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Volver a Curiepe

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Por ANA TERESA TORRES

Érase una vez que quería escribir una novela cuyo argumento se sostuviera en un episodio que había saltado de las páginas de Apuntes para la historia colonial de Barlovento y capturó mi curiosidad al punto que leí de un golpe la monumental obra de Lucas Guillermo Castillo Lara, publicada por la Academia Nacional de la Historia en 1981. Se trataba de un asunto ocurrido a mediados del siglo XVIII, bastante menor en importancia histórica pero muy jugoso en lo que va de literario y de social. Y hasta cierto punto una medida, que si bien pequeña, estaba cargada de sentido en cuanto a lo que fueron las relaciones de clase y de casta en la Venezuela hispánica, y sus inevitables huellas en los desenvolvimientos posteriores. Aquella lectura me llevó a un caserío denominado Nuestra Señora de Altagracia y San José de la Nueva Sevilla de Curiepe. Mucho nombre para las cuatro casas y sesenta y seis habitantes que lo componían, le dice Doña Inés Villegas, la voz protagonista de la narración, a su antiguo esclavo Juan del Rosario Blanco —el personaje antagonista—, capitán de la compañía de Morenos Libres del Batallón de Milicias de Caracas y capitán poblador del pueblo de Curiepe. Era excepcional que los libertos recibieran licencia de fundación, y este caso ha debido ser, si no el único, de los muy pocos. A Juan del Rosario un gobernador le daba el título de capitán poblador, y poco después otro se lo quitaba, pero él persistía en su propósito porque decía que don Alejandro Blanco de Villegas, capitán poblador de Higuerote, le había autorizado a reunir unos morenos para desbrozar en sus propiedades y así fundar una hacienda en el valle de Curiepe, arriba del cabo Codera, en la ensenada de Higuerote, con la promesa de que esa hacienda quedaría para ellos después de su muerte. Es muy probable, y así lo sugiere Castillo Lara, que Juan del Rosario fuese su hijo. A esta pretensión, por supuesto, se oponía con fiereza doña Inés, la viuda de Alejandro.

Hasta aquí, en todo ese lío de pleitos y contra pleitos, de procuradores y gobernadores, de viajes y vaivenes, Castillo Lara me abría el camino, pero tropecé con una cortapisa: Doña Inés contra el olvido no podía desarrollarse a plenitud en Caracas, requería a gritos de Curiepe. Esto mismo me ocurrió en una novela bastante posterior a la que vengo hablando,  La escribana del viento (2013). Si los puntos cardinales en Doña Inés son Caracas y el este —Barlovento—, en La escribana son Caracas y el oeste —Coro. Por supuesto que la acción hubiera podido desarrollarse enteramente en Caracas, de haberlo decidido así, pero trato de ser fiel a mis personajes, o mejor dicho los personajes exigen fidelidad de quien los crea y van mostrando sus modos autoritarios a medida que se fortalecen en el relato. En todo caso la saga mantuana urbana y la saga popular rural se fueron entrecruzando y desarrollando en paralelo, lo que no estaba en los planes iniciales de la novelista, pero, como dije, así lo quisieron los personajes, ser relatados a lo largo del tiempo que enlaza y desenlaza sus destinos.

Entonces, para acercarme a ese otro polo de la saga que eran los habitantes de Barlovento y las controversias que mantuvieron por décadas contra los terratenientes de Caracas, necesitaba más de lo que me decía Castillo Lara. Es curioso, cómo podrá ver el lector de este prólogo que abre la segunda edición de Curiepe. Ensayo sobre la realización del sentido en la actividad mágicoreligiosa de un pueblo venezolano, obra del antropólogo Alfredo Chacón, publicada hace treinta y siete años en su primera edición por la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela en 1979; es curioso, digo, cómo la novela busca otros libros, y de ese modo va encontrando nuevas lecturas en las cuales apoyarse. Pudiera pensarse que es así puesto que estamos hablando del género histórico, que necesariamente exige testimonios referenciales, pero al volver sobre esta novela mía, publicada por primera vez en 1992, hace un cuarto de siglo, por Monte Ávila Editores, veo las cosas de otra manera. Pienso en los muchos textos consultados y esos textos me parecen seres que me hablan desde otro tiempo, a quienes yo pregunto para saber de sus vidas, y ellos a su vez me van extendiendo fragmentos de esas otras vidas de las que la escritura termina por apropiarse, como suele ser el oficio del novelista. Apropiar vidas, escuchadas, vistas o leídas, biográficas o ficcionales, poco importa, y devolverlas a la corriente del lenguaje.

Lo cierto es que la historia de Barlovento se fue imponiendo y en la biblioteca apareció Curiepe. Ten cuidado —me dijo su propietario, Gastón Carvallo—, que ese libro ya no se consigue y está muy desbaratado. Así que solté la mano del historiador y lo dejé en Caracas con los pleitos de Doña Inés para irme con el antropólogo a conocer a los negros de Curiepe. Y ahí mismo comencé a escuchar sus voces. En la saga mantuana inevitablemente transcurre la guerra de Independencia, y dentro de ella el capítulo de la emigración a oriente. Y allí van las mujeres blancas con sus esclavas y sus niños huyendo de la ira de Boves. Es entonces cuando por primera vez irrumpen los negros, no ya como descripción antropológica, ni como sujetos de subordinación sino como hablantes y actuantes que toman decisiones y alteran la trama y la conducen. En la oscuridad Daría, una joven esclava, escucha los gritos: “Candela arriba, mueran los blancos, negros semillan, pa’ semillá, pa’ semillá, quien viviere lo verá”. Como habrá adivinado el lector se aproxima una escena de violación, y Daría, nacida en Curiepe, reconoce al hombre que se abalanza sobre su ama, lo reconoce porque es su hermano de crianza, y sabe que para él su palabra tiene valor. Las palabras de ambos tienen valor. Ella, con las suyas, impide la violación, y él, a su vez, la insta a huir dentro de la huida, a escapar de la caravana que se dirige a la muerte, y siguiendo sus consejos brinca del carromato con una niña blanca en brazos para refugiarse en el poblado, solo que está muy lejos y a muy difícil camino. En ese breve encuentro de los dos negros de Curiepe el relato toma un giro inesperado, imprevisto por su autora, como suele suceder cuando los personajes se autonomizan y andan de su cuenta, que es casi siempre. En la decisión de Daría de atravesar sola las selvas de Barlovento sobrevienen situaciones extremas, por ejemplo, el riesgo de atravesar a pie una zona tan culebrera y de marchar varios días sin provisión de agua. Pero esas circunstancias tienen solución: para la sed, la búsqueda de las hierbas que las mujeres del poblado recomiendan para el mal de los riñones, efectivas para producir el líquido de la orina. Y para las culebras las oraciones que el antropólogo recogió en sus entrevistas.

Bienaventurado y glorioso será el señor San Benito y San Pablo, y San Pantaleón. Líbrame de todo animal rabioso y ponzoñoso por la merced y gloria que el Señor te dio en la hora de su muerte. Entre paja caminando y brava culebra pisando y tan mansa lleguen a mí como mi señor Jesucristo al pie del santo al borde la cruz. Amen Jesús.

Una vez que lleguen Daría y la niña blanca a Curiepe, y vivan a la sombra del cacao (como indica el capítulo correspondiente a esos años de la guerra), el poblado se va revelando, sobre todo en lo que el antropólogo describe y descubre, que coincide además con el interés de la novelista, y es el quehacer cotidiano bajo la regla religiosa que tan precisamente dictó don Mariano Martí  en su visita pastoral a los valles de Barlovento, el cuidado de la iglesia, de los enfermos, las cofradías, los rituales en el veranito de San Juan, el baño del santo, la paloma del Espíritu que algunos creen ver sobre las aguas. La riqueza mitológica, en fin, la densidad del imaginario que crece también bajo la sombra del cacao, de cuya explotación agrícola ni el antropólogo ni la escritora comentan demasiado, pero que sin duda es el subtexto de esta historia, ya que es el fruto del cacao el centro de todo aquello; la razón de ser, en fin, de las haciendas y de las esclavitudes.

Por un largo tiempo, que en la novela son unas ciento veinte páginas, la acción vuelve a Caracas y a la historia atestada de hombres a caballo que sucesivamente toman el poder o lo intentan tomar, que para el caso es lo mismo, y pareciera que los cacaotales pertenecen a un mundo extraviado que ya ha desaparecido hasta de la ficción. Y de pronto revive, vuelve, necesita ser de nuevo relatado. Surge entonces un personaje inesperado: Ernestino Tovar. Un niño campesino que vendía agua y fue después fundador del primer núcleo de Acción Democrática en la región. De oficio ensalmador —no brujo, aclaraba siempre— y venerador de Nuestra Señora de Altagracia y de Rómulo Betancourt. A través de su voz escuchamos la riqueza del imaginario mágico religioso que el antropólogo extrae de sus observaciones y conversaciones con los informantes de la zona, a los que les hace “la foto de la voz”, símil con el que explica a los más ancianos el uso de una grabadora que nunca habían visto, pero cuya función rápidamente comprendieron. Se despliega así, en las palabras de Ernestino, el universo sobrenatural de espíritus errantes, ángeles y demonios en exilio, pozos encantados, encantos malos y encantos buenos, ritos de fertilidad y de muerte, estanques misteriosos, secretos para amarrar al enamorado. Aunque según dice “esos son cuentos de vieja, solo es verdad el ensalme para la picada de culebra. Viene de la sabiduría antigua, de los antepasados, y se transmite de un hombre a otro y solo se ensalma de verdad después que el viejo que lo enseñó a uno se muere”. Por cierto, las mujeres no pueden hacer la “contra”.

Santísimo sacramento hijo del inmenso eterno dame tu auxilio divino para curar esta enferma que está mordida de culebra animal rabioso y ponzoñoso amen Jesús en el pie traigo una luz y en la mano una cruz maldecía sean las culebras por el dulce nombre de Jesús consumatum es. Así dice la foto de la voz que tomó Alfredo.

La novelista entonces comprende que debe presentarse en el lugar de los hechos. Nada, al fin y al cabo, demasiado difícil. En aquella época las playas de Barlovento eran una costumbre de fin de semana para la juventud caraqueña, aunque no para mí, que preferí siempre las de costa arriba. Acompañada de Gastón, en un toyota azul que mostró su fidelidad por más de dieciocho años, y que entonces era todavía bastante joven, sin ningún interés por los balnearios hicimos el camino en busca de dos localidades interiores —Curiepe, por supuesto, y también Birongo—, que nos obligaron a varias rectificaciones de ruta, ya que como suele ser frecuente estaban mal o poco señalizadas, probablemente por ser de poca atracción para los temporadistas. Es la minuciosa descripción de la viajera al Curiepe contemporáneo la que abre el último capítulo, cuando ya en Caracas frente a la antigua máquina de escribir, dice “traigo la visión umbrosa del cacao entre la maleza”.

La saga mantuana en ese momento final está representada por un descendiente de doña Inés, un ingeniero no muy próspero a quien por circunstancias le han hecho saber la posibilidad de reclamar las tierras de la cocotera Aguasal, enclavadas en lo que fue propiedad de su familia, y luego expropiadas por Joaquín Crespo para la construcción de un ferrocarril que nunca terminó de funcionar. El ingeniero tiene entonces el propósito de emprender un desarrollo turístico, para lo cual requiere el apoyo del representante de la saga popular, un concejal del distrito Brión. No es un funcionario corrupto, como la mala experiencia pudiera suponer. Es un hombre bienintencionado, y aunque sabe que el mayor beneficio irá para los inversores, acepta un trato que también dejará algo para los empobrecidos habitantes de la zona. Con su acuerdo culmina el litigio comenzado siglos atrás. ¿Y dónde cierran su amistad?  En el velorio de una anciana, la abuela del concejal. La novelista necesitaba un entierro para tener un lugar en el cual cupiera la teatralidad fascinante de los ritos funerarios, cuya narración sigue casi que a pie de letra los contenidos desarrollados por el antropólogo hasta la escena final del cementerio. Dice así:

El cementerio es sin duda el elemento simbólico más importante de los que representan para la conciencia colectiva la preocupación por el fenómeno de la muerte, por el destino final de los que mueren, por el mundo extraterreno de los espíritus y las ánimas o almas de los muertos, y, finalmente, por la influencia de estos espíritus y ánimas sobre la vida terrenal. 

Allí terminé de escribir:

Lentamente la multitud fue desapareciendo, y al caer el sol algunas sombras permanecían a lo lejos, junto a la cruz de palo.

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