La vecina de asiento era Alessandra Abbado, segunda y única mujer entre los cuatro hijos del director de orquesta italiano Claudio Abbado, que fungía a menudo como su mano derecha; una de muchas que tuvo el director italiano durante sus casi 60 años de carrera. Ese 12 de agosto de 1999 la Orquesta Juvenil Gustav Mahler, fundada por Abbado en 1986 y conformada por jóvenes músicos de toda Europa, se presentó en el Teatro Amadeo Roldán de La Habana como parte de la gira mundial de cada verano, que ese año había pasado por Tanglewood (EEUU) y Caracas antes de llegar a la capital cubana, de donde saldría hacia Santiago de Compostela, Edimburgo y otras ciudades europeas. No se sabe quién lo invitó a La Habana, pero probablemente era su primera vez allí. Que Abbado y sus músicos arribaran a la ciudad después de presentarse en Caracas no era gratuito: tanto a ellos como a su director asistente en la Orquesta Mahler, el alemán Stefan Anton Reck, les advirtieron que no mencionaran en Estados Unidos que irían a Cuba, pues podían molestar a los patrocinadores. Viajar desde Tanglewood hacia Caracas, y desde Caracas hacia la isla, evitaría cualquier suspicacia innecesaria.
Reck, además de músico, es pintor y tiene un carácter algo excéntrico al que delatan sus ojos vivaces y su rubia melena ensortijada. Fue testigo de excepción de esa visita de la que, hasta ahora, únicamente se sabían generalidades de los dos conciertos que hubo: el que Abbado dirigió y el que dirigió Reck al día siguiente con el mismo repertorio. Suyas son las fotografías de la fiesta ofrecida en un recinto gubernamental esa misma noche. Son las únicas, dice, gracias a que Abbado y él ignoraron deliberada y discretamente los estrictos controles exigidos por el propio Castro, que incluían una revisión con rayos x de los invitados y la orden de que nadie accediera al lugar más que con la ropa que llevaba puesta. Reck cargaba entre el bolsillo una pequeña cámara Canon. Castro y su copioso equipo de seguridad parecían desconcertados, pero hicieron la vista gorda. El alemán es consciente, 25 años después, de que de no haber sido porque no se despegó de Abbado en toda la noche, y el presidente cubano tenía razones para estar de buen humor, su osadía le habría traído muchos problemas.
La mano izquierda más hermosa del mundo
Claudio Abbado nació en Milán en 1933 en una familia de músicos: su padre, Michelangelo Abbado, era violinista y fue director del conservatorio de la ciudad. Su madre, María Carmela Savagnone, era pianista y escritora de cuentos infantiles. Fue ella quien le enseñó a tocar el piano a muy temprana edad y quien más estimuló su profunda sensibilidad. Claudio fue un niño feliz, tímido y solitario, que aprendió de su padre a ser disciplinado, pero no tenía afinidad con él por su carácter rígido e intransigente. Su abuelo materno fue quien más lo influenció: era profesor de lenguas antiguas en la Universidad de Palermo, estudió arameo y tradujo una parte de la biblia original que hablaba de los hermanos de Jesús, por lo que fue excomulgado de la iglesia católica. Le enseñó a amar la naturaleza y cultivó dos rasgos profundos de su personalidad que fueron parte de su sello de identidad en la música: el valor de escuchar atentamente y el absoluto dominio del silencio.
Tenía seis años cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial y doce cuando terminó. El dictador fascista Benito Mussolini era aliado de Hitler. En una ocasión, María Carmela fue detenida por un corto período de tiempo al descubrirse que había alojado y alimentado a escondidas a un niño judío. Otro día, en un acto de ingenua rebeldía infantil, Claudio escribió “¡Viva Bartók!” en una pared del edificio donde vivían y unos agentes de la Gestapo, ignorantes de que Bartók era un compositor, fueron a su apartamento a preguntar dónde estaba ese partisano para detenerlo. “Mis recuerdos de la guerra son muy dolorosos”, dijo Abbado en un documental. “Vi muchas atrocidades, recuerdo las ejecuciones de los partisanos en la calle. El nazismo y el fascismo crearon una época terrible en Italia que espero que nunca se repita”. La guerra lo marcó para siempre, sembró en él un profundo rechazo hacia cualquier forma de autoritarismo, y fue determinante en la posición política de izquierda que asumió públicamente durante toda su vida.
Poco después del comienzo de la guerra, Claudio fue con su hermano mayor a un concierto en el Teatro alla Scala y se quedó absorto, como presa de un hechizo, observando los movimientos del director Antonio Guarnieri. Tenía siete años y acababa de decidir su destino: “quería hacer música porque pensaba que era una manera de descifrar la magia, de llevar a la gente a ese mundo”, dijo en una entrevista en 2005. Continuó con su formación musical: en Milán y Viena estudió piano, composición y dirección. Además cantaba bien: era bajo barítono y entró con su amigo Zubin Mehta al coro del Muzikverein de Viena; no porque le interesara convertirse en cantante, sino porque estaba prohibido asistir a los ensayos, y era la mejor manera de aprender de los grandes directores y tenerlos cerca. Hubiera hecho bien cualquier cosa: “era un gran pianista”, dijo de él Daniel Barenboim. Sus composiciones, lastimosamente, nunca vieron la luz. Ante la imposibilidad de dedicarse a todo, a los 21 años decidió convertirse en director, ser él el mago. Invocar la música golpeando el aire con su varita mágica. Abbado nunca dejó de ser, ni siquiera cuando se aproximaba a la muerte, ese niño de siete años de mirada sonriente y viva al que se le iluminaba el rostro mientras dirigía, ni de tener con la música una relación de asombro infantil, de feliz ingenuidad, de profundo amor, como quien cumple un sueño.
Ganó su primer premio a los 25 años y, desde entonces, su carrera no hizo más que ascender. Las imágenes de sus comienzos revelan a un joven de gesto grave y ademanes un poco rígidos, quizá demasiado técnicos. Abbado no superaba los 1,65 metros de estatura, pero tenía los brazos largos, lo que alargaba su figura serena, pero imponente, en el podio. Varios de los grandes directores no lo han sido en tamaño: los centímetros menos son una ventaja, pues no obliga a los músicos a alzar la vista más de lo necesario y retirarla del atril. “Soy tan alto que, si muevo mucho los brazos, me vería ridículo”, me dice entre risas Henrik Schaefer, un simpático alemán fornido y de 1,90 metros de estatura que camina como si las piernas le pesaran, y que fue su director asistente en la Orquesta Filarmónica de Berlín.
Los movimientos de los directores de orquesta suelen ser caricaturizados, pero no son caprichosos: son esenciales para guiar a los músicos. Su forma de dirigir transmite su concepción del poder, su conocimiento de la música, su personalidad y estilo. La de Abbado se caracteriza por un balance casi perfecto en el sonido, entre la técnica y la emoción. Dependiendo de lo que dirigía podía ser suave, delicado, profundo; o alegre, fuerte, enérgico y apasionado. Tenía, además, una increíble elegancia natural, ojos y rostro expresivos, y una estética gestual tan propia y tan precisa que muchos directores jóvenes que lo consideran su ídolo han intentado imitarlo. Pero es imposible: es como tratar de imitar un alma o una huella digital. “Todos los seres humanos, hombres y mujeres, tenemos un lado femenino y uno masculino. Había mucha estética femenina en su manera de dirigir”, dice Stefan Anton Reck. “Cuando se movía o caminaba parecía que flotaba entre las nubes. Creo que era perfectamente consciente de lo que su cuerpo comunicaba”.
Mientras la mano derecha que sostiene la batuta marca el ritmo, la mano izquierda de los directores —la mano del corazón— da indicaciones a los músicos, pero, sobre todo, define el alma, la intensidad y la emoción: “lo que no se puede explicar”, dice el director de orquesta y cantante colombiano Juan Sebastián Acosta, que vive en Viena desde 2003 y trabajó en algunos conciertos bajo la dirección del italiano. La mano izquierda de Claudio Abbado, considerada por muchos músicos, admiradores y entendidos “la más hermosa del mundo”, no era la mano blanca y de dedos largos y finos que se atribuye a los pianistas. Era una mano firme, de dedos más bien gruesos, consistentes, no muy largos, pero proporcionados, y levemente torcidos. Parecía moverse autónomamente, como llevada por su propio impulso. Giraba sobre el eje de la muñeca, o se desgonzaba como si a duras penas se sostuviera de ella, y parecía que acariciaba el aire. Enfermó, envejeció y cambió con él. Pasó de ser rolliza a asemejarse a las ramas de un árbol. Con los años se acentuó la tendencia de los dedos anular y corazón a ir siempre juntos y curvarse hacia la palma, contrastando con el meñique siempre separado e independiente, y el índice determinado y decidido. “Su mano izquierda te contaba la historia emocional completa de lo que dirigía”, añade Reck. “Eso es fascinante y él lo sabía. Estaba absolutamente enamorado de su mano izquierda”.
La guerra lo marcó para siempre, sembró en él un profundo rechazo hacia cualquier forma de autoritarismo, y fue determinante en la posición política de izquierda que asumió públicamente durante toda su vida”.
En momentos de emoción, Abbado se la llevaba espontáneamente a la boca como si quisiera comerse la música, saborearla. O se la posaba sobre el pecho, conmovido, mientras cerraba los ojos e intentaba volver en sí y recuperar el aliento. Era una mano de color aceituna, mediterráneo, cuya belleza sobrepasaba la estética; podía, incluso, prescindir de ella. Cuando supe de sus orígenes árabes remotos, entendí por qué sus gestos, su cadencia, fuerza, elegancia y sensualidad, me recordaban a los gestos de las manos de quienes bailan ballet, danza árabe o flamenco. A Abbado le enorgullecía contar que descendía de Mohamed Abad, un rey culto, no guerrero, que en el siglo XI construyó el Real Alcázar de Sevilla y contribuyó al desarrollo cultural y artístico durante la conquista árabe de España, de donde fue expulsado. Uno de sus hijos se asentó en Italia y adaptó al idioma local el apellido que legó a su descendencia.
“Maestro es cualquiera, Claudio soy yo”
Como director musical y artístico de La Scala y fundador de su orquesta (1969-1986), Abbado hizo mucho más que dirigir: junto con sus amigos, el pianista Maurizio Pollini y el compositor Luigi Nono, llevó la música clásica —considerada un gusto de las élites— a cárceles, fábricas, hospitales y barrios obreros. Abría el teatro durante el verano, cuando permanecía cerrado por las vacaciones, y permitía que personas que jamás habían podido comprar una entrada —como estudiantes y trabajadores— asistieran gratuitamente o con descuento a los conciertos, o a proyecciones de los videos de las temporadas de ópera de años anteriores, algo que no se había hecho antes. Estaba convencido de que la música era fundamental para los seres humanos y la convivencia entre ellos, y que la falta de dinero no debía ser un impedimento para acercarse a ella. Su carácter cálido, sencillo, generoso, y su talante democrático, se extendían al trato con los músicos: los respetaba como a los profesionales que eran y aseguraba que no dirigía, sino que coordinaba; pedía que no le llamaran “Maestro”, sino “Claudio”: “Maestro es cualquiera, Claudio soy yo”, le dijo a la gestora cultural venezolana Carolina Márquez. Replicó en las grandes orquestas que dirigió el modelo de la música de cámara que tocaba con su familia desde niño: que los músicos se escucharan atentamente entre sí. La falta de escucha, decía, era el principal problema de las sociedades modernas y a eso atribuía buena parte de sus males. Creía que la música podía enseñar a escuchar.
Fue director principal de la Orquesta Sinfónica de Londres (1979-1987) y director de la Ópera Estatal de Viena (1986-1991). Estudiaba a fondo a los compositores y sus partituras, y siempre encontraba nuevas formas de interpretar su música sin alterarla. En 1980 le dijo al productor de radio y director de cine inglés Robert Chesterman: “No me gusta usar partitura por una razón psicológica, significa que no conozco mi trabajo suficientemente. Es peligroso, pero es mejor”. Los músicos lo respetaban, pero algunos se aburrían en sus ensayos porque no hablaba, o hablaba muy poco, o en voz tan baja que costaba escucharle. “No hablo mucho con la orquesta. No uso muchas palabras porque durante el concierto no puedo hablar con ellos. Mantengo el contacto con mis manos, con mis ojos, y gradualmente han aprendido a entender lo que pienso, lo que quiero, cómo quiero que suene la música”.
Era una mano firme, de dedos más bien gruesos, consistentes, no muy largos, pero proporcionados, y levemente torcidos. Parecía moverse autónomamente, como llevada por su propio impulso. Giraba sobre el eje de la muñeca, o se desgonzaba como si a duras penas se sostuviera de ella, y parecía que acariciaba el aire.
Tampoco necesitaba hablar para ejercer el poderoso atractivo que ejercía sobre las mujeres. De hecho, no tenía que esforzarse en lo más mínimo. Era muy ensimismado, así que, cuando se fijaba en alguna y le prestaba atención, ella se derretía. Seguramente su poder era parte de su magnetismo, algunas lo buscaban sólo por interés. Abbado no entraba dentro del canon de belleza masculina, pero era seguro de sí mismo, persuasivo, encantador, caballero, carismático y consciente del efecto que causaba, y no lo rehuía en lo más mínimo. Sus relaciones no eran un secreto y quienes lo conocieron coinciden en que no era un depredador; pero, como nadie es perfecto y en ningún ser humano hay luz sin sombra, era con sus amantes y parejas —sobre todo, jóvenes dedicadas profesionalmente a la música que también lo asistían y seguían a todas partes— con quienes sacaba en privado algunas de las facetas más desagradables de su personalidad, como sus celos compulsivos y explosiones de ira, que contrastaban con el Claudio afable, sonriente y tranquilo que la gente conocía públicamente.
Era perfeccionista, exigente, meticuloso. “Claudio era muy agradable, pero no era fácil acercarse a él”, dice Henrik Schaefer, que, además de su asistente, fue su amigo. Tenía un gran sentido del humor, pero el respeto que inspiraba imponía cierta distancia. “No era tímido, como suelen decir. Simplemente no le gustaban las conversaciones insustanciales”. Detestaba las relaciones públicas y huía del protagonismo como de la peste. La gente buscaba su compañía, pero en ocasiones él se evadía cortésmente. Evitaba el conflicto. Corregía en privado y personalmente a los músicos, pero también podía pedirle al director artístico que se encargara de que alguien no se presentara a partir del ensayo siguiente, sin explicar los motivos. Tenía lo que en España se conoce como “mano izquierda”: la habilidad de sortear inteligente y pacientemente una situación difícil, con tacto, pero saliéndose con la suya.
Estaba en Viena cuando, el 8 de octubre de 1989, los miembros de la Orquesta Filarmónica de Berlín —considerada la mejor del mundo— lo eligieron, por votación, como su director musical (1989-2002) y sucesor de Herbert von Karajan, que la dirigió por 35 años, hasta su fallecimiento en julio de ese mismo año. Abbado fue el más sorprendido. Se habían conocido a mediados de los sesenta y, aunque el austríaco le había dado una de las primeras oportunidades decisivas como joven director en Salzburgo y tenían buena relación, no podían ser más distintos: Karajan era el arquetipo del director de orquesta poderoso y autoritario —lo apodaban “el káiser”—, fue cercano al régimen nazi, tenía un estilo dictatorial y agresivo para relacionarse con los músicos, y era una celebridad. El nombramiento público y oficial de Abbado coincidió con la caída del Muro de Berlín. Su llegada a la orquesta justo en el momento de la reunificación alemana fue una especie de metáfora: tanto a la Filarmónica como al país les había llegado el momento de la democracia, de un cambio de liderazgo y de rumbo. “Fui afortunado de que votaran por mí en el mismo momento en el que cayó el muro. Ya Berlín no es una isla. Parece una conjunción de las estrellas, un milagro”, dijo él mismo. Acuñó un término que resumía su filosofía y su manera de ver la música: Zusammen musizieren, hacer música juntos. Aunque ya tenía para entonces una trayectoria y una reputación considerables, fueron sus años en Berlín, donde se le admira especialmente, los que le dieron más visibilidad internacional y lo posicionaron en lo más alto del podio como el mejor o uno de los mejores directores de orquesta del mundo.
El cumpleaños de Fidel Castro
Cuando Abbado y su Orquesta Juvenil Gustav Mahler visitaron La Habana por primera vez, en 1999, lo hicieron, también, con una motivación social: llevaron instrumentos, cuerdas y partituras donadas en Europa para músicos cubanos de varias orquestas que hasta ese momento, debido a la precariedad económica de la isla, tenían que compartir instrumentos viejos y en mal estado que afectaban la calidad de su música. Sin embargo, eso trascendió menos que el hecho de que el 13 de agosto, al día siguiente del concierto dirigido por Abbado, era el cumpleaños número 73 de Castro. Algunos medios cubanos y europeos decían que el día 12 los miembros de la Orquesta Mahler y Abbado, reconocido izquierdista, habían entonado durante la fiesta ofrecida tras el concierto el “cumpleaños feliz” para el dictador cubano; que el director de orquesta italiano y él se dieron la mano, y que éste le regaló una caja de cigarros Cohiba —también obsequió una a Reck— con una dedicatoria en letras enormes en la cara interior de la tapa de madera: “Al maestro Claudio Abbado. Fraternalmente, Fidel Castro”.
En Italia, donde el arte y la política son prácticamente inseparables, se ha dicho siempre que Abbado era comunista. La crítica de arte y periodista italiana Gaia Servadio le dijo al inglés Robert Chesterman en una entrevista en 1976: “Considero que un artista siempre es alguien en oposición, que tiene algo que decir. Claudio era muy cercano al Partido Comunista (PC) porque en Italia ese partido era el único guardián de la honestidad. Diría que el PC lo tomó como símbolo, pero nunca estuvo afiliado, ni tuvo carné. Son gente buena, más agradable, más honesta, pero cuando un partido se convierte en gobierno deja de ser tan agradable y uno tiende a querer ser oposición nuevamente, que es lo que le pasó a Claudio”. Varios artistas italianos, como Raffaella Carrà, se mostraban orgullosos de ser comunistas y lo decían públicamente, pero no era el caso de Abbado. Él mismo insistió, durante toda su vida, en que nunca fue miembro del Partido y también se lo dijo a Chesterman: “Nunca estuve en el Partido. Nunca. Siempre fui libre (…) Si dicen que soy de izquierda o de derecha, no me importa”. Ser comunista en Italia, un país que vivió el fascismo y la guerra, es diferente de ser comunista en cualquier otro sitio —incluso dentro de Europa—, aunque esté igual de estigmatizado. La gestora cultural italiana Elisa Sologni, que acompañó a Abbado en otros viajes a Cuba y Venezuela como asistente y traductora, lo confirma diciendo que desde los años 70 y 80 los comunistas italianos eran contrarios a replicar el modelo ruso o el cubano en Italia, “porque Italia es una república y eso nadie lo pone en discusión”.
Durante el concierto Castro parecía conmovido, según Reck, “pero no tanto como a punto de llorar, no creo que llorara nunca”, dice con sarcasmo. El cubano no hablaba italiano y Abbado no hablaba español. En una de las fotografías tomadas por el alemán se ve a un traductor sentado en medio de Castro y del director italiano mientras éste habla y tiene la mano izquierda posada sobre la rodilla en un gesto usual en él: con los dedos hacia arriba como formando un cuenco. “Castro le hacía muchísimas preguntas a Claudio y se notaba que era un tipo primitivo, que no era un intelectual, ni tenía idea de música, de arte, de nada”. De todo lo que presenció esa noche, Reck dedujo que posiblemente Castro no dimensionaba a quién tenía delante. El mandatario cubano, conocido por su grandilocuencia, dio ante los invitados un discurso de casi dos horas. Cuando llegó el turno del lacónico Abbado para intervenir, sólo necesitó cinco minutos para agradecer la hospitalidad de Cuba para con él, su asistente, y sus jóvenes músicos; pero, sobre todo, para reiterar tanto como pudo, con toda la mano izquierda de la que era capaz, que la Mahler era una orquesta de 140 músicos jóvenes provenientes de 32 países democráticos, libres, y que le gustaría que algún día músicos cubanos pudieran recorrer el mundo con ella. “Claudio fue diplomático e inteligente, pero claramente era un mensaje para Castro”, dice Reck. El presidente cubano escuchaba a Abbado con gesto totalmente inexpresivo, impasible, como si no se diera por aludido.
Stefan Anton Reck cree que el régimen cubano usó la visita de Abbado y la orquesta como propaganda, pero es categórico al decir que no es cierto, como se sostuvo durante 25 años, que estaban allí para celebrar el cumpleaños de Castro, fue una casualidad. La Orquesta sólo salía de gira durante el verano europeo, período de vacaciones escolares para sus jóvenes integrantes, y La Habana era una parada más. Para los muchachos era la oportunidad de estar con dos figuras históricas: el presidente de Cuba y el prestigioso director de la orquesta, que no ocultaba su felicidad de estar con ellos allí. Pero no porque estuviera impresionado con Castro; de hecho —según Reck—, no lo admiraba a él, sino a su país, en el que veía mucho potencial. “Claudio no era estúpido ni ingenuo, sabía perfectamente cuál era la situación en Cuba y la vio con sus propios ojos”.
Claudio no era estúpido ni ingenuo, sabía perfectamente cuál era la situación en Cuba y la vio con sus propios ojos”.
Abbado fue diagnosticado con cáncer de estómago por la época de ese primer viaje a Cuba y operado un año después, en el verano del 2000. Dejó la dirección de la Orquesta Filarmónica de Berlín en 2002. Sobrellevó la enfermedad lo mejor que pudo y siguió dirigiendo, aunque se apoyaba más en sus asistentes, que se encargaban de proteger su espacio y evitarle incomodidades de cualquier tipo. Redujo sus apariciones públicas, sus viajes y giras internacionales, pero no dejó de hacerlas. Era muy delicado y sensible emocionalmente, necesitaba mucho tiempo y espacio para recuperarse de los estímulos externos, y esa condición se agudizó con la enfermedad. A pesar de todo, la fuerza le alcanzó para crear en 2003 la Orquesta del Festival de Lucerna (Suiza) —“un sueño hecho realidad”—, en la que reunió a los mejores músicos que había conocido y que eran, además, sus amigos.
Tocar y luchar
“Vengo a pedir tu mano”, le dijo Abbado a Elisa Sologni, la joven asistente del presidente del teatro de la ciudad italiana de Reggio Emilia, con un guiño y una sonrisa. Bromeaba. La frase no tenía ninguna alusión romántica: a Elisa le habían encargado, en marzo de 2004, ser su mano derecha durante algunos conciertos. El músico tenía 70 años y había perdido mucho peso, le habían extirpado buena parte del estómago. Mantenía el cáncer a raya con una dieta y cuidados muy estrictos por cuyo cumplimiento ella debía velar. Estaba frágil y el médico le recomendó que hiciera lo posible por pasar los meses de diciembre a marzo, durante el frío invierno en Europa, en países calurosos para que le diera el sol. Abbado iba a pedirle al jefe de Elisa que le permitiera viajar con él, en diciembre de ese mismo año, a Venezuela y a Cuba, donde había recibido en el mes de enero el título de doctor Honoris Causa del Instituto Cubano de Cultura, que agradeció sorprendido y emocionado: “No sé si merezca este premio. Sólo estoy seguro de que he aprendido mucho de la cultura cubana y de lo que ustedes están haciendo por el ser humano, por la parte humana de la sociedad”, había dicho. Además de su diligencia, de Elisa le interesaba una cosa: ella habla español. “Le expliqué que no podía ausentarme de mi trabajo durante tres meses, pero Claudio sabía lo que quería y era persistente, no se rendía nunca. Además, nadie le decía que no y él no aceptaba un no por respuesta”.
El 4 y 5 de enero de 2005, Abbado y la Orquesta de Cámara Mahler, a la que llegaban los músicos que habían alcanzado la edad límite para permanecer en la Orquesta Juvenil Gustav Mahler, dieron dos conciertos en el teatro Amadeo Roldán de La Habana. Uno de ellos fue dirigido por Gustavo Dudamel, que por entonces tenía apenas 24 años. Abbado lo había conocido en Caracas y estaba impresionado con su talento. Al volver a Italia, dos meses después, el director italiano firmó junto con otros intelectuales un manifiesto citado por el periodista Davide Giacalone en una crítica columna. Según Giacalone, los firmantes pretendían evitar la condena de la Comisión de DDHH de la ONU contra Cuba y pedían “no legitimar la agresión anticubana por parte de la administración Bush”, a la vez que afirmaban que en la isla “no existe un solo caso de desaparición, tortura o ejecución extrajudicial”, generando desconcierto entre sectores de la izquierda. Abbado se defendió a través de un artículo publicado en el Corriere della Sera: “Al dar la vuelta al mundo —escribió—, en tantos años de trabajo, siempre he intentado encontrar los aspectos positivos de cada cultura (…) El hombre, por su naturaleza, está inclinado en cambio a destruir o sacar a relucir casi exclusivamente los aspectos negativos de otras civilizaciones. Me parece que se está haciendo ahora con Cuba”. En el artículo no menciona a Castro, pero habla de la investigación médica de vanguardia, la ausencia de analfabetismo y los huertos comunitarios, y agrega: “hay un intercambio hermoso y fructífero entre Venezuela y Cuba. Un intercambio relacionado con la música y el ballet. Cuba es un país pobre y debería ser ayudado, no atacado”. En la columna en la que lo criticaba, Giacalone recordó que muchos artistas e intelectuales han sido perseguidos en Cuba, trató a Abbado de ignorante, y calificó su intención de “buscar lo positivo” como “miseria moral”.
La polémica seguía encendida en mayo de 2005. En entrevista con el periodista español Jesús Pérez Mantilla, Abbado dijo: “Yo no puedo juzgar muy bien lo que pasa en Cuba. Sólo he aprendido allí que pueden ser felices con pocas cosas, que la felicidad puede estar en otros valores humanos y sociales más que en los materiales. La pobreza, por otro lado, se puede encontrar en todas partes. En Estados Unidos también, y nadie habla de ello y se creen todavía con autoridad de salvar el mundo. ¿Por qué no decir la verdad? ¿Por qué no hablar de la vigencia allí de la pena de muerte o de su obsesión bélica que ha destruido muchas culturas? Luego está esa historia absurda del embargo. Lo mantienen para la isla y abren una prisión como la de Guantánamo. Pero ¿por qué siempre tenemos que hablar de lo destructivo, y no de lo constructivo?”. Elisa Sologni, que lo asistió y le sirvió como traductora durante todo el viaje, dice que Abbado no tenía ninguna relación con Castro y que no se vieron durante ninguna de sus visitas a la isla.
Abbado salió de La Habana con rumbo hacia Caracas, donde dio algunos conciertos y empezó el montaje de la Orquesta de Jóvenes Latinoamericanos que había anunciado que crearía. Estaba conformada por 260 jóvenes entre los 16 y los 24 años de América Latina y el Caribe que se presentaron, por primera vez, el 22 y 23 de enero de 2005 en el teatro Teresa Carreño para conmemorar los 30 años del Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela. Claudio Abbado y el fundador del Sistema, el músico y economista José Antonio Abreu, se conocieron en Caracas en 1999, durante la gira de la Orquesta Mahler: “Vino a dar un concierto y, cuando se dirigía a una rueda de prensa, entró en un ensayo. Estuvo llorando todo el tiempo y al salir dijo: ‘Yo he venido a hablar de mi orquesta, pero de lo que se debe enterar el mundo es de lo que tienen ustedes aquí’», contó Abreu en una entrevista. El venezolano había creado el Sistema en 1976, siendo ministro de Cultura durante la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), más con un objetivo social que artístico: formar gratuitamente a niños y jóvenes en la música —especialmente, de los barrios y zonas más pobres del país— y darles alternativas que los alejaran de la violencia y de la adicción a las drogas. “No sé cómo esto no se nos había ocurrido antes”, dijo Abbado en el documental “Tocar y luchar”, llamado así por el eslogan del Sistema. Para él fue todo un descubrimiento. Quedó asombrado con la altísima calidad de la formación y desde entonces se convirtió en una especie de padrino, propició que grandes figuras de la música como Simon Rattle —que lo sustituyó en Berlín— y el violonchelista chino Yo-Yo Ma asistieran como profesores sin cobrar un centavo, como él, y fue determinante para su reconocimiento internacional. Fue casi todos los años a Caracas entre 2005 y 2011, hasta que su salud y el deterioro de la situación política, económica y social en Venezuela lo hicieron inviable. Algunas fuentes afirman que durante esos mismos viajes pasaba al menos una semana en La Habana, que se tenga noticia, desde 2003.
Era, además, un hombre muy emotivo y la enfermedad agudizó aún más su sensibilidad. Le dolían la pobreza y la marginalidad en la que vivían muchos de los jóvenes que hacían parte del Sistema y que vio por sí mismo”.
Cuando Abbado fue a Venezuela a trabajar con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, a donde llegaban los mejores músicos del Sistema, ya llevaba casi 30 años fundando orquestas juveniles que luego se convirtieron en grandes orquestas. La primera de ellas, en 1978, fue la Orquesta Juvenil de la Unión Europea. En 1986 creó la Orquesta Juvenil Gustav Mahler y en 2004 la Orquesta Mozart, pero no fueron las únicas. Abbado amaba trabajar con los jóvenes, enseñar, aprender de ellos, descubrir e impulsar nuevos talentos. En Latinoamérica, además de ser mentor de Gustavo Dudamel, lo fue, entre otros surgidos del Sistema, de Diego Matheuz, hoy radicado en Europa. “Realmente disfruto hacer música con gente joven”, le dijo Abbado al director de orquesta francés Pierre Boulez. “Su entusiasmo no ha sido arrebatado de ellos por la rutina (…), a veces se obtienen mejores resultados con ellos que con las orquestas profesionales. Con la gente joven puedes probar ideas locas, nuevas. Puedes hacer cosas a las que una orquesta profesional respondería que no son posibles”.
El trabajo de un director de orquesta es muy demandante tanto física como emocionalmente. Abbado lo sabía y, desde antes de la enfermedad, manejaba muy inteligentemente su energía. A Elisa le sorprendía la manera en la que, en medio de su fragilidad, podía dirigir por horas sin cansarse, como si extrajera vitalidad de los muchachos, aunque terminaba agotado. Era muy exigente, pero bromeaba con ellos y sonreía todo el tiempo durante los ensayos: “Eso me dejaba en shock siempre”. Era, además, un hombre muy emotivo y la enfermedad agudizó aún más su sensibilidad. Le dolían la pobreza y la marginalidad en la que vivían muchos de los jóvenes que hacían parte del Sistema y que vio por sí mismo. Lloraba fácilmente y sin ocultarlo, conmovido, como cuando vio por primera vez al Coro Manos Blancas, conformado por niños y jóvenes sordos o con diversas discapacidades físicas o intelectuales, que interpretaban con las manos enfundadas en unos guantes blancos lo que cantaban los coros que acompañaban a la orquesta. “Esto es demasiado fuerte para mí”, le dijo a Elisa entre lágrimas. “Claudio me dijo un día que, cuando te has acercado a la muerte, percibes tu vida de manera diferente. Había tenido que renunciar a muchas cosas, incluso a pequeños placeres, aunque decía que no le importaba. Sí, era muy sensible y se notaba que había transitado por un sitio que le dio otra concepción de la vida y de la muerte”.
Un divo ocasional
“Los cuentos sobre Abbado eran legendarios”, dice la experimentada gestora cultural venezolana Carolina Márquez, que fue jefe de programación del Sistema durante nueve años y asistió a Abbado durante varias visitas a Caracas por encargo del propio Abreu. “Se decía que era malcriado, difícil, exigente. Antes de conocerlo me preguntaba cómo iba yo a lidiar con todo eso”. Ella lo admiraba desde hacía varios años y, como a muchos, la sorprendió su sencillez. Abbado pedía las cosas por favor y a modo de recomendación: “me parece que esto sería mejor de esta manera”, decía, pero no estaba haciendo sugerencias. “Era su manera amable y educada de decir ‘esto es lo que quiero y así se va a hacer’”, cuenta el director colombiano Juan Sebastián Acosta entre risas. Estaba acostumbrado a que en las grandes orquestas europeas sus deseos fueran órdenes, a que todo debía estar perfecto y listo, lo que obligaba a asistentes como Márquez y Sologni a recordarle que algunos de esos deseos eran imposibles de satisfacer porque no estaban en Europa, sino en Latinoamérica. Abbado se burlaba diciendo “ya sé cómo es todo aquí: ‘domani, domani’ (“mañana, mañana”)”, pero entendía. “Tuve un sueño, ¿estás anotando?”, bromeaba. “Todo se puede si lo quieres”, les decía. “No atendía razones, tenía un oído selectivo”, agrega Sologni. “Pero eso hacía que al final, con sangre y lágrimas, lo lograras y acabaras reconociendo que tenía razón. Era insistente. Creo que por eso fue uno de los músicos más grandes de su época, porque sabía exactamente lo que necesitaba y hasta que no lo conseguía no estaba contento. Para quien trabajara con él, era un estímulo increíble”. “Era divo, indiscutiblemente”, añade Márquez. “Lo que pasa es que en Venezuela se bajaba de ese pedestal”. Pero, cuando volvía a Lucerna, era un Claudio Abbado diferente y podía ser caprichoso. No era el Claudio Abbado relajado que era en Latinoamérica.
Sus rutinas en Caracas eran simples: Después del desayuno, hacia las 9 a.m., se encerraba a estudiar partituras, a leer, o a escuchar música hasta el mediodía. Después del almuerzo le encantaba pasear por la playa y seguía estudiando hasta las 4 p.m., cuando empezaba los ensayos con los muchachos, que llegaban entusiasmados para ver a Claudio —como lo llamaban— después del horario escolar, y se marchaban cuatro horas después. No hablaban el idioma del otro, pero se entendían con el lenguaje del afecto y de la música. “¡Bimbi, ragazzi!” Era muy exigente, pero paciente con ellos. Sabía el nombre de cada uno. Los hacía reír diciéndoles, cuando tocaban con demasiado impulso, que no era chachachá, salsa ni reguetón. Quería llevárselos a todos a Italia. “Adoro a estos muchachos”, le decía con una enorme sonrisa a Carolina Márquez. Ellos se morían por él. Abbado invitaba a sus conciertos a la pareja que se encargaba de cocinar y limpiar el lugar donde vivía y un día, en agradecimiento, les compró una nevera nueva. Era simpático, sin ínfulas, cercano.
El director de orquesta reconocido y venerado internacionalmente, que había trabajado durante años con los mejores solistas y músicos del mundo; al que aguardaban los pilotos cuando se retrasaba en un vuelo comercial y que no despegaban hasta que llegaba, aunque los demás pasajeros tuvieran que esperar; o que viajaba en aviones privados y era recibido en limosinas o carros de lujo. “Un comunista muy rico” —como lo definió Henrik Schaefer entre carcajadas—, que ganaba millones, pero no daba la más mínima importancia al dinero ni sabía cuánto costaban las cosas más simples porque tenía a su servicio a personas que hacían todo por él, fue feliz, inmensamente feliz, trabajando en sus últimos años de vida con muchachos pobres de un país sudamericano. «Venezuela es considerado por muchos un país del Tercer Mundo, pero tiene un sistema orquestal que puede dar más de una lección a Europa. Allí la música tiene un valor social altísimo que no he encontrado en ninguna otra parte del mundo», dijo en una entrevista con La Repubblica en marzo de 2005. “No les interesa ser solistas, como pasa en Europa. Lo que quieren es tocar juntos”. El Abbado bajito, menudito y envejecido de los ensayos se ve feliz y conmovido. Flota, se eleva, se agita. Dirige con todo el cuerpo. Aprieta los labios como si la emoción lo desbordara. Construyó con José Antonio Abreu una amistad cercana, tenían personalidades e intereses parecidos y veían a la música de la misma manera: como una herramienta de transformación. “Tenían conversaciones hermosas”, recuerda Elisa Sologni. “Pasaban horas hablando de cualquier cosa: filosofía, música, arte, y les brillaban los ojos”.
Ni siquiera creo que Chávez supiera o le importara quién era Claudio Abbado”.
El Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela es intocable y es toda una institución en ese país. Desde su fundación en 1976 ha sido replicado en varias partes del mundo y no ha habido un solo gobierno venezolano que no lo haya financiado —aunque también recibe donaciones privadas— y se haya apoyado en él como parte de su política social. Es, ya, una política de Estado. Abreu tenía una tenacidad a toda prueba y hasta su muerte, en 2018, tocó todas las puertas que pudo para mantenerlo vivo. Era lo único que le importaba y lo logró. Quienes lo conocieron dicen que era apolítico y que parte de su éxito se debe a que tenía buenas relaciones con todo tipo de personas, sin importar su ideología, aunque otros no están tan de acuerdo. “No me han podido negar su apoyo jamás porque ahí están los resultados. No dependemos de los gobiernos, sino de esos frutos que damos”, se defendía Abreu. Algunas críticas apuntan a que tanto él como el Sistema terminaron siendo funcionales a la propaganda del régimen, por ejemplo, con las chaquetas tricolor que lucían los integrantes de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar y su director, Gustavo Dudamel, similares a la chaqueta deportiva que usaba el presidente izquierdista Hugo Chávez. O la medalla con la bandera colgada al cuello que también llevaban Abbado y los músicos en los conciertos. Según Carolina Márquez, que conoció a Abreu de cerca, hay quienes creen equivocadamente que fue un proyecto chavista, aunque se creó mucho antes. “Lo que sí es verdad —añade— es que el gobierno de Chavez lo abusó y trató de aprovecharse de él al máximo”.
El director de orquesta Diego Matheuz y las gestoras culturales coinciden en que Abbado nunca habló con Chávez ni lo conoció personalmente. Él mismo dijo, siempre que tuvo oportunidad, que su trabajo en Cuba y Venezuela no tenía nada que ver con la política, sino con la música. “Claudio sabía que era una persona influyente y respetada y una vez me preguntó —dice Márquez, que ya no trabaja con el Sistema, pero volvió a Caracas tras años fuera de Venezuela— si creía que podía hacer algo, si algo podía cambiar si él hablaba con Chávez y le dije que no, que a él no le interesaban los músicos. Claudio no insistió en la posibilidad de hablar con él. Le dije que el socialismo en el que él creía era diferente al de aquí. El socialismo europeo es culto, el de Venezuela sólo nos ha traído miseria y más pobreza. Ni siquiera creo que Chávez supiera o le importara quién era Claudio Abbado”.
En años recientes varias personas exigían a Abreu, a Dudamel y al Sistema que se pronunciaran respecto, por ejemplo, a la migración masiva de músicos venezolanos debido a la difícil situación económica y política, o a la violenta represión con la que el gobierno de Nicolás Maduro, sucesor de Chávez, ha respondido a las manifestaciones de protesta que acababan con muertos o heridos. La posición de Dudamel, que en 2014 tuvo que rectificar tras el asesinato de Armando Cañizales, uno de los músicos del Sistema, fue, hasta ese momento, la de no hacer ningún tipo de declaraciones políticas con el argumento de que “ese no era el espíritu del Sistema”.
El silencio final
Abbado fue nombrado Senador Vitalicio de Italia el 30 de agosto de 2013, durante el gobierno del presidente del partido demócrata de izquierda Giorgio Napolitano, por su “compromiso con la divulgación y el conocimiento de la música, especialmente, en favor de las clases sociales más marginadas”. Forza Italia, el partido de derecha fundado por el exprimer ministro Silvio Berlusconi, se opuso a su nombramiento y al de dos personas más por considerar que no tenían los méritos suficientes. Otros partidos que se opusieron argumentaban oponerse a la figura de los senadores vitalicios. La Liga, otro partido político de derecha, dijo de ellos que eran personas “que nunca habían trabajado”. Abbado pertenecía a un grupo mixto, no vinculado a ningún partido político, e iba a ser miembro de la Comisión Permanente de Educación Pública y Bienes Culturales. Estaba enfermo, pero ilusionado con la designación, y sólo ocupó el cargo durante cuatro meses, desde el 4 de septiembre de 2013: falleció el 20 de enero de 2014 y lo único que pudo hacer fue destinar su salario a la Escuela de Música de la pequeña localidad de Fiesole, como aporte a la promoción de la música clásica.
Abbado sabía que iba a morir y pidió que, en vez de llevar flores a su sepelio, los dolientes donaran recursos al Centro de Oncología Pediátrica de Bolonia, donde vivía, y dejó una nota: “La cultura es como la vida, y la vida es bella”. Días después de su muerte, se discutía la conveniencia de llamar al Teatro Municipal de Bolonia con su nombre, como propuso el gobierno de la ciudad con anuencia de su familia. Quienes se oponían argumentaban la supuesta simpatía de Abbado con Cuba y su régimen. La Asociación Recreativa y Cultural Italiana (ARCI) intervino para explicar que el director de orquesta se había comprometido con la difusión de la cultura y la música como instrumentos de transformación social en Cuba y que su simpatía era con sus jóvenes talentos, no con el régimen castrista. Por tanto, decía un articulista, era “injusto y poco elegante” decir eso sobre él.
La noticia de su muerte sorprendió en Japón a Henrik Schaefer, su amigo y exdirector asistente en la Orquesta Filarmónica de Berlín; Elisa Sologni y Diego Matheuz, que había sido su director asistente en la Orquesta Mozart y en otras orquestas, estaban en París para asistir al concierto del Réquiem de Berlioz que dirigiría Gustavo Dudamel dos días después, el 22 de enero, con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela, la Orquesta Filarmónica de Radio Francia y los coros de Radio Francia y la Catedral de Notre Dame. Dudamel dio la noticia a los músicos sereno, pero compungido. Hicieron un minuto de silencio, le dedicaron el ensayo y, llegado el día, Dudamel le dedicó el concierto. “Fue muy impactante”, recuerda Elisa. “La gente de la orquesta lloraba y se acercaba a darme el pésame. Los muchachos habían desarrollado un lazo muy bonito con Claudio, porque no sólo él traía energía, sino que ellos aprendieron muchísimo de él”. Diego Matheuz viajó inmediatamente a Bolonia a despedir a su maestro. El funeral duró dos días, el cuerpo de Abbado permanecía en la capilla ubicada enfrente de su casa, en la Piazza Santo Stefano. “Había permanentemente música muy tenue, un ataúd de madera muy simple, todo muy sencillo. Fue el presidente de la república a despedirlo, asistieron muchos de sus músicos y había una fila gigantesca, todo el día pasaba gente”.
Al final de su vida, dirigió cada año una sinfonía de Mahler —el compositor al que se empeñó en rescatar y, sin duda, su favorito— en Lucerna. También dirigió el Réquiem de Mozart. “¿Y luego qué sigue, Claudio?”, le preguntó un día Stefan Anton Reck, su exdirector asistente en la Orquesta Juvenil Gustav Mahler. Abbado le respondió que quería dirigir cada año una sinfonía de Bruckner, pero no le alcanzó el tiempo. “Fui muy ingenuo al creerle. Pensé que viviría para siempre”.
La Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela, dirigida por Claudio Abbado, se presentó en el Festival de Lucerna en marzo de 2010. En las imágenes se ve nervioso, excitado; tan frágil que, por un momento, la elegancia natural y sin pose de otros años parece haberle abandonado, pero está ahí. A ratos sonríe, los ojos minúsculos le brillan. Está en trance. Cinco minutos antes del final del concierto, mientras la orquesta interpreta el Adagio lamentoso de la sinfonía Patética de Tchaikovski —que el ruso estrenó y dirigió nueve días antes de morir—, la cámara enfoca la mano izquierda de Abbado, que se desliza por el aire suave, lenta, desde su boca. Se hace un silencio profundo. Abbado inspira hondo, intentando recuperar el aliento. Cierra los ojos. Se pone la misma mano en el pecho. Un aplauso indiscreto, y que suena a que llevaba tiempo contenido, esperando, rompe el silencio torpemente al cabo de unos segundos, como si lo temiera, y el maestro vuelve en sí abruptamente. El público se pone de pie para despedirlo con un aplauso cerrado.