Por GONZALO GERBASI
Venezuela entera era una gran prisión —comenzó a contar—. Una noche entré a un bar, al salir de la Asociación de Escritores, en plena dictadura de Pérez Jiménez. Había dos grupos jugando dominó y otra gente en la barra. Y me atreví a entrar, diciendo:
¿Cuándo caerá esta dictadura infernal que nos tiene prisioneros a todos? Porque los presos no son únicamente los que están en Guasina o en El Obispo. Estamos todos prisioneros. La patria está presa por un maniático fascista, que se cree superior a los demás. Todos se levantaron y me aplaudieron. Gracias a Dios no había ni un solo espía, si hubiera habido alguno todos hubiéramos caído presos. Eso fue un golpe de suerte, me gané el primer premio de la lotería esa noche.
Tiempo atrás, a mi hermano Chepino lo pusieron preso. Llegó a su casa y Ligia, su mujer, le informó acerca de una citación para presentarse en la Seguridad Nacional. Chepino se puso el saco en el brazo, como siempre lo hacía, y se fue, optimista, pensando que sería una entrevista común y corriente. A él ya lo habían citado anteriormente.
Pero esta vez se fue y no volvió hasta que cayó Pérez Jiménez, dos años y medio después. Estuvo unos ocho meses en los sótanos de la Seguridad Nacional y una noche se llevaron a un grupo grande en unos autobuses a la cárcel de Ciudad Bolívar.
Él me escribió estando en la Seguridad Nacional unos papelitos, pero nunca pude contestarle. Esos mensajes decían: “Vicente, habla con fulano, habla con el otro”. Yo hablé con todos ellos antes que él me lo pidiera, porque era lógico, yo quería mucho a mi hermano, él tenía nueve años menos que yo. Pero yo nunca pude contestarlos porque no podía mandarle a decir, a través de su esposa, que si podía verlo de vez en cuando, lo que me habían dicho a mí de él, que estaría en la cárcel hasta que muriera, o hasta que terminase de mandar Pérez Jiménez. No, de ninguna manera podía yo decirle eso, tenía que dejarle por lo menos alguna esperanza.
Chepino irreconocible
Cuando tumbamos a Pérez Jiménez, al salir yo de la Cárcel Modelo, me llamaron muy temprano de Ciudad Bolívar, ese mismo 23 de enero y me dijeron: Su hermano no puede salir hoy. Saldrá mañana y llegará a las tres y media de la tarde a Maiquetía, en un vuelo de Aeropostal.
Al día siguiente fuimos todos al aeropuerto. Yo le dije a mamá, a mi esposa Consuelo, a Ligia, a los hijos, a mis hermanas: no lloren, porque si lloran lo van a poner triste y él viene de la tristeza, viene de la cárcel, viene del sufrimiento, de la opresión y se va a poner a llorar. Él no conocía a su último hijo porque había nacido a las pocas semanas de haber sido detenido. No lloren, ¡por favor!
Pero cuando yo estoy ahí esperando, viendo bajar a la gente, Chepino no salía. Me dije para mis adentros: aquí bajó todo el mundo y Chepino no salió, a lo mejor tomó otro avión. Pero como a metro y medio vi un esqueleto que se abalanza y me abraza y entonces yo me fui corriendo y me metí en un baño a llorar, los demás no derramaron lágrimas. Era un esqueleto. Como los hijos era muy pequeños, no lo conocían y le tenían miedo.
¿Qué cosas contó Chepino de la cárcel? Los presos juraron no contar nada. Ninguno de los que estuvo en la Seguridad Nacional y en Ciudad Bolívar dijo nada. ¿Qué misterio existe en ese problema? No lo sé. Pero en todo caso, ni los comunistas, ni los urredistas, ni los adecos, ni los militares, nunca dijeron nada. Por cierto, en ese mismo avión llegó Lucio Bruni Celli, que se había alzado contra Pérez Jiménez en el año 49, tenía casi nueve años preso, entró a la cárcel cuando tenía 20 o 21 años. También llegaron Ramón Velásquez, el Negro Fonseca, un hijo de Jacinto Fombona Pachano, los Sucre Figarella y muchos más.
Días previos
A mediados del año 57, nos reunimos un grupo de escritores en el Restaurante El Palmar. Esto es inolvidable, chico. Nos estábamos tomando unos tragos y José Ramón Medina, que, por cierto, no toma, me informó que un grupo de intelectuales había redactado un manifiesto en contra del sistema dictatorial, y me preguntó si yo estaría dispuesto a firmarlo.
¡Cómo no! Indudablemente —le contesté.
José Ramón me consultó, en seguida, si yo estaría dispuesto a encabezarlo. Algunos habían pensado eso. Yo le manifesté que, si se trataba de dar el ejemplo, lo haría, pero consideraba que yo no era una primera figura. Estaban Mariano Picón Salas, por ejemplo, monseñor Quintero, Pepe Nucete Sardi. Gente más vieja, de mayor renombre que yo.
Es verdad, además no debemos exponernos a carcelazos inútiles. Esto hay que meditarlo un poco más, dijo él.
Pasó el tiempo y vino el 1 de enero.
Nosotros teníamos ojos de águila para ver los movimientos a través de la televisión, a través del oído, de la conversación, éramos muy zamarros, una especie de zorros astutos. Estábamos todos alerta, vigilantes. Diez años de sufrimientos, de persecuciones.
Vi en el acto del 31 en la noche, como se acostumbraba antes, cuando Pérez Jiménez se dirigió a la nación, que había unos militares, unos edecanes dándose codazos y riéndose. A mí me extrañó muchísimo esto e instantáneamente pensé esos codazos no son normales, son irreverentes, lo que quiere decir que a este hombre le perdieron el respeto.
Como era 31 de diciembre me tomé unos tragos como hasta las cuatro de la mañana, en la casa, con los amigos, con la familia y nos acostamos muy tranquilos. A las seis de la mañana se oyen los aviones y me dije, aquí hay una cuestión importante. Era el alzamiento de la Aviación. Yo no quería levantarme porque el ratón era tan grande que no me podía parar, no me entusiasmaba el golpe de Estado en esas condiciones. Pensaba: ¿a quién se le ocurre dar un golpe de Estado hoy, en vez de darlo mañana?
Había un espía de mi edificio, vivía en la planta baja y subió al apartamento nuestro, cuando lo vi le pregunté: ¿qué pasa con esos aviones?
—Se alzó la Fuerza Aérea y los aviones son de Maracay y de otras bases aéreas del país.
El tipo era un espía muy malo. Era un muchacho que ganaba un sueldito en la Seguridad Nacional. A mí me tenía gran afecto, pero me espiaba. Pero yo soy un zorro, aprendí con Rómulo Betancourt cuando estuvimos en la clandestinidad en la época del PDN. No me iba a dejar chivatear por un pobre diablo.
Derrotaron a los aviadores. No respondieron los civiles, o no hubo coordinación. Los aviadores, los héroes de ese día huyeron, unos a Colombia y otros regresaron a Maracay, donde fueron hechos prisioneros.
Entre el 1 y el 23 de enero se prepara la gran huelga general contra Pérez Jiménez. Intervinieron militares, civiles, se unieron todos los partidos políticos. Aunque desde julio o agosto había huelgas casi todos los días en la Plaza O’Leary, de El Silencio. El día 7 se alzó la Marina, pero el golpe también fracasó. En los días siguientes comenzaron a realizarse grandes manifestaciones, un día eran los estudiantes, otro día eran los obreros, otro las mujeres. Todas estas demostraciones se efectuaban en El Silencio.
Fichado
Una noche llegué a la casa y Consuelo me estaba esperando muy preocupada, porque unos agentes de la Seguridad me habían ido a citar. Ella me había estado tratando de localizar, incluso para que me escondiera, pero no había podido hacerlo. Entonces pensé: yo no sirvo para estar perseguido. O preso o libre, pero acosado no. Voy a presentarme en la Seguridad. Además, la Junta Patriótica consideraba que, mientras más presos políticos distinguidos hubiese, más se le iba a complicar la situación al gobierno. Y entonces decidí entregarme.
—¿Qué viene a hacer aquí? —me preguntó un guardia de la Seguridad Nacional cuando llegué.
—Tengo una citación —le dije yo.
—Ahhhh. Usted firmó uno de los documentos.
—¿Cuál documento?
—El de los intelectuales —para ese momento estaban circulando otros manifiestos como el de los abogados, el de los ingenieros y otros más, Caracas estaba inundada de proclamas en contra de la dictadura.
—¿Cómo se llama? —le di mi nombre.
—¡Aja! Conque Usted es hermano del que está preso por haber participado en el complot contra mi general Pérez Jiménez —me dijo con cara de odio y resentimiento.
A Chepino lo habían acusado de eso, pero resulta que él era incapaz de matar a una mosca. Eran puros inventos. Él lo que hacía era pasarle información a Rómulo Betancourt, junto con el negro Fonseca, cuyo nombre en la clandestinidad era El Piloto.
Me metieron en una oficina donde había dos mecanógrafos. Yo estaba caliente, molesto, porque teníamos tantas presiones. Había perdido totalmente el miedo. Toda la familia estaba presa o perseguida. Además, yo estaba cansado de trabajar en la calle como un esclavo.
Me hicieron una ficha muy larga. Incluía la acusación contra Chepino y otras cosas tales como que yo también era enemigo del gobierno. Llegó Miguel Silvio Sanz, subdirector de la Seguridad, era un hombre grandote, de gran papada, gordo. Llegó sin saco y con la camisa abierta y se sentó en una forma muy arrogante, como si creyera que iba a gobernar toda la vida. Alguien le dijo: este es el que firmó el manifiesto de los intelectuales. Él asintió y ordenó mi traslado para El Obispo. Llegaron cuatro o seis hombres, esbirros con ametralladoras y uno con un revólver nada más. Como si yo fuera Al Capone. Me llevaron a un sótano. Pasamos por un pasillo donde había varios calabozos que estaban cerrados. Tenían gente y un espía con pinta de boxeador me agarra por la solapa, me empuja contra la pared y me dice:
—Vea hacia adentro, vea hacia el calabozo. Vea lo que tiene. ¿Qué tiene?
—Pues tiene ruedas, tuercas, manubrios, esos son todos deshechos de bicicleta. Pero no me apriete mucho porque me está ahogando —respondí.
—Pues ahí en esos desperdicios de bicicleta duermen quienes quieren tumbar al presidente de la República, a mi general Marcos Pérez Jiménez —y me golpeó la cabeza contra la pared y la base del cerebro me dolió.
—Usted no me habrá fracturado el cráneo de casualidad —le dije con gran sangre fría. Uno en esos momentos pierde el miedo.
—Es lo que debería hacer —me respondió.
El traslado
Nos fuimos en una camioneta. Pasamos por el Silencio, por San Martín. Yo le tenía pavor a El Obispo, pero, en un momento dado me doy cuenta de que cambiamos de dirección y en cierta forma me alegré, porque vi que nos dirigíamos hacia la Cárcel Modelo que estaba en Propatria. Bueno, entonces yo me dije, o me llevan para la Modelo o me llevan a fusilar. Afortunadamente me llevaron a la Modelo, sí, porque ellos también fusilaban a mucha gente, le daban ley de fuga. ¡Gracias a Dios ya no había gobierno! Pérez Jiménez estaba derrotado. Cuando llegamos el director de la cárcel me dice:
—A usted lo voy a poner en el mejor lugar, en un lugar privilegiado. El lugar de los intelectuales —ya se estaba cambiando el chivato—. En este calabozo va a quedar usted. Ahí estaban Enrique Velutini y Julio Diez, entre otros. En otros calabozos había muchos amigos. Consuelo me llevó una cobija, una almohada y remedios de los que yo acostumbraba a tomar.
Dentro de las cosas más preciosas de este asunto es que en uno de esos días abren el rastrillo como a las tres de la mañana.
—¿Qué pasará? —nos preguntamos—. Todos estábamos despiertos, era el 20 de enero. Era la vigilia de la huelga general, nadie dormía. Al frente había unas colinas, las de Propatria. Había unas casas y fundamentalmente montañas con peñascos, con unos árboles. Vimos algunas personas que subían y parecía, a lo lejos, que llevaban armas. O era el Ejército o era el pueblo. Nosotros pensábamos, en forma romántica, que era el pueblo porque teníamos un entusiasmo entrañable por la revolución. Abren, pues, la puerta de hierro y todos los que estábamos ahí nos preguntamos ¿quién vendrá? Y oímos una voz que preguntó por Julio Diez.
—Está en este calabozo, letra tal —respondí inocentemente.
—¿Quién será ese gran enemigo que me quiere matar? —preguntó él, y se lo llevaron, y la verdad es que no lo mataron de casualidad.
Cuando iba saliendo nuestro compañero oigo a alguien que se dirige a mí y dice con aquella tonalidad inconfundible: Qué grato es oír en momentos como este una voz conocida.
—Tú eres Arturo Uslar Pietri —dije.
—Sí, sí, Vicente, soy yo —me contestó.
No dormimos nada. Toda la noche la pasamos hablando. Nosotros estábamos en la última hilera de calabozos, con un pequeño patio de por medio, y después una azotea donde la Guardia Nacional tenía en la esquina una atalaya con ametralladoras, armados hasta los dientes. A la mañana siguiente entró un coronel, venía armado con una ametralladora en la mano y cuatro granadas de mano en el cinto. Lo saludamos y nos sorprendimos cuando nos contestó:
—No se preocupen, todo está bien. Ustedes van a salir muy pronto, no se preocupen. Él dirigía el cuartel. Cuando dijo eso nosotros pensamos: la cosa como que se compuso.
La confesión: soy adeco
Después vino la Gran Huelga General, nunca antes había pasado esto en el país. Oímos el redoblar da las campanas de las iglesias y las sirenas de las fábricas que comenzaron a sonar a las doce en punto del mediodía. Oíamos disparos, ráfagas de ametralladoras, gritos de los manifestantes. Vimos, desde la baranda de ese segundo piso, entrar gente herida de bala, herida de planazos y chiporrazos. Llegaron cuarenta o cincuenta personas y había unas mujeres con unos baldes de agua con árnica y les decían:
—¡Quítense las camisas! —porque estaban todos aporreados y sangrando y les echaban el agua con el árnica encima. A los heridos de bala los pasaban a la enfermería o si no los mandaban a la Cruz Roja.
Esa tarde dieron orden de pasarnos a la enfermería, a excepción de dos aviadores, los del golpe del 1 de enero, que quedaron incomunicados. Desde el momento en que nos pasaron a la enfermería nos pusimos a jugar dominó. Pusimos unos barriles, unas cajas y el director de la cárcel nos prestó unas piezas y montamos tres o cuatro partidas. En ese momento se alzó el cuartel Urdaneta y comenzó un bombardeo. Aquel coronel, que nos había dado ese gran aliento, estaba dando órdenes desde arriba.
—Si disparan contra nosotros no respondan. Del cuartel Urdaneta estaban disparando con cañones, con morteros. Yo vi caer una casa. Nosotros seguíamos jugando. Uno tenía sangre fría para esas cosas, ¡palabra de honor! Cuando me encuentro frente al peligro no me asusto. Me asusta lo que puede suceder, pero cuando está sucediendo no me asusta. Me parezco a Sartre y a Camus, que dicen que hay que dejarse arrastrar por las circunstancias. Eso es lo correcto, tenían razón los dos, tanto Sartre como Camus.
Mientras jugábamos, Arturo andaba como San Francisco de Asís leyendo un libro alrededor de las paredes, dando largos viajes y nos dice:
—Los que están en el centro cuídense porque puede explotar una bomba ahí, eso es demasiado peligroso. Terminó el fuego y nosotros terminamos nuestro juego con la mayor tranquilidad. Le digo a Arturo: Estoy pensando en lo siguiente, si Pérez Jiménez no cae, a todos nosotros nos van a matar o nos van a llevar a un campo de concentración o algo así.
—Sí claro, Vicente, tienes razón.
Entonces le propuse organizar un programa cultural, un programa de charlas, de conferencias, de conversaciones. Arturo asintió, y le sugerí que diese la primera conferencia. Le dijimos esto a los demás presos. Yo se lo dije personalmente a Héctor Alcalá, viejo adeco, él tenía unos seis u ocho meses en la cárcel Modelo, tanto es así, que había hecho un aguardiente de naranja y de piña, ¡hombre inteligente!, pensé. Nos sentamos en las cajas donde antes habíamos jugado y dice Héctor: Doctor Uslar, usted que va a dar la primera charla de este programa propuesto por Vicente, yo quisiera saber, como adeco que soy… Y esa fue la primera vez durante la dictadura que oímos a alguien decir en público que era adeco, todos nos quedamos mudos del asombro.
—Sí, chico, lo digo, yo sí soy adeco —repitió Héctor Alcalá, pero esta vez casi gritado.
Eso era una demostración de valentía, de sinceridad. Era realmente emocionante que hubiera personas tan sinceras en un momento como ese y eso era muy valioso, subía la moral, subía el ánimo.
—Yo también soy adeco —dije, caminando hacia Héctor con los brazos extendidos para abrazarlo.
Alcalá continuó su pregunta que se refería al problema de la sucesión presidencial cuando Medina.
—Yo en ese momento era secretario general de la Presidencia de la República —dijo Arturo— y tengo un libro escrito que lo publicaré después de mi muerte. Le he ordenado a mis hijos publicarlo después de mi muerte. Sin embargo, lo contó. Él no paraba de hablar. A las ocho en punto de la noche una voz desde el pasillo dijo:
—A dormir, todo el mundo a dormir.
La historia de Melgarejo
Nos acostamos y Arturo dice: Caramba, nos ponen a dormir a las ocho de la noche cuando uno puede estar conversando. Pues yo no voy a dejar de conversar. Esperemos a que esta noche no ocurra lo que ocurrió en Bolivia con el general Melgarejo, porque yo tengo un presentimiento, el tirano va a caer esta noche.
—¿Y qué pasó en Bolivia? —le pregunté a Arturo, que estaba lejos con Velutini. Éramos como cuarenta presos ahí.
—A mediados del siglo pasado, el general Mariano Melgarejo fue electo presidente de Bolivia y cuando se aprestaba a tomar el poder fue derribado por un golpe de Estado, por un golpe popular dirigido por el general Manuel Isidoro Belzú, quien contaba con el apoyo de los más desposeídos del pueblo boliviano. Melgarejo se fue de La Paz derrotado con su séquito, con sus ministros, con sus generales y, cuando pasó por la casa de unos campesinos que tenían un burro y el hombre era más o menos de su contextura, le dijo a su gente:
—Sigan, yo me quedo aquí, debo hablar con este campesino. Él le dijo al campesino:
—Yo soy el general Mariano Melgarejo. Y el campesino no murió de milagro, del susto. Deme su ropa, deme su burro. Y el general Melgarejo le dio unos reales y regresó a La Paz. Entró en la ciudad, y en medio de la confusión pasó por entre la multitud que estaba gritando frente al palacio de gobierno:
—¡Abajo Melgarejo! ¡Muera Melgarejo!
Melgarejo entró al palacio de gobierno, se metió y subió las escaleras con el burro. La gente que estaba en el palacio creía que era un campesino y comenzó a gritar:
—Ahí va un campesino revolucionario. ¡Viva el campesino revolucionario!
Se metió en un cuarto, buscó en el escaparate y muy tranquilamente se vistió de general. Salió al balcón con su traje de gala, con todas sus charreteras y condecoraciones y le dijo a aquella masa que le estaba gritando mueras:
—¡Aquí está el general Melgarejo! ¡Vengan a matar al general Melgarejo, si se atreven¡ ¡Viva el general Melgarejo!
Posteriormente dio muerte al popular general Belzú y gobernó como 14 años más. Contó ese episodio de la historia boliviana. Y yo le dije:
—¡Chico! ¿Por qué tú nos vas a dormir con esa píldora tan amarga?
—Porque esa es la historia, Vicente. Porque así es nuestra América, tierra de caudillos. Arturo quería seguir hablando, pero todos nos quedamos callados. Ante la situación que estábamos viviendo y con ese cuento, quién iba a tener ganas de hablar. Al rato él se calló también.
Por fin, la caída
Como a las dos y media pasó un avión y, precisamente, fue Arturo quien dijo:
—Ahí va un avión y ese avión no es de reconocimiento. Ese es un avión de pasajeros y se siente como muy cargado, parece que le cuesta subir. Ahí como que va ese hijo de… Para los no lo saben, él era muy mal hablado entre amigos.
—Vamos a quedarnos callados un rato —dije, y todo el mundo me atendió porque había una disciplina casi autómata.
En ese momento oímos allá en la cumbre de las colinas de Propatria un grito casi audible que decía:
—¡Viva Venezuela libre! ¡Viva Venezuela libre!
—Esto es importante —dije yo saltando de la cama. Señores, ese gritico puede ser solo de una sola persona, de una persona aislada. Vamos a esperar a ver si hay otros gritos parecidos, pero en ese momento comenzamos a oír como si un río, como si una cascada bajara del cerro gritando:
—¡Viva Venezuela libre! ¡Viva Venezuela libre!
Alguien sugirió pedirle el radio a uno de los presos comunes. Comenzamos a sintonizar alguna estación que transmitiese a esa hora. En un momento dado se oyó una voz algo chillona y con cierta interferencia en la radio:
—Les habla Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica, le comunico al pueblo de Venezuela que el dictador Marcos Pérez Jiménez acaba de huir del país. Le ruego a toda la ciudadanía que se queden en sus casas, porque todavía hay francotiradores y se pueden producir muertes inútiles y eso sería lamentable. Esperen nuevos comunicados, pues se está conformando un Junta cívico-militar de Unidad Nacional.
En la cárcel hubo un gran revuelo, nos abrazamos, bailamos, saltamos y muchos lloramos. Inmediatamente Uslar Pietri y Velutini dijeron:
—Nosotros vamos a Miraflores.
Comenzamos a darle puños y patadas a la puerta de hierro de la enfermería. Se abrió una ventanilla pequeña y se vio la cara de un guardia nacional.
—Suéltenos, ya cayó Pérez Jiménez —le dijimos.
—Sí, ya sé, ustedes están en libertad, el general Pérez Jiménez se fue, pero tengo que recibir órdenes superiores. Únicamente pueden salir por el momento los doctores Uslar Pietri y Velutini.
Abrió la puerta y ellos se fueron. Yo me bañé con agua helada y me afeité. Fui a buscar mi cédula de identidad. La almohada, la cobija y otras cosas se las regalé a los presos comunes, que me lo agradecieron mucho. Uno de ellos me dijo:
—Si tuviera una morocota se la daría porque a mí no me traen nada y no tengo parientes. Yo solo quiero la muerte.
Salí de la cárcel. ¡Por fin! La Cárcel Modelo tenía una puerta de hierro donde había dos guardias nacionales con ametralladoras y me dicen:
—Usted está en libertad.
Había una cantidad de automóviles. Aquello era la alegría más grande del mundo. Nadie se puede imaginar la animación que había en la cárcel, en las calles, en todas partes. Los retratos de Pérez Jiménez los llevaban boca abajo, el corneteo era inmenso. Había banderas de Venezuela sobre los automóviles. Las muchachas iban sobre las capotas de los carros. Los que iban a pie gritaban, aplaudían. Yo hacía señas a los automovilistas, a ver si alguno se paraba, hasta que al fin se detuvo uno y me dice:
—¿Por qué me para?
—Porque estoy saliendo de la cárcel. Esta es la Cárcel Modelo.
—¿Cómo te llamas tú?
—Vicente Gerbasi.
—Sí, a ese yo lo oí mencionar por la radio, era de los que decían que iban a fusilar, dijo otro. Ahí me enteré que por radio habían estado diciendo que me iban a fusilar a mí y a un grupo de gente, entre ellos a Arturo Uslar Pietri, Julio Diez, Miguel Otero Silva y muchos otros. Me preguntaron adónde iba, les indique que a los bloques de San Martín, donde vivía.
—Súbase. Me dejaron cerca de la Maternidad Concepción Palacios. Todavía había francotiradores en el Bloque Uno. Consuelo, mi esposa, y Beatriz y Fernando, mis hijos mayores, estaban en la calle festejando. Tú todavía eras un niño. Sin embargo, cuando entré estabas gritando: ¡Viva Rómulo Betancourt!, ¡Viva Venezuela libre!, y me impresioné porque no me imaginaba que supieras que Rómulo existía, por el terror en el que habíamos vivido durante tanto tiempo. ¡Qué cosa los hijos! ¿No?
Los muchachos de San Martín habían envuelto a Beatriz con una bandera de Venezuela y se fueron manifestando hacia El Nacional, donde creían que yo me dirigiría.