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Vivir entre ruinas: sobre El síndrome de Lisboa

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Por JAN QUERETZ

Si algo ha revelado la literatura distópica del siglo XX es que solo en la imaginación del futuro es posible encontrar las claves para entender el presente. Es en esa irrealidad ficcional tan potente, tan llena de síntomas de actualidad, de perversiones cotidianas y, sobre todo, tan verosímil, que el arte ha prevenido a la humanidad de las consecuencias terribles de sus actos. Pero la sociedad no sabe escuchar las advertencias de sus novelas. Si lo hiciera el mundo no estaría siempre al borde de una distopía.

El síndrome de Lisboa, la nueva novela de Eduardo Sánchez Rugeles, llega a Venezuela y al mundo en el momento más tenso de este siglo: las fricciones políticas estallan, la pandemia cruel se esparce, nada está en su lugar, el encerramiento perturba, todo pesa. La novela encaja como una profecía en el escenario contemporáneo de la crisis.

Lisboa, allá lejos, ha sido devastada por un fenómeno insólito; las ondas de su destrucción permean las fronteras y se escurren en los medios de comunicación internacionales. El foco, sin embargo, está en Venezuela. La situación nacional es peor que nunca: el internet es censurado en la vigilancia, su acceso coartado, el militarismo ha llegado a límites insondables y la violencia se ha incrementado hasta el genocidio. Es aquí donde la novela muestra sus más angustiantes matices distópicos: las escenas parecen transcurrir en un futuro peligrosamente cercano al presente. En cualquier momento la ficción se hará realidad.

En este futuro actúa un grupo de estudiantes de bachillerato, entregados al teatro con pasión, condenados a la adolescencia y sus hormonas, a sus propias crisis personales y a la gran devastación de la realidad venezolana. En el arte intentarán sobrevivir a la crisis alimentaria y tecnológica, al miedo a la calle y a la muerte en la protesta, al terror de la responsabilidad de recuperar el país violento que los golpea. Este grupo es liderado por Fernando, el narrador de la novela, un profesor de bachillerato que recordará a cada joven la definición de libertad.

La novela se abre camino en varias direcciones. No solo profundiza en la historia de los estudiantes. Fernando no está solo. Es un personaje que ama, que ríe, se preocupa, tiene graves problemas afectivos; Fernando cuenta historias, tiene amigos y llora. La crónica de su vida amorosa con Tati, de sus terrores e inquietudes, de su relación con Caracas y la urbanización Bello Monte, pueblan la novela de momentos tersos (y tensos) de intimidad, de ternura, de humanidad. Esta historia golpea en contrapuntos con la devastación nacional, con el cataclismo de Lisboa, como si  la vida de Fernando (o viceversa) se comunicara con las vidas perdidas de venezolanos y portugueses que sufren por doquier en la novela a consecuencia de la casualidad y la dictadura feroz de los militares.

Dentro de la vida de Fernando hay otra historia, la de Moreira y Agustina. Fernando se identificará con un relato exclusivo para él, que parece retratar su propia vida, la de los amores entorpecidos por el mismo amor labrado. La historia de Moreira, narrada en una intimidad oscura, es el relato de un viaje y una épica, de un Portugal fundido por la dictadura de Salazar que ahora repite su locura en la historia en el siglo XXI venezolano.

A pesar de la violencia y la sangre, a pesar del cataclismo lusitano, El síndrome de Lisboa es un canto a la vida: donde hay adolescentes curiosos hay teatro, hay arte y risas, las  reconciliaciones son posibles; los proyectos, también. Es posible lograr el sueño de vivir una graduación escolar a pesar de que el colegio está cerrado porque de las crisis surgen siempre amistades inesperadas. Es posible la belleza de las responsabilidades obtenidas, del trabajo duro, de la vida tal cual debería ser. Los adolescentes entrañables, el viejo Moreira, Fernando, Tatiana, el chino Wong, cada personaje es un símbolo y pensará en cada página sin pronunciar estas palabras: “Estamos vivos y eso es lo importante”.

Leer El síndrome de Lisboa es una tarea urgente para todos los venezolanos. Habla de frente sin restricciones, grita, hace doler, enternece: es una novela necesaria para entender la tragedia, una novela que es narrativa y advertencia a la vez. La alarma ha comenzado a sonar, el camino es simple: escucharla es abrir los ojos y mirar hacia la salvación. La novela está dedicada a “Los caídos”, pero este homenaje ha quedado corto para enumerar las víctimas narradas. A los caídos, sí, pero también, como dice el viejo Moreira, a “mi patria muerta, destruida por Dios, por razones que nunca compartirá con nosotros”.

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