Por MARINA VALCÁRCEL
Uno se acerca hasta los dos grandes ventanales blancos a los lados del altar mayor de la catedral de San Pablo, en Londres, por los que se cuela la luz. No hay vidrieras. Ni colores. Se camina despacio, sobrecogidos por la pompa y lo mastodóntico de la catedral de Wren, algo desubicados, quizás, por el recuerdo de San Pedro en ese baldaquino, en sus columnas salomónicas, en las dimensiones y los mármoles. Pero allí hay una electricidad distinta a la romana. Nelson está enterrado bajo nuestros pies, también Wellington. Hay banderas de campañas antiguas, memoriales y sobre todo hay arte contemporáneo, abrumadoras piezas de nuestros días que nos hablan de conflictos actuales y vienen de otros lugares del mundo: una Virgen María en un campo de refugiados del grafitero CBloxx, dos gigantescas cruces blancas del indio Gerry Judah colgando de la nave central… Lenguajes distintos en cruce poderoso entre el barroco y lo ultracontemporáneo. Pensamos en nuestro país. Buscamos algo más de rabia, de reto y superación. Burgos, León, Toledo: sus coros, sus rejas. Bill Viola empezó a trabajar en las iglesias góticas para reflejar su sonido. El silencio opaco que trepaba por sus columnas hasta el cielo…
En esta divagación, llegamos hasta el ábside, bordeamos una maternidad de Henry Moore y nos encontramos en el lado izquierdo del altar mayor. Allí, donde nuestro registro cultural nos susurra que debíamos encontrar un retablo barroco con sus figuras en madera estofada y pan de oro, localizamos una monja masculinizada, vestida con alzacuellos, sotana y pelo corto que apunta con un mando a distancia hacia tres pantallas de plasma. Empieza entonces una experiencia sobrecogedora para un cristiano de 2016 en una catedral anglicana reconstruida en Londres tras el incendio de 1666. El tríptico contemporáneo se ilumina: surge una mujer de piel oscura, pelo rapado y raza indefinida. Tiene un traje azafrán y todo su colorido recuerda a uno de esos monjes budistas del paisaje camboyano. La mujer tiene un seno descubierto y amamanta a un bebé. Detrás, el horizonte de Los Ángeles muda de luces, de los rosas de la mañana a la caída de la noche en un tiempo que se hace muy largo mientras ella no aparta su mirada de la nuestra. La escena es emocionalmente poderosa, envuelta en el misterio entre la modernidad y lo intemporal, entre la tecnología más avanzada y la pureza del milagro de mantener una vida a través del calor y la leche de una madre.
Fragmento de vida
La pantalla se fragmenta entonces en otras muchas escenas que, a modo de predela de retablo barroco, recorren la vida de la Virgen: la visitación a su prima santa Isabel representada por una mujer que llega por un sendero entre prados a una casa y se abraza a otra mujer embarazada, unos peces muertos en la orilla, un carnero que llora en blanco y negro, unas zarzas llenas de espinas. Siete minutos rodados entre el Zion National Park de Utah y el desierto que rodea el Salton Sea de California.
La escena final es, sin embargo, de belleza clásica. Una Pietà miguelangelesca con una Virgen, esta vez blanca, de velo azul, tez rosa y que sujeta el cuerpo marmóreo en su Hijo, recién descendido de la Cruz, entre sus rodillas. La Virgen no llora, solo nos mira atravesada de tristeza, incapaz de entender la realidad física de lo que está delante de ella, entonces recorre con la vista el cuerpo de su hijo levanta su mano muerta y la besa. La escena se para y se funde en negro.
Tratamos de recordar ese nivel de contención en otros ejemplos de la pintura o del cine. También buscamos entre nuestros recuerdos literarios hasta encontrar aquella frase de Colm Tóibín cuando escribía El testamento de María: “Viví en el epicentro del dolor de María. No quisiera volver nunca”. Pero la mirada de esa Virgen de Viola no se asemeja a nada. Estamos demasiado condicionados por la imagen fija de los cuadros, o la imagen en movimiento del cine. En estas tomas que, como en toda la obra de Viola carecen de discurso narrativo: la cámara lenta, tan extrema, redobla la oportunidad de mirar y sentir la expresión.
María ¿cómo se fragua?
La obra de Bill Viola está en los más grandes museos del mundo pero esta es la primera vez en dos mil años que una imagen sacra en movimiento, el video, sustituye a la pintura o la escultura en un gran templo de la cristiandad.
Bill Viola (Nueva York, 1951) ha tardado 13 años en rematar estas dos obras para la catedral de San Pablo. En mayo de 2014, para el lado derecho del ábside, llegó el primer video, Mártires, y el 8 de septiembre de 2016 se instaló Mary. Los dos videos son un préstamo permanente de la Tate Modern a San Pablo y en ambos ha colaborado con su mujer, Kira Perov.
El artista reconoce haber estado mucho tiempo bloqueado por la figura de María y confiesa: «Casi nos mata». El tema de ambos videos fue sugerido por propia catedral: «Hasta mediados del siglo XX hubo en su lugar otras pinturas basadas en María y los mártires. Me insinuaron que no era necesario que fueran estos temas pero, en realidad, lo que estaban haciendo era lanzarme un reto ya que el asunto fundamental de ambos es por qué o por quién estarías dispuesto a dar tu vida. Y esta es una pregunta demoledora», explica el artista.
Bill Viola cree que existe una cadena universal entre los seres humanos: sus padres siguen viviendo dentro de él y él seguirá viviendo en su hijo tras su muerte. Desde joven, siente cerca el budismo y su visión del mundo, la idea del eterno retorno, un principio bastante más complejo que el ciclo vida- muerte-resurrección de los cristianos.
En todos los trabajos de Viola reina el silencio. Es como si cada uno de los cuatro elementos que inundan sus personajes se emitiera desde el ruido del fondo del universo. El silencio en sus videos equivale a las zonas en blanco que dejan los pintores en los cuadros, aquello que debemos rellenar con nuestra imaginación o nuestra emoción. Es ahí, en el nivel del vacío, donde se encuentran los grandes pintores, músicos y poetas. Lo que Viola pretende hacer con sus vídeos es esculpir el tiempo: alargarlo, estirarlo, ralentizarlo, enroscarlo en sí mismo para mostrarnos todas sus líneas y sus formas, sus elipses. Algo parecido a la práctica de la meditación, a fijar el instante presente, a concentrar la mirada para ahondar en la percepción de un sujeto. A canalizar la pregunta interna: «¿Qué veo?».
El artista convierte la cámara en un segundo ojo, para enseñarnos a mirar como él entiende que deberíamos mirar: desde la introspección, viendo más allá de las apariencias externas. Nos invita a compartir el viaje que lleva haciendo desde hace 40 años alrededor de las tres cuestiones metafísicas fundamentales: ¿quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿a dónde voy?. No busca las respuestas, simplemente confrontarnos a la pregunta. «Los hombres de la antigüedad lo llamaban los misterios. No hay respuestas a la vida o a la muerte. Creo que el misterio es el aspecto más importante de mi trabajo. El momento en el que abrimos una puerta y la cerramos sin saber a dónde vamos. Estar perdido es de las cosas más importantes», resume.
Viola es un pintor que ha inventado una nueva paleta de colores tecnológicos y numéricos para crear sus cuadros en movimiento que se inscriben en una nueva manera de entender el arte. Un cruce con los grandes maestros de la antigüedad: Giotto, El Bosco, Pontormo o Goya, de los que toma no solo sus temas, también su estética. Sin embargo, lejos de ser una prolongación en la cadena del arte, Viola aclara: «No estoy interesado en la apropiación de estas imágenes sino en penetrar en el interior de ellas, encarnarlas, habitarlas, sentirlas respirar. Lo que me interesa es su dimensión espiritual, no su forma visual».
Apariencia zen
Cuando Bill Viola estudiaba en The Getty Institute, en 1998, el cuadro que miraba sin cesar era una Anunciación de Dierick Bouts (1445): «Me enamoró su austeridad y su apariencia zen. La Anunciación es uno de esos momentos únicos en los que, a través de la figura del arcángel san Gabriel y de la Virgen, una noticia se transmite antes que las palabras, antes que el lenguaje. El conocimiento íntimo por el que una mujer sabe que espera un hijo no tiene nada que ver con la verbalización. La conversación que se va producir en este cuadro es de otra dimensión. Esa es su magia: el silencio, la quietud, todo sale de un lugar muy profundo», dice el artista.
Pero Viola se fija también en el lenguaje estético de los clásicos y lo trasciende: «En este cuadro subrayo la ambigüedad de las manos de la Virgen —hace el gesto de abrir sus manos frente a frente—; no se sabe si se abren para recibir o se van a cerrar en señal de oración. El arcángel, sin embargo, levanta su dedo índice. Este lenguaje de las manos está lleno de carga simbólica. Muchos de los gestos que hace Cristo, como unir el índice con el pulgar para la bendición, están también en los budas. En el lenguaje hindú todas las posturas de las manos tienen un sentido muy específico».
«Yo nací al tiempo que el video». Bill Viola se inscribe a sí mismo en la segunda generación de artistas que utilizan el video, aquella que se beneficia directamente de los descubrimientos de los primeros videoartistas. Experimenta con esta técnica desde los años 1970 cuando era alumno del College of Visual and Performing Arts de la Universidad de Siracusa, Nueva York, uno de los primeros centros en dedicarse a la técnica. Allí observa el trabajo de los pioneros. Fue asistente de Nam June Paik.
En uno de sus primeros videos, Reflecting Pool (1977-79), graba a un hombre —él mismo— tirándose desnudo a un estanque: su cuerpo queda suspendido por la cámara en el aire, por encima del agua, desvaneciéndose gradualmente en la propia materia de la imagen, mientras continúa el movimiento de las hojas de los árboles del fondo y los reflejos del agua. Reflecting Pool se basa probablemente en su experiencia personal. Siendo niño se cayó de una barca y estuvo a punto de morir ahogado. Casi sin conocimiento sintió una plenitud total y vio imágenes de una belleza extraordinaria. Desde entonces no consigue olvidar el espectáculo de los rayos de luz traspasando el agua mientras se hundía en el lago. Nunca ha sido capaz de representar este hecho de manera directa, sin embargo, su obra se encuentra llena de alusiones desde las más dulces a las más violentas inmersiones: nacimientos, bautismos, muerte… El agua representa para Bill Viola cada una de las etapas de la vida. Este es también el núcleo de su reflexión sobre la muerte y lo que le sucede.
Un puente sobre el támesis
Sin abandonar la idea del agua salimos de San Pablo sintiendo la cercanía del río, también la de esa otra «catedral» en la que se ha convertido la Tate Modern, que queda del otro lado del Támesis, ambas separadas, más bien unidas, a través del Millenium Bridge. Parece que Foster hubiera extendido las alas para fomentar la comunicación entre dos grandes puentes de nuestra cultura: religión y arte. Avanzamos sobre el río y avanzamos, también, desde ábside de San Pablo a la sala de Turbinas. La chimenea de la central eléctrica se erige como un contrapunto a la cúpula de la catedral. De igual manera, la caja de luz y su cristal translúcido que se diferencian de la oscura mampostería de ladrillo de la nueva fachada de Herzog & de Meuron dialogan y complementan a la blanca y solemne columnata de Wren. Nos alejamos por el puente, envueltos en la humedad, en el aire fresco y las gaviotas del Támesis. Recordamos la inscripción de la lápida del memorial de William Blake en la cripta de San Pablo: «Hold infinity in the palm of your hand/ And Eternity in an hour.» (Sostener lo infinito en la palma de tu mano/ y la eternidad en una hora).
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