Fue payaso, fue jinete. Fue actor callejero. Y después, cuando comenzaba a aburrirse de ser nómada —su primer matrimonio con Amy Louise Stevens, había fracasado, se detuvo por un tiempo en Nueva York. Ahí conoció a una actriz. Alice Lillian Houghton. Se casaron el 9 de junio de 1911. El cine había nacido mientras él viajaba con el circo. Ya había pasado el tiempo y el nuevo espectáculo se había convertido en una realidad. En ese momento, según Alice, hasta los actores más serios estaban dispuestos a intentarlo.
Y Browning también lo hizo. Actuó en una serie de comedias de un solo rollo, producidas por la Biograph, una de las primeras compañías cinematográficas de la historia del cine. Y ahí, en los estudios de la Biograph, conoció a D. W. Griffith.
Entonces todo pasó muy rápido. Al lado de Griffith, Browning aprendió el oficio del actor y del director de cine, y pronto, muy pronto —unas sesenta comedias después—, comenzó a dirigir sus propios cortometrajes. Era marzo de 1915. Para junio ya había hecho once películas.
Salvo su corazón, todo iba bien. Era director. Sus películas tenían todo el éxito posible. La gente de Hollywood lo quería en todas sus fiestas. Pero no. El no se sentía bien del todo. Sentía que esa no era su propia vida y su afición por el alcohol comenzaba a convertirse en un callejón sin salida.
Mientras conducía su carro, completamente borracho, sufrió un monstruoso accidente. Su acompañante, el actor William Elmer Booth, perdió la vida casi de inmediato.
Browning pasó el siguiente año en el hospital. Quería morirse. La vida era demasiado miserable para su gusto. No lograba soportar el mundo. Y, sin embargo, inspirado en la bondad de su esposa y en su desmedido amor por el cine, por primera vez se dio la vida a sí mismo. Escribió una serie de guiones cinematográficos que, un año después, cuando la recuperación del accidente terminó, lo llevaron a filmar The Mystery of the Leaping Fish, con Douglas Fairbanks, y —en Triangle, el nuevo estudio de Griffith— su película más personal hasta ese momento: Puppets, una historia de juguetes y marionetas interpretados por actores de carne y hueso.
Salvo su corazón, todo iba bien. Mientras su esposa lo abandonaba y más tarde lo volvía a aceptar, mientras caía y recaía en su alcoholismo, mientras se daba la vida una y otra vez, sus primeros largometrajes fueron un éxito sin precedentes: primero hizo Jim Bludso —la historia de un capitán de barco que da la vida por sus pasajeros—, después filmó The Jury of Fate —donde no solo experimentó con la iluminación, sino que logró que Mabel Taliaferro, por medio de astutos recursos técnicos, hiciera el papel de la heroína y el de su oponente al mismo tiempo—, y más tarde, gracias a la intervención de Irving Thalberg —uno de los productores más jóvenes y más brillantes de su época—, comenzó a trabajar con Lon Chaney, uno de los más famosos actores de la historia del cine mudo.
Thalberg y Chaney se convirtieron en su apoyo durante mucho tiempo. Fueron casi veinte películas. The Wicked Darling fue la primera. The Virgin of Stamboul costó doscientos cincuenta mil dólares y se constituyó en la película más cara del cine hasta ese momento. London After Midnight fue su película más rentable. The Unholy Three le dio la oportunidad de contar la historia de un crimen organizado por un enano, hombre fuerte, y un ventrílocuo enloquecido a fuerza de oír las ideas que su propio muñeco tiene sobre la sociedad.
Y entonces vino el sonido. Y no se le resistió. Al mismo tiempo que James Whale trabajaba con Boris Karloff en su Frankenstein, Browning reemplazaba a Lon Chaney —enfermo de cáncer en las cuerdas vocales— por Bela Lugosi en el papel de Drácula. El vampiro era otro monstruo abandonado en el mundo. Otra oportunidad de hablar de los hombres condenados a vivir en los márgenes de la vida. Otra manera de convertirse en el Edgar Allan Poe del cine. Y en el director más importante del momento.
Era 1932. A Irving Thalberg le importaba, básicamente, repetir el éxito de Frankenstein y Drácula y, para eso, pretendía emular la horrible atmósfera de esas historias. A Browning le interesaba filmar la historia de sus sueños. Una película basada en Spurs, extraña novela de Charles Aaron Robbins.
Iba a ser la mejor de sus películas. Iba a llamarse Freaks. Louis B. Mayer, de los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer, le dio el visto bueno a los productores y, por orden de Irving Thalberg, William Goldbeck y Leon Gordon escribieron el guión, y Edgar Allan Wolf y Al Boasberg hicieron los diálogos. Por disposición de Browning, el elenco fue elegido a puerta cerrada. Nadie podía saber lo que estaba pasando. Nadie podía ver a los actores porque nadie en el mundo iba a entenderlo.
Cuando Olga Baclanova fue elegida como la actriz principal, nadie le advirtió quiénes serían sus compañeros de trabajo. Unas horas antes de filmar, el 10 de febrero de ese año, Browning llevó a la actriz hasta los camerinos y le dijo: “Ahora te voy a mostrar con quiénes vas a actuar: no te vayas a desmayar”. La actriz no entendió nada —“por qué habría de desmayarme”— hasta que Browning le enseñó a —son palabras de ella— “todos los monstruos que había allí”.
“Al principio quería desmayarme. Cuando los vi quería gritar. Sus caras eran tan agradables, pero todo lo demás era tan triste, tan terrible”. Porque claro: eran monstruos de verdad. Nadie había sido maquillado. A un lado estaban Harry y Daisy Earles, dos hermanos enanos que, a pesar de su avanzada edad, parecían atrapados en unos tres años de nacidos. Al otro, se encontraban Violet y Daisy, unas simpáticas hermanas siamesas. En el fondo del cuarto veía a Johnny Eck, joven sin piernas que caminaba sonriente con sus manos, y a Randion, el torso viviente, el hombre tronco, un negro sin brazos y sin piernas que se arrastraba con la fuerza de su espalda y de su vientre.
Veía a Olga Roderick, la mujer barbuda. Veía a Peter Robinson, el esqueleto humano. A Josephine Joseph, mitad hombre, mitad mujer. A Martha Morris, la maravilla sin brazos, que en vez de con sus manos, la saludaba con sus pies. Podía ver a Elvira y Jenny Lee Snow, dos mujeres convertidas en niñas a fuerza de la disminución de su cerebro. Podía ver a Koo Koo y Elizabeth Green, las niñas pájaro, y a Frances O’Connor, la niña tortuga. Era difícil no sentir deseos de desmayarse.
Unos minutos antes de empezar a filmar, cuando Olga Baclanova se reponía del primer impacto, y antes de darle la primera vuelta a la manivela de la cámara, Merrit B. Gerstad, el director de fotografía de la película, le dijo a Browning que iban a comenzar el trabajo de sus vidas. “Va a ser diferente: no tenemos que deformar a Chaney, no tenemos que vestir a Lugosi con frac de aficionado a la música y pedirle que imite a Rodolfo Valentino. Aquí hay sangre, sudor y orines: estamos captando una tragedia”.
Tod Browning estaba de acuerdo. “La vida entera es una tragedia, y para todos. Mira al hombre tronco: se fuma un cigarrillo. Míralo. Mira su cara de placer. Seguro que disfruta. Seguro que es feliz. Probablemente solo serán unos segundos, pero también a los demás nos ocurre algo así. La felicidad es corta”. Tan corta como la mirada de los monstruos.
Olga Baclanova superó su trauma días después. Cada vez se alejó más de su papel: el de una acróbata que detesta a los seres deformes de su circo. “Ahora, después de haber comenzado esta película, todos ellos me gustan mucho”.
Freaks es la historia de cómo una codiciosa acróbata, a quien llaman Cleopatra, se convierte en un inmundo espectáculo de feria. Todo ocurre en el interior del circo rodante de Madame Tretallini, en verdad una secta de seres deformes, errores de la naturaleza y típicos personajes de feria. Es cierto que hay payasos, tragafuegos y comespadas. Pero es cierto, así mismo, que los demás son mujeres con barba, niñas casi sin cerebro, gente sin brazos y sin piernas.
Cleopatra está involucrada con Hércules, el hombre fuerte, pero, con los alcances de toda su crueldad, disfruta coqueteando con —o, lo que es lo mismo, dándole esperanzas a— Hans, uno de los enanos del espectáculo. Lo de Cleopatra es un juego y una broma hasta que se entera de que el enano ha heredado una fortuna. Le cuenta todo a Hércules. Conspiran para obtener el dinero. Lo mejor será casarse con Hans y después, a partir de la noche de bodas, envenenarlo lentamente.
Hans abandona a Frieda, su novia —también enana: en la vida real hermana del actor—, por la mujer de sus sueños. Cleopatra es una mujer alta, una mujer normal. Es su oportunidad de inventarse una mejor vida sobre la base de su buena suerte. Entonces le propone matrimonio.
El día de la boda es un desastre. Hércules y Cleopatra se emborrachan. Hans, poco a poco, descubre que ha sido engañado. Y lo confirma cuando la acróbata, ante semejante caravana de muecas, deformidades y gestos, se siente asqueada de su situación, y bajo la letanía infernal que, para celebrar el matrimonio de su amigo, todos los monstruos del circo han emprendido: —“te aceptamos, te aceptamos: eres uno de los nuestros”—, pierde el control y emprende un discurso en el que les aclara que ella nos es una deforme, que ellos son abortos vivientes, que el único sentido de sus vidas está en las carcajadas de quienes pagan la boleta para verlos.
Hans descubre que lo están envenenando. Y, con el resto de sus amigos del circo, planea la venganza. Venus, la domadora, y Phroso, el payaso, dos seres humanos sin ningún defecto físico, lideran el plan para la venganza de los monstruos. Llueve. El circo viaja por un camino turbulento. Hércules trata de violar a Venus, pero Phroso la salva, y los monstruos, después de una persecución en el bosque, toman la decisión de castrarlo.
Cleopatra —fuera de sí misma, pálida, aterrada— huye por el bosque. Quieren matarla. Quieren vengarse de sus maltratos. Y ella —que se aleja del circo como si se tratara de despertar de un horrible sueño— aún no puede creer en nada de lo que va a pasarle. Son monstruos. Son horribles monstruos. Son monstruos de verdad. Van a convertirla en un inmundo espectáculo de feria.
Una mujer ha huido de una sala de cine de San Diego. Acaba de terminarse la primera proyección de Freaks, pero las imágenes siguen ahí: un hombre sin brazos ni piernas prende un cigarrillo y lo disfruta, unas siamesas gozan los besos de un hombre que se ha enamorado de una de ellas, unos monstruos persiguen a una mujer, un enano camina sobre una mesa con una inmensa copa de champaña entre sus manos, unas niñas con el cerebro invisible bailan en círculos en un bosque.
Irving Thalberg piensa que ha perdido los ciento sesenta y cuatro mil dólares que ha invertido. Louis B. Mayer piensa en soluciones para solucionar semejante desastre. Y el público está asqueado y no lo puede creer. Se ha llegado al extremo de utilizar a los menos afortunados para hacer dinero. Ha comenzado el amarillismo.
Browning sabe que no puede defenderse. Nadie le va a creer que su película es un poema a la vida. Que, para él, todos tenemos algo de monstruoso, todos somos rechazados por los demás, todos se ríen de nuestras vidas. Nadie le va a creer que su película no utiliza a los deformes, sino que los rescata, los dignifica, los revela como seres éticos que nunca —salvo si se trata de defender a uno de los nuestros— le harían daño a nadie.
Su película se trata de las reacciones que acaba de producir. Se trata del rechazo. De la discriminación. De cómo queremos que algunas realidades sean invisibles. De cómo preferimos no hablar de eso. Salirnos del teatro. No hablar de eso nunca más.
En su película, los monstruos están filmados como si se tratara de seres sagrados o ángeles caídos, y los hombres normales como si fueran enemigos sucios, seres envidiosos, demonios invencibles. Pero no. Nadie va a darse cuenta de sus hallazgos. Va a ser muy difícil que lo dejen hacer otra película en Hollywood. Quizás nunca se reponga de esta situación.
Un ejecutivo se acerca a su silla y le dice que no le ha gustado la película: “Con esos horrores nunca vas a ganarte un Oscar”. Browning responde con toda la ironía y toda la tristeza que le quedan: “Yo no trabajo para los tiburones de los estudios. Yo trabajo para mí. El mundo es mucho más que fiestas lujosas, despachos despampanantes y cigarrillos importados. También hay freaks y mendigos, enfermos y asesinos. El secreto es saber dónde de verdad está la basura. El Oscar es muy feo. Se vería mal en mi chimenea”.
Freaks fracasará. Mayer la censurará. Thalberg ordenará cortarla de noventa a sesenta y cinco minutos. Algunos de los actores demandarán al director por el mórbido tratamiento de sus personajes y de la historia. La película será un fracaso de crítica y de taquilla. Le adicionarán un prólogo —“la historia ha abandonado a los deformes”— que deje muy en claro que nadie se está burlando de los discapacitados. Le cambiarán el nombre a Spurs, a Natures Mistakes, a The Monsters Show y a Forbiden Love. Pero no funcionará. Nadie la verá en Europa durante treinta años. Pasará mucho tiempo antes de que el público la descubra.
Pero, como una botella al mar, años después, cuando la discriminación exista, pero nadie quiera reconocerla, cuando Tod Browning, aislado de Hollywood, y después de que le permitan hacer dos estupendas películas —La marca del vampiro y The Devil Doll—, muera encerrado en su casa, atormentado por un cáncer, pero acompañado por su esposa, la película será presentada en el Festival de Venecia, y él mismo será rescatado del olvido por críticos como Louis Seguin, Ephraim Katz, Augusto Torres y Paul Naschy.
Seguin lo llamará un “auténtico motor del surrealismo” y lo pondrá a la altura de Kafka, por encima de Robert Louis Stevenson, de John Ford y de Alfred Hitchcock. Cahiers du Cinema acogerá su obra con admiración. Torres lo llamará “un olvidado y fascinante autor”. Naschy lo rescatará como “un genio absoluto del séptimo arte”.
Pero es 1932. Freaks —la historia de la cadena alimentaria entre los hombres— acaba de fracasar. Es una historia tan conmovedora como las grandes obras maestras, pero acaba de fracasar.
Victor Hugo escribió El jorobado de Notre Dame, Carlo Collodi contó la historia de Pinocchio, Hans Christian Andersen pensó en la historia de El patito feo, Franz Kafka escribió sobre El artista del hambre y Gabriel García Márquez contará la increíble y triste historia de Un señor muy viejo con unas alas enormes, pero Freaks acaba de fracasar. David Lynch recordará a Browning para contar la historia de El hombre elefante, Peter Bogdanovich lo hará para filmar Mask, y Woody Allen para lograr Zelig y Sombras y niebla, pero Freaks, acaba de fracasar.
El gobierno americano, en 1994, la eligirá como una de las películas que debe restaurarse y preservarse para el futuro del futuro del cine. Pero ahora es 1932. Todavía falta mucho para eso. Una mujer —fuera de sí misma, pálida, aterrada— sale corriendo por la puerta del teatro.
*Cine mutante, es una crónica publicada originalmente en la revista Gatopardo, en julio del año 2000.