Por ISAAC GONZÁLEZ MENDOZA
Ball one, ball two, ball three, ball four. Cuatro lanzamientos continuos que no entraron en el cuadro de bateo. Al menos conservaba su recta de 85 millas. Ya el manguito rotador le exigía dejar de enviar bolas tan lejos. El colchón se hacía un amigo viejo, los ojos azules que le colocó le ayudaban a permanecer tranquilo, a creer que tenía como receptor al mismo Baudilio Díaz.
Se preparó otra vez, la pierna derecha bien alto, hasta el pecho; luego tengo que dispararla imitando el gesto de un avestruz que corre; el guante esconde su poderoso cambio de velocidad, el arma secreta. El brazo por encima del hombro; tomo la bola, el mundo abarrotado en mis manos. Sale: es un misil que corta el aire y se oyen en el apartamento vientos huracanados. Golpeó el cuadro dibujado en el colchón, pero de nuevo afuera, por el lado superior izquierdo.
“Pete Rose ya me habría escoñetado, quizás hasta lo habría lesionado”, dice, mientras escupe chimó en el suelo del apartamento.
En su habitación resguarda una fotografía de cuando tenía 10 años; la mira con la misma maldita nostalgia de siempre y observa con el corazón arrugado el nombre de la esquina superior derecha: Luis Beltrán. Pero Luis no quería ser Beltrán, así que cambió su apellido a los 15 por Aparicio; y le pedía a todos que le nombrasen de esa forma.
Su papá le daba golpes con una vara. “Vas a ser grande ligas, carajito de mierda, o te vas de esta vaina”, solía gritarle. Cuando tenía tres años el papá de Luis Aparicio ponía al pobre muchacho a recibir lanzamientos de piedras: sin nada en las manos, ni un guante de látex, Aparicio debía recibir cada piedra sin llorar. De esto modo, según el viejo, el hijo iba a mejorar la vista; también lo obligaba a batear chapas porque vas a ser “Babe Ruth, coño e’ tu madre”.
La señora Lola, la madrastra de Luis, no estaba de acuerdo con este trato. “Vas a volver loco a ese muchacho”. No pasaba a mayores hasta que el viejo llegaba borracho en la noche y la coñazeaba. “Pa’ que seas seria, puta”.
Desde los 10 Luis ya tomaba cerveza porque lo hacía ver como “un verdadero macho”. A los 12 el papá lo llevó a conocer “unas buenas putas”; le pagó las mejores, pero Luisito no se atrevió y el pene se le quedó flácido como un espagueti muy cosido.
Luis no quiso decirle nada al papá. La prostituta sí lo hizo: “A tu hijo no se la para”. “Tú sí eres sapa, pedazo de puta”, le espetó Luis. “Tú como que eres marico, carajito. Lo que me faltaba. Vente, mami, yo te doy lo tuyo. No vamos a perder esos reales”.
Luisito no era marico. En realidad era muy tímido. Bajaba la mirada cuando hablaba con las mujeres y sentía hormigas que le recorrían la barriga cuando alguien le gustaba.
Una chica que conoció, María Cárdenas, se convirtió en un augurio. Luis se sumergía en las piezas de Guillermo Dávila pensando en ella.
Un día María intentó besarlo mientras ambos paseaban en el parque. Él la rechazo sin pensarlo.
“¿No te gusto?”. “Sí, pero me da pena”. “Que no te dé pena, Luisito”. Y volvió a lanzarse a su boca; era un segundo intento, y Luis lo aceptó. Sintió extrañeza: el sabor en la boca era como el olor de una montaña calurosa, y eso le gustó.
A la semana se volvieron novios.
Un día, mientras caminaba por las calles de su zona, la vio agarrada de mano con uno de los malandros de su calle.
Él se acercó furioso.
“Qué te pasa, diablo. Tú como que quieres que te eche plomo”, dijo el hampón. “Dale, mamagüevo, échale bolas”. El hombre lo iba a encañonar con una 9 milímetros. Pero María Cárdenas se atravesó para defender a Luisito, que creyó que había salvado a su reina del villano. Sin embargo, ella le dijo: “Vete, estúpido. Lárgate, no te quiero ver más”.
Ya en su casa, con la arrechera hirviendo, Luis busco su cuaderno de poesía. Se percató de que este estaba repleto de rayones y tachones. El papá, cayéndose de borracho, le dijo: “Yo mismo rayé esa mierda. Eso no es de hombres estar escribiendo vainas. Eso es de maricos. Y tú no vas a ser un mariposón. Si caes en esa te boto”.
Luisito sintió que la locura se apoderaba de su cuerpo; tomó el cuaderno y lo rasgó. Era la furia escondida en su corazón desde que nació: el humo de cigarrillo que su papá le sopló recién nacido, las veces que vio a su mamá llorando, el día en que ella se fue con otro, cansada de los maltratos del viejo pajúo, el escuchar todas las noches cómo el viejo se cogía a su mujer.
Tomó un cuchillo que estaba debajo de su cama. “Ahora sí te voy a matar, desgraciado”. El papá mostró una sonrisa pícara. “Dale, carajito, que te voy a enseñar a ser un hombre”.
Luisito logró esquivar el puñetazo a la cara y con su cuchillo cortó un poco la barriga de su padre. Mientras la víctima chillaba en el piso, tomó algunas de sus cosas y se fue.
Buscó diferentes maneras de convertirse en un gran beisbolista. Vivió en la casa de unos tíos por parte de mamá que lo apoyaron. Intentó ingresar a varias academias pero ninguna lo aceptó porque “no tiene condiciones” o “es muy pequeño”.
Decidió convertirse en poeta. Ya había leído una que otra cosa y escribió guiones para cine con amigos que conoció en la calle.
Marcos también había intentado ser beisbolista por petición de sus padres. Tampoco lo logró, así que se unió a Luisito para formar un grupo de teatro.
Juntos escribieron varias obras, guiones y cortometrajes. No tuvieron éxito y, sin embargo, fueron felices.
Luisito no ha olvidado que en realidad quería ser “El Grande”. Todavía conserva la foto que le firmó Luis Aparicio, justo después de haber ingresado al Salón de la Fama.
El apartamento, repleto de bates de béisbol, guantes, escenografías, máquinas de escribir, computadoras empolvadas y sábanas, lo ayuda a enterrarse en su universo de fracasos.
Aunque quería, al menos, llegar al home; estaba cansado de estar en tercera.
Así que diseñó, en la planta baja del edificio, un pequeño parque de béisbol con todas las pelotas que tenía firmadas. Subió las escaleras hasta el último piso y, mirando hacia el infinito, lanzó un beso seco para sus aficionados.
Había logrado su primer y único grand slam.