Analía
Fotografía principal: Martin López / Pexels

***Analía volvía de una guardia esa madrugada de diciembre de 2017 cuando lo encontró sentado en el sillón del living frente a una botella de whisky casi vacía y un cenicero rebosante de colillas. Estaba desvelado y en las manos tenía una escopeta. La esperaba para preguntarle dónde había estado y con quién.Hacía tiempo que la vida en esa casa de Brígido Terán al 600, frente a la zona del parque 9 de Julio donde se encuentra el club de rugby Los Tarcos, se había vuelto un martirio para ella. Si bien Gerardo Herrera nunca le había levantado la mano, los celos y la violencia verbal y psicológica que soportaba a diario eran cada vez más intolerables. El enfermero, de 43 años, era adicto a las drogas y estaba obsesionado con las armas de fuego. Lo habían despedido de uno de los sanatorios donde trabajaba y con el dinero de la indemnización se había comprado una escopeta semiautomática y una pistola Bersa calibre 22. “Las noches cuando yo tenía guardia, el tipo se dedicaba a mandarme mensajes… era una persecuta constante. Él tenía problemas de alcoholismo y de consumo de cocaína. Su consumo se ha ido incrementando cada vez más. Empezaba a tomar alcohol y seguía con las drogas durante días enteros a veces. En su momento, ha pedido ayuda y ha empezado a hacer terapia, hasta que un día abandonó y me dijo: ‘mirá, yo no tengo ganas de recuperarme porque tomo con mi plata, sale de mi bolsillo, y creo que no molesto ni afecto a nadie’. Esa era su visión porque la realidad era que sí afectaba a su familia y nos hacía la vida imposible a nuestro hijo y a mí”, recuerda Analía.Esa madrugada Gerardo les apuntó con la escopeta a ella y a su padre que había ido hasta ahí para auxiliarla. Analía hizo la denuncia en el juzgado y se refugió unos días en la casa de su madre. “La psicóloga me decía que no vuelva porque ese tipo de personas ya tienen ese perfil y no cambian… fue como si me hubiera cantado lo que me pasó después”, relata ahora con culpa lacerante la mujer que entonces eligió creer en el juramento arrepentido de aquel hombre al que había amado. Cuando volvió, lo hizo con un botón antipático instalado en su teléfono celular.

Catorce días después de haber hecho la denuncia, la policía tocó la puerta de la casa con una orden de allanamiento. Esposado, Gerardo miraba a los oficiales, que sacaban de un armario su escopeta, y del bolso con que había ido a trabajar al hospital la noche anterior su pistola. Los insultaba porque habían ido hasta allá para quitarle lo que tanto deseaba. A ella sólo alcanzó a recriminarle:

– Todos estos también son machos tuyos.

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La silueta de las montañas se desdibuja en grises al fondo de la calle enripiada. El cerro San Javier – una sierra de más de 19.000 hectáreas cubiertas por las yungas a más de 1800 metros sobre el nivel del mar y a sólo 25 kilómetros de la capital provincial – lleva una semana ardiendo y las expectativas están puestas en el pronóstico que anuncia para hoy posibles lluvias, siempre esperadas en Tucumán, quizás nunca con tanto énfasis como este 12 de octubre del año en que comenzó la pandemia. Para la hora de la oración, las nubes de agua se diluyen entre el humo plomizo. La esperanza y el desaliento se vuelven indiscernibles en esa mancha difusa que es el horizonte.

A un par de kilómetros de ahí, en la Plaza Independencia centenares de manifestantes aprovechan el feriado para hacer un banderazo en contra del gobierno nacional en una jornada que cerrará con trece muertes por coronavirus y un nuevo récord de contagios en la provincia: 1282 en un total de 30.101 y la incertidumbre por el posible anuncio de un retroceso a la Fase Uno, la más estricta de la cuarentena. Pero acá, en el barrio Gente de Prensa, las calles están desiertas y el leve bamboleo de las hamacas vacías en los juegos infantiles de la placita se parece a una típica postal postapocalíptica. Al frente, la casa de Analía Figueroa no tiene vereda, número ni timbre. Los perros me anuncian quebrando el silencio de la tarde. Son cinco, todos pequeños: Marge, Homero, Josefina, Oso y un cachorro cocker canela de dos meses que todavía no tiene nombre.

Cuando Analía abre la puerta, los perros nos escoltan de cerca hasta el comedor. Bastará un chistido suyo para que cesen los ladridos. Tiene 33 años, los pómulos salpicados de pecas, las cejas finas y una sonrisa generosa que no desaparecerá ni siquiera ante los recuerdos más dolorosos. Es una mujer robusta que usa el pelo castaño oscuro estirado en un rodete y que ahora viste una remera gris y una calza negra. Aunque su rostro no ha perdido la frescura que le da cierto aire juvenil, todavía luce cansada. Ayer ha cumplido con una guardia de 24 horas en el Hospital de Clínicas Nuestra Señora del Carmen, un hospicio psiquiátrico para mujeres. Siempre le lleva un par de días recuperarse de esas jornadas, confesará después. En la vivienda de paredes sin revocar y techos de chapa, reina el desorden propio de lo que todavía no ha terminado de construirse. Los espacios se fueron ampliando de a poco, con esmero, una vez que Analía se mudó junto a Ramiro, su hijo de nueve años. Hasta entonces, acá sólo vivían Silvia, su madre, y Pablo, su hermano menor. Eso fue hace más de dos años, justo después del accidente, como llama ella al episodio que casi le costó la vida y persiste ahora en la forma de un pavor acechante.

Hospital de Clínicas Nuestra Señora del Carmen, un hospicio psiquiátrico para mujeres. / Ministerio de Salud Pública Gobierno de Tucumán.

Nos sentamos alrededor de un tablón largo cubierto por un mantel de tela estampado con grandes flores tropicales. Los colores estridentes contrastan con el gris de las paredes despojadas de todo ornamento. Al instante, Ramiro, su hijo, irrumpe de forma intempestiva. Sus gestos infantiles desmienten un tamaño propio de un niño de mayor edad. Es gordito, de cachetes inflados y brazos morrudos que la musculosa deportiva deja al descubierto. Se acerca hasta mi lado sin dejar de moverse y murmura lo que entiendo como un saludo. Le acaricio el pelo y se queda mirándome hasta que Silvia, su abuela, lo llama por su nombre. Sus movimientos son enérgicos y bruscos, como si las paredes de la casa, los muebles y hasta las personas fueran obstáculos en su andar. Del otro lado de la mesa, la mujer de 63 años tiene un camisón claro y parece agobiada:

– Está pesado el día, encima no cae ni una gota… El de arriba está enojado con nosotros porque nos mandó el virus y no nos manda agua.

“Tranquilo ¿sí?”, le dice Analía a Ramiro que ahora se agita a la par suya. Su tono suena más a una súplica que a una orden. Desde que comenzó la pandemia y el aislamiento social, aquí la calma es una burbuja de cristal demasiado tenue; una película frágil siempre pronta a estallar en un caos rabioso.

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Mamá

Papá

Agua

Sólo tres palabras pronunciaba Ramiro con su año y dos meses, acaso, las primeras palabras que aprende todo niño cuando comienza a hablar. Era un bebé enérgico que gateaba por los rincones de la casa de su abuela, quien lo cuidaba mientras su mamá, Analía, trabajaba en un sanatorio privado en la capital de Tucumán. En algunas de esas incursiones no era extraño que, en un descuido, se aventurara al jardín delantero o al terreno del patio. Esa mañana había sol y la perra de la cuadra cuidaba a sus crías recién paridas al amparo de una sombra breve en el umbral de entrada. Ramiro jugaba entre los animales como un cachorro más cuando un rottweiler se acercó demasiado y la madre no tardó en mostrarle los dientes. El niño quedó en medio de la trifulca canina y se llevó la peor parte: una gran herida abierta en la zona parietal y traumatismo de cráneo.

Desde entonces no volvió a hablar.

Ramiro, el hijo de Analía, fue diagnosticado con Trastorno Generalizado del Desarrollo. / Fotografía: Allan Mass / Pexels

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Los médicos que atendieron a Ramiro primero atribuyeron su mutismo al estrés postraumático ocasionado por la mordida del perro. Después, comenzó un periplo por distintos especialistas: de la fonoaudióloga al otorrinolaringólogo, del otorrinolaringólogo a la psiquiatra, de la psiquiatra al neurólogo y del neurólogo al psicólogo. Cuando cumplió dos años y medio recién le dieron un diagnóstico: Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD) con signos de Trastornos del Espectro Autista (TEA). El niño parecía desconectado de los demás entre días de insomnio, llanto, irritación y angustia. Estuvo semanas sin dormir y podía pasar horas llorando sin parar y sin razón aparente. Su madre dejó uno de sus dos trabajos como enfermera para cuidarlo. ¿Pero quién la cuida a ella? Esa es una pregunta que Analía se hace todos los días y que ahora repite una vez más.

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Por las mañanas, cuando escucha el motor de un vehículo que pasa por su cuadra, Ramiro corre hasta la ventana del frente de su casa a la espera de que esta vez sí sea la combi que lo llevaba de lunes a viernes al centro terapéutico. Pero no. A lo largo de 2020 sólo fue cuatro veces en marzo, días antes de que se dispusiera el aislamiento social obligatorio en todo el país. Desde entonces, sus crisis son más frecuentes y virulentas. No sólo han regresado los ataques de llanto y las jornadas de insomnio, sino también arrebatos de voracidad en los que no para de comer y de violencia en los que se golpea la cabeza con los puños cerrados o se arranca con las uñas jirones de piel de los brazos. Ya le han cambiado tres veces la medicación, pero basta que su organismo se acostumbre para que se vuelva apenas un placebo incapaz de contener tanto brío preso en el propio cuerpo.

Ramiro todavía debe usar pañales y para comunicarse señala aquello que quiere o lo toma directamente. Cuando no logra hacerse entender, se angustia y estalla en un llanto intenso que puede extenderse por horas. Debido a su hipersensibilidad sensorial, cualquier ruido, cualquier textura, cualquier estímulo vuelve hostil su entorno en cuestión de segundos. Por eso no puede viajar en el transporte público ni caminar por calles transitadas y bulliciosas. Muchas veces, esas crisis sensoriales se traducen en reacciones violentas en las que arroja lo que tiene a su alcance con la fuerza propia de un adulto: vasos, platos, esta mesa del comedor y hasta la heladera de los vecinos de la casa de al lado. Con los años, Analía aprendió a leer los distintos signos en el comportamiento de su hijo para anticiparse a los momentos más críticos. El tratamiento farmacológico, el aceite de cannabis y, sobre todo, las distintas terapias a las que asiste contribuyeron a que las crisis se vuelvan más espaciadas y menos agresivas. Para eso, no sólo tuvo que lidiar con la patología de Ramiro, sino con todo un sistema que parece empeñado en expulsarlo.

Para que sus hijos reciban tratamiento, la mayoría de las madres como Analía debe transitar un laberinto kafkiano de trámites, burocracias, notas, formularios y expedientes a la espera de que las obras sociales o el sistema público de salud les brinden una cobertura que suele ser parcial, deficiente y siempre tardía. Ella ha deambulado por oficinas, secretarías y dependencias para que su hijo reciba terapia y educación. Si bien la ley establece que las instituciones educativas están obligadas a recibir un cupo de dos alumnos en integración por cada curso, 18 escuelas de tres municipios distintos le han negado un lugar. Ante la imposibilidad de escolarizarlo, desde hace dos años que asiste por las mañanas a un centro terapéutico donde recibe clases con psicólogos, pedagogos y fonoaudiólogos. Por su condición, Ramiro debería asistir la jornada completa, pero el Subsidio de Salud – la obra social de los empleados públicos de la provincia a la que muchos llaman en una cruel ironía “Suicidio de Salud”- sólo le autoriza la mitad.

Ante el desamparo estatal y el desconocimiento sobre la patología, las mamás de niños con autismo de la provincia han trazado sus propias redes de contención donde comparten los aceites de cannabis que algunas producen en sus casas de manera clandestina, información, experiencias y consejos. Son alrededor de cincuenta las que forman la organización comunitaria AzulCEA donde las más activas se reúnen con funcionarios y políticos para propulsar la creación de un centro terapéutico público que se encuentra paralizado desde 2019. Cuando Analía estuvo al borde de la muerte, ese grupo de mujeres veló por la salud de Ramiro.

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Que esta vez todo sería distinto, insistió.

Que la quería, juró.

Que le diera una nueva oportunidad, rogó.

Que había cambiado, mintió.

Analía había pasado más de dos meses con Ramiro, su hermano y su madre que se recuperaba de una operación. La casa era pequeña para todos, la economía apretaba y su hijo extrañaba al padre. Creyó en Gerardo y volvió. Al comienzo pareció que, esta vez, no se había equivocado: “Me dice que volvamos y era otro tipo él entonces. Han pasado dos semanas de convivencia en la que estuvo todo bien y, a la tercera, empezó con los reclamos para que le levante la denuncia y recupere las armas. Era lo único que le importaba en ese momento. Me ha cansado tanto con lo mismo que le dije que después del feriado lo iba a hacer y que yo me iba de la casa y ya no lo iba a ver más. Él aceptó. No hubo una pelea ni nada, estaba todo bien”.

Ella sólo quería terminar de una vez y para siempre con la tortuosa relación. Él quería reencontrarse con las armas que le había quitado la policía. Ese fue el pacto que se selló esa noche previa al domingo de pascua en la casa en la que entonces se encontraban Analía, Gerardo y Emilse, la hija de 18 años de él con su pareja anterior. Después, ella entró a ducharse. Después, la patada en la puerta del baño. Después, un disparo. Después, otro. Nunca se supo cómo obtuvo esa nueva arma.

***

– ¿Sabés por qué estás acá? – Preguntó la voz que había repetido su nombre. No podía girar la cabeza para ver quién le hablaba. Era un empleado judicial.

– Porque me han disparado – respondió con un gran esfuerzo.

– ¿Sabés quién fue?

– Gerardo.

Analía sintió pánico al despertar y enterarse que estaba en la terapia intensiva del Hospital Padilla. Ahí trabajaba el hombre que había intentado matarla y ahora se encontraba prófugo de la justicia: “Todavía tenía el respirador y me quería arrancar el tubo, la sonda, los drenajes… Sentía que me hablaban bajito, pero no sabía dónde estaba. Cuando me dijeron que estaba en el Padilla, les dije: sáquenme ya de acá”. Las voces familiares de unas enfermeras amigas la calmaron. Él no estaba ahí. Ella estaba a salvo.

Al volver lo recordaba todo. Como una película proyectada en loop en su mente, la secuencia se repetía: Gerardo entrando al baño, los disparos y la intervención de Emilse agarrándolo a trompadas para evitar que la rematara. Mientras él huía, ella corrió descalza a pedir ayudar a un policía que encontró en el parque. El oficial la sacó de la bañera, la sentó en una silla, la cubrió con una colcha y le puso una toalla en el cuello para detener la hemorragia. Las últimas escenas, minutos antes de desmayarse, regresan ahora como destellos confusos: Los borceguíes negros de los policías que la rodeaban, el susurro eléctrico del handy, las voces cada vez más lejanas, sangre y frío y después nada más; un limbo onírico de seis días hasta la luz y esa voz que la nombra.

“La intención de él era darme en la cabeza, no en el brazo ni en la pierna ni pegarle a la pared. Yo creía que me había dado en el brazo y estaba toda ensangrentada en la ducha. Lo puteaba y le decía: qué me has hecho. En lo que quiero salir de la bañera para enfrentarlo, ahí me hace el segundo disparo. Ese ha entrado por el cuello y estalló contra el hueso del orbital, eso la ha detenido a la bala, sino se me iba al cerebro. Si yo me quedaba quieta o me daba en la frente o me daba en la sien…”, cuenta Analía. La primera de las balas ingresó por debajo de la garganta hasta el hombro, donde todavía está alojado el plomo. La segunda, un poco más abajo, le rozó la arteria yugular externa y se destrozó debajo del pómulo izquierdo.

Gerardo Herrera se entregó a la justicia y en diciembre de ese año fue condenado a once años de prisión por intento de homicidio doblemente agravado por el vínculo. / Foto: Donal Tong / Pexels.

Cuando llegó desangrándose a la guardia del hospital, ahí todavía agonizaba Ana Ríos, una estudiante jujeña de 26 años, luego de caer cuatro pisos al vacío, según la denuncia, arrojada por su novio Facundo Guerrero. Ana es una de las 278 víctimas fatales por violencia de género que hubo en 2018 en todo el país, de acuerdo con el informe de la Oficina de la Mujer. Analía pudo haber engrosado esa cifra. Al momento de relatar lo sucedido, se refiere al intento de femicidio como “el accidente” o “eso que me pasó”. Aunque no calla su historia, recurre a los eufemismos cada vez que Ramiro vuelve al comedor para pedir el teléfono o la bolsa de caramelos que está arriba de la heladera. Al estirarse un poco el cuello de la remera quedan expuestas dos cicatrices redondas y rojas que parecen, apenas, las picaduras de un insecto.

Esa noche, Analía también tenía puesta una cadena con una medalla de San Benito como la que cuelga ahora en su cuello. Aquella nunca apareció, el informe de los peritos indica que desvió el primero de los proyectiles. En la fe católica, es uno de los símbolos que los sacerdotes utilizan en los exorcismos porque le atribuyen el poder de alejar al demonio. Ella así lo cree.

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Por estos días, Analía divide su tiempo entre tratar de contener las crisis de su hijo en su casa y los desbordes de las 18 internas que tiene a su cargo en la clínica psiquiátrica. Los breves lapsos de silencio se han vuelto oasis efímeros entre ecos de gritos y de llantos intermitentes. Mientras cuida de los demás, el caos parece haberse convertido en su propio refugio al miedo denso de la espera. Miedo que conoce y no nombra y para el cual la medalla del santo resulta, acaso, un escudo insuficiente.

A lo largo del año pasado, se produjo un femicidio cada 29 horas en Argentina, de acuerdo al promedio que arroja el informe realizado por el Observatorio de Femicidios de la Defensoría del Pueblo de la Nación que registró 295 mujeres víctimas fatales por violencia de género en 2020. Según estas estadísticas, Tucumán fue la tercera provincia del país con mayor cantidad de femicidios habiendo registrado 21 casos. El 60% de todos esos asesinatos fueron cometidos por las parejas o ex parejas de las víctimas. En 2019, Analía pasó 27 días internada y fue sometida a tres intervenciones quirúrgicas para recuperarse de las heridas que le produjo el padre de su hijo. Después de permanecer once días prófugo, Gerardo Herrera se entregó a la justicia y en diciembre de ese año fue condenado a once años de prisión por intento de homicidio doblemente agravado por el vínculo.

Ante los brotes de coronavirus en la cárcel de Villa Urquiza donde él se encuentra alojado, existe la posibilidad de que le permitan dejar el penal para cumplir con prisión domiciliaria. Esa chance concreta se ha convertido en los últimos meses en un temor latente. Analía no quiere pensarlo, pero lo sabe. “En algún momento él va a salir y se va a justificar con que quiere ver a su hijo. El tipo, de una forma o de otra, para complicarme la vida a mí, va a buscar los medios de acercarse. A mi cabeza la tengo ocupada en el hoy, en el ahora, porque si me pongo a darle manija a lo que puede pasar más adelante… va a ser de terror. No tengo miedo por mí, pero sí de que le haga algo a mí familia o a Ramiro”, dice y abjura de la pesadilla, aferrándose a la medalla de San Benito con la misma fe con que ahora se abraza a su hijo.


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