Papel Literario

Vivir en el cuarto de máquinas o la extrema inmanencia de lo monstruoso

por Avatar Papel Literario

Por ELEONORA PADRÓN CRÓQUER

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Cuando nos arriesgamos a la lectura de El libro de las máquinas, de Carlos Katán, una primera asociación irrumpe fuertemente y de manera casi inevitable: pensamos que se trata de la fantasía paranoica de un sujeto cautivo, a lo Matrix, en las entrañas de un poderoso artefacto maquínico que determina el pulso —deseo y tiempo— de su estar en el mundo. Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre en la conocida película de 1999 escrita y dirigida por las hermanas Wachowski, no hay engaño ideológico ni virtualidad complaciente ni alienación de la cual emanciparse en el discurrir de la conciencia hiperlúcida que se despliega ante nosotros, entre una suerte de prosa post-filosófica y la imagen poética que la continúa. Hay, por el contrario, una intensa concomitancia entre la una y la otra, que nos introduce en el libro a través del desplazamiento que parte de las reflexiones de Giles Deleuze y Félix Guattari, de cuyo Antiedipo (1972) se desprenden los axiomas entrecomillados que leemos en un primer momento, según señala la nota bibliográfica final, hacia la voz que despunta allí cada vez más convencida de su lugar de observación y del destino que se le presenta como irrevocable. Esa misma anotación al margen, por otra parte, remite la imagen enigmática que separa la prosa recreada en las primeras líneas del libro, de los poemas breves que aparecen precisos y contundentes después, a la película japonesa de ciencia ficción Tetsuo (1989) de Shinya Tsukamoto y al devenir máquina de lo humano que esa película traduce pesad ¡descámente como representación de lo monstruoso.

¿Qué es la máquina para Carlos Katán, entonces, más allá del sentido que tiene el término en las citas que lo presentan en tanto concepto y en cuanto imagen? Es el significante, quizá, que inscribe al poema como única respuesta posible de un sujeto que no cree ya en ninguna utópica «emancipación» , porque nada vela ya la evidencia del pulso maquínico —deseo y tiempo— del mundo que hace a la inmanente materialidad de sus circunstancias. Sólo hay máquinas, desde la perspectiva de Deleuze y Guattari, en el capitalismo avanzado que señala el ordenamiento global de Occidente en el presente, y sólo hay máquina en el cuerpo sin órganos que pulsa tras el organismo que regula el ser/estar del sujeto en la cultura: máquinas deseantes que fluyen en la extrema inmanencia de las entrañas del mundo; y máquinas de poder que apresan su energía productiva a través de particulares dispositivos de vigilancia y control social. De igual modo, sólo hay devenir máquina de lo humano, devenir monstruoso, en Tetsuo. No obstante, la máquina es también, para Katán, el punto de partida de una productividad significante que transcurre del extraño texto de la cita al extrañamiento por venir en el poema que se instala en la página a partir de ella:

«Una máquina-órgano empalma con una máquina-fuente: una de ellas emite un flujo que la otra corta». Un corte silencioso entre dos partes, cruzar es estar de ambos lados (en sentido apodíctico). Entre la máquina y el alma hay una sola apoda y ya casi no es perceptible. Un hueso se rompe y se reconstruye (agenciamiento) con partes de metal.

[…]

«En todas partes, máquinas productoras o deseantes, las máquinas esquizofrénicas, toda vida genérica: yo y no-yo, exterior e interior ya no quieren decir nada». Todo hombre es un enmudecimiento del paraíso. Aquel espejo en el fondo de la máquina somos nosotros mismos en un espacio abierto configurado por sus circuitos. Una máquina es el fin del hombre que no puede replicarse a sí mismo.

«En primer lugar hemos de ver cómo su propio andar variado es asimismo una máquina minuciosa». Despertar rodeado de cables y circuitos, de ruedas que ejercen una fuerza incomparable entre nosotros. Ejerciendo su poder (agenciamiento), las máquinas develan su naturaleza. Y entonces:

2

«Vivo en el cuarto de máquinas, / exploro de ellas/ sus tramas ocultas. // Escribo breves síntesis,/ de sus sueños/ con los que hago/ un catálogo de imágenes/ simbióticas,/ de leves insinuaciones/ mecánicas»… Eso afirma el sujeto lírico, hecho testigo de un mundo radicalmente desprovisto de toda investidura imaginaria, que con este primer poema inaugura la serie de textos breves cuya transcripción compone el «libro de las máquinas». El cuarto de máquinas es, en este sentido, ese lugar que hace del sujeto que lo habita un observador dispuesto a traducir el rumor informe de las maquinaciones que lo rodean en «un catálogo de imágenes». Porque la escritura es en este libro, fundamentalmente, un registro de la experiencia del poeta que vive en el cuarto de máquinas, y que de ese habitar obtiene un saber que a través de la poesía comparte. «Yo/ vivo en el cuarto/ de máquinas» «es, en efecto, el poema con el cual concluye tajantemente la deriva significante a la que este texto nos expone: el espacio del adentro más recóndito, de la entraña, que es asimismo el más crudo y el más consciente de lo real que pulsa tras las apariencias de lo humano.

Y, en este sentido, entre una y otra referencia a la vida que transcurre en el cuarto de máquinas, cada poema se detiene en su hallazgo de una imagen que es, al mismo tiempo, registro de la observación mediada por la experiencia e intento de entendimiento respecto de eso que existe allí ante la mirada aguda del sujeto que observa. Así, las máquinas existen en un tiempo «detenido en la eternidad»; son las portadoras «de una memoria/ abstracta». «Se caracterizan/ por la simplicidad/ que desprenden/ en cada uno de sus movimientos». Y las máquinas desean: «Sus deseos/ son incontenibles/ escapes del continuum/ electromagnético/ que recorre sus gestos». Y el sujeto tiene también la potestad de apagarlas, para mejor «escuchar el rumor/ de sus piezas/ reacomodándose sigilosamente/ como si de un lenguaje/ secreto se tratase». Porque, en definitiva, «El deseo/ es la pieza fundamental/ de toda/ su mecánica».

Dos epígrafes abren este poemario arriesgado, que a partir de cierto momento abandona la lectura de la máquina para concentrarse en lo que se manifiesta como una suerte de doble contaminación entre el sujeto que habita en el cuarto de máquinas y la máquina de cuya fantasía se percibe, al mismo tiempo, como un engendro. El primero de ellos, de Tito Lucrecio Caro, habla de la fuerza: «Por medio de poleas y de ruedas las máquinas manejan y levantan los pesos más enormes sin esfuerzo». El segundo, de Deleuze y Guattari, de la productividad: «Algo se produce: efectos de máquina, pero no metáforas». Y, en efecto, fuerza y productividad se manifiestan en el poema que no cesa de moverse de una imagen a otra. Los poemas se suceden en el texto como movidos por las propias maquinaciones de una productividad que parece exigir del lector una recepción literal de lo que traducen. «A veces/ me pregunto/ si no seré parte/ de una/ de sus ensoñaciones», inquiere el sujeto lírico, antes de ratificar su propio interior maquínico:

Mi corazón

es también un juego

de cables y poleas,

circuitos capaces

de medir la imprecisión

del tiempo.

Codificación del pulso

anónimo de la naturaleza.