Qué tristes que se ven los árboles de la Escuela de Mecánica de la Armada cuando el viento sopla y los sacude, y sus hojas muertas se desprenden.
Ahora está por comenzar una nueva edición del ciclo de La Visita de las Cinco, una recorrida por el antiguo Casino de Oficiales, donde hoy funciona el Sitio de Memoria. La Visita de las Cinco se realiza cada fin de mes y, aparte del guía, hay un invitado especial. Es un hombre robusto, guardado en un abrigo oscuro, con una expresión dura. Tiene 38 años. Se llama Sebastián Rosenfeld. Estudió marketing y trabaja en desarrollo de innovación. La primera vez que vio la Escuela de Mecánica era un bebé; de hecho, la Escuela de Mecánica fue lo primero que vio: Rosenfeld es uno de los 30 niños —o más— que nacieron aquí. Por algún motivo nunca revelado, este bebé fue devuelto a su abuela. Otros no. De su madre, Patricia Marcuzzo, que fue desaparecida en un vuelo de la muerte a los pocos días de dar a luz, solo le quedó una carta escrita.
La Visita de las Cinco, una recorrida por el antiguo Casino de Oficiales, donde hoy funciona el Sitio de Memoria. Se realiza cada fin de mes.
Pero hoy hay una invitada más. Es Vera Vigevani de Jarach: periodista retirada, anciana de mirada clara y profunda, de ojos ya un poco deteriorados, enmarcados por un flequillo blanco. Jarach es una Madre de Plaza de Mayo —de la Línea Fundadora— e integrante del Directorio del Espacio Memoria y Derechos Humanos. Tiene 88 años y una voz que suena demasiado firme cuando toma la palabra, en el inicio de la visita y delante de una pequeña multitud, y dice que hoy se cumple un nuevo aniversario del secuestro de su hija Franca, que tenía 18 años y era su única hija. Franca fue vista por última vez en este lugar. De hecho, llamó a su casa desde aquí, ya cautiva, el 11 de julio de 1976. Dijo que estaba detenida en la Superintendencia de Seguridad Federal, de la Policía Federal, pero al día siguiente su padre fue ahí y no la encontró. Un cartel en una calle interna de la Escuela de Mecánica recuerda a Franca y cuenta su historia. Ella sonríe en una fotografía y, de tan pura, de tan bellamente adolescente, de tan tristemente silenciada, su sonrisa se vuelve dolorosa. Hoy, Jarach sintió que tenía que venir.
Cuando declaró en un juicio de lesa humanidad en 2013, contó que su hija Franca fue amada y admirada por muchos. “Era una chica alegre y muy pensativa”, dijo. “Amaba la justicia y defendía cuanta causa se le presentaba. Era muy generosa y atenta a todo lo que ocurría a su alrededor. Era entusiasta y apasionada. Tenía un profundo sentido crítico. Fue abanderada del Colegio Nacional Buenos Aires, y lo había sido antes en la escuela primaria. Tenía mucho talento, mucho conocimiento de cosas que se estaban perfilando en su vida, como la música”.
Cuarenta años de historia y de discusión hicieron de este lugar el opuesto de lo que fue. La visita, que está por comenzar, es como un ingreso minucioso hacia uno de los agujeros más negros de la historia argentina, un hoyo donde los recuerdos aparecen impregnados en las paredes, en el techo, en las columnas.
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En el antiguo Casino de Oficiales, los marinos de rango alto vivían y pasaban su tiempo libre. Cuesta un poco imaginar la escena, porque cuando la Armada entregó la Escuela de Mecánica al Estado, en el año 2004, se llevó casi todo y lo que no se llevó, lo destruyó. El gobierno del presidente Néstor Kirchner convirtió a este conjunto de edificios en el Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos. Ahora el Sitio de Memoria, que funciona en el viejo Casino de Oficiales, tiene una puesta museográfica.
En la planta baja de la casa, los almirantes y los capitanes jugaban al billar y tomaban copas en una sala de la que solo quedan los pisos de madera crujiente y las altas paredes blancas. Sobre ellas, en el inicio de esta visita guiada, se proyectan imágenes de la época: la convulsión política, el golpe de Estado, el primer triunvirato militar, los rostros ásperos de Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti, los carros blindados de artillería en las calles, los detenidos al lado de sus coches, los fusiles FAL, los uniformes y los cascos, los titulares de los diarios, las palabras, la pólvora y la represión. La pequeña multitud que ha venido a la visita observa en silencio.
Vera Vigevani de Jarach (con micrófono), Madre de Plaza de Mayo —de la Línea Fundadora— e integrante del Directorio del Espacio Memoria y Derechos Humanos.
El paseo continúa luego por la sala contigua. La información truena: hay un camino con paneles. Una escalera lleva al primer y al segundo piso, donde vivían los oficiales. Sus pequeñas habitaciones ahora están vacías. Asomarse a ellas es como entrometerse en la intimidad de un fantasma.
Aquí todo es fantasmagórico.
Un rato después, la visita llega al altillo del Casino de Oficiales. Es el sitio donde permanecían cautivos los detenidos, conocido en la jerga de los marinos —y luego también en la de los montoneros— como “Capucha”. El paso de un prisionero por el circuito de la Escuela de Mecánica comenzaba cuando un automóvil lo dejaba en el patio trasero del Casino de Oficiales. El prisionero era descendido, ingresado y llevado por una escalera hasta el subsuelo. Aterrado y con la cabeza encapuchada, apenas si podía entender. En el subsuelo había un mundo que incluía dos o tres salas en donde se interrogaba bajo tortura y una enfermería. Luego del interrogatorio ahí, el prisionero era conducido al altillo. (En 1979, cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos inspeccionó la Escuela de Mecánica para confirmar las denuncias que ya circulaban en todo el mundo, los directores tramaron una argucia y ordenaron la reforma de la escalera y el cierre de un ascensor. Se puso a la Escuela de Mecánica en obra y se cambiaron sus vías de comunicación interna para ocultar).
Capucha es un altillo grande y ocupa, en forma de L, la mitad del perímetro de la planta. Aquí los prisioneros llevaban grilletes en los tobillos, esposas en las muñecas y capuchas en la cabeza a través de la que difícilmente pudieran ver algo. Frecuentemente eran pateados. Las condiciones de alimentación e higiene eran pésimas: orinaban y cagaban en un balde. El horror está matizado actualmente con letreros informativos, y los testimonios de los sobrevivientes se leen en video.
Esas palabras cuentan del olor a sudor acumulado, del repetido terror, de las ratas, de las órdenes contradictorias de los guardias, finalmente del “pentonaval”, el nombre irónico que se le daba aquí al pentotal. Era un barbitúrico anestésico que se les inyectaba en el subsuelo a los prisioneros para nacortizarlos en su camino hacia el Aeroparque o el aeropuerto internacional de Ezeiza. Desde ahí, eran subidos a un avión que sobrevolaba el Río de la Plata. Se los arrojaba al vacío y se los hacía desaparecer en las aguas oscuras. A una ceremonia tan alejada de la moral ni siquiera se la podía nombrar realmente; en cambio, los marinos se referían a ella como “los traslados”.
Imaginar esto, en el altillo de la Escuela de Mecánica, deja a la pequeña multitud sumida en un gran silencio.
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Vera Jarach, dignamente envejecida bajo su pañuelo de Madre de Plaza de Mayo, camina a paso lento entre la gente. Se toma del brazo de uno y de otro: todos quieren tener el honor de llevarla. Jarach está de nuevo en este lugar tan infame, y su presencia está entera. Ya vino varias veces acompañando visitas con estudiantes.
—Mi meta real en la vida es transmitir la memoria a los jóvenes —dirá.
Jarach nació en Milán y llegó a la Argentina en 1939, cuando su familia, de ascendencia judía italiana, escapó de las leyes raciales de Benito Mussolini. Algunos años más tarde, ella, recién casada con un estudiante de Ingeniería llamado Giorgio Jarach, trabajaba en una agencia marítima haciendo tareas administrativas y un judío italiano entró a buscar las listas de los pasajeros de un barco. Luego de hablar un rato, le dijo que estaba abriendo una agencia de noticias. “¿A usted le interesaría trabajar ahí, señorita?”, le preguntó. “¡Cómo no!”, respondió ella. Cosas de la vida: en los siguientes cuarenta años, fue una de las mejores periodistas de la agencia ANSA en la Argentina.
Durante mucho tiempo, Vera y Giorgio no tuvieron hijos. Hasta 1957, cuando nació Franca. El 19 de diciembre.
Franca, la hija de Vera Jarach, secuestrada cuando tenía 18 años.
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Vera Jarach fue a la Escuela de Mecánica por primera vez luego de que el sitio fuera tomado por el gobierno nacional: juntó el valor para realizar la visita y recorrió todos esos rincones lúgubres, que todavía no habían sido convertidos en un espacio de memoria. Tampoco habían pasado tantos años del momento en el que Jarach supo que la Escuela de Mecánica fue el destino de su hija.
Marta Álvarez, una sobreviviente, atestiguó haber visto a Franca allí. “Estaba entera e incluso tenía sentido del humor”, dijo Álvarez.
—Mi hija conservaba eso, que tiene que ver con muchas historias que yo escuché de cómo en las circunstancias más terribles el ser humano salva su cultura, su dignidad y su personalidad —dirá Jarach—. Esa es la única fuerza de la supervivencia.
Jarach le había contado a su hija varias veces la historia del joyero veneciano Ettore Camerino: su propio abuelo. Murió en el campo de concentración de Auschwitz.
—Yo sé que esas historias le deben haber quedado —sigue Jarach— y que en esos días en los que ella estuvo ahí, debe haber intentado hacer algunas de las cosas que tantos seres humanos intentaron en los distintos campos: relacionarse con los demás. Intentarlo y salvar su propio ser y su unidad cuando la intentaban deshumanizar.
La estadía de Franca en la Escuela de Mecánica fue de menos de un mes: para julio de 1976, ya no estaba. En esas primeras semanas, los detenidos no eran retenidos en el altillo conocido como “Capucha”, sino en el subsuelo del Casino de Oficiales, donde se agolpaban hasta colmar el espacio. La hipótesis dice que los marinos necesitaron hacer lugar y entonces despegó el primer vuelo de la muerte.
—Durante varios años, yo pensé que ella estaba viva, y en realidad duró menos de un mes —dirá la madre—. En ese período fue así: duraron poco, muy poco.
En su primera visita, Jarach no lloró; se mantuvo estoica. Pero unas horas después, apenas abrió la puerta de su casa, se le nubló la vista y se desvaneció. Cayó al vacío de su propio ser. Estaba sola y cuando despertó, yacía al lado del marco de la puerta. No sabía si habían pasado cinco minutos o cinco horas.
En sus primeros tiempos sin Franca, Jarach había removido cielo y tierra para encontrarla. La fórmula es conocida. La repitieron lastimosamente todos los familiares de los desaparecidos: de aquí para allá, de escritorio en escritorio, de burócrata en burócrata. Sin respuestas. Con el paso de los meses, el enigma es cada vez más doloroso.
—Pero hay una fuerza interior que tenemos todos para reaccionar frente a las grandes tragedias —dirá Jarach.
La esperanza de salvar a Franca se prolongó durante varios años. En un momento, Jarach se juntó con otras madres de detenidos desaparecidos y encontró una compañía que ella describe como “visceral”.
Jarach volvió a la Escuela de Mecánica muchas veces y el golpe al entrar siempre se repitió, pero los desmayos no. Allí adentro piensa en ese tiempo breve en el que su hija estuvo en el subsuelo, se acuerda de que no muy lejos estaban ella y su marido, que no sabían nada y que buscaban por todos lados, sufre el dolor de ese invierno de 1976 que hubiera sido mejor que no existiera. Cada vez que entra a la Escuela de Mecánica, Jarach siente, irremediablemente, un estremecimiento: el cruce de la ausencia y la presencia.
La estadía de Franca en la Escuela de Mecánica fue de menos de un mes: para julio de 1976, ya no estaba.
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Luego de Capucha, la visita continúa por la sala de maternidad. Es un cuartito blanco en el tercer piso, iluminado ahora con luz tenue, vacío de muebles, pero decorado con paneles donde se cuentan las historias de los partos que hubo aquí: muchas de las prisioneras que habían llegado embarazadas dieron a luz antes de ser asesinadas. La Escuela de Mecánica era, en ese invierno, una dimensión extraña entre la vida y la muerte, un limbo materializado en una estrategia militar. Las últimas estimaciones indican que unos 35 niños nacieron aquí, y muchos de ellos fueron apropiados por los marinos. Por ese delito, que no prescribe en tanto el niño continúe en manos de su familia falsamente adoptiva, algunos de los militares beneficiados con las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final volvieron a la cárcel a fines de la década de 1990.
En esta suerte de maternidad también había embarazadas que habían sido traídas de las dependencias del Ejército y de la Fuerza Aérea. Algunas de las madres eran obligadas por el prefecto Héctor Febrés a escribir cartas a sus familias: anotaban los datos del niño y las instrucciones para su cuidado. En un juicio de lesa humanidad, en octubre de 2011, una mujer llamada Silvia Labayrú, que había estado detenida y desaparecida en la Escuela de Mecánica, declaró que luego de dar a luz en una de estas salas, el capitán Jorge Acosta, conocido por su sobrenombre de “Tigre” —uno de los jefes de la Escuela de Mecánica—, entró al cuartito con un ramo de flores para ella y luego se fue de compras con Febrés por el barrio de Belgrano, para conseguir un ajuar con el que la beba recién nacida sería entregada a la abuela.
Patricia Marcuzzo, la madre de Sebastián Rosenfeld, redactó una carta antes de dar a luz. Había sido secuestrada en la ciudad de Mar del Plata, en un día no definido entre el 16 y el 20 de octubre de 1977. Tenía 22 años y estaba embarazada de tres meses. Ella y su pareja, Walter Claudio Rosenfeld —que presumiblemente fue secuestrado a su lado—, participaban en la organización Montoneros. Se sabe que estuvieron detenidos en la Base Naval de Buzos Tácticos de Mar del Plata y luego fueron trasladados a la Escuela de Mecánica. Él también fue visto en el centro clandestino de detención La Cacha, en la ciudad de La Plata.
Ahora mismo, su hijo Sebastián está de pie al lado del panel donde se reproduce lo que ella escribió. Largas líneas finales.
“Querida Mamá”, se lee en pluma sobre una hoja cuadriculada. “Hoy después de tanto tiempo sin saber de mí, recibís noticias mías por la presente. Lamento mucho no haberte escrito antes pero me fue imposible pues me encontraba fuera del país realizando unos trabajos.
“Este es mi niño. Se llama SEBASTIÁN, lo tuve en una clínica en Buenos Aires. Pesó 3,800 kilos, nació con fórceps. Yo me encuentro muy bien en perfecto estado de salud, el portador del niño es un amigo mío que me hace la gauchada por no poder hacerlo yo en este momento pero quiero que estés tranquila pues estoy muy bien y ya me voy a comunicar nuevamente con vos».
“El niño nació el 15 de abril. Quisiera que lo anotaras vos. Acá te mando su ropita y la leche. Yo le di pecho hasta ahora, complementándole los primeros días con leche Bifilac. Ahora tomará seguramente 150 gramos o más porque es de mucho comer. Es bastante tranquilo y de noche se despierta una sola vez a la madrugada. Las mamaderas no están hervidas. Y hay solo una tetina con un agujero».
“Les mando unos regalitos para las nenas. Dales un beso muy grande a todas. Y principalmente a Sebastián. Quiero que no se preocupen por mí les repito que estoy muy bien y que me volveré a reunir con ustedes, en este momento no me es posible ir a casa».
“Mami espero que el niño te consuele la incertidumbre, querelo mucho, es un amor. Denle saludos a papá que tampoco esté preocupado por mí. Un beso a todos mis queridos, les pido que se cuiden mucho todos, espero estar muy pronto, haré lo posible porque así sea. Sin mas me resta mandarles un beso muy grande a los cuatro. Uno a Sebastián. Se que suena incomprensible pero sabés cómo pienso también sé de tu desacuerdo para con lo que hago. Todo se solucionará para bien. Paty”.
El 20 de abril, cinco días después del nacimiento del bebé, un Peugeot 504 estacionó frente a la casa de la madre de Marcuzzo. Dos hombres jóvenes descendieron; uno cargaba con un moisés. Tocaron el timbre. Sandra, la hermana de Marcuzzo, abrió la puerta. Le preguntaron por su mamá. Se estaba duchando. “Ponen el moisés y dicen: ‘Eso es de Patricia’”, declaró Sandra varios años más tarde, en un juicio de lesa humanidad. “Se estaban por ir, pero les dije que esperaran, que mi mamá seguro iba a querer hablar con ellos”. Los dos hombres aguardaron. Cuando apareció la abuela del bebé, le dijeron que se lo iban a dejar. Le dieron además un paquete de leche en polvo, una prenda de ropa y la carta. “Mi mamá les dice que no se vayan, que quiere mandar dinero a mi hermana”, declaró Sandra. “Ellos dicen que no, que no les dé nada porque a ella no la van a volver a ver”.
Toda la carta era un engaño. Hasta el día de hoy, Marcuzzo continúa desaparecida. Y el padre del niño también.
Ahora, en esta pequeña habitación suavemente iluminada de la Escuela de Mecánica, todos miran a Sebastián, el hombre adusto que fue aquel bebé en el moisés. Él no mira a nadie, y elige no hablar.
Una señora surgida de la pequeña multitud le pregunta entonces por qué él fue devuelto a su familia original, a diferencia de otros bebés que fueron apropiados por algunas familias militares.
—No sabemos —responde Rosenfeld—. La cotidianeidad de saber que esa era mi familia disminuía las preguntas, pero siempre estuvimos esperando a que mi mamá volviera. Mi abuela tuvo su recorrido legal, como todas las familias de los desaparecidos, y su recorrido místico. —Rosenfeld echa un vistazo a la salita, toma aire. Continúa—: Esto es parte de mí desde siempre.
Este hombre creció en contacto con sus dos abuelas. Graciela Daleo, una prisionera que conoció a su madre en la Escuela de Mecánica, le entregó un pañuelo que Marcuzzo había bordado ahí, con una estrofa de una canción de Joan Manuel Serrat, “De parto”.
La tragedia de Rosenfeld es ahora de todos, y se impone el silencio.
Después, un hombre grande, ya canoso, se acerca a él, lo toma del brazo y le dice:
—Yo fui un desaparecido. Yo conocí a tus padres.
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Allí, en el Casino de Oficiales, hay cuartito blanco en el tercer piso, iluminado ahora con luz tenue, vacío de muebles, pero decorado con paneles donde se cuentan las historias de los partos que hubo aquí: muchas de las prisioneras que habían llegado embarazadas dieron a luz antes de ser asesinadas.
En 2013, cuando el Colegio Nacional de Buenos Aires cumplió 150 años, fue inaugurado un mural en su claustro central, en el que se resumía buena parte de su historia con alegorías al saber, a las ciencias y a la participación estudiantil, y con los rostros de algunos exalumnos célebres como el presidente Carlos Pellegrini y los premios Nobel Carlos Saavedra Lamas y Bernardo Houssay. Al lado de Pellegrini, también fue pintada Franca Jarach.
Franca estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires porque su propia madre no había podido hacerlo. Cuando Vera Jarach terminó la primaria en una escuela italiana, su padre quiso enviarla al Colegio Nacional, pero por entonces no se aceptaban mujeres. Vera fue entonces al Liceo número 1, en la calle Santa Fe. Su hija, en tiempos más modernos, ingresó al Colegio Nacional aprobando un examen.
—El Colegio le gustaba enormemente —dirá Jarach.
El Nacional de Buenos Aires, frecuentemente mencionado como la mejor escuela secundaria de la Argentina, siempre se caracterizó por combinar una educación de alta exigencia y una actividad política estudiantil apasionada. De hecho, algunos de los fundadores de Montoneros habían estudiado ahí. Franca, que a los trece años comenzó a activar en la Unión de Estudiantes Secundarios —la UES, de signo peronista, cercana a Montoneros—, sufrió en quinto año un castigo con otros trece alumnos que recibieron 25 amonestaciones y fueron expulsados por su actividad política. Luego, el padre de uno de ellos logró interceder ante el rector y hacer que fueran reincorporados. Pero Franca, orgullosa, no aceptó el perdón y eligió terminar su educación en el Liceo número 9, dando los exámenes de modo libre.
Planeaba ingresar a la carrera de Ciencias de la Educación y estaba trabajando en un taller gráfico junto a otros compañeros de militancia cuando fue secuestrada en la esquina de Córdoba y Carlos Pellegrini, en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Era una tarde fría y ella estaba con un compañero de la facultad de Filosofía y Letras; algunos dicen que en una pizzería, otros en un café.
Era un viernes, y Vera y Giorgio se habían ido a pasar el día a Tigre. Allí, el novio de Franca los alcanzó en una lancha y les dijo que no sabía nada de ella. La buscaron en los hospitales y en la morgue, en las comisarías y en las dependencias de las fuerzas de seguridad. Pasaron los días sin noticias. Hicieron habeas corpus y tocaron la puerta de instituciones nacionales e internacionales. Pasaron los meses. Cada tanto, tenían permiso para ir a una oficina que se había instalado en la casa de gobierno, donde un día le preguntaron a Jarach si su hija era linda y le dijeron que tal vez se la habían llevado los tratantes de personas, y otro día le dijeron que no se preocupara tanto, que hiciera cuenta que su hija se había ido de vacaciones. Siempre se dieron contra lo que Jarach describió como “ese muro de silencio”.
En el Colegio Nacional de Buenos Aires todavía hay otros 107 alumnos desaparecidos.
***
La luz en el subsuelo de la Escuela de Mecánica es particularmente tétrica. El aire pesa, las sombras de las columnas se alargan, la tragedia se siente. Aquí llegaban primero. Aquí sufrían la tortura y la electricidad de la picana en las piernas, en los brazos, en la cabeza y el corazón, en los genitales y en las encías. Aquí la realidad se deformaba y la vida, tal como la conocían, se acababa.
De aquí salían rumbo al mar, en un fin que no era fin.
—Hay que evitar que estas cosas vuelvan a suceder, estando atentos en un mundo que está bastante malo —dice Jarach, que ahora está rodeada por varias personas que hacen un silencio respetuoso y admirado—. Pero yo tengo 88 años, y hasta que debajo del pañuelo funcione mi cerebro y anden mis piernas, andaré… Después, vendrán otros. Creo que una de las mejores cosas que tiene la vida son las amistades: los chicos que se exiliaron se han mantenido muy unidos. Y otra cosa buena es ayudarnos y ser solidarios. Yo creo en el lado bueno del mundo. He venido muchas veces acá con chicos de los colegios porque confío en la vida. Mis amigos que me dicen que soy incorregiblemente optimista. No es verdad, pero esa es la mejor manera de vivir. Sí, este es un lugar terrible…
Jarach sabe que su hija estuvo ahí, que fue torturada ahí, que comenzó a morir ahí. Ahí mismo adonde ella ahora ha puesto sus breves pies. La presencia y la ausencia la envuelven. Y llora. Sus ojos grises se hacen escurridizos a la mirada. Cien manos la consuelan y la abrazan, y solo escucha palabras de amor. Se seca las lágrimas con un gesto frágil y cansado.
—Basta, sigamos… —dice.
Y la gente sigue con ella.
La visita termina en uno de los salones grandes del Casino de Oficiales. De nuevo, pisos de madera crujiente y altas paredes blancas. El efecto de las proyecciones sobre ellas es ahora abrumador: uno a uno, los marinos que formaron parte de la unidad de tareas 3.3.2, con base en la Escuela de Mecánica, aparecen reflejados en la pared, y sus prontuarios delictivos se leen y se rematan con la sentencia que recibieron. Los rostros de estos hombres son normales. Sus miradas, plácidas y comunes. Estos 30 o 40 marinos son los responsables de lo que ocurrió aquí, en esta casa que la historia ya no puede olvidar. En un juicio de lesa humanidad, Jarach los miró. “Les pido que por favor rompan los pactos de silencio, que de una vez por todas nos digan qué hicieron”, les dijo. Casi todos recibieron penas de prisión perpetua.
—Fue un reencuentro intenso con mi mamá, con las historias, con la carta —dice Rosenfeld un rato después, cuando la visita ya terminó—. Cada tanto necesito volver a zambullirme en todo esto, acomodar las imágenes que se generan y sacar lo positivo, lo que da esperanzas.
Rosenfeld ya había estado otras tres veces en la sala donde su madre lo dio a luz. Cuando el destino de ella parece dispersarse, él recuerda que él mismo es la mejor evidencia de que ella estuvo aquí.
—No siento nada relacionado con este lugar, pero sí siento algo cuando veo la carta de mi mamá y leo los testimonios. Es el punto y los detalles. Hoy me quedé con eso que escribió ella sobre mí: “… es de buen comer”. Todo lo demás, todo lo que hay acá, es cinismo e impunidad, sin necesidad de una explicación. Es impunidad transparente.
Jarach se acaba de ir, tomada del brazo de alguno de sus muchos amigos, y en cambio Rosenfeld deja la Escuela de Mecánica solo y en silencio. Se lleva consigo su extraño destino. Afuera se hace de noche.
Vera Jarach ya no se desmaya al recordar a su hija. A veces piensa qué le recomendaría porque, de una u otra menara, sigue presente.
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Después de la visita en la Escuela de Mecánica, Jarach volvió a su casa, a unas veinte cuadras, y esta vez no se desvaneció. En cambio, se quedó durante un rato largo pensando en todo lo que había ocurrido y recordó el momento en el que un hombre se acercó a Rosenfeld y le dijo que había conocido a sus padres. Jarach cree que hay algo entre los seres humanos, ciertas coincidencias en la vida que no se pueden explicar con las palabras, planes que no hacemos en los que sin embargo nos cruzamos, encuentros emocionales en los que finalmente nos comprendemos: algo entre los seres humanos que está más allá de su dominio y de su sentido.
Su casa, en el barrio de Belgrano, es acogedora y exquisita. Luce prolija, luminosa, y está decorada con algunos cuadros que hizo Giorgio, su marido: son imágenes de puertas y ventanas de la ciudad, maquetadas en tres dimensiones. Giorgio era un ingeniero con vocación de arquitecto que trabajaba en una fábrica de cerramientos de puertas y ventanas. Murió en 1991, sin saber casi nada sobre el destino de su hija. También hay en esta casa otros cuadros, pintados con trazos más gruesos, con formas menos figurativas, con colores más pasionales: los que hizo la propia Franca.
La niña, que sonríe desde un rincón, en una enorme fotografía en blanco y negro. Es una de las imágenes de ella que se volvieron icónicas: la misma que está en un cartel en la Escuela de Mecánica y reproducida en muchos artículos de prensa. Su mirada es muy dulce y con la boca muerde una ramita, y sonríe. Viste una camisa a cuadros, lleva el cabello suelto. El grano de la foto le da textura, y atrás se ve, un poco desenfocado, un espacio que parece un bosque soleado. Quizás Franca tenga trece años en esta fotografía; quizás dieciséis. Sus dos dientes frontales asoman. Toda la imagen, que ya no pertenece al tiempo, es de una suavidad que contrasta descarnadamente con la historia de los hombres. No se puede ver el rostro de Franca y seguir como si nada.
Vera, su madre, conserva esa misma dulzura por más que la vida la ha golpeado muy duro.
—Mi casa entera es un altar a Franca —dice ahora—. El lugar donde yo trabajo es la pieza de ella. Durante muchos años no la tocamos porque la esperábamos, pero en cierto momento supimos que ya no podíamos seguir esperándola y me instalé con la computadora, porque soy una vieja periodista. Me senté ahí, y ahí es donde paso la mayor parte de mi tiempo cuando estoy en casa.
La habitación de Franca guarda todavía una biblioteca con sus libros, que son los de una adolescente de la década de 1970. Vera siente a su hija en lo que ella llama “una presencia interna”. No son videncias, sino señales que llegan del conocimiento recíproco que se tenían, y también del que compartían con el padre, Giorgio. Los Jarach eran una familia que vivía en comunión.
—Yo tengo un diálogo con ella —dice Jarach—. Hay circunstancias en las que pienso qué me aconsejaría mi hija. Son momentos de recordar todo lo que hemos compartido, de saber cómo pensaría y traer su consejo. Es haber compartido y, de alguna manera, seguir compartiendo.
La presencia de Franca, aquí, es muy fuerte.
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