“Este invierno está caliente”, pensé. En Texas no es raro tener un día caluroso en pleno invierno. Es la tierra de los extremos. En el estado de la Estrella Solitaria, que significa espíritu independiente, igual se puede ver a un tipo con pistola al cinto o con Biblia en mano; con fusil de asalto en una protesta o con una pancarta que dice “Dios es amor”. Es el segundo estado más rico del país, pero tiene el pueblo más pobre de Estados Unidos. También posee el tiempo más travieso y, a la vez, la gente más conservadora del Sur Profundo.
Fue el periodo más frío de Texas, cuando la temperatura descendió a menos 20 grados en el día más gélido en 72 años. Más de cuatro millones de personas se quedaron sin energía eléctrica durante cinco días, sin calefacción en las casas forradas de nieve, en medio de la segunda oleada de la pandemia de covid-19; más de 40 texanos murieron de frío o intoxicados con gas carbónico.
Yo estuve ahí, atrapado para contarlo: un bogotano acostumbrado a encontrar calor, en cualquier momento, en la pequeña y cercana ciudad de Melgar, al sur de la capital colombiana.
El clima en el estado de la Estrella Solitaria es tan rebelde como lo fueron los vaqueros que desafiaron las llanuras y las montañas resecas para quitarles la cabellera a los comanches, hace dos siglos. Porque, contrario a lo que se cree, fueron los vaqueros quienes empezaron a cortar cabelleras y orejas de indios para cobrar recompensa. Hollywood falsea la historia. Ya saben.
Le pregunté a un cowboy de sombrero, jeans y botas que hacía fila en un supermercado:
—¿Por qué el clima de Texas es tan extremo?
—Esto es Texas —dijo el hombre, con su tonito country, mientras levantó el ala del sombrero y dejó ver su cabellera larga y canosa—. Dicen que este fin de semana llegará una ola de frío que viene del polo. El cielo y los pájaros lo anuncian. La semana próxima será terrible, ya verá.
Mi versión es otra. Es el cambio climático, me quedé pensando. Al otro día la temperatura bajó a cinco grados, y se sintió a menos dos. En Estados Unidos la gente siempre está pendiente del pronóstico del clima, que incluye la temperatura y la sensación térmica.
Porque, contrario a lo que se cree, fueron los vaqueros quienes empezaron a cortar cabelleras y orejas de indios para cobrar recompensa. Hollywood falsea la historia. Ya saben.
El vaquero tenía razón en su presagio
Es sábado 13 de febrero, en la ciudad de McKinney, tan calmada que apenas hace diez años todavía regía la veda del alcohol y los bohemios tenían que ir al pueblo vecino a emborracharse. Aún hoy, los domingos no venden licor, de acuerdo con una antigua ley, porque es el día de ir a misa. Alejada media hora en carro al norte de Dallas, parece un pueblo del viejo Oeste separado del tiempo. Los residentes no han permitido que el tren de Dallas llegue hasta acá, por temor a que en él arribe la inseguridad y se meta a las casas victorianas de porches y variados colores construidas hace siglo y medio por blancos esclavistas cultivadores de algodón. Algunos latinos y negros conviven con los descendientes de esos esclavistas. Los blancos llaman mexicanos a todos los hispanos, los califican de sucios, ignorantes, y les reprochan que no aprenden inglés y quieran imponer su cultura. Los migrantes, por su parte, les dicen “bolillos” a todos los gringos, en alusión a un tipo de pan muy común en México. Y los lugareños hablan poco entre ellos, aun si son vecinos. La soledad en las calles, dentro de las casas y en las personas hace fría la atmósfera cotidiana.
La pandemia nos ha tenido mirando la vida desde las ventanas. Se sale solo a conseguir comida. Pero el frío nos confinó aún más. No sé qué harán los vecinos, porque ellos no hablan ni dan señales de vida. Justin y su esposa tienen un gallinero con penthouse y calefacción para sus gallinas. También está don Julio y su tribu numerosa de tres generaciones que todavía hablan como los personajes de Juan Rulfo.
—Yo vengo de Celaya, Guanajuato, le dije al patrón, así le dije. Era un bolillo buena gente. Le dije que yo era de Guanajuato, así mesmo le dije —me contó un día don Julio al describirme cómo se presentó a su empleador, cuando en su juventud llegó a este pueblo luego de cruzar por el río.
Con ellos sí tengo trato. También es vecina Betty, una “bolilla” de edad avanzada, que vive sola con cuatro perros y sale todos los días a pasearlos. Pero el resto del tiempo, y más en este invierno, el vecindario es solitario, como todos los barrios de Estados Unidos. Aunque se nota algún movimiento, porque de vez en cuando la policía saca el cuerpo de algún anciano que ha muerto en la soledad.
En la mañana el temporal mandó una mensajera. Una llovizna de copos pequeños que se derretían pronto cubrió las ramas sin hojas de los árboles y ahuyentó a los pájaros cardenales, a los sinsontes y a las águilas calvas. El gato blanco vagabundo que nos visita, que come algo y se vuelve a ir, no vino hoy. Las calles estaban forradas con hielo. Era cierto. El cielo y las aves lo anunciaban. Era la nevisca.
Pero el resto del tiempo, y más en este invierno, el vecindario es solitario, como todos los barrios de Estados Unidos. Aunque se nota algún movimiento, porque de vez en cuando la policía saca el cuerpo de algún anciano que ha muerto en la soledad.
San Valentin en nieve
El domingo era el Día de San Valentín, aquel monje que creyó en el amor en un reino donde era prohibido amar y que casaba a las parejas a escondidas. Un monje que después fue decapitado.
Pero esta vez la pandemia tenía prohibidos los besos y también los abrazos, y el frío no dejó celebrar el día del amor.
En el jardín, una hermandad de 12 pájaros cardenales jovencitos rebuscaban desayuno al lado de mi duraznero, entre el hielo que dejó la noche. No los volvería a ver en dos semanas. Al mediodía llegó la nieve, que es inusual en Texas. La última nevada grande en todo el estado ocurrió en 2017. Al principio, la nieve es un espectáculo, en especial para los latinos, quienes en su mayoría no la han visto en sus países. Unos niños al frente de mi casa salen a hacer un muñeco. Yo me pongo mis botas de frío y hago videos para mis amigos en Colombia. Les muestro el torrencial de copos que caen y cubren de lana blanca el verde de los jardines, las ramas desnudas por el invierno, el asfalto de las calles, los porches y los colores de las casas. El entusiasmo me alcanza para diez minutos, porque siento los pies mojados y adoloridos, y los labios dormidos me impiden hablar en el video para mis amigos.
Desde la ventana miro el nuevo vecindario que se ha transformado en una inmensa torta blanca con trozos de hielo escurriendo de los techos, como lista para untarle chocolate.
La gente se encerró. Hubo silencio. Las chimeneas empezaron a botar humo, como única señal de vida dentro de las casas.
Las autoridades habían recomendado abastecerse de agua y comida, forrar con trozos de espuma los tubos de gas y agua, los arbustos con alguna manta, dejar las llaves goteando para evitar que la tubería se congele y reviente, y consumir energía al mínimo para no sobrecargar las plantas generadoras.
Nadie estaba preparado. Nadie lo tomó en serio, igual que pasó al principio con el coronavirus. Al parecer la humanidad les hace muecas a las amenazas mientras estas no desaten su poder.
La tormenta no tardó en rugir en serio. En Fort Worth, a una hora de donde vivo, hubo un choque múltiple de 140 carros que resbalaron en el hielo y dejó ocho muertos y 40 heridos.
Las autoridades habían recomendado abastecerse de agua y comida, forrar con trozos de espuma los tubos de gas y agua, los arbustos con alguna manta, dejar las llaves goteando para evitar que la tubería se congele y reviente, y consumir energía al mínimo para no sobrecargar las plantas generadoras.
Empiezo a sentir temor. No dejo de mirar al cielo a través de la ventana. Está nublado. Comienza a oscurecer y en ese instante se va la luz en la casa. Prendo una vela. La batería del computador y del celular están con carga baja. La calefacción dejó de funcionar y la ropa empieza a sentirse mojada. Sin luz, sin carga telefónica, a unos 15 grados bajo cero, no se puede pasar la noche en casa.
Le escribo un texto a mi vecino gringo preguntándole cómo se encuentra.
—Estamos bien —me dice.
—¿Necesitas cobijas, comida? —le pregunto.
—No, gracias, Ubaldo —me responde y me dice que el corte de luz será máximo de tres horas. Decido esperar.
Hay velas en la casa. Recuerdo el apagón en Colombia en el año 92, cuando el fenómeno del Niño provocó sequías y los embalses, de donde se saca la mayor parte de la energía, quedaron casi secos. Pero allá el racionamiento fue programado, con horarios y hasta divertido: porque en Colombia no tenemos fríos tan agudos como el de esta tormenta en Texas.
Una hora sin energía y el frío aumenta. Tiembla el cuerpo. No tengo chimenea. Oigo motosierras cortando ramas de los árboles para surtirse de leña. Desde la ventana se ven los chorros de humo de los techos vecinos. Las cobijas de lana que traje del mercado popular de San Victorino en Bogotá, son útiles. Hay un cargador portátil que alimenta mi teléfono por un rato más.
Estamos tiritando junto a las llamas de los fogones de la estufa de gas. Hay suficiente comida y agua. Después de cuatro horas volvió la luz.
Pero no sería el único apagón
En la madrugada soñé con frío. Temblaba. No era un sueño. El frío me despertó. Sin darme cuenta, habían cortado otra vez la luz.
La nieve arrecia afuera y todo está forrado con ese pastillaje blanco. No había rastros de pisadas, tampoco transitaban carros. Pero a lo lejos se oían sirenas de bomberos y ambulancias. El cielo oscuro deja caer montones de copos blancos que contrastan con las casas victorianas y hacen una escena de filme navideño. Una de esas casas es azul, de dos niveles, en ella fue filmada la película Benji, de las aventuras de un perrito.
Había dejado cargando el celular. Hay dos mensajes. En uno me piden, como parte de mi trabajo periodístico, hacer un informe de video para una televisión de Bolivia.
Me pongo mis botas de frío, capaces de aguantar hasta menos 40 grados. Salgo a dejar mis huellas en la nieve. Serían las únicas. La bota se hunde más arriba del tobillo. A los 30 segundos la voz me sale temblorosa, justo cuando dije para el informe: “Texas está a 25 grados bajo cero, se siente a menos 28, nunca visto desde 1949, casi 72 años”.
El número 72 no lo pude pronunciar. Las casas están congeladas. Ingreso a la mía y me sentí como entrando a una nevera. Decido entonces ir a la biblioteca de la ciudad a buscar calor, electricidad y agua pública.
La tormenta no tardó en rugir en serio. En Fort Worth, a una hora de donde vivo, hubo un choque múltiple de 140 carros que resbalaron en el hielo y dejó ocho muertos y 40 heridos.
El carro está forrado de nieve y hielo. Guantes gruesos, doble chaqueta, ropa interior de algodón, gorro de lana, orejera y quedo como un astronauta. El raspador de hielo es una buena herramienta, pero demoro como media hora para limpiar el vidrio. Es necesario prender el carro mientras raspo, para calentarlo. A lo largo de los cinco kilómetros que me separan de la biblioteca municipal el auto trata de enterrarse en la nieve. Necesito poner los limpiavidrios a máxima velocidad. Los copos no cesan de tapar los vidrios empañados. Voy muy despacio mientras atravieso la hermosa ciudad blanca. Así debe ser el cielo que nos ofrecen las religiones, pienso, de calles pavimentadas con un provocativo pastel blanco.
Dentro de la biblioteca hay unos 12 habitantes de la calle, o “homeless” (sin hogar) como les dicen en inglés. Hay mujeres, hombres y niños. Pocos negros. A los blancos que caen en esa condición les dicen en forma despectiva “white trash” o “trailer trash”, algo así como basura o desperdicio blanco. Calificativos tan peyorativos como los que se usan en Bogotá para referirse a los habitantes de la calle como “desechables”. En la biblioteca hay unos ocho “white trash”. Están apeñuscados alrededor de una chimenea grande mientras sacan snacks de sus tulas repletas de chécheres. Los computadores están ocupados por otros residentes que se quedaron sin energía en sus casas. Pido una sala privada para leer, pero no hay. “Deme su nombre y trato de conseguirle una para mañana”, dice la empleada.
A las cinco de la tarde un altoparlante dice que en 10 minutos cierran. Empaco mi computador. Reviso los mensajes en el teléfono. Hay uno reenviado. Alguien busca a una persona perdida:
“Vusco a mi papá, vive en Dallas, no cé la dirección. Vende dulces y algodón de azúcar en las calles. Mi papá es mejicano, tiene 51 años, hace tres días que no me contesta el teléfono. Le dicen El Chilango. Si lo ven yamen a este mismo número”. Estaba escrito así, con la ortografía de una persona sin educación, pero muy preocupada por su padre. “Pregunten por María, soy yo”, remataba el mensaje.
Afuera de la biblioteca están los 12 homeless. Miran para todos lados, como buscando a donde refugiarse. Tal vez irán a una iglesia o a uno de esos centros comunitarios donde las autoridades o gente caritativa abrió puntos de calentamiento, incluso algunos con la posibilidad de pernoctar.
No ha llegado la luz en mi casa. Ya son casi 12 horas sin electricidad.
Descarto la posibilidad de ir a un centro comunitario por temor al contagio del virus. Llamo a mi hija. Vive a 35 minutos en carro. Afuera está oscuro y la nieve aumenta su intensidad.
Echo lo que puedo en el auto. Hay poca gasolina.
En la primera esquina me patina el auto. Caigo en la cuenta de que una de las ruedas está bajita de aire. Así lo muestra el tablero. Llamo a mi hijo en Canadá y le pido consejos para manejar en nieve. Me recomienda que ruede sobre las huellas del carro de adelante, que mantenga el triple de distancia, que frene suave desde lejos y conduzca muy despacio. No siento los pies.
Me detengo en la primera estación de gasolina. Soy el único tanqueando. Por fortuna está abierto el servicio. Diez minutos eternos que me alcanzan a dejar blanco de nieve. No hay aire para la llanta. Me voy así. Despacito. Me adelantan algunas trocas texanas. Son camionetas grandes. Los hispanos las llaman trocas por la palabra “truck”, camión en inglés. Hay muchos semáforos y los cojo todos en rojo. Ruego al cielo que la rueda aguante. Tiemblo al imaginar que pincho en la noche en medio de una tormenta sin precedentes y con poca batería en el teléfono. Pongo música colombiana para animarme. El Pirulino, nada de música triste. Mientras me dirijo a su casa, me llama mi hija para saber cómo estoy. “Bien, pero no siento los pies, prepárame caldo caliente para mí y un platón de agua al clima para mis pies”, le respondo.
Tardo casi dos horas en llegar. Casi no puedo estacionar. La nieve alcanza unos 20 centímetros.
En casa de mi hija hay luz. Vive al lado de los bomberos y eso tal vez la salvó. Tengo los pies rojos y me duelen. El agua al clima, no helada, me ayuda. Un caldo de pollo me reconforta.
Caigo en la cuenta de que una de las ruedas está bajita de aire. Así lo muestra el tablero. Llamo a mi hijo en Canadá y le pido consejos para manejar en nieve.
Teorias conspirativas en medio de la tragedia
Las noticias dicen que el gobernador declaró estado de emergencia. Ya van diez muertos, los del choque múltiple y una señora y su niña que se metieron al carro en el garaje a buscar calor y se intoxicaron con el gas carbónico.
Las sirenas que escuché sonaron debido a tres incendios en McKinney.
Ya hay más de tres millones de personas en todo el estado sin luz. Me aterro. Resulta que las plantas de energía, gas y las purificadoras de agua se congelaron. Las autoridades y la industria energética estaban advertidas, pero no se prepararon. Texas, el estado más grande del país en capacidad energética y uno de los mayores del mundo vive una emergencia que no ocurre ni en los países pobres. La gente se está muriendo de frío. Y yo de sueño. Había sobrevivido al día más frío de Texas desde 1949.
Políticos estatales dijeron que la ola invernal fue culpa de la energía eólica y la solar. El comisionado de agricultura, por ejemplo, argumentó que “nunca más deberíamos construir una turbina de energía eólica en Texas porque es un experimento que fracasó rotundamente”.
Mientras el frío aumentaba, mucha gente difundió videos virales que decían que la nieve fue en realidad falsa y generada por el gobierno como parte de un complot siniestro instigado por élites en la sombra, presumiblemente para hundir a Texas en el caos. Para recalcar la teoría conspirativa aparece en las redes sociales un video en el que se ve a una señora con una bola de nieve en una mano y con un encendedor de fuego en la otra quemando la nieve. Esta no se derrite y, por el contrario, se carboniza. Sin embargo, poco después, un experto explicó el fenómeno como algo natural, un simple efecto de combustión.
Tal vez el fantasma de Melquiades, el alquimista de la novela Cien años de soledad, había logrado engañar a los autores de tales teorías.
Pero los más engañados fueron muchos líderes políticos quienes desde años atrás han negado el cambio climático y lo han calificado de charlatanería. Aunque, el senador republicano Ted Cruz, uno de los más acérrimos detractores del fenómeno, huyó a las playas de Cancún con su familia en medio de la tormenta, para buscar calor.
Mientras el frío aumentaba, mucha gente difundió videos virales que decían que la nieve fue en realidad falsa y generada por el gobierno como parte de un complot siniestro instigado por élites en la sombra, presumiblemente para hundir a Texas en el caos.
El lunes sigue cayendo nieve sobre los vaqueros
En mi teléfono vuelven a reenviar el mensaje buscando al Chilango. Esta vez María dice: “Tengo miedo. Mi papá me dijo un día que si despúes de 10 dias él no se comunica, es porque está muerto. Ya yeva (sic) ocho días sin mensajes”.
En un texto final María reprodujo el último mensaje de su papá: “Tengo frío. Estoy envuelto con tres capas de ropa y muchas mantas”.
No dijo nada más. Fue su último mensaje. María estaba angustiada y la gente que reenviaba el mensaje también.
Fuimos al supermercado para buscar comida. Encontramos algunas vitrinas vacías, como había ocurrido hace un año, cuando el rumor de la pandemia y de la orden de confinamiento obligó a la gente a abastecerse de todo tipo de alimentos, pero en especial de papel higiénico. Esta vez la escasez era de leche, agua embotellada y cereales.
El vecino de mi casa me escribió que él tuvo que buscar posada donde amigos. A sus gallinas les puso una pequeña planta eléctrica para su calefacción. También me dijo que mucha gente empezó a reportar tubos de agua y gas reventados.
Pasaron tres días encerrados por la nieve en casa ajena. El vecino se silenció. Temía por los ancianos que viven solos en el vecindario.
Así reportó Ubaldo la tragedia de Chilango para la radio.
El rastro de la tormenta en la nieve
La nieve dejó huellas en todos los aspectos de la vida. Los texanos quedaron fríos, en el sentido literal de la palabra. Fríos por la imprevisión y las secuelas. Las refinerías petroleras se paralizaron, en especial la de Port Arthur, la más grande del país, la producción del carburante cayó a niveles históricos y el precio del petróleo se disparó a más de 67 dólares el barril a futuro.
Más de cuatro millones de personas estuvimos sin electricidad durante cinco días. Las purificadoras de agua se detuvieron y muchos tuvimos que hervir el agua, antes de consumirla. Casi 5.000 vuelos fueron cancelados, la mitad en Texas. Los ingenieros dijeron que Texas estuvo a segundos de haber sufrido un apagón total de días, que hubiera provocado una catástrofe histórica.
Mucha gente volvió a vivir como los pioneros que colonizaron EE. UU. Derretían nieve con las manos para fabricar agua. Metieron comida en bolsas y neveras de icopor y la enterraron entre la nieve para conservarla.
El sol salió al séptimo día y miramos por la ventana, como Noé en el arca. Los pájaros regresaron a picotear. La nieve empezó a derretirse.
Salí a tomar fotos. Unos indocumentados parados en un parque, en medio del frío, buscan quien los contrate. Son un mexicano, un hondureño y dos latinos más. Me cuentan que salieron en plena tormenta porque necesitaban dinero. Salían por raticos y se metían a un restaurante. Nada consiguieron.
Regreso porque siento mojado el pie y me duele. Reviso la bota y apenas me doy cuenta de que anduve toda la tormenta con la suela rota de lado a lado, con el hielo metido por entre una enorme ranura del zapato.
Se conoce la historia del Chilango
Lo conocían en las calles. No lo habían vuelto a ver. Otros vendedores callejeros contaron que había escapado del hospital cuando lo iban a entubar por coronavirus, pero sobrevivió a la pandemia. Dicen que era solidario, que llegó a compartir sus pocas ganancias con vendedores que no habían ganado un dólar en el día.
Encontraron al Chilango sentado en una silla plástica. Vivía solo en una habitación arrendada al sur de Dallas. Estaba envuelto en muchas cobijas. Su cadáver en descomposición iba a ser sepultado en fosa común. Su familia mexicana lo evitó y lo llevó a su país. Murió sin conocer a sus nietos. En su teléfono encontraron un mensaje que no alcanzó a enviar. “Si no me comunico en diez días, es porque estoy muerto”.
Regresé a casa. El frío que había estado encerrado nos atropelló al entrar. Del techo colgaban como estalactitas, chorros congelados de agua que se había filtrado por una tabla rota. En el baño un tubo se había reventado y el agua formó una bola de hielo del tamaño de un puño, en la parte rota. La única víctima en mi vecindario fue un pajarito que encontré tullido de frío en mi jardín.
Murió sin conocer a sus nietos. En su teléfono encontraron un mensaje que no alcanzó a enviar. “Si no me comunico en diez días, es porque estoy muerto”.
Las noticias dicen que renunciaron seis integrantes de la Junta Directiva de la empresa que regula la energía en Texas. Hubo más de 40 muertos, ocho de ellos homeless, pero puede haber más. Escasean los plomeros, las piezas de tubería y las motosierras. Va a subir el costo de los pollos y los huevos porque el mayor criadero queda en Texas y perdió mucha producción. Ya se acerca la temporada de tornados que suele azotar a Texas, pero en pocos días llegará la primavera.