Una poética de viajero: “Solo valen la pena las ciudades en las que uno se puede perder. En Siena se puede desaparecer como una aguja en un pajar”. Ese desaparecer del que habla Zbigniew Herbert (1924-1998) no se limita al extravío, al riesgo que asume el verdadero paseante: perderse quiere decir traspasar las fachadas. Dejar atrás lo obvio. En las viejas ciudades como Siena –su historia se remonta hasta los tiempos etruscos, alrededor del año 900 a.C.– al viajero lo acecha otra posibilidad: para hacerse de la ciudad, para conocerla y apropiarse de ella, hay que ingresar a sus tiempos, abrirse paso entre los pliegues donde el pasado oculta sus relatos, sus horrores y maravillas. “Siena” forma parte de la colección de ensayos Un bárbaro en el jardín.
Siena se ha inventado un origen mítico: sería la obra de Senius, hijo de Remo, que huyó de la ira de su tío Rómulo y fundó la ciudad. Herbert nos conduce a principios del siglo XII. Nos recuerda un momento primordial de la ciudad, cuando Siena debe escoger entre independizarse o someterse al poder de Florencia. En septiembre de 1260, el ejército florentino es aplastado por el pundonor de Siena. Más adelante, la peste arrasa a la ciudad, que pierde tres cuartas partes de sus habitantes.
Por los vericuetos de la historia y de la arquitectura, Herbert se acerca a los pintores del Quattrocento y hasta dos siglos atrás, al Duocento sienés. En el debate –finalmente sin sentido– sobre quién tiene el privilegio de haber tenido el medio artístico más antiguo, si Florencia o Siena, el poeta desmiente a Vasari y señala: en Siena se ha descubierto una pintura de 1215.
En los pintores como Simone Martini, Duccio o Ambrogio Lortenzetti, están los relatos que develan los secretos de Siena. Herbert se rebela en contra de la comparación que se ha hecho de Duccio frente a Giotto. “Duccio no es de los artistas que realizan brillantes descubrimientos. Su virtud fue crear una nueva síntesis (…). No es, como Giotto, un descubridor de nuevas tierras, sino un explorador de islas hundidas”. En Duccio, el neohelenismo bizantino y el gótico se encuentran y enriquecen.
Herbert se pregunta por la huella que dejaron al mundo. Siena, como otras ciudades en Europa, es también el resultado de las ínfulas y las luchas entre los poderosos. Cada lugar es un almacén inagotable de historias de militares, aristócratas, sacerdotes y santos (o santas como Catalina de Siena). Pero también, cada lugar es el momento de reposar y tomar una copa: un chianti, obra del propietario de una trattoria. “Dice que su familia posee esos viñedos desde hace cuatrocientos años y que es el mejor chianti de Siena. Desde detrás del mostrador observa qué hago con ese valioso líquido”.
La maquinaria de la muerte
Aun cuando está implícito en el título del ensayo, la lectura de “Sobre albigenses, inquisidores y trovadores”, ensombrece el ánimo. Zbigniew Herbert cuenta la destrucción de la civilización albigense por parte de la Inquisición. Sigue el hilo de las corrientes que creían que el mundo era también el resultado del demonio: gnósticos, maniqueos, paulinos, bogomilos y, finalmente, cátaros, que rechazaban las respuestas del Antiguo Testamento. Los cátaros sostenían que Dios sufría a causa del mal, pero no castigaba. Sus diferencias con el cristianismo eran sustantivas.
En marzo de 1208, el papa Inocencio III anuncia una cruzada contra Raimundo VI y Tolosa de Languedoc, entonces la tercera ciudad de Europa. Al sur de Francia no solo existía otro credo sino otra civilización. La cruzada es una orden de muerte. La guerra se extiende: el norte católico desenvaina la espada contra los pueblos cátaros del sur. Guerra civil.
En 1229 se produce el Concilio de Tolosa, la reunión que fijó el nacimiento de la Inquisición. Allí se aprobaron las 45 normas para perseguir, interrogar y castigar a los herejes. Es decir, para impedir toda forma de defensa. Se autorizaba a los designados a registrarlo todo (“incluso los rincones más escondidos”). A quitarles todo. A destruir sus bienes. Se obligaba a las personas a denunciar a sus vecinos. La delación se multiplicó y adquirió la categoría de medio probatorio. Se autorizaron los interrogatorios a puerta cerrada, sin testigos. Se perseguía a los abogados, a quienes se acusaba de herejía por hacer su trabajo. Más lejos: una anciana moribunda, que pidió un sacerdote, confesó su adhesión al credo cátaro: fue sacada de su lecho y lanzada a la hoguera. Más lejos todavía: los procesos alcanzaron a los muertos. Se abrieron las tumbas y los restos fueron sometidos al fuego purificador.
“La historia (no solo la medieval) enseña que una nación sometida a los métodos policiales se desmoraliza, se desmorona interiormente y pierde la capacidad de resistencia. Incluso la lucha más despiadada de dos hombres enfrentados cara a cara no es tan perjudicial como los murmullos, las escuchas, el miedo ante el vecino y la traición que se respira en el aire”. Bastaban las declaraciones supuestas de unos denunciantes secretos, para que la maquinaria de la muerte diera un paso más. Hasta en los grupos sociales más cohesionados, la desconfianza minó los vínculos entre unos y otros. En el inquisidor se congregaban el instructor, el fiscal y el juez. La intolerancia acabó con un modo de entender y estar en el mundo.
Ni una palabra insolente
Como si hubiese sido llamado a testificar en el juicio a los templarios. Su “Defensa de los templarios” se inicia con esta fórmula: ¡Señorías! Herbert, amante de temas casi olvidados –Lascaux, los cátaros, la historia oculta de Siena, Il Duomo–, también nos conduce al mundo perdido, al mundo aniquilado de los templarios. Son páginas de abundancia para quien, como yo, no ha leído nunca antes nada sobre los templarios, la información desborda por los cuatro costados. Nos ubica en 1099, cuando los cruzados alcanzan a conquistar Jerusalén y fundan el Reino. Comienzan las peregrinaciones. Entonces aparecen bandoleros de camino que asaltan a los cristianos. Hugo de Payns, caballero francés que había nacido en 1070, crea la Orden del Temple, junto a ocho pares. Se proponen defender a los devotos. Balduino I les entrega un lugar para vivir. Son hombres inmersos en la austeridad y el rigor: ni mujeres ni hijos. Bernardo de Claraval (1090-1153), operador indispensable de la Iglesia de su tiempo, escribió: “Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmuración, ni el ruido más remiso queda sin represión en cuanto es descubierto”.
La Orden del Temple se articulaba y fortalecía. En 1129 el Concilio de Troyes estableció la regla de los Templarios. Años más tarde se han convertido en un conglomerado financiero, uno de los más poderosos de su tiempo. El rey de Jerusalén, los monarcas de Inglaterra y Francia, y decenas de aristócratas de distintas partes de Europa, mantenían deudas con la Orden. Banqueros-monjes y monjes-caballeros: su fama como combatientes se extendía en el mundo de aquellos tiempos. Una fuerza militar: los combatientes llegaron a ser más de diez mil. Les reconocían como virtuosos.
No pudieron evitarlo, dado su poder real y su prestigio: se vieron empujados a la política, involucrados en enrevesadas luchas religiosas, económicas y militares. Con la destreza del mejor novelista, Herbert desagrega en hilos comprensibles, la madeja de los sangrientos enfrentamientos que tenían lugar entre los distintos centros de poder. Los templarios comenzaron a tener enemigos aquí y allá: eran demasiado autónomos. Aparecieron las denuncias. En una operación policial de antología, miles de sus integrantes fueron detenidos una noche. El 18 de marzo de 1314, Jacques de Molay y Geoffroy de Charney, en ese momento los líderes visibles de la Orden del Templo, fueron conducidos a la hoguera: la aniquilación quedó consumada.
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Un bárbaro en el jardín
Zbigniew Herbert
Traducción Xavier Farré
Editorial Acantilado
España, 2010
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