—Candidato, en todas las iglesias de Caldas, su departamento de origen, están leyendo una manifestación del arzobispo pidiendo a los católicos no votar por usted. Dice que usted es un promotor del aborto. Que no solo desprecia la vida humana sino que desobedece las leyes de Dios. Y faltan ocho días para las elecciones.
Guardé silencio un rato y me despedí de mi asistente sin mayores comentarios. Que la Iglesia manifestara su desagrado por mis posiciones sobre el aborto, no me sorprendía. Varias veces había hecho públicas mis convicciones. Era la época en la que apenas se discutían las tres causales que definió la jurisprudencia colombiana para eliminar el tratamiento penal. Tiempo después, yo acompañé al grupo de mujeres que promovió la sentencia que finalmente logró la despenalización parcial, en las tres hipótesis: si la continuación del embarazo constituye peligro para la vida o la salud física o mental de le mujer, certificada por un médico; cuando exista grave malformación del feto que haga inviable su vida, certificada por un médico y cuando el embarazo sea el resultado de una conducta debidamente denunciada, constitutiva de acceso carnal o acto sexual sin consentimiento, abusivo o de inseminación artificial o transferencia de óvulo fecundado no consentidaos, o de incesto.
Ya antes, durante las discusiones en la Asamblea Constituyente de 1991, un delegatario del departamento de Antioquia, Iván Marulanda, había propuesto el llamado derecho de opción, esto es, la libertad absoluta de la mujer para decidir sobre el embarazo. Fue apenas una brizna temporal en la Asamblea, rápidamente desechada sin mucho aspaviento.
Candidato, en todas las iglesias de Caldas, su departamento de origen, están leyendo una manifestación del arzobispo pidiendo a los católicos no votar por usted. Dice que usted es un promotor del aborto. Que no solo desprecia la vida humana sino que desobedece las leyes de Dios. Y faltan ocho días para las elecciones.
Tras la llamada que me advertía sobre la postura del arzobispo, aunque suponía que algún ataque pudiese venir de la curia, me sorprendió la invitación explícita a no votar por mí en las elecciones internas del Partido Liberal para escoger candidato presidencial. Y que eso ocurriera en mi tierra, donde se presumía que podría obtener una buena votación, me pareció un paso un tanto desmesurado del arzobispo José de Jesús Pimiento. Él era un prelado mandón, altanero, completamente alejado de una iglesia más comprensiva que empezaba a abrirse paso. En algún momento, prohibió el ingreso de estudiantes a los colegios católicos, si eran hijos de parejas amancebadas. Una palabra casi en desuso pero que monseñor pronunciaba con ira acompañada de un grueso manto de saliva en los labios que le daba a sus afirmaciones cierto aire teatral. Proveniente de la población de Zapatoca, en el departamento de Santander, se decía que la tosquedad era característica de su tierra, vapuleada por la violencia. No faltaron quienes señalaron que, debajo de su sotana de bordillos color púrpura, cargaba un Smith y Wesson calibre 32. No debió ser verdad.
Por otro lado, la pastoral difundida por el clero en todos los púlpitos aquel domingo, de manera subliminal, no visible a los lectores comunes, destilaba un enorme desprecio. En esta íntima percepción, sentí que si bien estaba preparado para la descalificación, había alusiones traicioneras que se desprendían de una reunión que tuve con la Conferencia Episcopal, en la que narré los padecimientos de mi esposa y míos a consecuencia de un accidente de tránsito. La impenetrable prohibición al aborto generó en ambos un sufrimiento indecible. Me pareció que unas frases tan apasionadas, desoían dos elementos importantes: por un lado, finalmente la naturaleza obró de modo que, aunque buscamos el aborto, este no se consumó. Y también, porque esto fue producto de una conversación cerrada con los obispos, una anécdota personal, narrada por mí en una forma casi íntima, haciéndoles ver una experiencia privada para nutrir sus conocimientos sobre las polifacéticas tragedias que significa el aborto. Ese día, cuando el atardecer ya comenzaba a desplomarse, el tono, creí yo, era una especie de revelación entrañable, casi que protegida por el secreto de la confesión, aunque ni mi esposa ni yo teníamos nada que confesar porque simplemente en un trasiego tan amargo, habíamos intentado proceder siguiendo las convicciones de ambos, en medio de una crisis personal inenarrable, que era lo que realmente yo deseaba transmitir al clero en aquella tarde penumbrosa.
La impenetrable prohibición al aborto generó en ambos un sufrimiento indecible. Me pareció que unas frases tan apasionadas, desoían dos elementos importantes: por un lado, finalmente la naturaleza obró de modo que, aunque buscamos el aborto, este no se consumó.
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Universidad de Caldas. Principios de los años setenta. Una ya larga tradición destinaba una semana completa a las fiestas universitarias. Había reinados de belleza con representantes de las distintas facultades, fiestas con música en vivo que iban registrando los cambios en el gusto: pasodoble, cumbia, merengue, bachata, salsa, Fruko y sus tesos, El loco Quintero. Y de cuando en cuando un bolerito para amacizar a la pareja. Nunca faltaban las peleas regionales. Alguien gritó: “Feliz Bolivia que no tiene costeños”. Una lluvia de botellas vacías eclipsó por un momento las esferas rotatorias que iluminaban de manera intermitente los rincones de la caseta, una construcción temporal a base de guadua y lona, dispuesta en el hall del edificio central de la universidad.
Sentados en una mesa estábamos mi esposa, mis amigos Delgadillo Parra, y algunos de los compañeros más cercanos, estos últimos estudiantes y profesores de Derecho. Por los pasillos deambulaba un peligro público: un gigantón pendenciero y arrebatado. Lo llamábamos Peligro, como homenaje a la antonomasia. Su insolencia con las mujeres, en contra de las apariencias, no buscaba tanto un enfermizo amor forzado, sino plantear la pelea con el varón acompañante de turno. Cuando miró de lejos a mi esposa, supe de una vez lo que vendría. Yo había sido hasta hacía algunos meses estudiante, pero ahora me desempeñaba como secretario general. Una pelea no solo hubiese sido causa perdida, dada la magnitud del esqueleto del atarván, sino un evento desgraciado para un directivo. Por esa razón, nos deslizamos de la fiesta y partimos hacia las residencias de cada quien. Eran quizás las dos de la mañana. Ofrecí transporte en mi carrito recién comprado, un Simca 1000 que, aunque estrecho, allí cupimos sin mayores problemas. Tal vez porque la ubicación del motor en la parte trasera le restaba estabilidad, y también por algo de imprudencia y exceso de velocidad, orgulloso como estaba de la primera adquisición con el sueldo que devengaba en la universidad, el carro en su liviandad tomó mal el declive de la vía. Traté de corregir el bamboleo durante segundos de angustia y metros de pavor, para venir a chocar contra una pared en La Colmena, un comercio en el centro de Manizales, capital del departamento de Caldas y donde estaba situada la universidad.
Fuimos conducidos al Hospital Universitario por una ambulancia. Alfonso Delgadillo sufrió una fractura en “leño verde”, nombre que me causó cierta hilaridad en medio de la tragedia. Su esposa resultó ilesa. Yo sufrí golpes en las rodillas y el esternón, pero nada para preocuparse. La peor parte la llevó Rosalba, mi esposa. Sufrió una luxación en la cadera. Al llegar al hospital, pregoné a los cuatro vientos que a ella no le debían aplicar Rayos X dado su estado de embarazo. Lo repetí y repetí hasta la saciedad, incluso al momento en que su camilla traspuso una ominosa puerta de vaivén.
En la madrugada, a esa hora en que el poeta ha dicho que se intensifica la oscuridad como preludio del amanecer, salió de la sala de cirugía. La luxación había sido reducida con éxito. Vendrían varias semanas de quietud. Nada hacía presagiar que la tortura de esa noche, adobada con un sentimiento de culpa que me carcomía las entrañas, era apenas el vestíbulo de padecimientos mayores.
Hacia las diez de la mañana del día siguiente, nuestro obstetra, el reputado Óscar Gómez Ceballos, entró con cara luctuosa y dijo sin endulzar la frase: “Humberto, Rosalba. El niñito recibió una enorme cantidad de radiaciones Roentgen. Si sobrevive, tendrá malformaciones graves”. Rosalba contuvo el llanto por un momento, pero luego la vi destrozada. Inmóvil en una cama hospitalaria, desgarrada. Tanta ilusión por este segundo hijo. Tantos cuidados. Todo eso reventado como pompa de jabón en solo un segundo. Yo miré al suelo. No me atreví a buscar sus ojos. El doctor Gómez dijo antes de salir de la habitación: “Pidan cita y ampliamos la situación”.
Al llegar al hospital, pregoné a los cuatro vientos que a ella no le debían aplicar Rayos X dado su estado de embarazo.
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Mi esposa seguía inmovilizada. Yo me sentaba en el borde de la cama hospitalaria. Había como dos silencios. El que era producto de la ausencia de voz. Pero otro aún más profundo. El que erosionaba el alma, o el cerebro, o lo que sea. Estremecía las tripas y nublaba la razón. Un silencio roto a veces por expresiones que sonaban huecas. Como si fuera la impostación de un libreto de una obra de teatro. Y rondando por los confines de ese silencio, la palabra impronunciable revoloteaba en la mente de cada uno de nosotros. Golpeaba el cráneo por dentro sin atreverse a salir. Aborto. Era la palabra maniatada. El delito. El pecado. La prohibición absoluta. Finalmente fue brotando con el paso de algunos días. A la siguiente cita con el doctor Gómez, afloró como un torrente pronunciado al unísono por ambos.
—Doctor, doctor. Por favor —le pregunté al médico—. ¿Qué se puede hacer? ¿Vamos a traer esta criatura a sufrir? Ya este valle de lágrimas está lleno de recovecos azarosos como para agregarle el agujero negro de la malformación, el atraso mental, la imposibilidad de llevar una vida independiente.
—Pues ya no se puede hacer nada. El daño ya está hecho —respondió categórico.
Tres segundos después. Se pronunció lo impronunciable.
—¿Y el aborto? —dijimos.
—Pues ustedes saben que es un territorio prohibido. Salvo que…—se tocó la barbilla y dijo, quizás con la esperanza de que esta fórmula sería inalcanzable—Salvo que la curia nos dé una autorización dadas las características de este caso.
Aunque yo presagiaba que esta sería una conversación inútil, la propuesta del médico en vez de brindar un rayo de luz fue apenas como una luciérnaga diminuta en la oscuridad. Con toda la ortodoxia católica enfocada en la abominación del aborto, sin excepción alguna en los entretelones del Vaticano como también en la legislación penal, se trataba simplemente de una quimera. El requerimiento del médico simplemente nos golpeó aún más.
A la salida del consultorio pensé en el padre Alfonso Giraldo, capellán de la universidad, y lo comenté con mi esposa. “¿Lo intentamos?” “Sí, intentémoslo”, dijo Rosalba.
Aborto. Era la palabra maniatada. El delito. El pecado. La prohibición absoluta.
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El padre Alfonso Giraldo era un cura de avanzada. Nadie más dotado que él para ser capellán de una universidad pública que ya mostraba los primeros hervores de la rebeldía y el ateísmo. También era un bon vivant. Cataba los mejores vinos, cocinaba con más desparpajo que sabiduría, oía, sobre todo oía. Y comprendía. Le contamos nuestra tragedia y en vez de negar de plano todo intento de “legalizar” un aborto, prometió hacer gestiones en la alta curia. Alfonso poseía una labia superior, un poderoso discurso que le permitía enhebrar hipótesis contraevidentes, tejer argumentos inverosímiles y convencer al más escéptico. En nuestra siguiente reunión llegó con nuevas noticias.
—Muchachos. Les traigo una buena noticia. Apelando a la tesis del mal menor, la curia ha abierto la puerta para proceder con un aborto terapéutico —nos dijo acompañando su voz de tenor con una sonrisa de tamaño bíblico.
Ni Rosalba ni yo podíamos dar crédito a lo que acabábamos de oír. Era un milagro. Corrimos donde el obstetra, quien entre sorprendido y angustiado, nos mató la ilusión que él mismo había alimentado.
—No Humberto, Rosalba. Lo he pensado muy bien. No se trata de cuestiones religiosas. Este es un caso en el que la decisión de abortar, que corresponde a los padres, sobre todo a la mujer, tiene el mayor sustento ético. Se trata de impedir una desgracia vitalicia en un ser que apenas se asoma al mundo. Pero, por un lado, se trata de un delito. Y, en segundo lugar, todo termina sabiéndose. Si me impregno de fama de abortista, mi reputación como gran obstetra se va al piso. Y también como persona. Esta pacata sociedad manizaleña no me lo perdonaría.
Para nosotros fue un turbión de emociones: a la alegría de la noticia del capellán, se sumó la frustración de la negativa del obstetra. Pero ese remolino era aún más complejo. Porque así como pensabamos que Alfonso nunca obtendría la dispensa, entendíamos, sin rencor, pero con dolor, que Óscar Gómez tenía razón. Era un momento en el que un médico se jugaba su libertad, su prestigio, su reputación.
—Averigüen. Hay médicos que lo hacen. No les voy a decir quiénes porque sería un acto cómplice. Pero que los hay, los hay —no alentó.
Esta última frase quedó flotando cuando salíamos del consultorio. Pero ya era evidente que nuestro médico no nos iba a ayudar con eso.
A partir de allí, comenzamos a buscar países donde el aborto fuera permitido. Gran Bretaña. Algunos estados de Norteamérica. Los nórdicos. En fin. Pero cada ilusión se deshacía de inmediato y se nos escapaba entre los dedos. ¿Cómo hacerlo? ¿Habría que tener seguridad social? Ni en los países más avanzados, van por ahí repartiendo abortos. ¿Y el dinero? Nuestro único patrimonio era el carrito Simca, ahora convertido en chatarra sin ningún valor. Varios días atravesamos, como un río pedregoso, este camino de desgracia. Cada piedra que nos servía de apoyo, se convertía en un mojón de zozobra.
Muchachos. Les traigo una buena noticia. Apelando a la tesis del mal menor, la curia ha abierto la puerta para proceder con un aborto terapéutico —nos dijo acompañando su voz de tenor con una sonrisa de tamaño bíblico.
En cierto momento, le contamos a mi hermano Mario quien vivía desde hacía años en Cali. Supe por boca suya que, en una reunión netamente social, al cabo de unos tragos, aún contra nuestra solicitud de confidencialidad, Mario les contó esta odisea a sus contertulios.
—¿Cómo? —dijo uno de los asistentes, mesándose la barbilla—. ¿Me repites?
Mario repitió la historia. El interlocutor, hablando con gran autoridad, como si estuviese en un anfiteatro de la Facultad de Medicina –en efecto era profesor en la Universidad del Valle– replicó:
—Dígale a su hermano que venga con una certificación de la exposición de Rayos X que recibió ella el día del accidente. No hay problema de ninguna clase. Simplemente es un aborto terapéutico, que hace parte de los procedimientos aceptados en nuestra comunidad médica. Yo le practico el aborto.
La vida es una noria. Después de recorrer mapa en mano y tarifario de aviones de varios continentes, encontramos que en Cali, a pocos minutos de Manizales, sin clandestinidad ni misterio alguno, un aborto en nuestras circunstancias era completamente aceptable, quizás en términos de la autonomía universitaria. Que la interpretación fuera o no correcta, se convirtió apenas en un accidente menor. Un hecho oficial, o si se quiere, oficializado. Bolsas de permisividad en el entramado jurídico. Esferas de no-derecho, como las llamó el gran jurista francés Jean Carbonnier.
Para preparar el viaje, esta vez fuimos al médico del Seguro Social. Esto es, además del médico particular, era necesario buscar atención en el Instituto público de salud para efectos legales. El nuevo médico practicó su examen de rutina y dijo:
—Está muy bien el feto. Tiene un mes de vida.
Estuve a punto de callar, con tal de obtener la certificación. Pero no me contuve:
—No doctor, dos meses de vida.
El médico repitió sus exámenes y medidas.
—No señor, un mes desde la gestación —dictaminó solemne.
Salimos apresuradamente. Pocas horas después, se presentó un sangrado. Corrimos al hospital y allí supimos que el feto había muerto hacía un mes, es decir, la noche misma del accidente. Había permanecido en el útero y, para él, había llegado la hora de un aborto espontáneo.
Maldije al obispo. Ni siquiera el hecho de que no hubo un procedimiento de aborto sirvió de atenuante para moderar su censura. Como dije, en su homilía, condenó la intención. Para el prelado, éramos simplemente una pareja peligrosa.
***
Años después narré esta misma historia en una entrevista periodística. Entonces, a la diatriba eclesiástica se sumó una condena igual de virulenta por parte de colectivos de mujeres, ofendidas porque yo dije que el aborto, si bien correspondía a la soberanía de la mujer sobre su cuerpo, en miles de ocasiones era algo que concernía también a la pareja. Que muchos hombres adoptábamos como propia la desazón. Una angustia compartida por una pareja humana que padece. Vapuleado por la autoridad eclesiástica, tampoco recibí comprensión de colectivos de mujeres que me tildaron de intruso.
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