Por MARIPILI SALAS
Cadenas llegó, como siempre, con su chaleco de fotógrafo, su bolso verde militar y el paso lento.
Ya era asiduo visitante de la ¿Cofradía?, pues, de alguna manera se le rendía culto al dios Baco, ¿grupo de apoyo? Con el voto sagrado de la amistad, brotaban verdades que sorprendían, hacían llorar, reír, develaban nuestra humanidad.
La única regla era no hablar de política, y para la época en que se dieron las reuniones, realmente era un respiro, pues todo el ambiente nacional estaba contaminado de ese tema (léase marchas, contramarchas, presos, bombas lacrimógenas y demás). Los viernes culturales eran un oasis.
Surgieron de forma natural, de terminar una jornada satisfechos del trabajo realizado en la semana y lograr relajarnos un poco, dejar fluir, compartir, de forjar amistad. La librería Noctua, en Centro Plaza, era la sede de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, figura que se creó para continuar, de alguna manera, las actividades de la Fundación para la Cultura Urbana luego de ser cerrada por la junta que intervino al grupo de empresas de Econoinvest (pero aquí tampoco se hablará de política). Las reuniones comenzaron con el petit comité: Andrés Boersner, dueño de la librería y presidente de la Sociedad, Rómulo Castellanos, quien había pertenecido a la Fundación, al igual que yo, y sumados ambos para la causa, y Magdalena Herrera, esposa de Andrés.
Cada uno compraba su almuerzo en el restaurante de la gallega, diagonal a la librería, y entre todos reuníamos dinero para las dos botellas de vino que solían convertirse más adelante en tres o cuatro, dependiendo de la euforia de la charla y del vino en sí.
Muchos viernes estuvimos solo los cuatro, en donde el ritual era almorzar, acompañados de un vino y disfrutar de una buena conversación donde se recorrían anécdotas de nuestra juventud, chistes, dudas existenciales, pequeños recitales de poemas, y luego salíamos a algún sitio cercano a tomar café o disfrutar de un helado.
Más adelante se sumaron amistades ligadas o no a las letras como Héctor Torres, su compañera Lennis Rojas, don Joaquín Marta Sosa con sus quesos de Cantabria, Juliana, la hermana de Andrés, Kira Kariakin, Violeta Rojo, Boris Muñoz, muy de vez en cuando porque ya no vivía en Caracas, el italiano Antonio Cerantola, amigo de la librería y gran comprador de libros, Carlos Gonzáles, cineasta, quien conversaba sobre la vida de muchos escritores con Andrés antes del almuerzo, lo cual me resultaba fascinante escuchar; y muchos otros que se quedaron en la lista de espera.
No era que todos llegaban a la vez, a veces solo pasaban por la librería por casualidad y se les invitaba a compartir el almuerzo, en otras ocasiones sí agendaban para ir tal o cual viernes. Hubo un médico, amigo de Andrés, que llevó una vez una botella de vino Sansón en la semana para compartirla el viernes, pero luego nunca apareció.
En ese espacio llegamos a recibir el anuncio del nuevo Papa latinoamericano, la muerte del innombrable, el anuncio del Premio Transgenérico a Pedro Plaza Salvati justo en su cumpleaños, la celebración del premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana a Cadenas, el cual lo conmemoramos con mi baile de la danza del vientre. Magdalena había cerrado con llave la puerta de la librería, no se atendería a nadie, luego forró con papel la puerta de vidrio para que ningún curioso viera desde afuera; Rómulo fungió de musicalizador y Rafael, Andrés y Carlos estaban sentados en el sofá frente a una mesita con delicateses compradas para la ocasión y unas copas de vino ya servidas. Al sonar la música salí de entre los estantes de libros contorneándome y moviendo con mis brazos las alas de Isis y mi vestido vino tinto. Bailé alrededor de cinco canciones, y entre cada una de ellas agarraba la primera copa de vino que veía y bebía un sorbo. Los caballeros solo veían mi ombligo y Magdalena, risueña, grababa con su celular no solo mi baile sino los rostros del público. Al final Cadenas me comentó que nunca había visto esas alas. A la semana siguiente don Joaquín fue para lograr ver también el espectáculo, pero no hubo repetición.
Pero este día el protagonismo era para él.
Cadenas llevó de almuerzo, como siempre, un sándwich cuadrado de jamón y queso envuelto en una servilleta y metido en una bolsa plástica que sacaba de su eterno bolso. Llevaba de postre, dos paquetes de galletas María, uno para los comensales y el otro paquete solo para él. Cuando éramos muchos, compartía parte de sus galletas redondas.
Entramos en la oficina. Allí había tres sillas, pero las escaleras de madera de tres escalones las usábamos como asiento también. Lennis Rojas estuvo ese día compartiendo con nosotros porque recuerdo que entonó varias canciones y el resto la apoyábamos con los coros cuando, de repente, Cadenas le solicitó a Andrés, que fungía como una especie de Dj, puesto que estábamos usando su computadora para musicalizar el ambiente, que buscara una canción que era como un himno de Barquisimeto, tierra del poeta. La balada era Endrina, interpretada por el gran cantante Carlos Almenar Otero. De nombre no la ubicaba, pero cuando comenzó a sonar en la computadora recordé que José Luis Rodríguez había grabado una versión.
Cadenas comenzó a cantarla con gran emoción y los presentes no dejábamos de verlo, de escucharlo, todos en silencio, solo se escuchaba su voz y la del cantante en YouTube. La mirada del poeta era al vacío, o a los libros y muñequitos miniatura de colección que tenía Andrés en la pequeña oficina. Recordó toda la canción. Al culminar todos le aplaudimos y él sonrió. En ese instante Magdalena logró tomarle una foto así, sonriendo, Rafael Cadenas sonriendo. Ese día estuvo muy desenvuelto y feliz, como el resto de nosotros, creo que pasamos unas cuatro o cinco horas juntos.
Lo impresionante es que, luego de vaciar unas ocho botellas de vino Astica, Andrés salió al pasillo con Rafael para acompañarlo a tomar su bus con destino a su casa, y en el camino han encontrado a Carlos Almenar Otero sentado al lado de una joven en el restaurante donde habíamos comprado el almuerzo.
Andrés dice que las reuniones de los Viernes Culturales servían para que las personalidades dejaran la máscara pública y se convirtieran en personas más terrenales y silvestres, y que las personas comunes y anónimas mostraran su riqueza.
Yo digo que los Viernes Culturales eran una oda a la amistad que persiste incólume. Estas reuniones, estos contactos con los afectos suman, aumentan las defensas con tan solo recordarlas y eso se agradece.