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Venezuela: toros y béisbol

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Por LUIS PÉREZ ORAMAS

El 20 de enero de 1567, día de San Sebastián Mártir, y para exorcizar el veneno de las flechas aborígenes, organizó don Diego de Losada, a la par de la fundación de Santiago de Caracas, fiestas de toros y cañas (1). La crónica de Oviedo inaugura así la historia de los juegos taurinos en Venezuela. Aun cuando nunca se sabrá cómo fueron aquellos divertimentos y qué mansedumbre los signara, me gusta pensar que se trataba entonces de una empresa de fundación, con el objeto de alejar —o de olvidar— la muerte aledaña que acechaba.

Una tarde en los inicios de 1895 —enero acaso, con la plena luz del valle de Caracas— desembarcaron en el Stand del Este un conjunto de jóvenes extrañamente trajeados, estudiantes procedentes del norte, quienes tras ocupar de manera precisa el espacio jugaron, ante la mirada perpleja de un grupo de testigos de excepción —entre los cuales estaba Rómulo Gallegos, el novelista heráldico de la territorialidad venezolana (según ha sugerido José Balza), el primer partido de béisbol en Venezuela, y acaso el primer partido de béisbol en el cuerpo sur del continente americano (2).

Se iniciaba así una de las historias más importantes de la cultura venezolana, de lo que somos, de lo que podemos ser, de nuestra voz plural. Poco tiempo después de haber sido acometido aquel juego por elegantes patiquines provenientes de la urbanización El Paraíso, en abril de 1918, mes de simbólicas emancipaciones en América, el equipo de extracción popular llamado Independencia venció al equipo de los elegantes denominado los Samanes y desde entonces hasta hoy el béisbol pasó a ser patrimonio de todos, con lo cual también se hizo asunto soberano.

A pesar de la lejanía que ahonda entre las dos fechas, algo debe decirse de ambos juegos, algo yace en ellos que nos concierne, que nos marca, que nos identifica. Que el béisbol haya llegado a ser lo que nunca fueron los toros —un verdadero juego nacional— es una información tan pública como importante y tan desatendida como significativa. Que el béisbol haya sustituido en aficiones regionales al juego de los toros debería servir como pista, indicio o síntoma de ciertas transformaciones que constituyen la íntima palpitación del país y de su entorno hispano-caribeño. Que los toros hayan sobrevivido al desierto de ganaderías, al desierto de plazas, al desierto de reflexión, al desierto en el que se juegan la vida los toreros y al desierto de ilusión indica una resistencia considerable. Que nadie haya “pensado” el béisbol, que ningún intelectual hasta reciente fecha lo haya considerado, o que muy pocos lo hayan tomado como materia de representación sugiere otro desierto, y proyecta la doble sospecha de que en Venezuela las élites viven en escisión alienante con respecto al sitio en el que habitan; que la situación cultural de nuestra nación está estructuralmente desintegrada, marcada por prácticas tan intensas y popularmente diseminadas como dramáticamente carentes de elaboración interpretativa.

Y a pesar de la lejanía que desdibuja ambos acontecimientos fundacionales, debería decirse que toros y béisbol son contemporáneos en la América hispano-caribeña. Los entendidos afirman que el béisbol entró en el área del Caribe por Cuba, y que su práctica se inicia hacia 1850. De los toros puede decirse lo mismo si se recuerda que la corrida española, formalizada a fines del siglo XVIII, poco tiene que ver con aquellos toros y cañas de Losada, más bien cercanos a los torneos medievales. Si bien parece haber existido desde muy antiguo lugares para correr toros en Caracas y otras ciudades, la afición cuaja hacia mediados del siglo XIX, con la paz y en la breve respiración que las dos guerras decimonónicas dejaron al cuerpo exangüe del país. Exactamente un año antes de que se celebrase aquel inaugural juego de béisbol, se estoquearon por primera vez en Venezuela seis toros de media casta. También en abril, el día 8 de ese año de 1894, se estoqueó por primera vez un ejemplar de pura raza española, de arcaica casta cabrereña y para más señas de la ganadería de Miura. El morlaco, de nombre Generoso, había sido capeado en muchas otras plazas y cuando salió por la puerta de toriles en Caracas, como se dice en la jerga, “hablaba ya latín”: se las sabía todas, derribó al picador, asesinó al caballo y su muerte fue tan aparatosa y cruel que apenas dos meses más tarde el presidente de la República, atendiendo la solicitud de las damas protectoras de animales, prohibió por decreto oficial la muerte de los toros en Venezuela. Como quiera que sea, y a pesar de las prohibiciones (inherentes por lo demás a la historia del toreo moderno), es por aquellos años, entre 1894 y 1896, con la inauguración del Circo Metropolitano, cuando comienza la historia intensa y documentada de la afición taurina venezolana.

Entonces, contemporáneamente, la afición beisbolística iniciaba su conquista del país. Pocas regiones quedarían indiferentes a la pasión pelotera. Me interesa subrayar con esto que aquellos años finales del siglo XIX contribuyeron así a consolidar dos maneras colectivas de utilizar, para la diversión y el símbolo, los espacios. El béisbol, especialmente, es el gran arquitecto simbólico de nuestros espacios baldíos: ¿quién no ha visto, en los intersticios libres de nuestras redes urbanas, entre viaductos, edificios, hondonadas y barriadas, ocuparse el espacio para la escena del béisbol? ¿No es acaso un hecho de primerísima importancia que, más allá de la diferenciación social, toda nuestra territorialidad baldía pueda adquirir el carácter de una arquitectura efímera y dinámica a través del juego de béisbol? ¿Y no son esta arquitectura y este juego —por cierto, en nada desprovistos de elegancia cinética o garbo vestimental— hermosos en su contraste con los desiertos donde suelen efectuarse? ¿No es acaso tal hecho remarcable: fructificar para el juego y para el cuerpo los espacios estériles de la República? Y ¿no es, con ello, trágico que el juego nacional se acometa así en los desechos del espacio, en lo que del espacio queda y que ningún arquitecto, ningún urbanista, haya anticipado la metamorfosis de los espacios baldíos en territorios de juego?

Yo quisiera aproximarme, desde mi afición taurina, al béisbol. Con cierta envidia al observar la dimensión nacional y colectiva del asunto, pero también con la intuición de encontrar allí la otra faz diferencial de nuestras “pragmáticas del espacio”, cuya primera faz estaría en los juegos táuricos. En efecto, ambos juegos, ambas faenas, se constituyen como prácticas de autorización para el recorrido de un espacio. En oposición al “desierto residual” en el que la práctica del béisbol se disemina colectivamente, los toros tienen lugar en un “desierto intencional” encastrado en plena densidad de la urbe y, necesariamente, al avecinar el rito, proceden de un sistema de roles previamente designados o consagrados. Resulta imposible ignorar que el béisbol tiene también esta dimensión consagratoria y que se practica en campos intencionalmente construidos, a los que no todo el mundo accede. Con lo cual el equivalente taurino del béisbol de calle sería el coleo, práctica rural de los espacios baldíos como aquel lo es de los urbanos (y ésta sería una equivalencia significativa en más de un registro, que ameritaría acaso mayor consideración).

Germán Damas

Nuevo Circo, Caracas / Damián D. Fossi Salas / flickr

Por ahora quisiera insistir en el hecho de que toros y béisbol son juegos espaciales, en los que el espacio simboliza una alteridad olvidada o impensable. Toros y béisbol son juegos de conquista y de desfiguración: en los dos sobresalen la máscara y el traje. Ambos son ritos de tiempo en los que prima la cifra tres: tres toreros, tres suertes, tres lanzamientos, tres tercios, tres strikes, tres bases, tres acciones matriciales, tres límites, tres diferimientos insondables. En ambos juegos —y esto se me asoma importante— una sintaxis incesantemente repetida autoriza el recorrido de un espacio, que es siempre el mismo, inagotable. Y la naturaleza de este espacio metafórico, abierto a pesar de la clausura del terreno, indica una complementariedad estructural entre sendas prácticas lúdicas. Como si a la raigambre paradigmática del toreo se opusiera la raíz sintagmática del béisbol; como si a la vertical vertiginosa de los toros, que se hunde en la noche de un tiempo primitivo, se enfrentara la ilimitada horizontalidad circular del béisbol, metáfora de un espacio incesante. Como si al borde de ambos ejes, o en sus pendientes, se dibujara en metonimia el rostro de nuestras contradicciones, de nuestras mutaciones históricas; el esquema provisional en el que puede enunciarse, sin riesgo de hablar desde las llagas, algo o mucho de nuestra propia e irresoluta historia.

¿Qué hay, pues, del toreo en el béisbol?, ¿qué hay del béisbol en el toreo?

Se trata, como es sabido, de dos juegos circulares (irregularmente circulares) en los que determinadas acciones repetidas, como un encadenamiento de actos, autorizan a recorrer de cierta manera un espacio. ¿Cuál es este espacio? Físicamente, en el béisbol es un triángulo en el que un círculo de carreras se efectúa incesantemente; en los toros se trata del círculo de arena, tres veces circularmente dibujado por la barrera y por los dos tercios. Y habría que observar este espacio físico tanto como habría que imaginar su dimensión virtual, interpretar la verdad simbólica de este espacio que se disimula tras su verdad física. Sería necesario pensar también los desplazamientos espaciales que, en el marco de nuestra cultura, anteceden y determinan ambos juegos: de la mediterránea cuenca en la que el toreo subsiste como huella de una arqueología aún indescifrable se traslada la trata de bovinos, y la posibilidad de su juego, hasta la cuenca caribeña; de los inmensos espacios del norte, ya en los tiempos modernos, se traslada el béisbol a la cuenca caribeña y la felicidad de su implantación es síntoma y prueba de que todo un corpus cultural está, con ello, siendo suplantado irremediablemente, dejando lo taurino en un doble diferimiento y en una doble lejanía arqueológica.

Yo afirmo que si el béisbol involucra un sentido de territorialidad física y horizontal —aun cuando se trate de una gesta acometida de retorno—, el toreo significa un recorrido vertical del espacio, de un espacio simbólico, que permanece insondable, con lo que ello supone de imposible gesta de retorno, o de retorno imposible. Por ahora se impone considerar el espacio real, fenoménico, de ambos juegos: en el béisbol se trata de recorrer un espacio circular y horizontal; deporte de la conquista espacial, el béisbol lo es también del diferimiento de los límites. Así, su figura excesiva y su utopía sería el inconmensurable home run —el incesante “correr a casa”—: batear la bola hasta hacerla exceder los límites mismos del estadio, de la ciudad, del país, del mundo; verla desaparecer por los aires, autorizando un recorrido de tres bases cuyo fin sería la vuelta, el retorno “parusíaco” a casa. La utopía beisbolística articularía, en un golpe de bate, el diferimiento absoluto de los límites del espacio y el definitivo retorno al origen de su recorrido. Figura de la victoria que autoriza el pleno descanso, mítico regreso tras la expedición, venida del pródigo y retorno a Itaca de Ulises, este recorrido, autorizado por el vencimiento definitivo de los límites, dependería de un imaginario muy preciso: la posibilidad de diferir incesantemente las fronteras de nuestra espacialidad física o epistémica, y quizá también histórica.

El béisbol viabilizaría con ello una mitología de la conquista incesante —conquista, por cierto, del espacio—, pero de la conquista “desde la casa”. Importa, sobremanera, la horizontalidad de su escena sobre la cual se lleva a cabo la gesticulación deportiva, porque bajo ella, justamente, yacen, acaso tapiados por ella y adormecidos, los conflictos ya resueltos, absorbidos, por una instancia o una promesa civilizatoria. Importa saber, pues, si la certeza aparente de esta resolución de conflictos, necesaria a la conquista ilimitada del espacio, es una ilusión tras la cual se escondería otro espacio cuya rememoración o recorrido sería más bien vertical y diacrónico, hacia una suerte de olvido inmemorial que, por oposición a la pelota, el juego de los toros evocaría con su luz y su crudeza.

Toda práctica, por banal que sea, tiene una forma de colmo, de exceso, de utopía. Sólo si la interrogamos a la luz de tal desmesura podemos llegar a conocerla. La desmesura del béisbol sería, pues, una pelota sideral autorizando el absoluto home run, el retorno absoluto a casa. ¿Cuál sería la desmesura del toreo?, ¿cuál su utopía? Yo me atrevo a decir que el colmo de lo taurino residiría en el toro mismo, en la imposible aparición de un animal en el que no quedara rasgo alguno de mansedumbre, ni siquiera rasgo de haber sido criado para la bravura. La utopía taurina sería, pues, el surgimiento metamórfico, tras el toro bravo, de un monstruo arcaico. Arcaico y noble en desmesura: como si nada del mundo, ninguna agresión, lo hubiese determinado para la defensiva y pudiese entonces esta bestia desplegarse en acometividad pura e indomable. Entiéndase que el toreo, en su empeño de crianza del toro bravo, trabaja a partir de huellas, rastros, ruinas biológicas y genéricas. Tales huellas son, justamente, las diversas castas que permanecen aún entre nosotros y que el hombre ha ido elaborando, a través de una cultura de la cría, con la finalidad de retornar, así fuese espectralmente, a aquel fondo ante-cultural, ante-predicativo de la bravura inédita, de la primera bestia. Si llegara a resurgir esta primera bestia —y entiéndase que su furia excluiría o aniquilaría toda forma de nostalgia—, quien la lidiara, obligado al indulto, obligado moralmente a concederle vida, incapaz en rigor de alcanzar la suprema suerte, estaría autorizado a retornar, verticalmente, desde el centro del círculo de arena, al momento primigenio en el que lo humano y lo animal se reconocen y mutuamente se diferencian para siempre.

A diferencia del béisbol, la tauromaquia, circular y cruenta, se erige pues sobre la fantasmática línea vertical que nos separa de ese momento de diferenciación filogenética. Se trata, en la corrida, de volver a presentar con el artificio de los gestos, las armas o los engaños y las vestimentas, cada vez, uno de los conflictos primarios que constituye el imaginario del origen —conflicto entre lo que soy y lo que no soy que amenaza tanto como determina mi ser; conflicto entre lo que soy y lo que nunca podré llegar a ser, pero sin lo cual no puedo seguir siendo lo que soy—. Su repetición indicaría que lo taurino se edifica sobre la intuitiva certeza de que ese conflicto no puede ni podrá nunca resolverse. Tal es el recorrido espacial que la lidia autoriza: retorno, incesante recorrido regresivo, también catártico, hacia los conflictos iniciáticos de la supervivencia.

El imaginario beisbolístico, al contrario, y a pesar de ser el juego una gesta de continuo retorno, sería prospectivo (nunca regresivo). Justamente, la distancia estructural que separa ambos juegos, o ambas ceremonias lúdicas, y que confiere al uno (béisbol) una preponderancia sintagmática y al otro (toreo) una primacía paradigmática, pasa por la diferencia que existe entre regresión (taurina) y retorno (beisbolístico). El carácter prospectivo del béisbol tiene mucho que ver con su identidad de juego de conquista del espacio. De allí su forma colectiva de efectuarse, jamás solitario y siempre gregario: son dos países, dos territorios que se enfrentan y no, como en el toreo, dos naturalezas íngrimas, dos géneros, dos seres distintos. Juego de equipo, el béisbol es algo así como la epojé de la construcción del espacio: juego narrativo en un sentido en el que no puede serlo la tauromaquia, el béisbol es un relato y, como todo relato, lo es de un viaje, de una práctica del espacio. Todo en él depende de “operaciones espacializantes”. Puede decirse que el béisbol ilustra, a través de su práctica repetitiva y hermosamente minimalista, la conversión de un lugar en espacio, según las brillantes clasificaciones de Michel de Certeau. Si “un lugar es una configuración instantánea de posiciones”, el espacio sería —en la definición del gran teórico— “un lugar practicado”. Así, el terreno de béisbol, signado por posiciones estables, es un “lugar” en el cual “un cruzamiento de móviles, (…) un conjunto de movimientos desplegándose, (…) haciéndolo funcionar como unidad polivalente de programas conflictivos o de proximidades contractuales” lo convierten en “espacio”, esto es, a imagen de la voz, en “acto de un presente (o de un tiempo) modificado por transformaciones (que son a su vez debidas) a vecinajes sucesivos” (3). La prospectiva del béisbol sería, en su obstinato de carreras hechas y a medio hacer, esta incesante transformación del lugar en espacio.

De allí, acaso, la versatilidad que tiene el béisbol para convertirse en deporte emblema de la territorialidad (y muy especialmente de la territorialidad nacional hispano-caribeña, con lo que ello supone de radiografía lúdica de nuestra historia): en Venezuela son las Águilas del Zulia, los Tigres de Aragua, los Leones del Caracas, los Tiburones de La Guaira y los Cardenales de Lara, de forma que nuestros equipos de béisbol dibujan el país en su ecuación regionalizante, como una zoografia antropológica, y coinciden en señalar los efectos de la historia. Venezuela, como nación gobernable y nombrable, se sobrepone así exactamente a esta reducción del país, de la que se excluyen las regiones de la ruralidad —Andes y Oriente— y las inmensidades agrestes —Llanos y Selva—. Todo sucede, pues, como si el béisbol, en el mapa espectral de territorios que actualiza, fuese la encarnación deportiva del país que la modernidad urbana y petrolera ha ido generando. Un país que surge no de la cartografía de la colonia, sino de la topografía de la inversión extranjera —y moderna— que trajo el maná espeso y negro del petróleo.

De los llanos, de la ruralidad agreste y hasta del oriente son, en cambio, los juegos taurinos que vino a implantar en el centro de la nación, como uno más de sus gestos autoritarios, el tirano rural que fue Juan Vicente Gómez. Con ello, Gómez trae hasta el ámbito capital de la nación, al menos de aquella nación que se sintomatiza en la posibilidad que tiene el dictador de dominarla —y de domarla—, el juego rural de los toros que es, ante nada, un juego de doma. El movimiento es emblemático de lo taurino: ir de lo rural a lo urbano, como efracción abrupta en la ciudad de una memoria olvidada de la tierra y de las bestias. Observar en la arena —un desierto campestre y agreste circunscrito en medio de la urbe, como el animal en su mansedumbre quiere volver a la dehesa o cómo, en su bravura, la olvida combatiendo—. Si el béisbol se disemina en campos petroleros y ciudades nuevas, como un juego de obreros y patrones, el toreo —en ese mismo tiempo gomecista, se perpetúa como práctica de terratenientes y peones, y por encima de todo como distracción y pasión del terrateniente mayor, del dictador mismo, el primero de los ganaderos—: Gómez, primer instaurador en Venezuela de una ganadería de pura casta española con el hierro de Guayabita. De esta raigambre rural del toreo —que por cierto no es su sólo origen, o es acaso sólo la mitad de su origen, siendo la otra su inscripción en la vida urbana a través del matadero— puede deducirse algo más de la espacialidad que lo caracteriza.

No existe en la corrida ninguna configuración estable de lugares que pueda ser sincrónicamente practicada y orgánicamente constituida en “espacio” (en el sentido que De Certeau atribuye a esta transformación pragmática). Hay, en cada tercio, en cada lance, en cada brega, el intento de construir un sistema tópico y se produce inevitablemente, con cada embestida, con cada acometida, un desmantelamiento de esas posiciones. El toreo cuaja, en cualquiera de sus fases, cuando el torero logra aguantar la embestida de la bestia, apropiándosela y reconstruyéndola como una danza, mudando su ritmo, templándola y manteniendo su posición por instantes que exceden toda esperanza o cualquier

expectativa previa. Pero inevitablemente este encanto se rompe al irse el torero de la cara del toro o, en el peor de los casos, al sobreponerse la bestia a la lidia. A diferencia del béisbol, no se trata en tauromaquia de construir un “espacio” sino de buscar un sitio. Y este “sitio” es indiferente al espacio, puede estar en cualquier punto del espacio, pues no depende de ninguna transformación provocada por vecinajes sucesivos, sino que procede del rastro de una comunión utópica, de una comunicación sin lugar posible, entre alteridades inconmensurablemente distintas: entre la bestia y el hombre. Que el trabajo de esta comunión es posible lo confirma el hecho de que el toreo se encarne, en cualquiera de sus momentos, cuando el aura vital de ambas alteridades, toro y hombre, se entrelazan armónicamente por unos instantes. Pero sin duda la muerte del toro —y en algunos trágicos casos la del hombre— es indicación suprema de que esa comunión no tiene topos, de que es, por lo tanto y en rigor, duraderamente imposible, excluida de toda permanencia o duración.

En el toreo hay un sistema de voces que funcionan como ecos, es decir, que no pueden tener interlocución —cuando el torero habla al toro, cuando el público, incluidos en él los mozos, habla al matador desde las tablas o cuando la gente repite con sus voces el tiempo mudo de los pases—. Hay en cambio en el béisbol un sistema de mímica, una comunicación estratégica entre entrenadores y equipos y, sobre todo, una magnífica, pública y efectiva performatividad del secreto. Todos vemos en efecto, entre pitcher y catcher, entre quien lanza y quien atrapa, entre el rostro descubierto del lanzador y la máscara de quien recibe, los indicios indescifrables del secreto: un lenguaje de señas breves y herméticas. Tal es su lógica: para que haya secreto hace falta que haya “secreción” del secreto, que todos sepamos que hay secreto, sin saber en qué consiste. Un instante después, al lanzar el pitcher la bola, el secreto se descubre o se desvanece y desde su fractura se acomete el recorrido del espacio. Todo lo cual tiene que ver con la “construcción territorial” que caracteriza al béisbol, así como las voces imposibles del toreo, y más aún sus ecos catárticos, tienen que ver con la búsqueda de un sitio cuyo rastro es apenas una hipótesis espectral, una fantasmática impulsión arcaica.

En el toreo hay pues transfiguración —así lo indica el traje de luces— y como en toda metamorfosis hay también riesgo de muerte. En el béisbol hay solo posibilidad de deformación —la máscara del catcher es acaso el más visible instrumento que la impide— y por ello hay también bajo nivel de riesgo y ausencia total de muerte. En el béisbol se sobrentiende que los conflictos que conducen regresivamente a la muerte están —o pudieran estar un día— absolutamente resueltos. El béisbol sería, pues, la faz lúdica de una epistemología del progreso cuya faz bélica es la conquista del espacio o del mercado. El toreo supone, en cambio, que los conflictos de supervivencia, olvidados por la civilización, laten inexorablemente como un síndrome de fracaso que la vida debe integrar agónicamente, transfigurándolos en danza y risa, en grito y cante, porque son fundamentalmente conflictos irresolutos. Ambas actividades dibujan mecanismos vertiginosos: el béisbol, prospectivamente, hacia el espacio de un tiempo por venir que sería, en su utopía política, absolutamente democrático, aquel de la comunidad entera; el toreo, regresivamente, en el espacio de la memoria, hacia un sitio arcádico que hubo de ser, en su atopía, absolutamente protopolítico, aquel de la radical individuación del género humano en el instante iniciático de su diferenciación filogenética frente al animal.

La superposición antropológica de ambos juegos en Venezuela habla de un mismo momento de síntesis, abrupta e inesperadamente moderna, durante la tiranía rural que inauguró, paradójicamente, la mutación urbana del país a inicios del siglo XX. Pero habla —sobre todo el béisbol, identificado con la nación gobernable, la nación rentable, la nación varia y desigual, emblema tizando su territorialidad— de una sustitución epistemológica y de una mutación cultural iniciada apenas con la emancipación republicana y caracterizada por la pérdida de un paradigma mediterráneo. Habla el toreo —y muy especialmente el toreo de calle y de baldía sabana que es el coleo— de la subsistencia y la resistencia de ese paradigma, de otro país rural, capaz de delimitar en la indiferencia de los espacios infinitos los segmentos del juego que, lejos de conquistar, recorre incesantemente hasta, caída la bestia a sus pies, detenerse. Mi hipótesis sería la siguiente: en la oposición diferencial (y territorial) de ambos juegos yace transfigurado el discurso de un país. Sus fronteras son las fronteras de la mutación histórica más importante que ha vivido Venezuela. Entre ambos se dibujan las tareas interruptas, los trabajos sincopados, suspendidos, diferidos que la civilización venezolana no ha logrado acometer: el aprendizaje de la construcción del espacio; la memoria laboriosa de los sitios y la inevitable búsqueda de un lugar.


(1) Oviedo Y Baños, José de: Historia de la Conquista y población de la provincia de Venezuela, V, I, Caracas: Fundación Cadafe, 1982, p. 385.

(2) Cf. Díaz Rangel, Eleazar: “Un siglo de béisbol en Venezuela”, Venezuela 95, 9, Caracas: Ministerio de Relaciones Exteriores, 1995, pp. 81 y ss.)

Cf. Certaud, Michel de: L´Invention du quotidien, Arts de /aire, vol. I, París: 10/18, U.G.E., 1980, p. 208.