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Una vida en el arte con Alirio Oramas (1924-2016)

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Alirio tenía un temperamento afable y extremadamente amigable, apegado a principios verticales e inviolables de integridad ética y moral, basados en sus principios masónicos y teosóficos que en algún momento bordeaban lo dogmático e intransigente, aunque con una propensión a la comprensión y la indulgencia. Tenía una personalidad compleja sin duda, aunque consciente y firme en sus ideales. La amistad honesta e incondicional fue también un valor sagrado para él”

Por SANDRO ORAMAS

… en el arte, donde nos falta el tiempo, 

no estaría mal vivir más de una vida.

Vincent van Gogh

Epitafio

Una de las últimas frases que dijo mi papá sobre su vida fue: “Soy eterno, me iré algún día, pero volveré para realizar lo que no pude hacer en esta vida…”. Una afirmación inspirada seguramente de sus lecturas de las Cartas a Theo, de Vincent van Gogh, uno de sus libros más preciados. Tal fue su identificación con Van Gogh que, teniendo yo apenas 7 años, parados frente a las tumbas de Vincent y Theo, en el cementerio de Auvers-sur-Oise, cerca de París, donde solíamos ir de visita a la casa taller de Emilio Boggio, me dijo: “El día que yo me muera quiero que eches mis cenizas aquí al lado de Van Gogh”. Magna y macabra encomienda para un hijo, de la que fueron testigos mi mamá (Lucila Maza Zavala de Oramas) y el pintor Pascual Navarro. Hoy, esa voluntad romántica de trascendencia “inmortal” del artista cobra vigencia en ocasión de celebrarse este año el centenario de su nacimiento. 

Génesis

Para comprender ciertos rasgos que determinaron la personalidad, el temperamento y la evolución como artista de Alirio Oramas, es necesario saber por ejemplo que fue un niño huérfano de madre. Mi abuela Blanca Príncipe, su madre, muere de tuberculosis a los 21 años, cuando aquel apenas tenía 3 años, quedando al cuidado de sus tías abuelas Mercedes y Clara Rosa Oramas, normalistas con formación artística, educadas muy a la francesa. Alirio se cría entonces como hijo único en el seno de la familia de mi abuelo Luis Ramón Oramas Rivero, un académico, por lo general ocupado en sus quehaceres científicos, que asume una figura paterna ausente, la cual aparecerá más tarde aportándole el gusto por la investigación no sin ser un tanto crítico de la vocación de artista de su hijo. De tal manera que Alirio se convierte en un niño más confinado a la soledad, enfermizo, con extrañas distracciones, según su propio testimonio, como jugar con las cucarachas o dar libre curso a su imaginación buscando figuras fantásticas en las paredes derruidas de la solariega casa de sus tías ubicada en la vieja parroquia caraqueña de San José. Etapa difícil durante la cual, testimonia Alirio entre otras anécdotas, se despertaba en las mañanas viendo cómo en las paredes de su cuarto se proyectaban a través de un orificio en la ventana figuras del mundo exterior, cual cámara oscura de Leonardo da Vinci. Otra afición, quizás la más determinante para su devenir artístico a los 12 años, fue volar cometas y papagayos durante sus vacaciones en el pequeño pueblo de El Cojo, cerca de Macuto, no muy lejos del Castillete de Reverón, quien para la época pintaba a Juanita en el Playón en pleno período blanco. Es allí que Alirio adquiere los elementos de comprensión visual, sensorial, lumínica y espacial que, 15 años más tarde, partiendo del ejemplo de Klee y Kandinsky, conciba su ópera magna, Cometas y papagayos, con la que obtiene el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1951. Obra fundamental que consideraba la base conceptual de todos los aspectos, etapas y planteamientos esenciales de su lenguaje plástico.

En lo que respecta a su personalidad, Gastón Diehl, en su libro sobre el Arte en Venezuela en los años 50, hace una semblanza muy acertada: 

Me había impresionado la llama chispeante de sus ojos que contrastaba con su rostro demacrado, extrañamente alargado, y desmentía el aspecto endeble, casi enclenque, del personaje, atestiguando la vitalidad de la que siempre sabía dar prueba. 

A propósito de esta semblanza, es difícil imaginarse al “enclenque” Alirio, aparentemente frágil, conduciendo una moto Harley-Davidson por las calles de Caracas en 1948. Sin embargo, su gran amigo y compañero de aventuras de la época del Taller Libre, Régulo Pérez, prontamente centenario, aún recuerda la caída que sufrió como parrillero en la Harley de Oramas, incidente que afortunadamente no tuvo consecuencias que lamentar, más allá de la cómica imagen de Régulo viendo alejarse a Alirio en la distancia sin percatarse de nada. Otro paradójico dato que contrasta con la imagen debilucha que evoca Gastón Diehl es que Alirio, por aquellos años, también practicaba boxeo como lo atestigua su Autorretrato con el ojo morado de 1948, producto de un combate de entrenamiento o el intercambio de puños entre el pintor y cineasta César Enríquez y Alirio en el Taller Libre, motivado por “un malentendido…” posteriormente superado que no alteró nunca la amistad entre ellos. 

A pesar de sus intempestivas y vehementes salidas, Alirio tenía un temperamento afable y extremadamente amigable, apegado a principios verticales e inviolables de integridad ética y moral, basados en sus principios masónicos y teosóficos que en algún momento bordeaban lo dogmático e intransigente, aunque con una propensión a la comprensión y la indulgencia. Tenía una personalidad compleja sin duda, aunque consciente y firme en sus ideales. La amistad honesta e incondicional fue también un valor sagrado para él. Era poco tolerante con la traición y la hipocresía, lo que le costó grandes decepciones y diferencias insolubles con algunos de sus compañeros de fila, a los cuales, sin embargo, siempre supo dejar la puerta abierta a la reconciliación. Son esas cualidades humanas las que le permitieron lograr un consenso de aceptación y apoyo a su gestión como líder y director del Taller Libre de Arte en 1948, donde propició un espacio de intercambio y participación abierto como lo describe Gastón Diehl:

El dueño del lugar, el principal interesado y responsable, Alirio Oramas, piensa menos por lo que ha llevado a cabo con la ayuda de sus compañeros, que en discutir conmigo la corriente que para la época prevalece entre muchos de ellos, ese deseo que les inculcó la exposición de Gómez Sicre de revincularse con las fuentes típicas de América Latina…

En cuanto a su temperamento artístico y manera de abordar el proceso y oficio de la pintura, Víctor Guédez por su parte aporta un lúcido testimonio que considero oportuno citar aquí:

Muchas veces se han levantado voces poco generosas, y menos comprensivas, que reclaman en él una entrega más consecuente con su creación. Alirio no pinta por pintar pues sabe que la finalidad de su actuar no se agota con los resultados concretos y materiales de su obra. Pinta cuando siente deseo de pintar y esto debe reconocérsele como el ejercicio de su derecho a ser diferente.  

Una aclaratoria necesaria que contribuye a disipar las interrogantes un tanto injustas que gravitaban en el medio artístico, producto de la incomprensión. Preocupación a la que por supuesto hizo caso omiso manteniendo su firme convicción de no sucumbir a las exigencias o expectativas del medio ni mucho menos del mercado del arte hacia el cual mantuvo siempre un cuestionamiento crítico y constructivo.

Crónica desde las entrañas del arte

Cuando me refiero a “las entrañas del arte”, me refiero literalmente a la dimensión visceral del término y la implicación personal vivencial directa que tuve en la vida y obra de mi padre prácticamente desde antes de nacer. Para comenzar, mi mamá, Lucila Maza Zavala, conoció a Alirio en París en 1954, a través de Mario Abreu y Oswaldo Vigas, amigos en común de la Escuela de Artes Plásticas. Poco tiempo después se casan y un año más tarde me tocaría nacer en Barcelona, la capital de Cataluña, terruño de Gaudí, Miró y Dalí. De tal manera que mi destino y condición como “hijo de artista” estaba inevitablemente preasignado. La mayoría de los testigos de esta historia ya han desaparecido, muchos de ellos compañeros de aventuras y vivencias de mi padre en el Taller Libre y el período parisino de los años 60. Omar Carreño, Perán Erminy, Adriano González León, Juan Sánchez Peláez, Oswaldo Vigas y Pascual Navarro son algunos de los actores en el libreto de mi vida como el “hijo de Oramas”. De igual manera Pedro Briceño, Alberto de Paz y Mateos, el poeta Juan Salazar Meneses, Víctor Garrido Sutil y el argentino Alberto Greco, para citar a los más cercanos. Por ejemplo, Vigas fungiría ocasionalmente como pediatra, Omar Carreño (mi padrino), el “vaquero” que se batía a duelo conmigo cada vez que me veía, y el caso de Pascual Navarro que fue particularmente protagónico. Ocasional y oportuno “babysitter” mientras Alirio, Lucy y Carreño asistían a sus clases de Historia del Arte en el Louvre, Pascual me llevaba a recorrer las sombrías salas de las colecciones de arte egipcio para ver las momias de los gatos y los faraones. Único autorizado a visitarme en el internado de Massy-Palaiseau, una hora al sur de París, y que más tarde en Caracas me enseñara a manejar el pastel y ver los cuadros a la manera de Renoir: es el mismo Pascual que aparece junto a mi papá en una foto en grupo con Aimée Battistini, Omar Carreño, Alfredo Maraver y otros artistas notables como Yacov Agam y Wilfredo Arcay, posando “para la eternidad” en el jardín de la Academia de Arte Abstracto Dewasne y Pillet en 1951.

Son muchas vivencias que me implican de manera directa como testigo de la vida artística de mi padre y muchos de los protagonistas de la historia de la pintura de este país. A propósito de estas implicaciones y parafraseando el título del texto “Manos fuera del cuadro” de Juan Calzadilla para la exposición El Edén de Adán de Alirio Oramas, en 1966, quiero referirme a una anécdota que podría funcionar como una especie de “making of” de la realización de la obra titulada Teddy Boy, en París, 1962, de la que fui testigo y partícipe. En el trayecto al colegio en Montrouge con mi papá, una mañana lluviosa de otoño en París (1961), me llamó la atención uno de esos trapos amarrados que ponían los barrenderos entre la acera y la calle para canalizar el agua, algo que describe muy bien Didi Huberman en Ninfa moderna

… en la calle, con la cabeza gacha, la mirada errante, flotando. Un trapo viejo se arrastra por la acera y el agua corriente de la alcantarilla arrastrando su “inmunda costra” sobre él.

Esa “inmunda costra” es un blue jean viejo y raído, y le sugerí que podía servir para hacer un cuadro como esos que él hacía en esa época (informalista) con cosas pegadas. Lo recogió del piso y a mi regreso del colegio ya la obra estaba en proceso, y al poco tiempo terminó exhibiéndose con gran éxito en las paredes de la XXXI Bienal de Venecia del año 62, según una reseña del New York Times de la época. Lamentablemente, el destino de esta obra se desconoce ya que se quedó en Italia junto con otras 20 del período informalista que han ido apareciendo en subastas y colecciones privadas en Roma y Nueva York. Años después en Caracas, realizó una segunda versión, la cual conservo con especial predilección. 

No quiero concluir esta breve semblanza testimonial sobre mi padre, el artista y el maestro, sin hacerle aquí un reconocimiento personal a la nobleza y amplitud de la que siempre hizo prueba, al involucrarme de manera directa en su vida y en su obra, de lo cual me considero afortunado e inmensamente agradecido. Por otra parte, oportuna sea también la ocasión para celebrar, de manera más amplia, el ejemplo de su extensa y prolífica trayectoria como pionero del arte abstracto y contemporáneo en Venezuela, siempre preocupado por alcanzar, con absoluto compromiso y dedicación, los más altos niveles de excelencia en el ámbito del arte latinoamericano y universal.

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