Por NELSON RIVERA
El Nuevo Testamento se escribió entre los años 51 y el 135 (aproximadamente) de nuestra era. Aunque se le presenta como si se tratase de una pieza está conformado por 27 libros. Es el más antiguo testimonio de la literatura cristiana antigua y “el primer depósito cristiano de lo que un ser humano debe conocer para obtener la salvación, una vida más allá de la muerte”.
Está escrito en griego, por lo que también es documento ineludible de la literatura griega antigua. En el conjunto sus autores utilizan todos los géneros conocidos por la literatura judía de la época helenística (que se remonta al siglo III antes de la era cristiana): cartas personales, cartas con enunciados ideológicos, disertaciones de carácter abstracto, breves tratados sobre los modos de la vida cristiana, discursos, sermones, parábolas y semejanzas, relatos de la vida de Jesús de Nazaret, himnos, salmos, alabanzas y bendiciones de Dios. Advierte Antonio Piñero: entre los 27 libros hay diferencias, disparidades, lo que hace inviable una lectura única y abre un fértil campo para las interpretaciones.
Del análisis filológico, literario e histórico se concluye que ninguno de los 27 textos fue escrito en arameo o hebreo: todos fueron redactados en koiné, la lengua común de los griegos en el Mediterráneo oriental, usada por pueblos de diversos orígenes étnicos, entre los siglos IV (antes de la era cristiana) y el siglo V de nuestra era. Más que una simple aclaratoria, constituye un dato medular si recordamos que cada lengua contiene una comprensión del mundo y de la existencia.
De los 27 libros, en rigor, solo 7 tienen un autor confirmado: Pablo de Tarso (Primera Carta a los tesalonicenses, Carta a los gálatas, Primera Carta a los corintios, Segunda Carta a los corintios, Carta a los filipenses, Carta a Filemón y Carta a los romanos). Son los primeros que aparecen en esta edición de Los libros del Nuevo Testamento.
A continuación —sigo el orden cronológico propuesto por Piñera—, vienen los llamados Evangelios sinópticos (Evangelio de Marcos, Evangelio de Mateo y Evangelio de Lucas). Le siguen Hechos de apóstoles; luego, otras tres cartas atribuidas a Pablo de Tarso (Carta a los colonenses, Carta a los efesios y Segunda carta a los tesalonicenses); de seguidas, Carta a los hebreos; los llamados Escritos Joánicos (Evangelio de Juan, Primera carta de Juan, Segunda carta de Juan y Tercera carta de Juan); Revelación/Apocalipsis; Las Cartas Comunitarias (Primera Carta a Timoteo, Segunda Carta a Timoteo y Carta a Tito) y, por último, las Cartas Universales (Carta de Jacobo, Cartas de Judas y primera y segunda carta de Pedro, Carta de Judas, Primera Carta de Pedro y Segunda Carta de Pedro). Finalizada esta enumeración, hay que anotar que el orden en que Antonio Piñero publica los 27 libros es cronológico, lo que discrepa del que comúnmente se encuentra en la inmensa mayoría de las ediciones del Nuevo Testamento, que comienzan por los Evangelios.
Sin embargo, en el sustrato más profundo de la obra —a pesar de que sus partes se escribieron en distintas regiones, a lo largo de varias décadas—, hay un espíritu común, una búsqueda compartida: “Es el primer intento de variados autores por comprender la historia del mundo y del ser humano a la luz de lo que, según ellos, eran los planes salvadores de Dios manifestados en Jesús de Nazaret, en su vida, su predicación, su muerte y resurrección. Todos los escritos que encontramos en este corpus buscan presentar de uno u otro modo esta concepción, sea cual sea su autoría y formato concreto”.
Efervescencia y relatos
Quizás, visto desde nuestro tiempo, a pesar de que nos separan dos milenios, podamos imaginarlo: se produjo una eclosión, un apogeo de tradiciones —relatos, creencias, interpretaciones, expectativas— sobre Jesús y sobre los seguidores de Jesús, en una específica región del mundo. Ocurrió entre los años 30 y 135 de la era cristiana. Entonces tres corrientes tejieron el Nuevo Testamento: las tradiciones —narraciones orales— sobre Jesús; las interpretaciones de aquellos relatos; y lo que Piñero llama “acomodación de las tradiciones” a las circunstancias de cada comunidad (no olvidemos que el Nuevo Testamento contiene una serie de cartas dirigidas a comunidades específicas).
Para entender cómo se conformó el Nuevo Testamento corresponde partir de la más obvia de las realidades históricas: aquellos hombres creían. Creían que Jesús había resucitado y que, de alguna forma, vivía entre ellos. Y esos relatos, esos recuerdos, pasaron de lo oral a lo escrito paulatinamente. Quien disponía de capacidades económicas, copiaba. Copiaban “en una especie de vademécum, dichos y sentencias de Jesús, una relación de milagros, de parábolas y quizás también un florilegio de textos de la Escritura que probaban que Jesús era el mesías prometido. En torno a estas tradiciones acerca del personaje central recordado, Jesús, se formaron otras tradiciones respecto a la vida en común de los primeros seguidores, en concreto, sobre el bautismo o rito de entrada en el grupo, sobre la fracción del pan, como la conmemoración de la ‘última cena del Señor’, más otras que formulaban alguna solución a problemas teológicos, morales o de convivencia, mientras la comunidad esperaba la segunda y definitiva llegada de su señor y mesías”.
A unas tradiciones se agregaban otras. No hubo, por décadas, un corpus fijo. Las narraciones mismas, como las parábolas, cambiaban. Sufrían adaptaciones, por ejemplo, para facilitar el cumplimiento de su cometido, la mejor transmisión del mensaje. Un proceso semejante debió ocurrir con los relatos de curaciones, milagros, enseñanzas. No sabemos, con certeza, cómo eran las narraciones más antiguas (si es que es legítimo, en este caso, hablar de ‘narraciones antiguas’). En cualquier caso, lo que nos interesa entender, con espíritu abierto, es que los autores del Nuevo Testamento confiaban en la historicidad de sus narraciones. Hablan de hechos históricos. No los conciben como ficción o fantasía. “Pero, dado que detrás de todo lo narrado se ve la mano de Dios que salva al ser humano, hay que decir que ninguna página del Nuevo Testamento es pura historia: no presenta los dichos o las acciones de sus personajes por sí mismos, ni por el interés en sí de lo ocurrido como susceptible de investigación histórica, sino dentro del plan divino de salvación por medio de Jesús”.
Lo constatable, y Piñero lo expone con claridad, es que las tradiciones eran adaptadas, versionadas a las múltiples realidades de lugares y tiempos. La ciencia especializada en literatura de la época y en el Nuevo Testamento procura aproximarse a la cuestión de cuáles son los relatos más antiguos y cuáles son las añadiduras y modificaciones que recibieron en años posteriores.
La formación del Nuevo Testamento
Tras la muerte de Jesús son localizables tres categorías de seguidores: los que lo aceptan como mesías, que han recibido el mensaje de los circuncidados (los judíos), en lengua aramea; los ganados a la fe del mesías que son parte de la diáspora judía y que hablan en lengua griega; y los paganos que se han convertido, como resultado de la predicación de Pablo de Tarso y sus activistas. La primera corriente —el judeocristianismo en lengua aramea—, explica Piñero, la más antigua y próxima a Jesús, fue diezmada y casi erradicada en las revueltas de los judíos contra Roma. Por ello, el Nuevo Testamento es, primordialmente, producto de las otras dos corrientes, hablantes de la lengua griega.
No sobra repetir lo que todos, de una u otra forma, entendemos: el Nuevo Testamento tiene a Jesús de Nazaret como su figura axial. Piñero resume su vida: fue un artesano galileo y a la vez un hombre inmensamente religioso, preocupado ante todo por el sentido esencial de la Ley de Moisés, discípulo de Juan Bautista, pero que fundó luego su propio grupo. Atrajo a las masas con su proclamación de que el reino de Dios era inminente. Pasó un tiempo predicando esa venida del Reino en Galileo. Su relativo éxito se debió no solo a sus palabras, sino al hecho de que algunas personas creían que también era sanador y exorcista. Al no conseguir suficiente apoyo en Galilea subió hasta Jerusalén, acompañado de un grupo de discípulos, con el deseo de completar su predicación en la capital y en la probable manifestación escatológica de Dios, pues estaba convencido de que sería este quien habría de instaurar su reino en último término. Allí perturbó el funcionamiento del Templo, predijo que Dios lo sustituiría por uno nuevo y se declaró finalmente el mesías/rey de Israel. Las autoridades romanas lo prendieron porque su predicación y acciones iban contra el orden público vigente y las estructuras del Imperio. Fue condenado a muerte y crucificado por los romanos al ser un sedicioso, reo de un delito de lesa majestad y un peligro serio para el buen orden de la provincia de Judea.
Aquel hombre, que no escribía (lo que pudiéramos llamar su legado se debe a las escrituras de otros), no se propuso fundar una religión nueva. Una vez que Jesús hubo muerto, comenzó el proceso de construcción de la teología cristiana. Aunque todo el Nuevo Testamento se fundamenta en sus palabras y hechos, en el pensamiento de sus autores —de Pablo de Tarso en adelante—, esas palabras y hechos adquirieron nuevas tonalidades y perspectivas, fueron interpretados o reinterpretados. ¿Qué estimuló la redimensión de aquellos relatos? La creencia en la resurrección y, más todavía, el pensamiento de que, tras la elevación al cielo, Dios lo había constituido en señor y mesías. Por lo tanto, son escrituras exegéticas, influidas por la creencia de que Jesús de Nazaret era el redentor, el mesías.
Un segundo factor en la configuración del Nuevo Testamento son las narraciones referidas a los seguidores de Jesús en Galilea y Jerusalén, judíos piadosos que creían que el crucificado era, en vedad, el mesías y que Dios, en un acto de justicia, lo había rescatado entre los muertos. Así, volvería a la Tierra a cumplir con la tarea que instaurar el reino de Dios en Israel. Otro elemento se refiere a los judíos en la diáspora, nacidos fuera de Israel y que tenían al griego como su lengua materna, y en los que predominaban los parámetros de la cultura helenística.
Antonio Piñero agrega un tercer factor: las divisiones entre los hebreos autóctonos (lengua aramea) y los helenistas nacidos fuera, pero asentados en Jerusalén (lengua griega). El ataque de los primeros a los segundos, la brecha creciente entre unos y otros debe haber sido un estímulo para el surgimiento de las obras que conformarían el Nuevo Testamento, que tiene en las divergencias teológicas con los judíos israelitas, una de sus motivaciones más consecuentes.
Y todavía hay que sumar un cuarto elemento: las comunidades helenísticas —judeocristianos que vivían dispersas más allá de las fronteras de Israel— que, junto a los paganos conversos, potenciaron el desarrollo de “ideas integradoras entre judíos y gentiles”, es decir, propiciaron un nuevo fermento, un nuevo motor expansivo para esa teología en proceso, que en un relativo corto tiempo cristalizaría en el Nuevo Testamento.
El eje axial: Pablo de Tarso
El Nuevo Testamento está atravesado por la escritura, la voz, el pensamiento de Pablo de Tarso. Que 14 de los 27 textos que lo componen se le atribuyan en alguna medida (7 con plena certeza, otros 7 como producto del análisis) es un primer argumento, al que de inmediato hay que añadir este otro: a pesar de las diferencias o, incluso, de ciertas perspectivas encontradas, el Nuevo Testamento es un corpus paulino, todo él escrito bajo la visión paulina de la extraordinaria entidad de Jesús, una entidad casi divina, que al morir y resucitar, protagoniza dos eventos de carácter redentor, que vienen a cambiar el destino de Israel y de los hombres, en una proyección ilimitada. “Ser paulino es pensar también que, gracias a la redención obrada por Jesús, todos los paganos, y no solo los judíos como pueblo elegido, tienen la posibilidad de salvarse al igual que estos”.
La aparición de Pablo de Tarso tiene lugar en un momento en que proliferan las tendencias entre los primitivos grupos judeocristianos. El panorama es confuso. “Desde luego, debió recibir mucha doctrina del judeocristianismo helenista, pero aportó también mucho, ya que fue el primer gran teólogo que puso bases importantes para el desarrollo de un movimiento que, un par de siglos después de su muerte, sería claramente una religión distinta al judaísmo, el cristianismo”.
Cuando Pablo escucha ‘la llamada’ —todavía no habían transcurrido tres años de la muerte de Jesús—, la única religión existente es la del judaísmo. Tras la llamada, Pablo acepta que Jesús de Nazaret es el Mesías, con lo que se había inaugurado el tiempo final de la historia, el tiempo mesiánico. La llamada, además de revelarle quién es Jesús en el plan de Dios, le manifiesta que ha sido elegido para predicar la buena nueva entre los paganos. A Pablo corresponderá, de allí en adelante, anunciar que la salvación no sólo será para los judíos, sino para cualquier hombre.
Tras ese episodio, Pablo se retira durante tres años a la Arabia Felix (una región de la península arábiga). No se sabe con certeza qué ocurrió durante ese período. Acoge la teología de la restauración de Israel, pero le añade una cuestión fundamental, un condicionante: aunque había llegado el tiempo final, faltaba que ocurriese la conversión de los pueblos. Solo así estarían dadas las condiciones para la parusía (el advenimiento de Jesús al final de los tiempos). Por lo tanto, el tiempo mesiánico sería el tiempo de salvación para los paganos. La familia de Dios crecería: estaría compuesta por los judíos y los paganos que creyeran en el Mesías.
Pablo encontró reacciones a su tesis: muchos no aceptaban la relativización de la Ley, ni tampoco aquella ampliación, que incorporaría a los paganos, con quienes compartirían la promesa de redención. Con su teología, Pablo rompía las barreras que separaban a los judíos de los gentiles. Pero no solo: también le generó una vida de mayores dificultades y, como sostienen Piñero y otros autores, posiblemente le causó la muerte (Pablo podría haber fallecido en el 64, en Roma, pero esto no es más que una entre otras hipótesis).
“El resto de la potente teología paulina —el sentido de la muerte del Mesías; la verdadera entidad y naturaleza de ese mesías como un ser humano pero a la vez hijo adoptado de Dios y sentado en los cielos como un ente divino al lado de este, aunque subordinado al Padre; la ‘justificación por la fe’; la unión con el Mesías en el bautismo y la eucaristía; su discutida noción del cuerpo místico; su teología política; su nueva idea sobre la escatología y reino de Dios, su religiosidad, etcétera— no es más que una consecuencia de ese principio fundamental de la incorporación de los gentiles al Israel de los últimos días (…) Todas estas ideas tendrán su reflejo, con mayor o menor claridad, en los libros del Nuevo Testamento posteriores a él, incluidos los evangelios”.
Dispersión y organización
Dos hechos, la muerte de Pablo y la terrible derrota padecida por los judíos ante las fuerzas de Roma —que en el año 70 destruyeron a Jerusalén—, tuvieron un impacto sobre el incipiente movimiento paulino. Aun debilitado y disperso, el judeocristianismo se mantenía con vida. Pero los paganocristianos eran ahora la mayoría, lo que obviamente influyó en el rumbo que tomaría el cristianismo naciente. Los paulinos se organizaron en las cuestiones esenciales: se creó una jerarquía y una cadena de mando, que asumió “el control del medio social y de los medios económicos”. Se establecieron autoridades para la interpretación de las sagradas escrituras y para el control de las rectas tradiciones. Tertuliano (160-220) escribió en Apologéticas que una parte de los recursos que se recogían se destinaban a la asistencia de los más pobres.
De todo lo anterior se concluye que, salvo los textos de Pablo y los evangelios, el resto de las piezas que componen el Nuevo Testamento fueron escritas en fecha posterior al 70 y proceden de los sobrevivientes del judeocristianismo y del pagano cristianismo de segunda y tercera generación.
El proceso de separación entre judíos y cristianos, entre Iglesia y Sinagoga, fue “gradual y multiforme, adoptando formas distintas según tiempos y lugares”. Ocurrió entre los años 70 a 135. Sin embargo, Piñero menciona a autores judíos, quienes sostienen que la separación se prolongó hasta el siglo V. A los que en principio llamaban ‘galileos’ y luego ‘nazoreos’, a mediados del siglo II, eran universalmente llamados cristianos.
A los cristianos que eran detenidos y procesados, por lo general, se les imponía la pena de muerte. “Ahora bien, los cristianos de esta época nunca fueron acusados directamente por nadie de actos de sedición. Su adscripción a esta categoría penal se debió únicamente a su reconocimiento de seguidores del Mesías, el sedicioso de Judea: eran condenados en virtud del nomen (‘nombre’) de cristianos”. Antes del año 251 no hubo la persecución sistemática tantas veces mencionadas. Eran procesos aislados. Había temor, pero no al extremo de impedir que la fe continuara expandiéndose.
Los libros posteriores al año 70
Los cuatro evangelios están entre las obras recibidas (incorporadas) al Nuevo Testamento, escritas después de la muerte de Pablo. Guardan una diferencia sustantiva con respecto a las cartas paulinas: se concentran en la vida terrena de Jesús. Pablo se había interesado solo por la muerte y la resurrección.
Cronológicamente, se sucedieron en este orden: Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Todos son evangelios que se pueden adscribir a la esfera paulina: “Aceptan el sentido sacrificial y vicario de la muerte del Mesías desarrollado por Pablo”.
El resto de los libros que componen el Nuevo Testamento, las Cartas apostólicas, aparecen de forma simultánea a la consolidación de la estructura eclesiástica (para aquellas comunidades, que esperaban la inminente llegada del Mesías, quizá no había otra opción: o se organizaban o desaparecían).
Aunque se desconoce con precisión, la fecha en que se produjeron los textos, hacia los años 125 y 135, el Nuevo Testamento estaba conformado. El análisis científico, no solo de los libros incluidos en el Nuevo Testamento, sino de una amplia gama de literatura de ese período, revela realidades de mucha complejidad. Se copiaban las cartas para ser enviadas a otras comunidades. Pablo mismo había instruido a sus seguidores a esta práctica, como un recurso de propagación de la buena nueva del Mesías. Se generó, además, una “escuela paulina”, que produjo más cartas “paulinas”, con el objetivo de actualizar, de responder a preguntas que se formulaban los primeros cristianos o para sintetizar, aclarar o enfatizar el pensamiento del Apóstol ya fallecido. Toda esa producción establecía nuevas conexiones, reinterpretaciones, correcciones mínimas o significativas. También circulaban piezas que eran portadoras de disensos, incluso de carácter teológico. Sin embargo, a pesar de matices y diferencias significativas, se mantenía en la base una cierta unidad de pensamiento, que se proyectaría en la conformación del canon neotestamentario.
Iglesia y canon
La institucionalización de la Iglesia obligó a introducir cambios y ajustes doctrinales. Proliferaban las interpretaciones, como dije antes. Pero una cierta unidad se fue imponiendo. Había intercambios: las comunidades pequeñas tendían a adoptar las ideas predominantes en las más grandes. El flujo comercial también jugó un papel. Hasta que, “poco a poco, a finales del siglo I, se produce el fenómeno de que llega a creerse sin más que la doctrina cristiana fue siempre una y la misma. La fe deja de ser algo dinámico y se convierte en una serie de verdades concatenadas que se transmiten tal cual por la tradición”.
Esto explica la aparición de una tendencia que Piñero designa como legalismo, cuyo primer avance se expresa en el cambio de la idea de salvación: de una dimensión inscrita en el presente y dependiente de la fe, se pasa a una salvación que tendrá lugar en el futuro, después de la muerte, tras un juicio a cargo de Dios, que valorará las acciones realizadas en el plano terrestre. En lo sucesivo, el cristiano no se justifica solo por la fe, también por el cumplimiento de ciertas normas, de cierto modo de vivir.
Otro aspecto, siempre complejo, es la vinculación/desvinculación del primitivo judeocristianismo, una vez que el pagano/cristianismo se ha erigido en una evidente mayoría. La cuestión es medular: los autores del Nuevo Testamento son todos judíos, y “el pensamiento cristiano sobre Jesús estaba profundamente enraizado en el suelo de Israel”. Y lo dicho: nunca estuvo en los propósitos de Pablo romper con la tradición religiosa de la que provenía. Pero fueron sus seguidores, sus hijos, los que crearon y promovieron la noción de una iglesia grande, integradora, que incorporaba a los paganos, que no olvidaba sus orígenes judíos.
Todos estos elementos se articularon y consolidaron para constituir el Nuevo Testamento como libro sagrado que, como sugiere Piñero, podría ser requisito para que un grupo religioso se convierta en una verdadera religión. En el caso del cristianismo este proceso se extendió durante los siglos II y III. Más allá de las distintas hipótesis sobre el asunto de cómo y por qué se generó, alrededor del Nuevo Testamento, un canon eclesial, su estructura es producto de una política, a la que contribuyeron hombres decisivos como Irineo de Lyon (140-202) y Eusebio de Cesárea (263-339), y de una posible negociación para admitir obras de tendencias diversas —en ese sentido el Nuevo Testamento es el producto de un consenso—, siempre que compartieran el meollo de la concepción paulina sobre los dos hechos fundamentales de la vida terrera de Jesús de Nazaret: muerte y resurrección. Así, el Nuevo Testamento puede ser entendido como la expresión de un cristianismo de inspiración paulina.
La edición de Antonio Piñero
La recapitulación hecha hasta aquí se limita a recoger algunas de las cuestiones más relevantes expuestas en la introducción general del volumen. Pero la excepcional tarea de Piñero no finaliza con esto. Sobre la mayoría de los 27 libros escribe un texto que habla de contexto en que se produjo, sintetiza la estructura y contenidos, presenta a los destinatarios, revisa los aspectos teológicos correspondientes, describe las consideraciones técnicas, aclara, por adelantado, las cuestiones que podrían dificultar la comprensión del lector de nuestro tiempo y sugiere la relevancia que tiene cada obra en el conjunto del Nuevo Testamento, incluso las más breves. Hay que anotar que Piñero ha sido el timón de un equipo en el que también han participado filólogos de trayectoria neotestamentaria: Gonzalo del Cerro Calderón (coautor con Piñero de los tres volúmenes dedicados a Hechos apócrifos de los apóstoles, así como de estudios sobre Dión de Prusa, Plutarco, Augusto y más); Gonzalo Fontana (autor del fundamental Orígenes del cristianismo en el Asia Menor, así como un estudio sobre el Evangelio de Juan); Josep Monserrat (prolífico investigador, autor o coautor de libros sobre los textos gnósticos, el volumen La sinagoga cristiana, estudios sobre el Evangelio de Mateo, Tácito, Platón, Judas y más); y Carmen Padilla (autora de numerosos artículos académicos).
Piñero (1941), filósofo, filólogo clásico, filólogo bíblico trilingüe, historiador, ensayista y novelista, ofrece, desde el rigor propio de la ciencia histórica, una visión de lo que Pablo de Tarso irradia hacia nuestro tiempo: “Es impresionante el impacto cultural de esta breve correspondencia sobre casi veinte siglos de historia posterior, al menos para la civilización occidental que se extiende también poderosamente en el Oriente. La extendida consideración de Pablo como el verdadero fundador del cristianismo habla por sí sola y no sería necesario ningún argumento más. Puede argumentarse también que hay en el mundo actual unas dos mil millones de personas que se describen como cristianas, al menos como ‘cristianas culturales’, y que el noventa y nueve por ciento de ellas, como mínimo, dependen de Pablo para su concepción de la figura y misión de Jesús de Nazaret. Y puede añadirse que muchas otras personas defienden que la misma idea de Europa y Occidente, incluso en lo social y lo político, no se entiende sin el cristianismo, que es una cosmovisión básicamente nacida de esta correspondencia paulina”.
*Los libros del Nuevo Testamento. Traducción y comentario. Edición: Antonio Piñero. Colaboradores: Gonzalo del Cerro, Gonzalo Fontana, Josep Monserrat, Carmen Padilla, Antonio Piñero. Editorial Trotta, España, 2021.
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