Papel Literario

Yolanda Pantin y lo numinoso

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Por MIGUEL GOMES

“Siempre he pensado que mi acercamiento al mundo es religioso. Peleo siempre con Dios en mis poemas”: esa es la respuesta, muy franca, que en una entrevista dio Yolanda Pantin a la pregunta igualmente directa de su interlocutor: “¿Tiene fe?” (Arráiz Lucca, p. 113). La confesión me parece un buen punto de partida para abordar una de las claves menos visibles de la poética de la autora en su compleja trayectoria, desde sus inicios, marcados por las gestas y los gestos del grupo Tráfico, hasta el día de hoy, en que su labor cuenta con un público internacional y prestigiosos galardones.

Sabemos que la desconfianza en el lirismo o el hermetismo extremos, así como el interés en explorar los asuntos y la expresión de lo cotidiano, fueron principios esenciales pregonados no solo por los jóvenes de Tráfico, sino también por los de Guaire y otros contemporáneos no tan claramente afiliados a conductas neovanguardistas. Dichas conductas no se agotaban con el gregarismo e incluían las proclamas, la inclinación al escándalo y el ansia de ruptura (fuese esta, como ha ocurrido en muchas situaciones similares, más anunciada que factual). Lo cierto es que las célebres promesas de abandonar los estereotipos románticos, surrealistas o gerbasianos de la “poesía nocturna, extraviada en su oficio chamánico de convocar a los fantasmas de la psique” para dirigirse a lo que denominaron “la calle” y cultivar una “poesía de higiene solar”, dispuesta a retratar el “universo diurno de la vida concretísima de los hombres” (Tráfico, “Sí, manifiesto”, p. 7), no aprisionaron a la mayoría de los integrantes de aquellas cofradías, cuyos hábitos e idearios se transformarían a veces radicalmente con el correr de los años. Disipadas las polémicas de comienzos de los ochenta, se verificará una incorporación enriquecedora de aquello que se había negado. Luis Miguel Isava observa que numerosos integrantes de Tráfico y Guaire, “pasada la virulencia primera de los pronunciamientos […] fueron a insertarse […] en la tradición que criticaban” (p. 782). Asimismo, Javier Lasarte destaca un movimiento general “De la noche a la calle y vuelta a la noche” y Lázaro Álvarez habla de un recorrido que va “De la exaltación a la desilusión”.

No es difícil intuir que tales cambios homologan en el campo cultural los aconteceres de otras esferas comunitarias, puesto que ―como lo ha demostrado suficientemente la sociología desde Pierre Bourdieu― la siempre aparente emancipación de lo estético no se logra más que con reglas de juego que nos enseñan a ignorar u olvidar la imposibilidad de la existencia del arte fuera de las relaciones humanas. El país que a fines de los años ochenta y durante los noventa los poetas contemplaban y sentían no era, de hecho, el que había dinamizado sus discursos llenos de entusiasmo por lo moderno. Las huellas de los múltiples deterioros ―económicos, políticos, cívicos― se habían ahondado, hasta acarrear, con la “desilusión” a la que Álvarez aludía, una nueva nocturnidad. O, más exactamente, una reevaluación del pasado para captar qué hubo en él de brillo ficticio, alba tergiversada, espejismo. El impulso elocutivo central de Pantin quizá sea, como ha señalado uno de los mejores conocedores de su obra, Antonio López Ortega, una remisión a la “verdad” o, en todo caso, “a su verdad”, que consiste en la “búsqueda de honestidad expresiva” (p. 23).  Sospecho que la religiosidad distinguida en sí por la poeta tiene allí su germen ―un híbrido de signos y espíritu desplegado en un vaivén de empirismo e introspección―, y que no ha de interpretarse al pie de la letra como conjunto de dogmas sometidos a la legislación de iglesias o castas sacerdotales. Los conflictos artísticos que genera un enfrentamiento con lo real convergen en ese “acercamiento al mundo”.

Aún intocado por el activismo de Tráfico y deseoso de cantar en prosa los espacios del inconsciente, un libro como Casa o lobo (1981) situó el origen de la voz en un “Sitio oscuro donde salen de noche los fuegos fatuos”; memoria e inmediatez, familia e individuo, nosotros y yo convivían alentando el esquivo triunfo de lo semiótico y, por ende, de una poesía naciente. Siguió la entrega a lo urbano y al día a día de la modernidad sentida como inevitable: Correo del corazón (1985) registra esa fase donde el sauditismo que se desvanecía dejaba sardónicos vestigios con sus “souvenirs de un vuelo / rasante por Mayami” (“Cuesta abajo”), sus “nostalgias” que maniobraban en el poema para “estacionar el carro” (“Broken Heart”) o sus amantes “de las aceras / de los entresuelos / de las alcantarillas” (“Vitral de mujer sola”). Sin embargo, la adhesión de Pantin a la “higiene solar”, calibrada desde hoy, con una obra que podemos considerar sostenida y abundante, da la impresión de haber sido más bien fugaz. Y un testimonio agridulce acerca de la experiencia de Tráfico corrobora que la autora la ve como etapa superada: “todavía me encuentro haciendo el duelo de mi juventud […] En la madurez gané un puñado de preguntas y la falta total de respuestas. Gané el silencio y la parálisis, pero ni por esa dura ganancia querría estar en el limbo como una adolescente eterna” (“Respuesta”). Temprano y con gran tino, Rafael Castillo Zapata avizoró en La canción fría (1989) y El cielo de París (1989) “una recuperación, en Pantin, de antiguos recursos estilísticos” (p. 297). Lo que entonces se constata, amén de un retorno a los presagios fundacionales de Casa o lobo ―como también lo admite Pantin en un ensayo autobiográfico donde relata cómo retomó el tenor y los motivos de aquel libro, “sus recuerdos extraídos de un cuarto oscuro” (De Casa o lobo, p. 52)―, es el fortalecimiento de un sistema de sombras que jamás obedece a impulsos de escape y se plantea como ineludible reacción a las circunstancias: “Tengo conciencia del horror que significa esto que ahora vivimos. Volver a empezar, pero, sobre todo, volver a mirar, para volver a escribir. Una mirada más dura” (ibidem, p. 54).

Que ese descarnado realismo, imbuido de tinieblas, sea vinculable a una atmósfera política me parece indudable, aunque primero se haya mostrado oblicuo y apenas desde la consolidación del chavismo se hiciera palmario, a tal punto firme, que no ha de extrañarnos leer en “Mensajes”, de Lo que hace el tiempo (2017):

―Guárdate en lo que puedas del fragor venezolano.

―Qué pruebas de valor y a la vez de cordura las que tienen entre las manos frente a la demencia del poder.

―Querida mía, que la noche se desagüe hasta que amanezca.

―El halcón sabrá esperar porque toda poesía demanda su momento.

Compañero de lo nocturno, el instrumental gótico sirve para incursionar en lo político sin recaer en lo panfletario. Lo consigue recreando con evanescencia simbólica, furtivamente, el desaliento, la decepción y el miedo de haber descubierto que, en el país desarrollista, hinchado de futuro, se había cancelado la bonanza después del Viernes Negro, con la consecuente caída libre ininterrumpida a lo que sería el Caracazo, las intentonas golpistas de 1992 y el desmantelamiento de las instituciones democráticas a partir de 1998, cuando el pueblo se dejó engañar y en las urnas electorales le abrió, por fin, la puerta al monstruo.

Si el “lobo” de 1981 tenía resonancias de cuento infantil, la propensión ulterior de Pantin a una imaginería terrorífica de ninguna manera ha podido soslayar el pulso consciente ―y esporádicamente irascible, exasperado― que la poeta le toma a Venezuela. El proceso comienza con La canción fría, donde se abandonan con deliberación los escenarios privilegiados por Tráfico: la única mención a Caracas en este poemario, lleno de ciudades de otras latitudes, es, según la autora, “para no nombrarla: una ciudad que no existe, un país que es solo un clima […]. Borrar el país, tal era mi intención, no por exótico esnobismo sino por hastío” (De Casa o lobo, p. 51). “Caracas mortal” es el poema al que se alude. Tal negación, atribuible a un brusco enojo o a la urgida persecución de una nueva vida literaria, se vale de aquellos trasgos o ánimas errantes que en Casa o lobo poblaban las zonas oscuras. El título La canción fría nos remite a la muerte, lo cual se subraya con el primer epígrafe, From beds of everlasting snow, tomado del libreto de John Dryden para el King Arthur, la semi-ópera que compuso con Henry Purcell: recuérdese el solo del Genio del Frío (III, 2). Junto a la opresiva melancolía invernal, nos saldrán al paso piezas como “Nosferatu”, “La otredad y el vampiro”, “Carmilla”, “Erzébeth Báthory” ―la “Condesa Sangrienta”, descendiente de Vlad el Empalador, inspiración de Bram Stoker y su Drácula―. Los “fantasmas de la psique” invaden de este modo la escritura de Pantin y no se detendrán: luego tendremos la sección “Soliloquio del vampiro” de Los bajos sentimientos (1993) y “Der Kleine Vampir” de La quietud (1998), además del experimento teatral La otredad y el vampiro (1994) ―aunque no incluido en País: poesía reunida 1981-2011, sí lo hallamos en su Poesía reunida 1981-2002, lo que le otorga una condición genérica liminar semejante a la de La hija de Rapaccini de Octavio Paz o la previa de O Marinheiro y Primeiro Fausto de Fernando Pessoa y los dramas de W. B. Yeats o T. S. Eliot, que acaban indefectiblemente editados con sus poemas―. La veta gótica de Pantin se reactivará en una de sus colecciones más recientes, Bellas ficciones (2016), donde muchos materiales de Casa o lobo, al cabo de un recorrido por la infancia y la familia, se actualizan con una capa agregada de ironía: “Lobos”, “Terror”, “Fantasmas” o “Vampiros” lo evidencian.

La aceptación de la lobreguez como consecuencia del “hastío” ofrece en su carrera posterior una materia más densa que domina buena parte de su producción. Sospecho que el país “borrado” reemerge aquí traducido en variantes de mitemas o rituales antiquísimos: la katabasis o la nekyia, es decir, el viaje al inframundo o el diálogo con los muertos. Ello sucede en “Las aguas” de La quietud, en cuyas estrofas divisamos un sobrecogedor contraste entre el ascenso de los hombres en busca de lo aéreo y la perseverancia de elementos más poderosos que nos conducen al ámbito subterráneo:

II

Los hombres suben la montaña

y conforme llegan a la cima

deja todo de escucharse,

salvo el ruido de las aguas.

III

Las aguas no descansan,

ellas horadan la tierra.

Nosotros, que fuimos a verlas

guiados por el ruido

que hacen al caer,

vimos todo en silencio:

cómo caen de lo alto

hasta el pozo en el fondo.

IV

Las aguas no iluminan,

oscurecen la tierra.

Su fuente es el miedo

que mana de nosotros

y también de los ahogados

en el aire húmedo.

La oscuridad que aparenta originalmente confinarse a lo ontológico se hará con el tiempo ética y política sin rodeos, regresando la Venezuela a la que se simulaba relegar. Esta, no obstante, se despoja del velo que ocultaba sus atroces facciones, nada diurnas. En El hueso pélvico (2002) se torna explícito el horizonte comunitario, con un contrapunto de lo objetivo y mísero: “Voy al centro del país peyorativo, / voy sorteando los obstáculos / dentro de un paisaje innoble, / basurales, baldíos”, y lo subjetivo, cifrado en un descenso a la región de los muertos:

La oscuridad es un territorio 

en el que abundan los exploradores. Son opacos

los márgenes de la conducta humana, tenebroso 

el origen de la humanidad en la Biblia

 y los infiernos de Dante. 

El baño de tinieblas, en ocasiones, se manifiesta indirectamente, como ocurre en “Zamural”, de Lo que hace el tiempo, donde la negrura ctónica y la descomposición acechan desde el cielo mismo para magnificar el implícito dato ominoso que junta espanto con inocentes rimas infantiles o folclóricas:

No está la niña

al mar entrando

con sus risas,

ni está el azul,

ni está la vista,

ni las sombrillas,

ni los surfistas,

ni los perros

en la playa

con sus prisas.

Están los carroñeros

sobre Caracas.

Secando. Secando.

Secando.

Ha de repararse en que no es infrecuente, con todo, la aparición de la luz en esta poesía, muchas veces sugiriéndose una síntesis de contrarios como la que, en Los bajos sentimientos, nos salía al paso en “Son tres los zopilotes” ―nótese que a principios de los noventa el “hastío”, luego desvanecido, había eliminado incluso el léxico venezolano―:

Mira volar los zopilotes son horrendos

Allí están en la cornisa de otro edificio

Mientras sirvo el café las aves negras

se han posado en la antena parabólica diríase atalaya

Cada uno conserva el equilibrio que es suyo y no del Otro

—¿De quién comen?

Ahora vuelan sin moverse no hacen ruido

Son tres zopilotes Ya lo he visto

una madre y dos de sus pequeños

o una pareja de amantes y su sombra

El fúnebre plumaje en los dominios de la luz suscita un vislumbre de renovada vitalidad afectiva: calígine que se asimila como propia.

Algo similar se percibe en varias de las brevísimas piezas de 21 caballos (2011), cuyo referente plástico realza el influjo de los cromatismos evocados, en particular por la alusión preliminar a un artista a quien hostigó el régimen soviético (“Los doce caballos de Malevich son veintiuno”) y porque ese referente, tras las admoniciones del primer poema, “Fidelidad”, se diluye presuroso en cierto grado de abstracción que nos conmina a transitar entre lo político y lo espiritual ―el segundo poema se titula, no por casualidad, “Revelación”―. Y en ese contexto se delinea el tipo de religiosidad traído a colación al inicio de estos renglones. En “Pintura”, por ejemplo, se entrevé la disolución de binarismos postulada en De docta ignorantia por Nicolás de Cusa como única manera de acceder a lo divino: “Bocanadas de sombra / devoran el paisaje / en un rapto místico”; pero en “Misionera” es más ostensible el misticismo en un plano elocutivo donde imperan las antítesis y los oxímoros: “Ella se guía por la luz / y por la luz ciega, entra”. No satisfecho con lo paradójico, el misterio se arropa de sigilo y pronto, en “Monumento”, todo se trasvasa y compendia en lo poético: “A la altura, / poeta, / de tus contradicciones”.

Las coincidentiæ oppositorum de Pantin van a incrementarse en los últimos tiempos, cuando la postración en que se sumerge la sociedad se adueña de sus versos, como se aprecia en “El jardín”, de Bellas ficciones; adviértase que los antagonismos no se circunscriben a lo sensorial, ya que combinan tonalmente la abyección, la añoranza y la maravilla:

Jime, ahora que estamos sin luz

recuerdo lo que mirábamos

desde el piso 14 del edificio

en la avenida principal de La Urbina.

 

El jardín del campito de baseball

iluminado de noche como el día.

Pese a ello, ningún caso tiene ni el fervor ni la elocuencia de “Amanecer”, en el mismo volumen: “Recogía los pedazos que dejó otra noche en mi sueño / cuando me sorprendió la luz victoriosa”.

¿Cómo entender que en un orbe tan decadente y desunido como el que denuncia esta poesía se insinúen comuniones? En mi vocabulario no hay azar. La religión reconocida por Pantin, insisto, no es la de los credos institucionales. Quizá, para evitar confusiones, convendría más pensar en que la mayoría de sus escritos nos fascinan por su numinosidad, aquello que Rudolf Otto definía como encuentro con lo sagrado sin intervención de la razón ni de códigos morales preestablecidos (p. 6). Otto adicionalmente resaltó tres señales concretas de lo numinoso en arte, con variaciones dependientes del medio expresivo ―plástico, verbal, sonoro u otro―: “oscuridad”, “silencio” y “vacío” (pp. 65-71). Juzgo que la primera nos ha ocupado lo suficiente y a estas alturas no requiere disquisiciones añadidas, pero no resisto la tentación de anotar otra aseveración del teólogo e historiador de las religiones alemán: “para nosotros, occidentales, el gótico constituye la más numinosa de las prácticas artísticas” (p. 67). El violento y sublime claroscuro de la obra que hemos discutido, junto con los monstruos malignos o benignos que se agazapan en sus rincones, tienen el efecto de trazar en nosotros una catedral de palabras.

Por una parte, la experiencia del numen distancia la escritura de los deberes modernos, utilitarios y laicos ―lo sagrado transcurre en una ucronía que la estética del “Sí, manifiesto” habría tildado de “chamánica”―; por otra parte, actúa como crítica de la waning of affect, la ‘mengua afectiva’ típica de lo posmoderno (Jameson, pp. 10-16), extendiéndonos una invitación a forjar sensibilidades que desalojen las fáciles y gremiales actitudes poshumanistas de tantos scholars y filósofos para posibilitar, así, un nuevo enfrentamiento, menos cobarde, con lo que el arte nos dice sobre quienes lo creamos y recibimos. Me parece, por todo lo anterior, que la poesía de Yolanda Pantin captura la ductilidad de la cosmovisión que ha ido cristalizando en algunos sectores de las letras venezolanas, donde modalidades de una especie de fe secular aún no han sido destruidas por lo que a menudo asume visos de desastre.


OBRAS CITADAS

Álvarez, Lázaro. “De la exaltación a la desilusión: perfiles de la poesía en Venezuela”. Ateneo [de La Laguna], núm. 4, 1998, pp. 38-43.

Arráiz Lucca, Rafael. “Yolanda Pantin: Lo mejor de Caracas es poder salir de ella”. Venezuela y otras historias. Caracas: Pomaire, 1995, pp. 109-114.

Castillo Zapata, Rafael. “La otra voz: persona y personaje en cuatro poetas venezolanos de la última generación”. Revista Iberoamericana, núm. 166-167, 1994, pp. 365-380.

Isava, Luis Miguel. “La apertura que no cesa: la poesía a partir de la década de los ochenta”. Nación y literatura. Carlos Pacheco et al., eds. Caracas: Fundación Bigott/Equinoccio, 2006, pp. 781-788.

Jameson, Fredric. Postmodernism. Durham: Duke University Press, 1991.

Lasarte, Javier. “De la noche a la calle y vuelta a la noche”. Sic, núm. 589, 1996, pp. 270-273.

López Ortega. Antonio. “Yolanda Pantin o la épica del desdoblamiento”. Prólogo a Y. Pantin, País. Valencia, Pretextos, 2014, pp. 7-25.

Otto, Rudolf. The Idea of the Holy. John Harvey, tr. London: Oxford University Press, 1968.

Pantin, Yolanda. Bellas ficciones. 2da ed. Bogotá: Universidad Javeriana, 2019.

—. “De Casa o lobo al Cielo de París: el futuro imposible”. Inti: Revista de Literatura Hispánica, núm. 37, 1993, pp. 47-55.

—. Lo que hace el tiempo. Madrid: Visor, 2017.

—. País (poesía reunida 1981-2011). Antonio López Ortega, ed. Valencia: Pre-Textos, 2014.

—. Poesía reunida 1981-2002. Antonio López Ortega, ed. Caracas: Otero, 2004.

—. “Respuesta a Rafael”. Publicada originalmente en el Papel Literario por la conmemoración de los treinta años de Tráfico, julio-agosto 2011. Disponible en www.archivopdp.unam.mx/index.php/1944&Itemid=117

Tráfico. “Sí, manifiesto”. Zona Franca, núm. 25, 1981, pp. 7-9.