Por XIOMARA JIMÉNEZ
Entre el año 2014, y hasta hace unos cuantos meses, realicé una serie de trabajos sobre las condiciones del patrimonio artístico de Caracas. La colección de investigaciones exigía un tipo de relato apegado a la manera de un inventario de constataciones y testimonios de regular acreditación, quiero decir, datos comprobables y con una confiable experticia sobre el arte público de la ciudad, mas allá de lo que podría observar cualquier habitante medianamente perspicaz ante el notable descalabro urbano. Hoy ya casi no se puede hablar de ese deterioro generalizado como una etapa de regresión, porque hemos traspasado el umbral de la ruina; el país rebasó el nostálgico concepto de aquilatamiento que ofrece el paso del tiempo, para descender a la pérdida de valor de un vestigio. En resumidas cuentas, esta experiencia de corrosión, no deja de ser una circunstancia con un alto grado de vileza, abandono intencional y mutilación, algo que por lo general culmina con la permutación del lugar; se trata de una ruina moderna, según postula con verdadero tino la investigadora venezolana María Celeste Olalquiaga.
Sobre este tema, el territorio entero es un gran manto de horadaciones y estropicios. El Helicoide (ejemplo del estudio de Olalquiaga) o la edificación que actualmente alberga los calabozos y la tumba del Sebim, —en medio de una ciudad desprevenida que intenta seguir su curso natural— son una pequeña muestra de la terrorífica transformación de algunos espacios metamorfoseados en cárceles, en recintos para el horror. Mientras otros edificios desempeñan funciones un poco mas benignas a pesar de haber trocado su denominación original, o pasaron a ser cáscaras de hormigón vaciadas de sentido.
Pero, el caso de las obras de arte es un asunto que entraña otros aspectos; elegir el lugar de ser testigos de lo que ocurre con nuestra memoria espiritual, es un retrato que solo es posible desde la perspectiva del vértigo. Una ciudad sin sus obras ⎯y el hecho de que el arte público haya sido averiado, roto o desaparecido⎯ ha constituido la experiencia de quedarse con un espacio desnudo, sin huellas ni relieves, y hasta en una condición de cancelación y de amnesia.
Acertar en la búsqueda de obras y ciertos lugares representativos, me llevó hasta el aeropuerto internacional de Maiquetía, en donde se encuentra la pieza del maestro, Carlos Cruz-Diez, (Caracas 1923—Paris 2019) una de sus instalaciones mas envolventes y transitadas en los últimos tiempos, e incluso, quizás la mas sollozada de todo un territorio, que parece haber abandonado su natural gesto de tender la mano a todo aquel que necesitara un nuevo país. De repente, en un solo parpadeo, a cada trecho de la estancia aeroportuaria, comenzaron a verse grupos de cuerpos entrelazados apretándose en un abrazo con el amigo, el hermano, o los hijos que se van. En ese recinto de las impactantes variaciones cromáticas, casi todos hemos llorado la incertidumbre de las despedidas y la separación. Justo allí, en la vastedad de una obra concebida para rodear al viandante, entre el movimiento de los apresurados viajeros con sus carriones, se fue desencajando algo de nuestro entusiasmo por la apertura que se respiraba al estar inmersos en una ambiciosa obra, ícono de la formidable renovación que equiparaba al país con la actualidad internacional, todo eso sufrió un traspiés y se desvaneció. La cromointerferencia de color aditivo, (1974-1978) como le gustaba llamar al artista sus piezas, acaso para entrar de lleno en las claves de un arte para nada localista o anecdótico; esa obra cargada de piruetas visuales y sin el tinte de la sentimentalidad, —qué paradoja— se tornó en un vestíbulo para la tristeza y el lamento. En mi reporte de aquel entonces; largos trechos de mosaicos cuadriformes estaban desprendidos o habían recibido alguna reparación improvisada haciendo que los coloridos azulejos lucieran desalineados. Los paneles laterales mostraban inscripciones telefónicas con algún nombre escrito en tinta de marcadores, y a ciertos transeúntes se les dio por recoger los trocitos policromados ya sueltos, para llevarse un último recuerdo venezolano, según revelaciones de varios medios digitales. El lugar comenzó a llamarse, el portal —la puerta— de las lágrimas.
Meses más tarde, la obra fue en gran medida reacondicionada, pero no así su entramado simbólico, por el contrario, el aeropuerto internacional Simón Bolívar es cada vez mas un encogido andén desolado; menos vuelos, menos tráfico, menos viajes se agregan a la lista de destinos, y la mayoría de las líneas aéreas ha desistido tocar suelo venezolano, lo cual no es poca cosa si pensamos en lo aislados que nos deja semejante decisión. En una entrevista concedida por el maestro Cruz-Diez este hacía referencia: —era su noble deseo— que algún día su obra recobraría todo el esplendor y el aliento con la que fue realizada. Sin embargo, pensémoslo bien; ¿cómo se restituye el significado de esas representaciones, cuando parte de la estrategia de una dictadura es procurar la demolición de sus emblemas para provocar un aislamiento colectivo?
Han pasado 20 años desde que se instauró este modelo de ruina,
—moderna, contemporánea— y lo que se inició como un proceso de apropiación o permuta de lugares y obras que fueron referentes históricos, todo eso, fue tomado por la suspensión, por la detención como propósito; aquí se instituyó la práctica del aplazamiento, un patrón en donde las cosas permanecen inacabadas, o pendiendo indefinidamente, para luego sufrir su obligatoria degradación.
Lo mismo ocurrió con algunas personas que quedaron socialmente subsumidas y fuera de lugar, me refiero a una generación que dejó de cumplir su papel histórico y tuvo que sumarse a la generación precedente con todas las tensiones y cambios que esto supone.
A este problema, habría que sumarle otro que dibuja lo que parece ser un proyecto en plena marcha; la cancelación, —anular, borrar de la memoria— que no es otra cosa que sumirnos en la experiencia del desfase o la pérdida de sentido.
Difícilmente lo que se sustituye retorna a su lugar, por eso si antes podíamos pensar en monumentos, obras o experiencias vitales que fueron postergadas, —suspendidas— ahora vivimos en una corriente de anulación y discontinuidad hacia una dirección aún mas incierta, hablo nuevamente de esa pérdida, ese lugar descolocado, cuando algo se ha roto y ya no tiene el mismo valor; es la sensación de vacío que se experimenta en ese gran pasaje de colores que nos legó el maestro Carlos Cruz-Diez, y que hoy vemos como una estancia disminuida.
Yehuda Amijai, el poeta hebreo dice: Quién se acordará de los que recuerdan. En este tiempo, la frase me resulta tan importante. Todas estas líneas que he escrito tienen ese propósito, ojalá nunca olvidemos el destino de una obra de arte en una realidad tan perversa como esta.