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Victoria en tres momentos

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Por XENIA GUERRA

Mérida, 2019

Hay un espacio ocupado por una mesa rectangular vestida con mantel y platos, Ednodio, Rosbelis y yo sentados, rodeándola, porque en algún momento almorzar con ellos después de mis jornadas de profesora en la Facultad de Humanidades se había convertido en un ejercicio de amistad y solidaridad. ¿Cuál es el escritor venezolano que más te gusta?, me pregunta, después de las primeras cucharadas de sopa, Ednodio Quintero. Una pregunta cuyo lugar de enunciación no solo era el del amigo, sino el del escritor venezolano; ambos aptos para acercarse con una serenidad implacable que rarifica, con un estilo kafkiano, lo que parece corriente y rutinario. Victoria de Stefano, le respondí sin dudar, porque estaba siendo honesta y porque en su pregunta Ednodio me exigía estar a la altura de la serenidad sin complacencias. El almuerzo continuó en una atmósfera de admiración que celebraba el pulso de la escritora.

Todos estuvimos de acuerdo en que Victoria de Stefano es la imagen de la exigencia. Sobre todo porque la lectura y la relectura no solo eran fuentes de su escritura, también de la sencillez intimidante que proyectaba. Porque como gran lectora había adquirido herramientas de gran interlocutora, lo cual implicaba que su cualidad de oyente era casi un oficio al que estábamos expuestos cuando hablábamos, una exposición asumida con valor frente a su exigencia silente. Reconocer que Victoria nos estaba prestando atención porque era genuino en ella dar lugar a una conversación íntima o dialéctica, era también aceptar que ese tiempo que corría suspendía la banalidad para hacer de lo efímero un broche del tiempo.

Ese mismo año de 2019, Victoria, o Viky, como yo la llamaba en el chat, compartimos charlas breves. Una de ellas referente a su libro Vamos, venimos. Yo lo había comprado a través de otra persona en la feria del libro de Medellín, en Venezuela aún no estaba, o al menos ella aún no lo tenía. Su alegría al ver la foto de su novela en un contexto cotidiano se mezclaba con frustración. La imposibilidad de no poder tener consigo su propia obra. La separación rutinaria que experimentan los venezolanos con un dolor domesticado para que no desgarre los músculos donde se concentra.

Los almuerzos continuaron eventualmente con Ednodio y Rosbelis. La amistad se consolidaba en ese año de carencias de 2019, antes de que el 2020 pandémico nos cundiera de miedo, rechazo y ruinas que se revelaron en muchos rostros. Esas ruinas fueron para otros la materia prima para construir un refugio . Una posibilidad de sobrevivencia que Victoria sabía sortear con habilidad cosmopolita. Su apertura hacia el otro, su voracidad lectora que no se limitaba a contabilizar libros leídos, sino a pensarlos y a discutirlos con quienes estuviéramos dispuestos a asumir el reto dialéctico de su pensamiento.

Mérida, 2005

Conocí a Victoria en el Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes, en Venezuela. Yo era una adolescente de pregrado. Pedir demasiado era lo segundo que leía de ella y la razón por la que tuvimos nuestra primera conversación. Le pedí que firmara mi libro y me preguntó con la amabilidad de quien quiere romper el hielo de las jerarquías: «¿Te gustó?». Sí, le dije, agregando con la audacia juvenil de mis veinte años que lo que más me había gustado era su capacidad de contener la sencillez de lo trágico en una obra breve, que era una extensión apropiada para capturar al público joven. No recuerdo qué ropa  llevábamos puesta, no tengo por qué recordar eso, pero el gesto de su rostro después de escucharme es una astilla incrustada en mi memoria. Su mirada se desplazó por unos segundos hacia el suelo y ahí la suspendió para pensar o anular lo que yo había dicho. Intuí, nunca lo confirmé, que mi comentario espontáneo había resultado incómodo por asociar su escritura con el marketing publicitario juvenil. Firmó mi libro, la conversación continuó en torno a los personajes, pero su pausa reflexiva me había intimidado, comencé a cuidar cada palabra desde entonces, un prejuicio que me permití para organizar el pensamiento frente a quien expone el suyo con solidaridad y rigor. Me despedí alegre por el diálogo, la comprensión, la humildad y avergonzada por mis palabras, por mi juventud.

En 2005 veía mis últimas asignaturas del pregrado, trabajaba en la tesis sobre Historias de la marcha a pie con el profesor Víctor Bravo y recibía clases sobre literatura japonesa de Ednodio Quintero. Mencionar más de una vez a Ednodio en un homenaje a Victoria de Stefano es pertinente, no solo porque es un escritor importante de la literatura venezolana, también porque en su concepto de la amistad cabemos muchos caracteres diferentes, entre ellos Victoria. Fue ese año en su casa, en Las Marías de Mérida, en una conversación inteligente entre ellos, Viky y Edo, donde pude acercarme como oyente a una dialéctica de la escritura. Hablaban dos amigos, hablaban dos escritores. La amistad en la literatura, como en cualquier otro ámbito, nace de la admiración, del reconocimiento del otro en sus posibilidades y sus impotencias, de una libertad anárquica que se organiza en el respeto por las diferencias y la solidaridad incondicional. Mientras los escuchaba no solo me formaba literariamente, también me acercaba a una educación sentimental propia de la admiración que le precede al cariño. Ellos conversaban y yo no veía a un hombre y a una mujer, como se acostumbra a verlos en contextos genéricos; en relaciones de poder por el control del otro. Estos eran dos narradores, haciendo de su oficio una idea narrada frente a un grupo asombrado de jóvenes estudiantes.

Victoria, 2023

Victoria es narración, es historia, es tiempo. Su muerte es el desamparo de muchos. Muere la lectora de clásicos, de contemporáneos, de actualidad, de borradores de amigos. Muere la interlocutora y es ahí donde el desamparo oprime con más fuerza. Porque la alegría de pensar en una conversación con Victoria se transforma en un vacío más con el que nos corresponde convivir. Sin embargo, se mantiene en nuestra experiencia la imagen de una mujer infantil en su curiosidad, en su autonomía creativa y en su apertura a la sorpresa, a la aventura por lo nuevo desde el suelo de la tradición. En sus novelas siempre me embeleso preguntando ¿cómo es capaz de escribir desde el presente hurgando el pasado sin comparaciones, sin urgencias modélicas, sin nostalgia vanguardista ni guiños edificantes? Victoria narra y le da un giro en U a la historia. Rompe con elegancia y precisión de artesana las estructuras de la Historia en sus historias. La individualidad reflexiva de sus personajes se teje en los detalles cotidianos que sostienen un componente filosófico, individuos cuyas rutinas en la vida ordinaria son una embestida certera contra la supremacía del entretenimiento moral y anecdótico.

La verosimilitud de los personajes de Victoria está en la exigencia humana. Esa que tiene correspondencia con una vida atenta a los otros en su contexto. Atender la sensibilidad de personajes pobres, ricos, tristes, alegres, enfermos o maltratados, no a través de la condescendencia, sino desde la autonomía del pensamiento que cada uno desde sus herramientas desarrolla para sobrevivir. Sujetos que despliegan una narrativa reflexiva y sólida con voces comunes.

Los signos de la muerte en el cuerpo son los últimos caracteres legibles de nuestra vida. Victoria murió de buena, porque el adjetivo intenta definir el ejercicio supremo de su escritura y porque tenía el carácter sensible de una persona que sabía usar el distanciamiento para comprender, en la conversación y en sus personajes, las ausencias del otro.

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