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Una tarde de lecturas

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Por OSCAR SJOSTRAND

Se acercaba la Semana Santa, las tardes en Los Rosales eran algo aburridas. Recibí la invitación de Elizabeth Schön para compartir una tarde de lecturas de poemas en su casa. Ese jueves me presenté puntualmente a las 4:00 pm; ya habían llegado Elsa Gramcko y Carlos Puche, Puchito. El patio de la Quinta Ely olía a tierra recién mojada, las moradas orquídeas estaban de tan intenso color que me recordaban las fechas por venir. Saludé a los presentes y, como era costumbre, surgió el tema de la Semana Santa en Puerto Cabello. Los ladridos de Kasandra, la mascota de entonces de la familia Cortina Schön, indicaban que alguien estaba por llegar. Era Ida Gramcko, sonriente como de costumbre y quejándose del calor y de la cotidiana vida de ese entonces. De su hombro colgaba una gran cartera marrón y en sus manos traía una caja de rosquillas Donutts. No iba a ninguna reunión de poesía sin esas golosinas. ¿La gran Ida Gramcko con rosquillas? Sí, así era. Elizabeth, como buena anfitriona, ya tenía planificado todo y hasta el último detalle. Meticulosa, acostumbrada a recibir en su casa a tantas personas y con su exquisita educación, sabía elegir correctamente lo que se serviría y cómo lo serviría.

Una bandeja estaba en el pequeño salón de visitas y sobre la misma un colorido festival de pequeñas tazas de peltre: rosada, azul turquesa, marrón, añil, verde, blanca y la azucarera, color azafrán. No eran unas hermosas tazas simplemente, todas tenían una historia.

Nuevamente los ladridos de la mascota tan negra como el azabache anunciaban la llegada de Alfredo Silva Estrada y Sonia Sanoja. Ella, como siempre, tan delicada y con un fabuloso collar de jades mayas.  —Me lo regaló Alfredo cuando estábamos en México —comentaba orgullosa, por ser tan admirada la joya. Detrás y con una bandeja de cristal, llegaba la poeta Rosita Melo. Sobre la bandeja una exquisita tartaleta de cebollas. Sonia y Alfredo trajeron sus acostumbrados y deliciosos tacos de queso y yo, una de las pocas cosas que sé preparar satisfactoriamente, una cremita de ajoporro.

Luego de la grata y variada conversación sobre diferentes temas, se sirvió la exquisita merienda y Elizabeth, como gran anfitriona, señaló que era hora de comenzar las lecturas.

Siempre creí que los grandes poetas escribían en cuadernos especiales, ornamentados, o en elegantes agendas y otras fantasías más tenía al respecto. De la enorme cartera de Ida Gramcko salió un sencillo cuadernito Caribe; del bolso de Rosita Melo, unas hojas manuscritas; Alfredo, más exigente en eso, sacó de su bolso marrón unas hojas escritas a máquina; Elizabeth, una libretica de notas. Quedé impactado. Esos grandes de la poesía y esos maravillosos poemas vieron la luz en tan sencillos y hasta coloquiales elementos.

Ida Gramcko comenzó la lectura, leía sus poemas y, al mismo tiempo, con su mano apoyada en la silla, hacía unos leves movimientos con sus dedos, como si hurgara algo invisible en la tela de la silla. Todos permanecían en silencio, absortos y expectantes ante cada frase del poema. De vez en cuando y si alguna frase o palabra les parecía importante, se escuchaban frases como: » extraordinario», «bello», «¿lo puedes repetir?».  Analizaban el texto poético y hasta surgía algún tipo de comparación.

Elsa Gramcko permanecía en silencio, Puchito se ubicaba en la puerta y encendía un cigarrillo, parecía distante, mas no era así.

La tarde transcurría entre el aroma del jardín recién regado, el silencio de la casa y las frases de los poemas.

Yo permanecía callado, absorto en esa especie de recinto sagrado. No me atrevía a opinar. De vez en cuando, alguno de ellos me preguntaba: ¿qué opinas? No sabía qué responder, únicamente sabía que me gustaban, pero nada más. Así transcurría la velada. Los poemas de Elizabeth, las imágenes de Rosita Melo y al final de la lectura Alfredo leyó tres magníficos poemas del poeta Phillipe Jones. Todos me miraron, no sabía el porqué. Al terminar la lectura, se dirigió a mí y con cálido tono me dijo: «Ahora serás tú quien me acompañe con tus dibujos en Vertiente continua». Recientemente, había fallecido el poeta, ceramista y dibujante Antonio Arráiz, gran amigo de Sonia y el poeta. Arráiz era el colaborador de Silva Estrada, ilustraba sus textos en Vertiente continua, la columna fija de Alfredo en El Universal. Esa era la gran sorpresa que me tenían.

Esa particular tarde estaba preparada para darme esa gran y honrosa noticia. Puchito me dio un par de golpes cotos en el hombro y me dijo: «Ahora tienes que ponerte pantalones largos».

Luego, Rosita Melo comenzó a leer sus poemas. Una palabra en particular, al parecer, no era convincente. Discretamente, hubo la sugerencia de cambiar esa palabra por otra. En realidad, al usar la palabra sugerida, el poema cambió radicalmente.

Finalizó Elizabeth Schön con tres joyas que incluiría en su próximo libro a publicar. Luego comenzó el análisis de los poemas leídos y era algo grandioso escucharlos, sus impresiones, la profundidad de los comentarios y las imágenes presentes en cada uno de ellos. En ese momento, llegó Elisa Lerner, quien compartió un rato con ellos; allí la conocí personalmente. Hablaron de varios temas y contaron anécdotas del pasado. Elisa se quedó un rato y luego se marchó.

Ya caía la noche y todos comenzaban a retirarse. Yo estaba feliz con la noticia recibida y, al mismo tiempo, algo preocupado por el compromiso adquirido. Francisco, el chofer de Elizabeth, llevó a Sonia, a Alfredo y a Rosita a sus casas. Elsa y Puchito vivían frente a Elizabeth; solo tenían que cruzar la calle. Ida, como buena noctámbula, se marchó al Gran Café de Sabana Grande a continuar la noche con sus amigos de faena: Oswaldo Trejo, Boris e Ivonne Druján,  Álvaro Martínez Arcaya y otros amigos que frecuentaban el lugar.

Me despedí de Elizabeth y mientras me dirigía a mi casa, a una cuadra de distancia, me sentía elevado, algo parecía flotar en mí. Ahora sé que ese sentimiento se debía al estar en contacto con la grandeza poética, el haber sido honrado de participar en esa mística tarde de lecturas poéticas y, también, por la confianza que tenían en mi trabajo dibujístico estos maestros de la literatura venezolana.

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