Premio de Fórmula 1, a fin de ver a nuestro compatriota, Juan Pablo Montoya, corriendo en la máxima categoría. Al azar, para llevar al viaje, tomé uno de los libros que tenía pendientes por leer, El Primer Inmortal de James Halperin. Leí los primeros capítulos durante el vuelo, narran la historia de un hombre que decide optar por la criónica, es congelado luego de su muerte y resucitado ocho décadas después. Esa noche en Brasil, a pesar de que madrugaría para asistir a la carrera, me fue imposible cerrar el libro, el cual terminé hacia las cinco de la mañana. La lectura fue interesante y entretenida, pero el mayor impacto lo tuve al leer el apéndice de cuatro o cinco páginas en el que Halperin, esgrimiendo argumentos puramente racionales, invita al lector a contemplar la posibilidad real de escoger la criónica como alternativa para prolongar la vida. Quedé enganchado.
El polímata Benjamín Franklin, padre fundador de Estados Unidos, le escribió una carta a Jacques Dubourg, en la que decía: «Ojalá fuera posible, a partir de este caso, inventar un método para embalsamar a los ahogados, de tal manera que pudieran ser devueltos a la vida en cualquier período, por lejano que sea; porque, tengo un deseo muy ardiente de ver y observar el estado de América dentro de cien años. Preferiría, a una muerte ordinaria, el estar sumergido en una barrica de vino de Madeira, con algunos amigos, hasta ese momento, para ser entonces ¡revivido por el calor solar de mi patria querida! Pero con toda probabilidad vivimos en una época demasiado temprana y demasiado cercana a la infancia de la ciencia para esperar ver tal arte llevado en nuestro tiempo a su perfección».
La visionaria aspiración de Franklin desbordaba las capacidades técnicas de la época, sin embargo, 191 años después, en 1964, el profesor universitario de física y matemáticas, Robert Ettinger, publicó La perspectiva de la inmortalidad, libro que sentó las bases y originó el movimiento criónico.
Todo inicia con la criogenia, el estudio de la producción y comportamiento de materiales a muy bajas temperaturas, inferiores a -153 grados Celsius (°C). Estos rangos de temperaturas son tan bajos que detienen toda actividad, incluyendo la muerte o descomposición en ciertos tipos de tejidos vivos, lo que permite su almacenamiento indefinido o criopreservación, como se hace comúnmente con células madre, esperma y embriones. En el reino animal hay varios tipos de ranas, tortugas y peces que pueden sobrevivir etapas de congelación y por supuesto están los tardígrados u osos de agua, unos invertebrados que se encuentran en todo el planeta y resisten temperaturas de hasta -200 °C para luego volver a la vida.
El concepto básico de la criónica es simple: congelar a la persona tan pronto se declara su muerte legal y llevar el cuerpo hasta los -196 °C, la temperatura del nitrógeno líquido, fluido en el cual se mantendrá sumergido de manera permanente sin necesidad de ningún mantenimiento diferente a conservar los niveles del nitrógeno. Luego, tras el paso de décadas o siglos, cuando la tecnología médica lo permita, el cuerpo será descongelado y tras reparar los daños somáticos, la persona será reanimada y volverá a la vida.
La RAE define la muerte como: «Cesación o término de la vida», pero en la práctica, tanto desde el punto de vista médico como legal, existen muchas complicaciones para precisar el significado de la muerte y los avances técnicos han obligado a la redefinición del término. Por ejemplo, durante siglos, la interrupción del latido cardíaco y la respiración se consideraban el momento de la muerte, sin embargo, a mediados del siglo XX se estandarizó la reanimación cardiopulmonar que permite, en algunos casos, revertir esta situación, haciendo obsoleta esa acepción.
Existen hoy en día diferentes clasificaciones, como muerte cerebral, muerte relativa, muerte aparente, muerte intermedia y muerte absoluta, entre otras. Pero los expertos tanatólogos mantienen una actitud flexible para adaptar las definiciones a los cambios tecnológicos. Para los crionicistas solo existe una clase de muerte total, que llaman «muerte teórica de información». Ralph Merkle, doctor en ingeniería eléctrica de Stanford, es un dedicado crionicista y al respecto me informó: «Una persona está muerta, según el criterio de la muerte teórica de la información, si las estructuras que codifican la memoria y la personalidad han sido tan perturbadas que en principio ya no es posible recuperarlas». Se refiere a la destrucción absoluta de las estructuras cerebrales que ocurre por descomposición, incineración, etcétera.
El principal obstáculo que enfrenta la criónica es el daño que se produce a nivel celular por los efectos de la congelación. Al formarse cristales de hielo, estos perforan las membranas celulares y ocasionan daño mecánico, razón fundamental por la cual un mamífero no sobrevive al ser congelado. Para mitigar ese deterioro, los crionicistas infunden al paciente con substancias que impiden la cristalización, logrando un estado diferente denominado vitrificación.
Durante varios años a partir de mi descubrimiento en Brasil, obtuve y leí todo el material escrito que pude encontrar sobre criónica. Entré en contacto con la Fundación Alcor y el Instituto Criónico, dos de las organizaciones más reputadas en este campo e inicié conversaciones en el tiempo con otros crionicistas.
En 2015 por motivos laborales tuve que pasar varios meses en Los Ángeles y aprovechando una pausa, me escapé un par de días a Scottsdale, Arizona, donde está la sede de Alcor. Fundada en 1972, esta institución sin ánimo de lucro está dedicada a la investigación y práctica de la criónica. A la fecha cuenta con 189 pacientes en criopreservación y 1397 miembros que optan por la congelación cuando les llegue la muerte. Cuando los llamé para anunciar mi visita, se mostraron amables y me ofrecieron su bienvenida cuando quisiera pasar por allá.
De Los Ángeles a Scottsdale hay seis horas de carretera en la que predomina el paisaje desértico. Llegué en la noche al motel que había reservado y me dormí con intriga de lo que traería el siguiente día. Amaneció con un cielo esplendorosamente azul y un calor fuerte que estaría rondando los 40 °C, cuando me dirigí a la sede de Alcor. La fundación ocupa instalaciones de una planta en una zona comercial/industrial. A mi arribo la recepcionista me hizo seguir a una sala de juntas donde me recibieron Steve Graber, el coordinador técnico, y Aaron Drake, el director de respuesta médica, con quienes mantuve una conversación por más de dos horas.
Mi primera impresión fue la de una actitud de absoluta franqueza y transparencia por parte de Graber y Drake. Frente a cualquier pregunta, la respuesta siempre era puntual y sin ambigüedades, incluyendo las ocasiones en que declaraban ignorancia frente a algún tema. Empezaron por explicar que los empleados de la fundación son todos, sin excepción, crionicistas empeñados, con lo que se busca el máximo compromiso. Yo les hice una serie de preguntas de carácter técnico y me concentré en el tema de las criopreservaciones que realiza la fundación en países distintos a los EEUU, algo que me interesa particularmente porque, si opto por la criónica cuando muera, mi proceso seguramente sucederá en Colombia. Me aclararon que cuando un paciente fallece fuera de los EEUU, tratan de tener un equipo en el sitio, que procede a realizar parte del tratamiento y enfriamiento, para luego transportar al paciente (legalmente el cadáver) a Arizona para culminar el proceso.
Luego de muchas preguntas, anécdotas y varios cafés, me invitaron a hacer un recorrido por las instalaciones. La planta incluye dos quirófanos, un taller, una sección de oficinas y, aislada por puertas blindadas, la zona de bodegaje, a la cual normalmente solo puede entrar el personal técnico autorizado, sin embargo, me permitieron el ingreso luego de una sesión instructiva de seguridad y la firma de varios documentos legales. La bodega es amplia y tiene unos diez metros de altura, está ocupada por diferentes aparatos y ordenadas tuberías, pero la atención la captan los grandes tanques en que están criopreservados los pacientes. Predomina el acero y el color blanco, lo que da una impresión de asepsia y… frío.
Mi principal sensación tras la visita a Alcor, fue la de haber estado en una fundación seria. Claramente es un grupo de gente plenamente comprometido con su misión institucional, que trabaja en unas instalaciones y con unos equipos aparentemente suficientes y adecuados. Tiempo después entré en contacto con personal del Instituto Criónico (219 pacientes en criopreservación y 1848 miembros) ubicado en Michigan, con el propósito de visitarlos, pero aún tengo pendiente ese viaje. Hoy existen otras organizaciones que prestan este servicio en diferentes países, incluyendo Rusia y China.
¿Quién escoge la criónica como alternativa? Responder a esta pregunta no es sencillo pues un buen número de los pacientes y miembros de las organizaciones criónicas prefieren la anonimidad. El doctor Merkle me dijo al respecto: «Los crionicistas provienen de todos los ámbitos de la vida y de todos los orígenes, pero hay algunas tendencias estadísticas. Hay más que tienen un alto nivel educativo, con un mayor porcentaje con títulos avanzados, particularmente en informática, medicina, biología y campos relacionados. Políticamente, los crionicistas somos un poco libertarios (tendemos a desear que el gobierno «nos deje hacer lo nuestro», particularmente cuando se trata de criónica), tendemos a ser menos religiosos y hay más hombres que mujeres».
Es de resaltar que la criónica no tiene un componente religioso, sus adeptos son personas que piensan que existe la posibilidad de que la ciencia y la técnica encuentren solución a muchos problemas que hoy por hoy parecen imposibles de resolver. Algo así como que alguien propusiera la posibilidad de trasplantar un órgano en el siglo XIX, un hecho que hubiera generado risa en la comunidad científica de la época, pero hoy los trasplantes de córnea, hígado, riñón y médula son rutinarios y normalmente no tienen ninguna implicación religiosa.
Desde el punto de vista práctico el principal factor para la criopreservación es que la muerte se dé en un ambiente controlado, de manera que el proceso pueda iniciarse los más rápido posible. Cualquier demora puede significar la destrucción irremediable de las estructuras cerebrales por descomposición. Por este motivo, muchos crionicistas escogen vivir sus últimos años cerca a la sede de la organización de la cual son miembros.
El costo actual de la criopreservación está entre los 28.000 y los 220.000 dólares, dependiendo de la institución y el servicio. El costo incluye la criopreservación y el mantenimiento a perpetuidad. Muchos pacientes eligen la neuropreservación, en la que solo se preserva la cabeza del paciente, pues los obstáculos médicos que se presentan para reversar el daño de la congelación son tan mayúsculos, que utilizar la clonación para reemplazar los órganos y el cuerpo sería comparativamente más sencillo. Lo más importante en la criónica es preservar el “disco duro” donde reside la “persona” y sus memorias.
Uno de los grandes inconvenientes de la criónica es que el tiempo que ha de pasar antes de llegar al punto en que sea viable la reanimación, es tan largo que es dudoso que las instituciones se mantengan. La única solución es el compromiso y dedicación de sus miembros, que deben velar en vida por la permanencia de estas organizaciones. Los crionicistas son plenamente conscientes de ello y lo asumen como un riesgo más.
Una pregunta que incomoda a muchos, cuando piensan en la posibilidad de la criónica, es el choque psicológico que se produciría al despertar en otra época, seguramente totalmente distinta en todo sentido. Conversando sobre este tema, el doctor Merkle me comentó: «Se han considerado una variedad de escenarios futuros, que generalmente anticipan que el paciente se despertará en un entorno lo más familiar posible, precisamente para aliviar los ajustes psicológicos que tendrán lugar. El otro aspecto de este proceso es despertar al paciente rodeado de tantos amigos como sea posible. Como la mayoría de los miembros de la comunidad criónica tienen conocidos dentro de la misma colectividad, despertarlos rodeados de amigos debería ser bastante factible, especialmente si se hace algún esfuerzo para lograrlo». El jefe de operaciones del Instituto Criónico, Andy Zawacki, opina al respecto: «No preveo ningún problema psicológico con la reanimación. Cuando los pacientes revivan, deberán adaptarse a un mundo nuevo y más avanzado. Los humanos son adaptables y no creo que eso sea un problema».
Hoy, cuando llega nuestra muerte, existen en la mayoría de los casos dos opciones: nuestro cadáver es enterrado o cremado. En ambas instancias se produce una destrucción de nuestros tejidos por descomposición o incineración. La criónica ofrece una tercera opción, la congelación. El argumento de los crionicistas es contundente, de no funcionar el proceso, el resultado es el mismo de las opciones tradicionales, simplemente que en este caso se trata de un entierro en hielo. Sin embargo, si en contra de las probabilidades logra superar todos los impedimentos técnicos y logísticos, la criónica abre la posibilidad de extender la vida, igual que lo hacen hoy los trasplantes y los tratamientos de quimioterapia.
Como en toda actividad humana, los avances están parcialmente ligados al interés y recursos disponibles, que a su vez dependen de factores como el volumen de participantes. Andy Zawacki me dice: «La criónica está ganando terreno. Nuestra membresía sigue creciendo y va en aumento. Sin embargo, no está creciendo tan rápido como desearíamos o esperamos. Creo que las personas están atrapadas en sus viejas formas de pensar y es difícil convencerlas de lo contrario».
Tomando en cuenta que han pasado 24 años desde que James Halperin publicó su novela, le pregunté si había variado su posición respecto a la criónica, el escritor me respondió: «Todavía abogo por la práctica de la criónica y planeo participar en el experimento yo mismo, ojalá dentro de varias décadas, al igual que mis dos hijos si la biotecnología no avanza lo suficientemente rápido para ellos. Mis padres también optaron por ser criopreservados como pacientes de cuerpo completo, en el Instituto Criónico, antes de su muerte en 2014 y 2020. Mis sentimientos sobre las posibilidades permanecen prácticamente sin cambios, aunque admitiría que mi línea de tiempo en El Primer Inmortal fue, en el mejor de los casos, una conjetura atrevida».
Personalmente creo que la muerte es definitiva, pienso que al igual que cuando se apaga una estrella o se marchita una flor, lo que había, desaparece irremediablemente. Por eso mismo valoro inmensamente la vida y creo en la importancia de prolongarla al máximo, siempre y cuando exista la posibilidad de disfrutarla. Igualmente, respeto la decisión de quien opta por terminarla. Mi inclinación por la criónica está basada en un conocimiento general de la ciencia y un optimismo en cuanto a las posibilidades de la técnica y el ingenio humano. Me adhiero a la posición de Benjamín Franklin. Posiblemente el mayor determinante en mi vida ha sido la curiosidad. Quisiera saber y experimentar los cambios que traerán los próximos cien o quinientos años y, por eso, si puedo escoger entre los gusanos, el fuego y la congelación, elijo el frío que trae consigo una minúscula oportunidad de alargar el cuento.
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