Brian De Palma
Imagen principal: Shutterstock.

I. De Palma en todas partes al mismo tiempo

Ya es un lugar común, pero es cierto que hoy en día está pasando todo en todas partes al mismo tiempo. Todo es todo: las cinco edades de la historia, los empobrecimientos de las recesiones, las teorías de conspiración de la Guerra Fría, los pulsos políticos de los años setenta, las violencias del principio de los tiempos, las negociaciones de paz, las críticas ideológicas de los largometrajes que logran salir a flote, las apariciones fantasmales, en las películas propias y las películas ajenas, de Alfred Hitchcock, y las discusiones bizantinas y enriquecedoras sobre el cine violento de Brian De Palma. Espíenlo en Google: “Brian De Palma”. Hagan clic en “Noticias”. Y se darán cuenta entonces de lo vivas que están las escenas que ha urdido en los últimos sesenta años.

A esta hora de las redes, por ejemplo, puede encontrarse una lista de sus diez personajes más violentos; una crónica sobre cómo no sólo descubrió a Robert de Niro, sino que se lo recomendó a Martin Scorsese; un ensayo sobre las técnicas narrativas de Estallido mortal (1982), su obra maestra; un artículo dedicado a recordar, en pleno estreno de la séptima entrega de Misión Imposible (1996), que él inventó el tono de la saga en la primera; una compilación de todas las veces que Quentin Tarantino, la cumbre de los cineastas cinéfilos de estos tiempos, se ha atrevido a decir –en los treinta años que van desde las entrevistas para promocionar su opera prima Perros de la reserva hasta las entrevistas para promocionar su libro Meditaciones de cine– que De Palma es el más grande de los directores de su generación: “Mi favorito del Nuevo Hollywood”, repite. “Mi héroe”, “mi Bob Dylan”, “el artista vivo que más me ha importado”.

Vale la pena escuchar con cuidado a Tarantino. Cuenta cómo le dedicó buena parte de su tiempo a hacer un álbum con los recortes de las reseñas a las películas de De Palma, cómo se lanzó a armar un VHS obsesivo, “Mondo De Palma”, lleno de entrevistas al realizador, y cómo se fue solo a ver las primeras funciones de obras tan perturbadoras como Hermanas (1972), Obsesión (1976) o Home Movies (1979), y luego volvió a verlas al día siguiente, y luego volvió a verlas al día siguiente, pero con alguien más. Cuenta cómo el viernes 18 de agosto de 1988, cuando todavía trabajaba en un alquiler de video, se dio cuenta de que tenía a su cineasta preferido justo atrás en la pequeña fila para entrar a ver la primera función –la de las diez de la mañana en el Brentwood Theatre– de la estupenda Tucker, un hombre y su sueño, pero prefirió esperar cuatro años, hasta su debut en el Festival de Sundance de 1992, para hablar con su ídolo de igual a igual.

Tarantino tiene clarísimo que De Palma es un estudioso de la tecnología que se volvió un experto de la cámara cinematográfica; un inventor de sátiras sociales que se volvió un maestro del cine de suspenso porque entendió que para trabajar en Hollywood lo más práctico era dedicarse a un género; un discípulo y un parodiador y un pervertidor de Hitchcock que pronto entendió que, cuando se pone el lenguaje del cine por delante, el espectador es capaz de encarar las peores sordideces que atraviesen la pantalla: “El trabajo de un cineasta es crear escenas e imágenes fascinantes, y buena parte de estas son escenas e imágenes violentas”, le dice De Palma a Tarantino en una entrevista que circula a pedazos en las redes.

Espíenlo en YouTube: “Brian De Palma”. Quedarán atrapados en una sucesión de videos en los que es evidente que fue así de pragmático y de sabio desde el principio: uno alegre de 1978, de El show de Dick Cavett, en el que confiesa que critica a muerte en privado y hace fuerza en público a las películas de sus amigos Francis Ford Coppola, George Lucas, Martin Scorsese y Steven Spielberg; uno reflexivo de 1992, de El show de Charlie Rose, en el que responde con gracia e inteligencia por la debacle de su adaptación de La hoguera de las vanidades; uno curado de espantos de 2012, del Festival de Toronto, en el que presenta Pasión con la ilusión de que no sea otro de sus reveses, sino otro de sus logros; uno en clave de reivindicación de 2015, en entrevista con el director Noah Baumbach, en el que revela paso por paso cómo hizo esas películas inexplicables e inadmisibles.

Están en todas partes al mismo tiempo: al cierre de esta edición, agosto del año que corre, The Wedding Party (1964), Murder á la Mod (1968), Greetings (1968), Get to Know Your Rabbit (1972), Home Movies y Wise Guys (1986) están en YouTube; Un fantasma en El Paraíso (1974), La furia (1978), Misión imposible, Ojos de serpiente (1998) y Misión a Marte están en Star+; Pecados de guerra (1989) y La dalia negra (2006) se encuentran en HBO Max; Carrie (1977), Estallido moral, Caracortada (1984) y Atrapado por su pasado (1993) aparecen en PrimeVideo; Vestida para matar (1980), Doble de cuerpo (1984), Los intocables (1987), La hoguera de las vanidades (1990) y Demente (1992) se pueden comprar en Apple.

Brian De Palma
Cartel promocional de la película «Los intocables» (1987), dirigida por Brian De Palma, y por la que Sean Connery obtuvo un premio Oscar como mejor actor de reparto.

Y, si hay tantas en las plataformas, es porque ese cine es imposible, pero De Palma lo hizo. Y, si las ocho que faltan pueden encargarse en DVD, es porque esa obra tiene que seguir viviendo.

II. De Palma en el diván

De Palma nació el 11 de septiembre de 1940 en Newark, Nueva Jersey, en una acomodada familia de clase media. Fue educado en un par de colegios de Filadelfia, en Pensilvania, bajo la mirada severa de pastores protestantes y cuáqueros. Pero su verdadera formación, como cuenta en un documental de 2015, De Palma, hecho por los directores Noah Baumbach y Jake Paltrow, empezó cuando se descubrió adentro el impulso para espiar. Su familia –dice– era una suma de “egoístas a los que no les importaba el daño que estaban haciendo”. Su padre, el reverenciado e imponente Anthony, era un cirujano con batas de carnicero y un profesor eminente con las manos limpias. Su madre, la triste e inaccesible Vivienne, era su casa. Y un día trató de matarse.

Eran los días de las tristezas sepultadas e inexpresables que cuentan tantas novelas. De Palma iba camino a cumplir 18 años. Sobrevivía a ese último año del High School, 1958, en el que los Everly Brothers cantaban “All I have To Do Is Dream”. Se replegaba en los salones a fabricar máquinas, embrujado, porque a esa edad ya era un hombre que se sumergía y se perdía en los detalles: había ganado el primer premio de una feria científica con un trabajo titulado “Una computadora análoga para resolver ecuaciones diferenciales” y la gente daba por hecho su genialidad. Ya era así de paciente e imperioso, así de escéptico e independiente. Ya era un viejo que ataba los cabos sueltos del pasado. Sabía levantarse, luego de ser herido, porque estaba lleno de planes.

Y era transparente y directo y tajante con todos los que tuviera cerca, pero era duro, sobre todo, consigo mismo.

Y entonces su mamá se tragó un frasco de pastillas para morirse. Y de vuelta en la casa, aturdida aún por la depresión, le confesó que lo había hecho porque su padre le estaba siendo infiel.

De Palma no estaba solo en esa casa. Entre “los egoístas” inescrupulosos de los que habla en el documental, estaban sus dos hermanos mayores. Quiso ser Bruce, el primogénito, que sus padres vendieron el mundo como un genio, y para convertirse en él se dedicó a leer las mismas novelas y a participar en los mismos concursos de ciencias y a trabajar para superar sus calificaciones: Bruce murió en Nueva Zelanda en 1997, a los 62 años, sumergido en las drogas sicodélicas, reconocido por sus clases de física en el prestigiosísimo MIT y célebre por haber estado a punto de inventar su Máquina N –que algunos llamaron “imposible”– capaz de producir cinco veces más de la energía que requería para funcionar.

Bart, el siguiente de los hermanos, siempre fue un hombre dedicado a lo suyo e hizo de mediador en el pulso inagotable entre el mayor y el menor de la casa. De Palma, Brian, trató de protegerlo porque lo vio deshecho después de ver a su madre destrozada por la infidelidad de su padre, pero fue claro entonces que el hermano menor siempre será demasiado pequeño para proteger a su familia: “Con los años entendí que esa es la razón por la que siempre creo personajes que no consiguen salvar a los demás”, le confesó al periodista Jason Zinoman en el libro Shock Value. “Soy yo tratando, en vano, de salvar a Bart”.

No se quedó con los brazos cruzados. Hecho la persona que es, mitad pasión irrefrenable de artista de entre guerras, mitad frialdad de científico loco, tomó la decisión que definió su vida: se lanzó a espiar a su padre. Quería reivindicar a su madre. Quería reunirle las pruebas para que pudiera divorciarse. Y, según suele contarse en los libros sobre su obra, se dedicó con verdadera disciplina a grabar las conversaciones telefónicas, a seguir los pasos, a fotografiar, desde un árbol, la ventana indiscreta, y a colarse en la oficina de ese señor tan lejano. Había entrado un par de veces a la sangrienta sala de operaciones a verle el ceño impasible a la hora de operar. Pero nada le reveló tanto su misterio como encontrarlo a medio vestir con su amante, su enfermera, en el suelo del consultorio.

Hecho la persona que es, mitad pasión irrefrenable de artista de entre guerras, mitad frialdad de científico loco, tomó la decisión que definió su vida: se lanzó a espiar a su padre. Quería reivindicar a su madre.

Quienes lo sepan todo sobre de De Palma dirán que todo esto se sabe de memoria, pero que es necesario contarlo. Y recordarán que fue ese mismo año, 1958, meses después del seguimiento a su padre, cuando vio Vértigo por primera vez. Y allí, en la pantalla interminable del Radio City Music Hall, en su primer semestre de Física en la Universidad de Columbia, notó –mientras Scottie vigila a Madeleine en la San Francisco de la película de Hitchcock– que no quería observar la naturaleza, sino espiar a los demás. Y se dio cuenta de que para ciertos padres del mundo tener hijos artistas es un destino exigente, enloquecedor, porque tarde o temprano salen a la luz los secretos más secretos.

III. De Palma es un artista

De cierto modo, resulta increíble que De Palma haya terminado, en 1962, sus estudios de Física: puede ser que quisiera estar a la altura de las genialidades de su hermano. Y, sin embargo, como tantos investigadores científicos que se ven rondados por el arte, pronto fue más cinéfilo que cualquier otra cosa. En la arrogancia de su juventud, se sintió llamado, jalado, por el abismo humano. Tenía paciencia de escritor, pero quiso, sobre todas las cosas, hacer cine. Y dio con una serie de talentos que lo empujaron a hacer sus primeros cortometrajes. Y si algo tienen en común esos trabajos, Ícaro, Woton’s Wake, Jennifer, es la exploración del lenguaje cinematográfico y la crítica implacable a un mundo irredimible –el mundo de los viejos– que se regodea en sus propios errores.

Fue en Sarah Lawrence, la universidad para las artes liberales en Yonkers, Nueva York, que acababa de pasar de ser una universidad para mujeres a ser una universidad mixta, donde De Palma terminó de convertirse en un artista. En el verano de 1964 consiguió el título de Master of Arts en Teatro entre una multitud de mujeres. Y en el invierno, repleto de influencias del cine reverenciado de esos años, de Hitchcock, de Antonioni, de Godard, de Warhol, se lanzó a filmar su primera película con un par de colegas de esos años. Su profesor de drama, Wilford Leach, dirigió a los actores. Cynthia Munroe, su compañera de clases, coescribió la historia, se paró junto a la cámara y financió la producción.

El resultado fue una comedia brutal llamada The Wedding Party. Quizás lo cuerdo sea hablar de ella en presente porque en YouTube, en la cuenta The Brian De Palma Archives, puede constatarse ahora mismo ese despliegue de talento que juega con el lenguaje de las películas mudas y que es la primera película en la que aparece Robert de Niro. Charlie va a casarse. Sus padrinos, que son sus mejores amigos, le advierten que está vendiendo el alma de su masculinidad al diablo del matrimonio. Y las experiencias que tiene antes de la boda, filmadas con el vigor de la nueva ola francesa, le confirman que está cometiendo un error: la gente que va a la ceremonia es un reguero de fracasos humanos.

Escena de «The Wedding Party» (1969), en la que aparecen los actores William Finley, Charles Pfluger y un joven Robert De Niro, a quien De Palma convocó para aparecer por primera vez en una película.

Hay una escena de The Wedding Party que sugiere su obra entera: el sombrío padre de la novia le advierte a su futuro yerno, en un salón lleno de animales disecados que recuerdan a Psicosis y presagian a El graduado, que casarse es “perderles la pista a los amigos, aprender a sentarse detrás de un escritorio y comer sano en vez de comer feliz”. Casarse es, en suma, la resignación al mundo de los padres, la claudicación, el final de una novela de iniciación, el momento en el que la velocidad contagiosa del cine mudo es reemplazada por la lentitud del cine hablado. Y, en esa secuencia tan precisa, es entregarse al suspenso que es la vida.

Luego de la filmación de The Wedding Party, que sólo pudo estrenarse cinco años después porque toda película que se estrena es un milagro, De Palma se dedicó a ganarse la vida con documentales para la Secretaría del Tesoro de los Estados Unidos y para el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Pero sobre todo se dedicó a volverse De Palma.

Podría decirse que, en medio del caos de los años sesenta y de los bajos presupuestos y de los poquísimos días de filmación, consiguió montar una especie de compañía de actores y de técnicos habituales: William Finley, Jennifer Salt, Allen Garfield y Robert De Niro interpretaban con energía los papeles principales. Se la jugó por un estilo libre, fragmentado, paródico, joven, de realizador francés: “Querría ser el Godard norteamericano”, confesó. Ensayó también el suspenso cargado de miedo y de humor que le servían para hacer comentarios implacables sobre la sociedad gringa: “Alguien tiene que valerse de todo lo que Hitchcock nos enseñó”, declaró.

En Murder a la Mod (1966), una parodia de 77 minutos tanto del cine de Hitchcock como del cine de Godard, no sólo es claro que está dispuesto a explorar el lenguaje cinematográfico, sino a dar con su propio género –un vaivén de la parodia al horror– en cada una de las escenas. En Greetings (1968), una comedia rebelde, típica de los años sesenta, que ganó el Oso de Plata del Festival de Berlín, tres amigos voyeristas y narcisistas se inventan tres excusas para escapar de la guerra. En Dionisio en el 69 (1970), un documental, con la pantalla dividida, en el que se ve la puesta en escena de Las bacantes de Eurípides, pero también la reacción de los espectadores, es claro que –como dice a Geoff Beran en una entrevista de 2002– “es sobre una revolución absurda e idealista que es tragada por el establecimiento”. En Hi, Mom! (1970), una sátira negrísima sobre un veterano de Vietnam, el mismo protagonista de Greetings, que trata de convertirse en un director de películas pornográficas, es evidente que estamos ante un artista sofisticado e incansable.

Y que en el contexto del llamado Nuevo Hollywood, o sea el contexto de aquellas obras maestras que al tiempo eran éxitos de taquilla, como Bonnie and Clyde, Easy Rider y El graduado, había llegado el día de dar un salto.

IV. De Palma va al Nuevo Hollywood

Resulta importante saber, en este punto, que Greetings no sólo le había redoblado el prestigio que se había ganado entre los artistas de la contracultura neoyorquina. Le había dado además algo de dinero. Le había llevado a promocionar un éxito moderado de taquilla, pero al fin y al cabo un éxito, en los programas de televisión de alto rating. En el contexto del Nuevo Hollywood, ni más ni menos que un carnaval de jóvenes directores cortejados como grandes maestros por los estudios de la época de oro, era cuestión de tiempo que la Warner Bros. se trajera de Nueva York a Los Ángeles al blasfemo de De Palma para que se dedicara a filmar una de esas películas contestatarias, irreverentes, que se habían puesto de moda.

En este punto habría que creer en alineaciones planetarias. Pues una suma de fuerzas en contra tuvieron que suceder allá arriba y allá abajo, en el universo, para que De Palma no alcanzara el éxito estruendoso con la comedia absurda que le pidieron hacer: una crítica a la vida gris, y a la claudicación de los sueños, titulada Get to Know Your Rabbit (1972). La idea era valerse de la fama del comediante Tom Smothers, popular como pocos en aquellos días, para hacer “una de esas películas” que los espectadores estaban pidiendo: la historia de un oficinista que deja su vida repetitiva, convencional hasta la náusea, para seguir a un mago.

Todo salió al revés. Fuera de su elemento, obligado a jugar a “el graduado”, Smothers odió a la Warner y a De Palma. Y, luego de filmar la mayoría de sus escenas, desapareció durante días.

Sólo Orson Welles, el gran maestro que jamás consiguió hacer las paces con aquel Hollywood que le dio la espalda después de filmar Ciudadano Kane, se puso del lado de De Palma en medio de la crisis. Welles, perezoso, pesado, coprotagonizaba la película. Hacía, sin mayor convicción, por plata apenas, el papel del mentor del personaje de Smothers. Pero rejuvenecido por el entusiasmo y el coraje de un director que no sólo lo reverenciaba, sino que no temía enfrentarse a un estudio que con el paso de la filmación empezó a considerarlo “un monstruo”, se convirtió en un gran defensor, un gran aliado de De Palma. Todo salió mal. Warner Bros. les quitó la película, la editó como le vino en gana y la estrenó sin ningún entusiasmo porque no era El graduado ni The Heartbreak Kid: era una comedia absurda de un experto en absurdos, pero a nadie le gustaba. Las lecciones fueron para siempre.

Sólo Orson Welles, el gran maestro que jamás consiguió hacer las paces con aquel Hollywood que le dio la espalda después de filmar ‘Ciudadano Kane’, se puso del lado de De Palma en medio de la crisis.

De Palma aprendió de Welles, en medio de semejante debacle, que el verdadero arte –el verdadero acto de equilibrismo– iba a ser preservar su irrefrenable identidad dentro del sistema de los estudios de Hollywood: “Siempre me ha parecido triste que un gran director como Orson Welles no haya conseguido trabajar adentro del sistema de los estudios y haya dedicado su vida a buscar presupuestos menores en lugares recónditos de Europa”, dijo a Cahiers du Cinema décadas después. “Hitchcock y Ford consiguieron imponer su visión del mundo dentro del sistema porque tenían claro que Hollywood estaba regido por avaros y parte del trabajo era ponerlos a trabajar para uno”.

En honor a la verdad, De Palma se encontró con más figuras solidarias en Los Ángeles. Martin Scorsese, que lo había conocido en los pasillos de NYU en 1965, admiraba su tenacidad y sabía qué se sentía enfrentar y timar a los estudios. Paul Schrader, el tenso crítico de cine que deambulaba por las calles, le pidió que dirigiera un guion suyo titulado Taxi Driver. Steven Spielberg, un cineasta muy joven que se había colado en los estudios Universal a punta de ardides, le copiaba las chaquetas de dril y le preguntaba sus opiniones sobre lo divino y lo humano como si fuera su oráculo cinéfilo. George Lucas se le reía de los chistes que hacía contra aquella “fuerza” que es el Dios de La guerra de las galaxias. Francis Ford Coppola trataba de convencerlo, en vano, de que lo ideal era montar un estudio nuevo.

En un curioso giro del destino, que también es mejor dejar en manos de los astrólogos, De Palma, Scorsese, Spielberg, Lucas y Coppola fueron verdaderos amigos y verdaderos aliados. En los pasillos del arte, plagados de envidias e inseguridades, no es nada fácil dar con un talento que les haga barra a los demás talentos. Pero De Palma, Scorsese, Spielberg, Lucas y Coppola, quizás los artistas más importantes de estos tiempos, lograron sacudirse las pugnas para acompañarse y decirse la verdad y desearse la mejor película del mundo. Estuvieron juntos, pendientes de las secuencias y los montajes de todos, durante un par de décadas largas. Fueron, de cierto modo, una familia: De Palma, que había crecido bajo la sombra de un hermano mayor envanecido y delirante, encontró en el Nuevo Hollywood la oportunidad para romper el patrón de la rivalidad. “Es raro, pero así fue y así es”, repite cada vez que puede.

Hizo, en fin, esa familia. Y, mientras tanto, como en los días de la universidad, se fue enamorando de mujeres creativas que le confirmaron su buena fortuna.

Brian De Palma
Imagen del rodaje de la cinta «Caracortada» (1983), en la que De Palma dirige a Al Pacino por primera vez.

Fue su amor enloquecido por la actriz Margot Kidder, que vivía en la misma casa de la playa con su amiga de otros tiempos Jennifer Salt, lo que le empujó a escribir Hermanas. Su pasión por el cine libre de Godard había tocado fondo. Su pasión por el cine meticuloso de Hitchcock, un artista obsesivo que había puesto a los ejecutivos de los estudios a su servicio, había pasado al frente. Y apenas se encontró en el Los Angeles Times con la fotografía de las hermanas siamesas Masha y Dasha, que en el pie decía “son normales físicamente, pero han desarrollado problemas sicológicos”, regresó de la desazón del fracaso, y se puso a echar a andar una primera película de las suyas en la tradición creada por La sombra de una duda, por Vértigo, por Psicosis.

De Palma era el intelectual del Nuevo Hollywood, el científico que conocía a fondo la tragedia griega, pero también era, paradójicamente, el más consciente de que había que valerse de los estudios para seguir trabajando. Y tenía clarísimo que luego del fracaso estruendoso de Get to Know Your Rabbit, que le valió la fama de imposible y le valió el destierro, tenía que inventarse una manera de volver.

V. De Palma se levanta y anda

De Palma no empezó allí. De Palma fue De Palma desde que pasó de ser el muchacho ensimismado que espiaba a su padre a ser el muchacho sarcástico empeñado en denunciar el declive del imperio americano. Pero fue entonces que empezó su búsqueda de un público mayor. Acudió a un productor curtido que había conocido en Nueva York, Edward Pressman, para echar a andar no sólo su proyecto en la tradición de Hitchcock, sino una sátira más sobre el estado de los violentos Estados Unidos, El fantasma de El Paraíso (1974), que con el paso de los años se convertiría en una película de culto a unos pasos de The Rocky Horror Picture Show. “El negocio del cine tiene todo que ver con la suerte”, recuerda De Palma, treinta años después, en un documental sobre la producción de Hermanas. Y lo dice porque Pressman sacó adelante el largometraje cuando recibió de golpe el dinero de su herencia.

En un curioso giro del destino, que también es mejor dejar en manos de los astrólogos, De Palma, Scorsese, Spielberg, Lucas y Coppola fueron verdaderos amigos y verdaderos aliados.

Hermanas venía de aquella foto de esas siamesas rusas. Pero también, ya dije, de la relación entrañable entre sus dos actrices protagonistas: Jennifer Salt y Margot Kidder. La casa en la playa de Salt y de Kidder, en la Costa Pacífica más allá de Malibú, se había convertido en el centro de operaciones del Nuevo Hollywood. Y la innegable química entre ellas, una pareja dispareja según la crónica de Peter Biskind Moteros tranquilos, toros salvajes, tenía que terminar en una película. De Palma les entregó, como un regalo de Navidad envuelto en papel brilloso, el guion hecho a imagen y semejanza de las dos. Y pronto estuvieron en la preproducción, en el rodaje y en la sala de montaje. Y el resultado es la primera pesadilla de Brian de Palma que tiene un gran público en mente.

En Hermanas, que tiene música del mismo Bernard Herrmann que musicalizó tantas películas de Hitchcock, está su humor macabro, está su espíritu satírico, está su vocación a partir la pantalla en dos escenas al tiempo, está su convicción de que todo se reduce a librar un pulso con los espectadores, está su parodia de los lenguajes del cine, está su investigación del voyerismo, está su tendencia a romper la cuarta pared, está su reconocimiento de que el cine miente veinticuatro veces por segundo, está su sospecha, que recorrerá su obra, de que la televisión es una máquina de propaganda. Hay, en Hermanas, un reconocimiento de los monstruos que engendramos. Y una declaración de principios sobre las posibilidades de la ficción en un mundo derrotado por la realidad.

Brian De Palma acompañado de la actriz Scarlett Johansson, quien fuera una de las protagonistas de su película «La dalia negra» (2006). Foto/Shutterstock.

En un extraordinario artículo de The New York Times de hace cincuenta años, titulado “Mis películas vienen de mis pesadillas” y firmado por el biógrafo de celebridades Charles Higham, comienza la reivindicación de De Palma: “No quiero ser dueño de nada, no me he casado ni quiero casarme, no encuentro sentido al mundo de afuera”, reconoce, a los 33 años, el autor de Sisters, “porque estoy completamente obsesionado con el cine y todo lo que tiene sentido para mí está detrás de mis ojos”. Habla de su fascinación por Repulsión de Roman Polanski. Habla de La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock. Y concluye que verlas le demostró que sólo en el cine se pueden editar los malos sueños.

Está claro, en ese artículo, que De Palma se ha ganado el título de profesional del horror. Queda constancia de que ha asumido el liderazgo del género, con su propia poesía y su propio humor, porque para 1973 Hitchcock cada vez hace menos películas y Polanski parece haber dejado atrás el género de las pesadillas después de que la familia Manson –ver Érase una vez en Hollywood de Tarantino– se concediera el derecho de asesinar brutalmente a su esposa embarazada en la casa de 10050 Cielo Drive. Se anuncia, además, lo que vendrá: una seguidilla de relatos enrevesados que serán amados por la crítica e irán volviéndose pequeños clásicos de las perversiones humanas.

Baste hacer una ronda por las palabras de los críticos más importantes de aquellos años para comprender el ascenso de De Palma. Dice Rogert Ebert sobre Hermanas: “Un homenaje a Hitchcock con una vida propia”. Dice Pauline Kael de El fantasma de El Paraíso: “Un entretenimiento único con un ingenio que rompe con todo”. Dice Richard Schickel sobre Obsesión (1976): “Un divertimento exquisito que devuelve a los espectadores a una era romántica del cine”. Dicen Ebert, Kael y Schickel sobre Carrie (1976): “Una fascinante película de horror”, “el mejor espectáculo aterrador, lírico, humorístico desde Tiburón” y “un triunfo que captura las mentes en el auditorio desde el primer plano hasta que ruedan los créditos”.

Se refieren a una rentable película de suspenso con todas las de la ley, Obsesión, que probó una vez más su dominio del lenguaje del cine, y a una película de terror basada en una novela de Stephen King, Carrie, que no sólo se convirtió en un clásico de su género, sino que significó su anhelado regreso a los grandes estudios de Hollywood: “Rogué para que me dieran ese trabajo”, cuenta en el detrás de cámaras que trae la edición especial de DVD, “quería regresar sin sacrificar mis ideas”. Y lo logró. Le dieron el trabajo. Y, sin deponer su estilo ni su visión de la realidad, sin ahorrarse una sola secuencia sofisticada y sangrienta de las suyas, pudo llegar a los públicos a los que Spielberg, Lucas, Coppola y Scorsese habían llegado en estos años.

VI. De Palma es un maestro del cine

Hay un momento en el que la vida zarpa. Uno se queda en la persona que es y va a ser, y el tiempo se va y se sigue yendo y se cae en el lugar común de que esto “pasa volando”. Desde que Carrie le dio un triunfo en las taquillas como los triunfos de sus hermanos en armas, De Palma cruzó la delgada línea que tanto quería cruzar: la línea entre los artistas para unos pocos y los artistas para todos. No, no dejó atrás su terquedad de autor. No, no vendió sus principios jamás. Cumplió con la meta de trabajar, igual que sus ídolos, dentro del sistema de Hollywood. Se le pasaron los años de golpe, película tras película tras película, controversia tras controversia tras controversia. Y no por nocaut, sino por puntos, como suceden estas cosas, fue logrando que se le llamara “maestro del cine”. Lo es.

Se le pasaron los años de golpe, película tras película tras película, controversia tras controversia tras controversia. Y no por nocaut, sino por puntos, como suceden estas cosas, fue logrando que se le llamara “maestro del cine”.

Hizo la envolvente La furia (1978), que cruza los temas sobrenaturales de Carrie con los de espionaje de la Guerra Fría, gracias a la 20th Century Fox. Aprovechó el viento a favor de la United Artists, y su propia autoridad recobrada, para convertir la historia de su seguimiento a su padre en una sátira como las que había hecho en los años sesenta: Home Movies. Sacó adelante las magistrales Vestida para matar, Estallido mortal y Doble de cuerpo, tres de sus mejores pesadillas humorísticas, con el dinero de AIP y de Columbia Pictures. Y, “para descansar de las películas de Brian de Palma, de mis obsesiones, de mis retorcimientos y mis voyerismos”, se lanzó a hacer una nueva versión de Scarface (1983) que viajaba desde Cuba hasta Miami.

Si uno ve esas películas hoy, superadas sus luchas en las taquillas y sus pulsos con los críticos con agendas políticas, resulta difícil no rendirse a la maestría de su director: habría que decir que, como narrador cinematográfico, como filmador de tramas y de personajes, está en la liga de Spielberg y Scorsese y Hitchcock, y que además se juega la vida por sus perversiones. Resultan descabellados los señalamientos que se le hicieron, de cruel, de misógino, en esos años. Se ven con fascinación, como al principio de la obra de De Palma, la bestialidad masculina, la obsesión que vuelve prójimo al desconocido, el trastorno de una sociedad que se ha extraviado en sus puestas en escena. Pero el terror no se celebra, sino que se muestra.

Hay, en esas películas, mujeres y hombres asesinados con navajas, con taladros y con ametralladoras sin piedad. Pero esas muertes, que vemos con los ojos entrecerrados y la boca abierta, son reflejos de la pesadilla que llevamos por dentro.

La actriz Sissy Spacek en una escena de la exitosa cinta «Carrie» (1976) , dirigida por Brian De Palma.

Nadie aquí lo está atacando. Y yo no tengo ninguna autoridad, más allá de mi cinefilia, para zanjar las discusiones sobre su obra. Pero sí defiendo a muerte, porque suelo entregarme en cuerpo y alma a mis artistas favoritos, el cine que hizo De Palma en el sistema de los estudios desde ese momento en adelante: Wise Guys (1986) terminó siendo otra comedia de culto que de tanto en tanto es defendida por alguien que sí la vio; Los intocables (1987) cuenta la persecución de Eliot Ness a Al Capone con una maestría y una gracia y un pulso que yo no veo en nadie más; Pecados de guerra (1989), un retrato brillante del infierno gringo en Vietnam, es la más contundente de sus fábulas antibélicas; La hoguera de las vanidades (1990), un hito en los fracasos de la Warner, no sólo no es el desastre que se ha dicho, sino que habría sido mucho mejor de lo que es si lo hubieran dejado hacer una de las sátiras que sabía hacer desde el principio; Demente (1992) es una valerosa y desafiante manera de volver a las obsesiones y a los tics de siempre; Atrapado por su pasado (1993), el regreso del trágico Carlito Brigante a las calles de Nueva York, es una de las grandes películas de los últimos treinta años; Misión Imposible (1996), el éxito de taquilla que por fin lo hizo vivir la adrenalina de las victorias de sus amigos del Nuevo Hollywood, es la más sofisticada de una saga que ha dado varias obras maestras del cine de acción; Ojos de serpiente (1998) es un ejercicio de estilo que hipnotiza; Misión a Marte (2000) es un blanco fácil, claro, porque fue saboteada por esos ejecutivos que justifican sus sueldos acabando con todo, pero su fracaso es el fracaso bellísimo de un maestro. Créanme.

Una vez, en la mitad del icónico año 1982, De Palma anunció con alegría que estaba preparando una película con sus amigos Lucas y Spielberg. Nunca se dio. Pero en Misión a Marte, su único descenso en el esclarecedor mundo de la ciencia ficción, pudo experimentar con los efectos especiales que sus amigos desarrollaron de los setenta a los noventa. No fue la debacle que se pinta. Tampoco estuvo a la altura de su talento. Pero quien la vea en busca de sus recurrencias y de sus maniobras irrepetibles, quien la vea con su carrera en mente y con la admiración por esa obra suya que explica el infierno que tenemos por dentro, llegará a la conclusión de que entonces alcanzó su aspiración de ser un artista en las oficinas de un negocio.

VII. De Palma se harta de Hollywood

El siglo XXI de De Palma ha sido una bella, interrumpida, controversial y reivindicadora revisión de los descarríos humanos. Ha vivido y ha filmado en su ley. Reacio al matrimonio, convencido de que una pareja es una utopía y una distracción, se divorció de la actriz Nancy Allen en 1983, de la productora Gale Anne Hurd en 1993 y de la intérprete Darnell Gregorio en 1997 –y tuvo un par de hijas, Lolita y Piper, que se notan en los finales esperanzadores que empiezan a aparecer en su filmografía–, pero ha pasado estos años al lado de una estupenda periodista de The New York Times, The Washington Post y The New Yorker llamada Susan Lehman. De todos sus amores hay registros. De todas sus relaciones hay pequeñas puestas en escena. Y Lehman está aquí y allá.

Fiel a sí mismo, dispuesto, a todas luces, a envejecer como le venga en gana, De Palma ha seguido hablando de su obra y de su vida con una candidez que poco se les ve a los demás. De 2002 a 2019, ha hecho cuatro películas llenas de brillanteces: hay que ver el comienzo meticuloso de Femme Fatale (2002), la belleza oscura y los planos imposibles y la rivalidad entre hermanos de su versión del crimen de La dalia negra (2006), la brutalidad sin atenuantes con la que Redacted (2007) vuelve a contar cómo los soldados norteamericanos arrasan con una cultura –basado en un episodio macabro, semejante al que cuenta Pecados de guerra, en el que un puñado de soldados violó y asesinó a una niña iraquí–, y la gracia, de tiempos de Hermanas, con la que cuenta el macabro pulso entre las dos ejecutivas de Pasión (2012) para encontrarse con ese talento –con esa mirada traumatizada y fascinada– que alguna vez fue para pocos, pero hoy está en todas partes al mismo tiempo.

Decía, sin embargo, que De Palma ha seguido hablando de sí mismo y de sus largometrajes sin pelos en la lengua: ha continuado reconociendo qué salió bien y qué salió mal en sus producciones de estos años, y ha lamentado que nadie haya entendido Femme Fatale, y que las garras de los encorbatados hayan saboteado su versión de La dalia negra, pero ha defendido con vehemencia las decisiones que le dieron a Redacted el León de Plata en el Festival de Venecia y las reescrituras que sus dos actrices protagonistas le hicieron a la entretenida Pasión. De Palma no se miente. De Palma sabe que Scorsese y Spielberg y Coppola y Lucas han hecho lo que han querido, y han sido fieles a sí mismos, y han ganado pulsos a muerte para hacer sus películas. De Palma sabe que, por raro, por kamikaze, su camino ha sido más empinado. Y se encoge de hombros.

La cinta «Carlito’s Way» (1993) fue el segundo encuentro cinematográfico entre Brian De Palma y Al Pacino después de «Caracortada».

Porque puede decirse, sin temor a estar glorificándolo, que ha seguido siendo su propia medida: su siglo XXI ha sido también una exploración de la violencia contra las mujeres, extraviada en las posibilidades del cine y en los pliegues de las pesadillas, porque él está varado en sus obsesiones.

Incluso su película más reciente, Dominó (2019), una trama de acción que funciona a ratos nada más, está llena de secuencias que sólo él podría haber filmado. Se hizo en Dinamarca con plata danesa porque, como suele pasarles a los grandes maestros, a De Palma cada día le ha sido más difícil reunir el presupuesto en los malagradecidos despachos de Hollywood: “Tuve muchos problemas a la hora de conseguir la financiación”, explicó en una entrevista de las suyas, “y nunca había experimentado un set tan horrible” porque los productores no sólo dejaron de pagarle al equipo, sino que manejaron la posproducción con un desdén que es más común de lo que se cree. Simplemente, les da igual.

Unos días antes de que se nos viniera encima la pandemia, De Palma se dedicó a la promoción de su primera novela: ¿Son necesarias las serpientes? La escribió con Susan Lehman, su esposa. Y el mejor elogio que se le podía hacer, “es como tener una nueva película de Brian de Palma”, se lo hizo Scorsese. Era una sátira política plagada de suspenso, claro. Había sido una alegría, llena de ataques de risa, escribirla a cuatro manos con Lehman. Tenía sentido que se diera porque De Palma venía de la dramaturgia y había escrito decenas de películas, pero también porque era una oportunidad para deshacerse de las presiones de los productores voraces.

Tenía dos guiones terminados: uno de horror sobre el psicopático Harvey Weinstein y uno de suspenso sobre un par de asesinatos de la vida real. Pero, mientras conseguía la elusiva financiación, valía la pena narrar lo que le diera la gana, y echar a andar esa novela había sido un gran alivio.

VIII. De Palma está en boca de todos

Brian de Palma anda de bastón. Piensa con frecuencia en que está dispuesto a hacer lo mejor que se pueda, pero que, como dijo William Wyler alguna vez, “una vez que tus piernas fallan ha llegado el momento de colgar tu fusta”. Hace tres años, en plena pandemia, su hija Piper subió a las redes sociales algunas fotos de su celebración virtual de cumpleaños: en el pantallazo de la llamada de zoom está él, con su familia, rodeado por las ventanitas de Jay Cocks, Noah Baumbach, Greta Gerwig, Jake Paltrow, Wes Anderson, David Koepp, Martin Scorsese y Steven Spielberg. Dice su hija en el post: “Ayer se cumplieron ochenta años del paso de mi papá por este planeta y estoy feliz de que haya podido celebrar con la gente que lo adora”. Y no hay nada como una escena final de reivindicación.

“Todo el mundo ama a Spielberg y a Scorsese, con razón, pero yo, por cuestiones de estilo, nunca quise unirme al club de los populares”, explica Tarantino. “Buena parte de mi amor por De Palma viene de la posibilidad de meterme en problemas a la hora de defenderlo hasta el punto de irme a los puños en su nombre”. ¿Qué hay que defender? ¿Qué hay que decir en favor de él? Que si su cine es así de violento y de irreverente y de perturbador y de estético y de errático es porque siempre está haciendo lo que le viene en gana. Que sí: siempre está citando y homenajeando a Hitchcock, porque nadie como Hitchcock entendió el cine y la vida, pero no es que lo imite, sino que parte de él, de su obra superior a la realidad, para cometer toda la vulgaridad que su maestro no se atrevió hacer y para investigar la vocación humana al horror. Que sí: sigue a las mujeres como a figuras nacidas para el cine, y las espía, y las copia, y las violenta, pero lo hace porque su tarea, como director de suspenso, es mostrarnos plano por plano por plano lo salvajes que podemos ser. Que sí: retrata a los megalómanos como si se sintiera identificado, desde los mafiosos con mañas de emperadores hasta los psicópatas con anhelos de dioses, desde los patriarcas capaces de todo hasta los vigilantes que nadie vigila, pero en el fondo se encuentra la alegría de no ser ninguno de ellos: de ser una rueda suelta para siempre.

Brian De Palma durante el Festival de Cine de Venecia de 2015, acompañado (izquierda) por el director de cine y guionista Noah Baumbach y (derecha) por el actor, director de cine y escritor Jake Paltrow, hermano de Gwyneth Paltrow. Foto/Shutterstock.

No sé si sea claro, pero esta es una plegaria –una petición en change.org– para que el genial De Palma haga un par de películas más. Tanto Spielberg como Scorsese han estado repitiendo que querrían un poco de tiempo extra para filmar los largometrajes que les quedan por dentro. Y, aun cuando sea claro, en la historia del cine, que los cineastas padecen las historias que consiguen poner en escena en la vejez –y ahí están las últimas obras de Alfred Hitchcock y de Billy Wilder para que las discutamos un poco más–, hay mucho de belleza en esa última etapa del trabajo de un artista. Se siente la sombra del final, por supuesto, pero sobre todo una libertad y un coraje que es una lección de principios.

En De Palma, el documental de Baumbach y de Paltrow, que es un resumen muy conmovedor de esa vida impar, se le aparece al director una pregunta inquietante para cualquier creador que se respete: ¿cuál ha sido la mejor época de su carrera? Yo, de ser su representante oficial, querría señalar varios momentos magistrales: nadie más iba a hacer Carrie, Blow Out, Vestida para matar, Los intocables o Pecados de guerra como él las hizo. “Sucedió en mis cincuenta, cuando hice en línea Atrapado por su pasado y Misión imposible, porque el oficio que tenemos no se pone mejor que eso: tienes todo el poder y todas las herramientas a tu disposición”, responde él. “Cuando tienes el sistema de Hollywood trabajando para ti, puedes hacer algo memorable”.

¿No es increíble? Este hombre ha espiado las patologías y las manipulaciones con una energía que nadie más ha tenido. Este hombre ha sido el faro de generaciones de cineastas independientes capaces de todo. Esto hombre ha sido llamado un cineasta misógino, un cineasta feminista, un cineasta queer. Kael lo bautizó “el director que se ponía cada vez mejor”. Ebert pidió más honor para él, semejante director con semejante rango, antes de morir. Cahier du Cinéma, que está convencida de que Atrapado por su pasado es la mejor producción de los noventa, suele meter sus películas entre las diez mejores del año. Es, sin duda, un artista: un recreador del mundo. Pero a él le da igual esa gloria: él anheló y logró y anhela la complicidad de los encorbatados que no tienen ni idea.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!