Apóyanos

Bonsái, un intento de ser dioses

Odontólogos, empleados petroleros, periodistas, guardias penitenciarios, abogados y gente con todo tipo de actividades, se apasionan con la suerte de terapia mental liberadora que se produce cuando maniobran para conservar en miniatura árboles y arbustos que debían ser enormes. ¿Un arte cruel?
Por Relatto
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Es el vértice oeste del casco de la ciudad de La Plata, Argentina, en el barrio La Cumbre, en una casa de ladrillos a la vista, en un comedor, alrededor de una mesa blanca, donde ahora, un sábado de julio, cuatro hombres de más de 30 años moldean plantas. Las alambran, las doblan, las cortan. Mientras toman mate, practican en criollo el milenario arte oriental de cultivar árboles y plantas que, al controlar su crecimiento, hace que permanezcan de un tamaño muy inferior al natural: el bonsái.

Yo soy uno de ellos. A juzgar por lo que escucho, el más inexperto de los cuatro en cuestiones botánicas. Frente a mí tengo un boxus, un arbusto pequeño de hojas redondas que es utilizado para las cercas de las plazas en las ciudades. Tomo un alambre grueso, lo clavo en la tierra de la maceta en diagonal (como acabo de aprender) y empiezo a enrollar el tallo principal desde abajo hacia arriba.

Mauricio, mi maestro y de los otros dos, de pelo largo atado, abre los ojos grandes. Creo que no confía en mi pulso. Me señala que el alambre debe ir más cerca del tronco. Le digo que tengo miedo de partirlo y se acerca a ayudarme. Enfrente, Lucas, otro de los alumnos, trabajador del Ministerio de Educación provincial, de barba candado y hablar pausado, es más hábil. Levanto la vista y veo que avanza rápido en el alambrado del tallo y también de las ramas. Dobla las partes del arbolito sin temor.

bonsái

El profesor y los aprendices bebiendo mate y aplicando el «alambrado» una de la técnicas fundamentales para hacer un bonsái.

El alambrado es una de las técnicas que se utiliza a la hora de hacer un bonsái. Sirve para darle curvas a lo que será tronco y guiar las ramas para distintos lados, según la forma que se elija. Mientras manipulo y amarro las distintas partes del boxus, me siento cruel.

Mientras manipulo y amarro las distintas partes del boxus, me siento cruel.

“La rama para acá, la rama para allá. Uno a veces pierde un poco la sensibilidad”, dice Mauricio con cierta algarabía. “Esto es jugar a ser Dios”.

***

A pesar de que vive solo, Mauricio tiene en el comedor de su casa dos mesas que ocupan casi todo el espacio y en las que podrían comer unas diez personas cómodas. Arriba de ellas siempre hay plantas, bandejas con tierra, pinzas, tijeras y alambres. También hay plantas contra las paredes: tres palmeras de dos metros de alto en macetas y varios ficus. Además, tiene un pizarrón colgado con un arbolito dibujado, cuadros con imágenes de hojas y estantes con libros exclusivamente de botánica (a excepción de algunos títulos de Gabriel García Márquez).

Al fondo del comedor hay un ventanal de puerta corrediza. Mauricio lo abre y sale al patio. En este espacio con forma de ele, de unos diez metros de largo en su parte más extensa, conserva más de 500 plantas entre plantines, prebonsáis y bonsáis. Regarlas en verano le demanda unas tres horas: hora y media de mañana y hora y media de tarde.

bonsái

En su pequeño patio, el maestro Mauricio tiene más de 500 plantas entre bonsáis y prebonsáis.

De chico, Mauricio podaba los arbolitos de su papá, un viverista que a fines de la década del 80 difundía el arte bonsái de La Plata. Cuando creció, se recibió de ingeniero forestal y comenzó a trabajar en el Ministerio de Agricultura de la Nación. En ese tiempo, vivió en un monoambiente del centro y viajaba todos los días a la ciudad de Buenos Aires. “No veía plantas, solamente veía expedientes”, dice mientras revuelve tierra en una bandeja. “Me estresaba. Subí de peso, fumaba mucho”.

En 2016 tomó la decisión de renunciar al Ministerio para volver a las raíces (nunca mejor dicho): se mudó a la casa de su infancia y empezó a dedicarse exclusivamente al bonsái con orientación agroecológica.

En 2016 tomó la decisión de renunciar al Ministerio para volver a las raíces (nunca mejor dicho): se mudó a la casa de su infancia y empezó a dedicarse exclusivamente al bonsái con orientación agroecológica.

“Si mi viejo hubiera sido mecánico, seguramente sería igual con los fierros. Me tocó con las plantas”, dice con una sonrisa. Y habla también de esta casa, la de su infancia y la que habita hoy con sus 500 plantas: “No me mudo más. Acá voy a morir”.

***

Mi papá no es viverista (como yo, es periodista). No aprendí nada del arte bonsái cuando era chico. Y se nota. Pero ahora, otra vez en el comedor de las mesas blancas de Mauricio, estoy más confiado con el boxus. Para las ramas laterales puedo usar alambres finos y eso facilita el trabajo. Las enrollo con rapidez. Hablo y tomo mate mientras lo hago. Estoy disfrutando del rato y también estoy concentrado. Por un momento siento que quizás tengo habilidad para esto, que será mi nueva terapia. Chau, psicóloga.Lo dejamos ahí.

Santiago, el otro de mis compañeros, alto, sin barba y también de hablar lento, me cuenta que empezó con los bonsáis luego de que se compró un pequeño ombú en una plaza. Dice que para él las formas de los arbolitos reflejan la personalidad de cada bonsaista. Mauricio coincide en parte porque sostiene que en su caso fue cambiando de estilos.

Cuando era chico, Mauricio regaba los arbolitos que tenía su padre, un viverista que difundía el arte del bonsái en La Plata,

Santiago es guardia penitenciario en una unidad de Florencio Varela, a una hora de distancia La Plata. Mientras alambramos y cortamos ramas le pregunto sobre su trabajo. Me cuenta que hoy salió de su casa a las seis de la mañana y me habla de un interno ensangrentado que se autolastimó. “Venir de la cárcel acá es un cambio muy fuerte”, dice. “Todo esto está bueno para no quedarme con la cabeza cargada”.

“Venir de la cárcel acá es un cambio muy fuerte”, dice. “Todo esto está bueno para no quedarme con la cabeza cargada”.

A la casa de Mauricio vienen personas que pertenecen a distintos oficios y profesiones. Además de mis compañeros, hay otros de un curso más avanzado con los que hablo. Uno de ellos empezó a interesarse por el bonsaismo por Karate Kid. Mauricio dice que la inquietud de muchas personas nació con esa película y que en el último tiempo hubo un resurgimiento de la disciplina con la serie Cobra Kai.

Entre los alumnos hay docentes de escuela, un trabajador de la petrolera YPF, un abogado, un diseñador y un odontólogo. Noto en todos ellos cierta dedicación y paciencia que creo no tener. “Mucha gente, cuando le digo que hago bonsái, me pregunta cuándo termina. Si vos querés tener un árbol de 15 años tenés que sostenerlo en el tiempo”, me explica uno. Mauricio dice que el trabajo con los arbolitos es un arte para expresarse, pero también un cable a tierra. Otro agrega: “Mi plan de retiro es este: plantitas, música y mate”.

Más allá de la variedad de profesiones, en este espacio todo lo que se habla gira en torno de las plantas. Surgen temas de conversación vinculados a la sensibilidad de los árboles, a experimentos con semillas, a los bosques nativos o a las diferencias políticas que existen entre la escuela tradicional japonesa y el bonsái naturalista. Además, hablamos de las distintas formas científicas de entender y nombrar las relaciones entre ejemplares de una misma especie: ¿”competencia” o “cooperación”? ¿Acaso no hay un dejo ideológico en esas etiquetas?

Para restringir el crecimiento de los bonsáis hay que trabajar cortando sus raíces.

Filosofamos, mientras seguimos maniobrando con nuestras plantas. En algún momento del taller, Lucas, el trabajador del Ministerio de Educación, saca una pinza especial para bonsái que compró por internet. Mauricio la agarra con su mano derecha y la mira con detenimiento. Se la pasa a Santiago, que hace lo mismo. Coinciden en que es una gran herramienta, que no se va a oxidar. Yo asiento, pero la verdad es que no tengo idea. Después me meto en una conversación y pregunto qué es la “yema” de una planta. “Te vas de mi casa”, bromea el maestro.

Uno de ellos empezó a interesarse por el bonsaismo por Karate Kid. Mauricio dice que la inquietud de muchas personas nació con esa película y que en el último tiempo hubo un resurgimiento de la disciplina con la serie Cobra Kai.

Cuando menos lo espero, mientras estoy manipulando la rama más baja del boxus, en un movimiento que no reconozco como brusco, se escucha el “trac”. El sonido es inapelable, pero Mauricio igual pregunta: “Epa, ¿Qué fue eso?”. Todos miran el bracito quebrado en mi maceta.

Perdón, boxus. No soy un Dios maligno. Soy más bien uno precario.

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Dos meses después de la última clase, tengo siete plantas que Mauricio me legó: dos ficus, dos ombúes, un espinillo, un gingko y, mí preferida, un olmo.

En este tiempo que pasó las controlé como pude. Las regué si me parecía que la tierra estaba muy seca y, como mi patio es pequeño y el sol le da muy poco, las fui corriendo para que tuvieran luz natural.

Dos meses después de la última clase, compro macetas y tierra para trasplantar. Mis otros elementos para trabajar son un tenedor, la tijera con la que me cortó la barba, una pinza estándar que está un poco oxidada y un cortaplumas que me regalaron hace unos años y llevo a las vacaciones en la montaña pero nunca uso.

Cuando uno trasplanta un bonsái puede aprovechar la ocasión para podar la raíz pivotante (la principal) y otras dominantes. Cortar abajo restringe el crecimiento de la planta hacia arriba. Miro algunos apuntes. Empiezo trasplantando un ficus. Sé que es una planta resistente y no temo ajarla.Lo saco de la maceta y con el tenedor quito la tierra. Está pastosa y con mucha agua, no sé si es bueno. Salen algunas lombrices: hay vida.

El ficus tiene muchas raíces. Se las desenredo y le corto las que están más largas (nuevo look subterráneo, espero que le guste). Después, pongo tierra nueva en una maceta más grande y lo paso. Ya tiene un dos ambientes, pienso. ¿Por qué mierda estoy humanizado a las plantas?

La poda es otra de las técnicas claves para lograr un bonsái.

Sigo con un ombú. Mauricio me explicó que los ombúes no son árboles, sino plantas herbáceas. Como una papa, dijo. Y sí: me puedo imaginar a un gigante arrancando a uno de raíz, cortándole la copa y poniéndolo a hervir. Hago el mismo trabajo que con el ficus: lo saco de la maceta, le quito la tierra con el tenedor y le peino las raíces. En un momento siento como un tironeo y temo haberle roto algo importante.

Repito el procedimiento con el otro ombú, el gingko y el olmo. Estoy muy concentrado. Tengo las manos negras de tierra. Uso el tenedor y la tijera. ¿El cortaplumas? Sigo sin estrenarlo. Me mantengo abstraído, paciente, hasta que en un momento empieza a sonar mi celular en el bolsillo y me pongo ansioso por ver el WhatsApp. La terapia bonsái no está funcionando. Creo que no sirvo para esto.

***

Pasan algunos días desde los trasplantes y el olmo empieza a mostrar signos de debilidad. Las hojas se le secan, se arrugan y se caen. Quizá le corté algo importante en las raíces. Siento culpa. Leo en internet que también existe la posibilidad de que se haya estresado. Ahora, en un PH cerca de la Estación de trenes de La Plata, en un patio pequeño de baldosas rojas, este bonsaista improvisado, no hijo de viverista, periodista de segunda generación, Dios precario, se lamenta porque una planta agoniza.

Al tiempo, antes de publicarla, le comparto a Mauricio por correo electrónico parte de esta nota. Temo haber explicado mal algo del bonsaismo. Me inquieta el texto.

Su respuesta es agradecida. Me dice que le gustó el artículo y que valora mi apreciación sobre el curso. Después me saluda y cierra con una posdata en la que deja en claro que a él le preocupa otra cosa:

“Lamento la pérdida del olmo :(”.

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