Por LEÓN SARCOS
Tenía que resultar subversiva para el orden moral de su tiempo, una poesía que conjugaba la rebelión de un alma y una exuberante y seductora cadencia de notas en las que estéticamente danzan armónicamente la belleza de Ethos, Pathos y Eros. Era un grito indomable de mujer que hacía hervir de pasión la sangre masculina y remover las rocas primitivas que aún sostienen los estereotipos culturales hacia lo femenino.
Como van a verme buena/ si me truena/ la vida en las venas/ ¡Si toda canción/ se me enreda como una llamarada! / y vengo sin Dios/ y sin miedo. ¡Si tengo sangre insubordinada! / y no puedo mostrarme/ dócil como una criada,/ mientras tenga/ un recuerdo de horizonte/ un retazo de cielo/ y una cresta de monte. / Ni tú, ni el cielo/ ni nada/ podrán con mi grito indomable.
La mujer en la literatura
No han ganado las mujeres escritoras un sitial en la historia de las letras, sin el dolor adicional que lleva consigo la condición natural de ser mujer. El hecho de que los venezolanos supiéramos poco o nada de la señora Calcaño hasta casi tres décadas después de su fallecimiento en diciembre de 1956, no tiene por qué llenarnos de asombro.
Marguerite Yourcenar entraría a la Academia de la Lengua Francesa solo después de una fuerte resistencia misógina y de una encrespada polémica que hizo aplazar la votación entre diciembre y marzo de 1981, fecha en que definitivamente fuera aceptada por primera vez en la historia una mujer, luego de 345 años de espera, desde que fuera fundada en 1635 por el Cardenal Richelieu.
Elegante y serena, Madame Yourcenar diría en su discurso, en respuesta a los bloqueos masculinos, en solemne tono: Ustedes me han recibido. Ese yo incierto y flotante, esa entidad de la cual protesto yo misma su existencia y que no siento delimitada más que por algunas obras que me sucedió de escribir, helo aquí, tal como es, rodeado, acompañado de un grupo invisible de mujeres que hubieran debido, quizás, recibir antes este honor, hasta el punto que me siento tentada a desaparecer para dejar paso a sus sombras. Solo ella podía escribir una expresión tan desenlazada de la odiosa vanidad.
Más recientemente Annie Ernnaux, premio Nobel de literatura 2022, confesaría: He sufrido el silencio y la condescendencia –al referirse a su libro Pura pasión (1992)– del clásico: ese es un libro de mujeres. Mis libros no se vendieron durante décadas. Las feministas se me fueron encima y otros me llamaban cachonda, ningún hombre que hubiera escrito eso hubiera sido descalificado de ese modo.
Me cuento entre los que solo sabían que María Calcaño era una poetisa de principios del siglo XX. Mi sorpresa es que cuando volteo para mirarla, descubro una Pretty Woman (mujer bonita) desafiante, tan sugestiva, atrevida y erótica como fueron las Alas Fatales, su primer poemario, adelantado de dones y belleza para su tiempo: una Venezuela casi rural, gobernada por militares incultos –no es que ahora sean menos– y demasiado influenciada por las sotanas, en una comunidad plagada de miseria y enfermedades, sin muchos entendidos, ni mucho que discernir sobre las artes y las ciencias.
Nace en Maracaibo María Calcaño
De un nido de ruiseñores –a decir de la profesora Nava–, donde también vieron la luz José Antonio Calcaño, el músico y Graciela Rincón Calcaño, la compositora del himno de La Chinita, nació esta poeta, María José Francisca del Carmen Calcaño Ortega, en Maracaibo, en la vecindad de la Plaza Urdaneta, el 12 de diciembre de 1906. Hija natural de Camilo Calcaño Nebot, que la dejó huérfana a los once años y María Francisca Ortega, quien se ganó la lotería y publicó un aviso explicando que gastaría el premio en y con sus hijos.
Abandona la escuela primaria para ser entregada a los catorce por su madre en matrimonio a Juan Roncajolo, hermano de Luis y Benito, ambos presidentes de estado, como le decían antes a los gobernadores actuales. Juan, mucho mayor que ella, era un mediano productor agropecuario, descendiente de una familia influyente política y económicamente.
En Marijuana, un hato al norte de Maracaibo –según la profesora Nava–, que devoró Las Delicias, ella reivindicó sus soledades tras parir seis hijos: Blanca, Consuelo, Juan José, José Andrés, María Francisca y Rómulo Roncajolo Calcaño. Los vientos mañaneros, los aguaceros de mayo, los apamates en flor, no lograban, sin embargo, hacerla ahogar el sinsentido de fuerzas desconocidas que le afloraban a la piel desde el volcán que era adentro.
El desafío moral de Alas Fatales
José Rafel Pocaterra, el autor de Memorias de un venezolano de la decadencia, en su momento dirá de Alas Fatales (1935): El poemario de María Calcaño cayó como un explosivo en un polvorín de burgueses, curas y filisteos y lo tildaron de inmoral, crudo y otras barbaridades más.
Esa impresión de este célebre escritor venezolano sobre su primer poemario captaría nítidamente su efecto en la sociedad de la época, pero ayudaría a crear un sello sesgado exclusivamente por lo erótico y a levantar una historia de amor novelesca que no tiene los suficientes elementos de validación que lo prueben, a juicio del primero de los escritores zulianos que la trabajó con ánimo científico: Cosimo Mandrillo.
Según la profesora Marlene Nava, Héctor Cuenca respondería a su esposo Juan Roncajolo, ante la inquietud manifiesta de este por la aparición de su primer poemario: ¿Qué quiere usted si ella es una Calcaño y esta es una familia toda de poetas?
Para Néstor Leal, según el Diccionario General del Zulia, ella es la voz femenina de mayor intensidad emotiva jamás escuchada en el ámbito de la literatura regional, pero añade que la mojigatería y la chatura provinciana la llevaron al aislamiento, por lo cual su nombre y su obra permanecieron prácticamente desconocidas hasta que Cosimo Mandrillo elaboró una rigurosa antología poética (1983) acompañada de un agudo e interesante estudio.
La poetisa de la ternura, Lilia Boscán de Lombardi, será una de las voces que saldrá en su ardorosa defensa, reivindicación y exaltación en el presente: Los versos que componen Alas Fatales son versos de amor y pasión y de la amante que siente la fuerza de la vida; son versos de ternura iluminada por el brillo de ser madre, son versos de tormentosa lucidez por el paso del tiempo y la cita con la muerte, son versos de la angustia de vivir. Pero ante todo son versos de rebeldía…
…Como la otra perdida/ traigo miel en la lengua/ y el vientre partido/ como luna en menguante…/ Con el paso inquietante/ traigo tintos los ojos de un azul deslumbrante/ y estoy sangrando/ como sangran las nubes de diamante…
Su rebelión, como todas, comenzó siendo silenciosa, solo expresada a través de las reflexiones que la condición de mujer y de madre le provocaban. La soledad es un estado emocional complejo: tiene variaciones expresadas en la siquis; en ocasiones es el registro de la tristeza, pero en otras es medio de facilitación de la ensoñación y la quimera. Puede ser también la renuncia a los otros para conectar en diálogo con el yo íntimo y profundo. A veces, es riqueza de espíritu o, por el contrario, condición del desamparo y el infortunio.
Lilia Boscán de Lombardi, después de estudiar su poesía, nos comenta: María Calcaño se nos revela poseedora de una personalidad fuerte, segura de sí misma, valiente y orgullosa y con una sólida autoestima, de donde proviene la actitud altiva y desafiante que la lleva a escribir: Sentimos la soledad, cuando hemos dejado de creer en nosotros. En mi opinión, uno de los aforismos más bellos y profundos sobre de la soledad
Una trunca historia de amor
Un verano de 1930, Héctor Araujo Ortega –también Ortega que la conocía de niña– había llegado con sus hermanas y su madre de visita al hato de Juan Roncajolo, a quien lo unía la amistad común con Héctor Cuenca. Apenas llegó… cuenta María: ya se había inclinado, hasta mi oído para decirme que yo soy hermosa. Eres puro cerezo; hoy me has sabido a mujer ajena; a cesta nueva llena de aceitunas. Esas expresiones le bañaron las tardes, y en este espejo –confiesa la profesora Nava– poco a poco se reconoció mujer y poeta. Tenía 24 años y ya había tenido sus seis hijos.
Fue como un vientecillo suave/ que atravesara mi ropa/ un hallazgo de nidos/ una dicha / y se soltaron mis cabellos / cubriéndome toda/ con su manto. Junto a su libro Alas Fatales, su amor vespertino en la casita del piano, se hizo público y el escándalo la envolvió. El alma grande, suelta en palabras, rompió esquemas. Y Maracaibo de 1935, no pudo ni quiso perdonarla. Yo agregaría, no tenía cómo perdonarla…
Cosimo Mandrillo, en su Relectura de María Calcaño, habla de la otra versión, que difiere sustancialmente de la expuesta por la profesora Marlene Nava. Vista en la distancia, y a la luz de la documentación que poseemos, no hay mucho para confirmar semejante idealización del personaje.
La realidad se parece más a esto: un matrimonio, sí, con un hombre mayor del cual nacieron seis hijos; una separación forzada por el alcoholismo del marido; y, de allí en adelante, una nueva relación amorosa que, si bien es posible que no se formalizara legalmente, no dejó por ello de ser, como en efecto fue, perfectamente normal y asentada.
En otras palabras, se construyó una función-autor, según Foucault, indistinguible de los datos biográficos del autor… lo erótico es un elemento importante de lo íntimo, pero no el único. En su caso, su discurso evoluciona desde lo abierto erótico a uno que desplaza una variedad de recursos en su estrategia de mostrar lo íntimo.
Y, continúa, quizás el más visible sea la asunción de un tono infantil que viene muy bien con el título de su segundo libro, Canciones que oyeron mis últimas muñecas… donde lo infantil mantiene el discurso amoroso en un plano donde lo erótico, si existe, se encuentra atenuado y disminuido.
…por esta vía, nos dice, llega a un tono más confesional que declarativo… lo que le permite a la poetisa recorrer escenarios difíciles de asociar, las más de las veces, con el erotismo, tales como lo religioso, la familia, el ambiente, la preocupación social y la muerte.
Creo por mi parte, sin ser especialista en el tema, que quizás contribuyó mucho a tejer esa relación unívoca de su obra con lo erótico, el hecho de que entre una obra, Alas Fatales (1935) y la otra, Canciones que escucharon mis muñecas (1956), hay una distancia de veintiún largos años, suficiente tiempo para cargar la mano de la crítica al rasgo estéticamente distintivo de su primera publicación.
María Calcaño escribió, además de Alas Fatales, Canciones que oyeron mis muñecas y, póstumamente, La Luna y los hombres (1961). Después de la publicación de su primer poemario, en 1935, comienza su penitencia –según la profesora Nava– de esta zuliana inolvidable, en un viaje de huidas y libertades con sus seis muchachos a cuestas, por un camino de desasosiegos e incertidumbres: Táriba, Pamplona, Bucaramanga, Bogotá y Quito, no le resultó fácil.
Solo a principios de los cuarenta, después de muchos intentos desde 1938, logra llegar a Ecuador, gracias al nombramiento de Héctor Cuenca, su gran amigo, como embajador en Quito. La mayoría de sus amigos en aquel país eran miembros del naciente Partido Comunista de aquellos tiempos: Otros hombres la amaron y le escribieron poesía, pero ninguno la amo como Juan, su esposo.
Anoche – le escribió en 1940 Flor Nebot, su prima–, nos visitó de nuevo tu pobre Juan, que está más triste que un sentenciado a muerte, para informar de tu dirección en Ecuador. Juan, que la había soñado nuevamente en Maracaibo atada otra vez a la tierra de Marijuana, murió en 1947. Sus nietos dicen que de tristeza.
Su obra había recibido elogios de Pablo Rojas Guardia, Vicente Gerbasi, Rojas Jiménez, Juan Liscano y Eduardo López Bustamante, quien dijo: Su verso es libre, en eso, y en mi concepto de profano, reside su mayor encanto: Crece sobre mi carne dolorosa/ lamiéndome hacia adentro/ hoguera deliciosa! ¡Quémame duro, hondo! Ni en mi dolor reparo/ cuando le pido/ recia lastimadura.
María Calcaño asume el desafío de ser como ella misma dice. Distinta. Mujer pecadora. ¡Simplemente Mujer! Se sabe pecadora porque le han enseñado que la pasión es mala consejera y ella, inteligente, atrevida e indoblegable, acopla su fe al disfrute íntegro de su sentir: Ahora que estoy a su lado/ ¡Oh Dios mío hazme buena! / ¡pero consérvame mala/ para mantener su fuego!
Una rebelión del alma
Lo que hace grandes y eternos a los espíritus indómitos es su firmeza y su inquebrantable fortaleza de carácter para desafiar la norma, las convenciones, para retar al destino. La rebeldía no acepta chantajes morales ni sociales, por eso son ellos, los rebeldes, los sujetos que establecen nuevas pautas, abren caminos inéditos, marcan la diferencia y hacen la historia.
María Calcaño se manifiesta contra la estrechez mental y cultural de la época que le tocó vivir. El hastío, la cotidianidad y la mediocridad le incitan a rebelarse y su angustia se hace poesía canalizada a través del sexo, un medio, un recurso para mostrar la experiencia de un espíritu de fusión total y definitivo, que es el amor.
Si el amor –dice Lilia Boscán de Lombardi– es una respuesta y un valioso asidero para no sucumbir en la tormenta del espíritu, la maternidad es el agua fresca a la que vuelve una y otra vez y la poesía es su más alta vocación de encuentro con la imaginación y la palabra para dar cuenta de esa fuerza poderosa que la impulsa a vivir y a desquitarse del dolor de vida efímera con la escritura de sus versos…
Todavía –cuenta la Prof. Nava– hay quien la recuerda bebiéndose los chaparrones de mayo. Descalza. Recorriendo aquellas calles de sus últimas noches, mientras chapoteaba los charcos. Y esta otra piel que se le volvía la ropa transparentando su frescura y su libertad. Esta es la lluvia que ama mi corazón. Me he asomado a todas las ventanas y puertas de la casa, tendiendo los brazos para recibirla. ¡Qué lindo es estar alegre!
El retorno a Maracaibo
Cuando vuelve a Maracaibo en 1948 –según la profesora Nava– se produce el reencuentro con Héctor Araujo Ortega, que termina en matrimonio en 1953. Reseñado en una carta de Blanca, su hija mayor: Me dices que al fin se realizó el matrimonio entre Héctor y tú.
Para 1955, un año antes de su fallecimiento, había estado hospitalizada. Le acababan de dar de alta. Y él había ido a buscarla. Así reseña ella el momento: Con suave voz me dijo: ¡Vamos! Y empecé a sollozar… Todo el cielo nos cayó en la cara. ¡Qué claro el cielo! Transparente y azul desteñido. Estarían las nubes en los países del agua. Con esta inmensidad. ¡Tanta inmensidad encima! Bajamos juntos las escaleras. Y llegando al cuarto, lo abracé contra mí. Cómo me creció el amor.
La vida es principio y fin. Es dolor y placer: camino pedregoso y camino llano, donde la muerte nos espera al final sin antídoto de la ciencia, ni de alquimistas, de magos ni de dioses. Nada ni nadie puede detenerla: la fecha, el año, el día y la hora están escritos en un calendario aún desconocido para nosotros, pequeños y frágiles seres humanos.
El fuego divino de la pasión, el amor y la fe, nos iluminan los instantes para espantar el miedo. Son esos momentos estelares los que hacen del existir fragmentos de paraíso, en el canto y en los sueños. María, Zuliana Inolvidable, al momento de su partida, un día de diciembre antes de la Navidad de 1956, había escrito muchos años antes a Héctor y así lo evocaría en el umbral de su último suspiro: ¡Quién pudiera besarte en la tribulación de la última hora!