Por LORENA GONZÁLEZ INNECO
Vivimos una época compleja. El siglo XXI ha traído una inmensa cantidad de cambios todavía indescifrables para nuestras sociedades. En este preciso instante un extraño lapso del espacio y el tiempo se ha abierto en nuestros destinos, en ese paraje donde todos sin excepción padecemos de una inquietante condición manifiesta y sobrecogedora: la vulnerabilidad ante una pandemia irrefrenable que nos ha colocado frente a la certeza abismal de que ningún país del mundo es capaz de ofrecer a sus ciudadanos una seguridad amplia y eficaz para sus vidas. En estas deliberaciones es imposible no reparar en que este agobiante panorama de incertidumbres que azota al mundo ya es un ejercicio aparatosamente sostenido en las tambaleantes cartografías venezolanas. Han sido años duros, de traslados, diásporas, apariciones y evanescencias. Mientras todos se sorprenden por lo que está pasando, espantados ante calles desoladas, heridos por las faltas de contacto, por las muertes sin nombre, es probable que para nosotros —cuesta decirlo— esto sea el recrudecimiento de una voracidad que nos ataca desde hace mucho tiempo. Para una gran parte de la población el cierre de la posibilidad de emigrar que instala la pandemia y la crisis global es incluso un knock out que más allá de la propia enfermedad nos sienta a todos de golpe. Quedan aisladas e inconexas, flotando en ninguna parte, las ilusiones de muchos de poder salir del país-isla, abandonar ese pantano doloroso de embates cotidianos.
No sé por cuál cruce de peregrinos elementos una llamada al comienzo del confinamiento me hizo salir de esa pesadumbre intermitente que me perseguía. Un grupo me pedía un curso online sobre arte venezolano. Querían saber con exactitud qué había pasado en nuestro país después del cinetismo o más allá de Soto y Cruz-Diez. En ese empuje de las circunstancias me sumergí en la tarea: volver la mirada sobre esa historia, hilvanar sus trayectorias, leerla desde los oscuros islotes que aún despuntan en el atolladero de nuestra situación actual. El primer texto que vino a mi mente fue la polémica del año 1965 publicada en el Papel Literario de El Nacional. La protagonista de esta sagaz confrontación fue la crítico de arte y escritora argentino-colombiana Marta Traba, pensadora inigualable en sus capacidades de análisis y escritura, quien en el artículo “El arte latinoamericano: un falso apocalipsis” promulgaba con ahínco, en el caso venezolano, el surgimiento mimético de una vanguardia estéril apoyada por el Estado y empeñada en un progreso sin norte, fantasioso y ornamental, carente de una búsqueda real y auténtica para el arte de nuestras latitudes.
En la otra esquina, las respuestas y los argumentos no se hicieron esperar: el artista Alejandro Otero, el filósofo J.R. Guillent Pérez y el escritor Ludovico Silva le rebatieron por un largo período de intercambios lo que consideraron una especulación abismal plena de confusiones por parte de la beligerante: las palabras de Marta se alejaban en muchos momentos de la verdadera noción de crítica, empeñada en una batalla campal y casi insultante contra los venezolanos promotores y ejecutantes del cinetismo. Los tres jinetes aludían con gran entereza excelentes textos en la defensa de una obra de arte total, de movimientos de avanzada que respondieran ante las transformaciones mundiales y las nuevas formas de representación, defendiendo el surgimiento de inéditas disposiciones que, surgidas ante el desencanto posterior a las dos guerras mundiales, anunciaban expresiones tendientes a manifestar percepciones, sensaciones, materias e ideas capaces de comunicar una nueva dimensión en la pintura; una postura donde la identidad y lo auténtico se trazaba de una forma más global, despojada de localismos, dispuesta a revelar, en palabras del propio Otero, el espíritu de un tiempo.
El asunto ha sido revisado en distintos momentos. Yo misma he refutado la postura de Traba en algunos textos y reflexiones, coincidiendo en las ideas de aquellos que modelaban otras rutas para esa autenticidad a gritos que ella le pedía al arte venezolano. Siempre he creído que la materia abstracta, la cinética, el proyecto integral de las artes en ese país que se construía después de la dictadura perezjimenista, también apelaba a una identidad híbrida que quería avanzar al unísono con el arte internacional, variaciones de una luz intentando convertirse en materia; notas abstractas de un paisaje vibrante que quería consolidar su marca y conectar con el espectador, asentar los caminos de una nueva ciudadanía que estaba intentando narrar y narrarse dentro de los conflictos y las paradojas de su propio proceso urbano-modernizador.
En cada una de sus respuestas Marta Traba nunca cedió. Los llamó miméticos, les dijo bufones, copistas, banales, frívolos. Aludía al proceso en el que se empeñaban como una enfermedad focalizada en el ansia fútil de una vanguardia trasnochada, obligada, anclada en modelos que no estaban siendo generados por el proceso real de una historia que los solicitara, sino por el antojo de unos pocos, obsesionados por las tachaduras cosmopolitas sobre los marasmos de una realidad anegada por la miseria, el desorden y el caos: Esta etapa podría llamarse “del corral de las gallinas al laboratorio experimental”, lo cual, desde luego, es para morirse de risa (sobre todo si miramos a nuestro alrededor y nos damos cuenta en qué espléndido ultra-sub-desarrollo estamos chapoteando). Lanzaba dagas certeras, aún difíciles de leer.
¿Pero qué era lo que en realidad molestaba tanto a Marta Traba para desplazarse de las categorías del análisis crítico y responder con el furor de aspectos descriptivos y señalamientos personales?
Casi una década después de esta polémica, Marta Traba publicaría el libro Mirar en Caracas. Tanto en el prefacio como en el último capítulo insistirá en esa mirada crítica, sumando a los sucesos venezolanos la opulenta insistencia estatal de querer transformar a Caracas en la capital cinética del mundo. Hablará de la extraña pulsión de una ciudad dispuesta a destruirse y levantarse al instante siguiente en manos del mejor postor, denotará la ausencia y el desprecio por la historia, la puerilidad de estructuras alimentadas por las ilusiones de las minorías a las orillas del mar de petróleo. Pondrá un acento especial en la Venezuela saudita y en una ceguera decorativa obsesionada por un cinetismo que vino como anillo al dedo para colmar la necesidad imperiosa de ser distintos, modernos y expansivos, mientras las concavidades de lo no resuelto eran tapiadas por el reflejo despampanante de una capital presa por los espejismos. En este libro aclara que su preocupación fundamental se emplaza no en el problema del cinetismo en sí mismo como tendencia artística, sino en una contrariedad de mayor envergadura: presenciar ese enfoque “progresista y cosmopolita” de una urbe capaz de reunir en la misma perspectiva tan vasta cantidad de opuestos: autopistas con ranchos, carteles luminosos con arte cinético, centros comerciales con buhoneros, esplendor con pestilencia, arte conceptual con bodegones y paisajes; todo, en una sociedad donde se acentuaban cada vez más los desniveles, el conflicto social, la violencia y la pobreza.
Tal vez Marta, luchadora insaciable por el logro de autonomías reales para las sociedades americanas, temía que esa combinación de quimeras y desvaríos en una realidad atravesada por zanjas insalvables, fuera el peor de los ejemplos para un crecimiento auténtico en toda la región. Incluso destacó en este texto el desprecio voraz por la autocrítica y la revisión del pasado por parte de la dirigencia política y económica de los venezolanos, sustituida por una odisea del tiempo y el espacio que los enfilaba hacia el mito del dos mil y algo en descabelladas celebraciones futuristas: un periódico que celebraba su aniversario dedicándolo al año 2004 o la creación del periódico 2001. Todo envuelto en figuraciones de progreso, consolidando desde su punto de vista una peligrosa entelequia que dinamizaba lo social con un telón de futuro, tan utópico como dispuesto a desconectar a la ciudadanía de sus problemas reales.
En 1975, un año después de esta publicación, Carlos Cruz-Diez inaugurará una obra monumental sobre la infraestructura que soporta a la autopista Francisco Fajardo y se extiende a todo lo largo de uno de los márgenes que contiene al río Guaire. Lleva por título Muro de color aditivo. Es una extensión de más de un kilómetro con alturas que varían hasta llegar a los cinco metros. Lo he recordado no sólo por la mención que a este proyecto hace Marta Traba, sino porque pude observarlo con detenimiento hace unos meses, cuando aguardaba mi turno para poner gasolina en las largas colas que se enfilan en sentido contrario por la avenida Río de Janeiro, al sur de Bello Monte; arteria vial que permite observarlo a plenitud.
De nuevo y a la distancia lo contemplé, en ese intersticio donde pocos recuerdan que sus kilometrajes aún existen. Lo vi opaco y desvaído. Plagado por los surcos de infinitas máculas, observando los vaivenes de ese río que desde hace más de un siglo es el recolector de las aguas residuales de esta ciudad convulsa, siempre maniatada. Mientras los miraba —al mural y al río— pensaba en cuántas cosas no han visto ambos, cuántos mendigos, desperdicios y fluctuaciones, cuántas comunidades indigentes que a lo largo de estos años han habitado por sus trochas. También recordé repentinamente a aquellos manifestantes desarmados que protestaban en el 2017 contra la dictadura, quienes, al escapar de las fauces de la policía política del Estado venezolano, fueron lanzados a la toxicidad del río a punta de perdigonazos y tiros, agresión extrema que los aprisionó en uno de los caudales más corrompidos del mundo.
El fenómeno de color aditivo usado en el caso de este mural fue un sistema consolidado por Carlos Cruz-Diez en el año 1959 y aplicado en muchas de sus obras integradas a la arquitectura. En palabras del maestro, el fundamento del mismo se basa en la irradiación del color y en el acontecimiento contingente que surge a partir de los dos planos que se tocan, con lo cual se manifiesta una tercera línea de carácter virtual, más oscura, que florece de manera portentosa en la inaprensible zona de ese delicado roce.
Mientras miraba aquel paisaje en la interminable cola para surtir mi carro de combustible pude ver un mendigo con tapaboca caminando por entre los rayanos de ese lejano fenómeno de color aditivo que bordea la pared y colinda con el río. Recordé que ese entorno ha sido testigo y contexto de rancherías y comunidades aledañas, espacios donde los marginales y exiliados de la ilusión progresista hacen vida. Dicen que tiene fauna y flora propias. Hay garzas, crustáceos, peces… Desde hace unos veinte años se desarrolla, en algunos lugares especiales de sus contaminadas aguas, el trabajo de la minería. Grupos especializados recolectan por entre las silenciosas y marrones orlas del hinchado afluente, cualquier joya, reloj o prenda de oro que se le haya caído a alguna descuidada señora por el retrete. En los linderos arbitrales de la materia y vista la polémica desde esta perspectiva, pareciera muy difícil rebatir a Marta. El 2001 llegó y el 2004 y también el 2020 con sus dos sendas décadas de totalitarismo, destrucción y barbarie.
Ese día seguí observando. Avancé en la cola. Me quité el tapabocas para tomar agua. Por un instante pensé que tal vez la autenticidad de nuestro signo estaba allí, en el surgimiento paralelo de esa ilusión perenne de progreso frente a los avatares de la pobreza más extrema. Todos los textos de Marta Traba me estallaron en la cara y los dos bordes se rozaron, el acontecimiento de los planos aditivos estaba entrando en juego, el mural frente al río, las historias de ambos, los sonidos de todas las variables que a través del tiempo los han nombrado: textos, ejercicios, logros, fracturas, voces, desapariciones, vidas, desastres inigualables. Todos los sucesos irradiaron sus contenidos para levantar una tercera línea, franja aditiva que apareció impalpable, virtual, insidiosa y feroz. Allí estaban: las vetas de esas ruinas transversales que nos surcan, cada vez más oscuras, espinosas y amalgamadas.