La memoria hereda recuerdos ajenos, remotos conocimientos biológicos y hábitos ancestrales que se transmiten por vía genética. El testamento invisible que navega en la sangre de las generaciones sucesivas con su carga de instintos entrenados, reflejos automáticos y antenas sensoriales es la carta de navegación que, antes de nacer, en plena gestación, recibe el hombre para defenderse de los peligros que lo acecharán en este bajo mundo. Los salmones nacen al tanto de viejas y antiguas rutas marítimas y fluviales que les tocará atravesar, los perros sabiendo aliarse a su mejor amigo, y los patos, seguros de cómo alcanzar sus balnearios de verano.
Esa fatalidad de la memoria afecta también a la humanidad y sería interesante saber cuántas de las inclinaciones más personales del ser humano son una orden anónima de algún ignoto pasado. ¿Cuántos hallazgos no son la imagen que habrá de despertar un paisaje o una nueva palabra, la simple repetición de un legado que corre por nuestras venas?
La zapoara, que hasta el día de hoy no han probado estos labios, formaría parte de mis recuerdos del paladar. El pescado angostureño, según he leído, puede alcanzar hasta un metro de largo. Es platillo de temporada y se recoge en el mes de agosto, cuando abunda en aguas del Orinoco frente a Ciudad Bolívar. Sus famosas espinas no son óbice para que sea venerada, rellenada y cocinada al horno en las casas, y en los rebosantes ventorrillos de la ribera, fritas, asadas y hervidas en sancocho.
Faltaba la semana pasada, cuando viajé a Ciudad Bolívar. El enorme río, tal vez debido a la sequía, dejó desabastecidas las pescaderías de la hermosa y extraña ciudad. Hube de conformarme con las grandes lajas de piedra prehistórica y el intemporal Paseo Orinoco con sus paseantes de las márgenes del tiempo. Una fantasía urbana abandonada en los monumentales brazos de la naturaleza: persianas de madera desteñida, frágiles portales y una nostálgica balaustrada a orillas del caudal estrangulado del río en su paso por Angostura.
Mis abuelos comieron zapoara cuando llegaron a Ciudad Bolívar en la década de los treinta. Venían de Moldavia, habiendo probado suerte en Perú, Ecuador y Colombia, como si la liberación de las viejas servidumbres de Europa pasara por la ruta de Simón Bolívar, en solitario y al revés. Su primera residencia estable, sus primeras alegrías en el Nuevo Mundo, las vivieron en la capital de Guayana. Mi abuelo materno instaló una pequeña manufactura de espejos y, con su primer dinero americano recibió, a guisa de nacionalización, la endémica bendición del paludismo.
Mis abuelos se codearon con la felicidad en Bolívar. Pasado el descomunal susto de la travesía nocturna en las chalanas de Soledad, la suerte les sonrió en pocos meses. Símbolo de la dicha, la zapoara se convertiría en su talismán. Para evocar aquella dicha perdida mi abuela refiere que por las tardes, al final de la jornada, su marido paseaba con alguno de los notables de Ciudad Bolívar, frente a la hilera de soportales escuálidos del bulevar que bordea el río, poblado de caimanes, tembladores y tortugas. En la cena de los viernes, la zapoara se transformó en judío gefiltefish desde el primer año. El mejor, según mi abuela, que haya preparado jamás. El plato, mezcla de una receta tradicional y un pescado desconocido, sería un oráculo: habían llegado a Venezuela para quedarse.
Ignoraban, en efecto, que para los angostureños el que come la cabeza de la zapoara se queda en Ciudad Bolívar. Pero mis abuelos lograron escapar al hechizo y trasladarse a Caracas porque en el gefiltefish solo utilizaban la cabeza del pescado como aderezo de la gelatina. Digamos, pues, que entró en ellos atenuada, indirectamente.
Tantos años después –hace un par de semanas–, decidí coincidir in situ con la temporada de la zapoara, con el fin de aclararme un sabor que es un recuerdo genéticamente heredado. Pero los elementos colocaron la zapoara entre paréntesis, postergándola no sé por cuánto tiempo, cuando, gracias a la memoria familiar, la tenía en la punta de la lengua. No obstante, el sur me obsequió con otras gratísimas sorpresas: merey, pastel de morrocoy, bistec de venado, deslumbrantes pescados de agua dulce y una agradabilísima ensalada de pato, sin contar las desvencijadas persianas frente al río, los árboles gigantes y el encantamiento de la visión, desde la otra orilla, de la catedral suspendida sobre la bella durmiente del Orinoco.
(De Fihman, B.A. Boca hay una sola. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2006).
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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.
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