
Richard Ford (Estados Unidos, 1944) culmina con Sé mía su formidable saga sobre las aventuras y desventuras de Frank Bascombe
Por LUÍS POUSA
“Me llamo Frank Bascombe y soy periodista deportivo”. Así arrancaba, allá por 1986, la formidable saga que el escritor estadounidense Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944) ha dedicado a quien ya es, junto al Nathan Zuckerman de Philip Roth, uno de los grandes antihéroes de la narrativa norteamericana contemporánea. Tras las novelas El periodista deportivo (1986), El Día de la Independencia (1995) y Acción de Gracias (2006) y el libro de cuentos Francamente, Frank (2014), Ford culmina ahora el relato de las aventuras y desventuras de Bascombe con la novela Sé mía (Anagrama, Barcelona, 2024; traducción de Dalmià Alou), en la que el antiguo periodista y ahora agente inmobiliario a medio jubilar nos ofrece la crónica de los últimos días junto a su hijo Paul, enfermo de ELA que se aferra a un soplo final de esperanza con un tratamiento experimental en la Clínica Mayo de Minnesota.
Antes de que llegue ese último instante que ambos saben inevitable e inminente, Frank Bascombe convence a su hijo para emprender juntos un viaje en pleno invierno al monte Rushmore, el monumento de las Colinas Negras de Dakota del Sur donde se esculpieron en la montaña los rostros en granito de los presidentes de Estados Unidos George Washington, Thomas Jefferson, Theodore Roosevelt y Abraham Lincoln. Una escultura que los espectadores de medio mundo asociamos para siempre a la emblemática escena de Cary Grant en Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959). Ford nos cuenta este viaje, ineludiblemente elegíaco, sin un átomo de sentimentalismo, aferrándose a las pequeñas cosas de lo cotidiano para restar dramatismo a esa espera desesperante de quien sabe que va a morir sin remedio. Incluso echa mano del humor, y de una sutil ironía que Bascombe esgrime contra sí mismo, para navegar esas aguas turbias y dotar así al relato de un aliento de esperanza sin caer en ningún momento en lo lacrimógeno ni en la cursilería. La relación entre padre e hijo, tan distintos y tan distantes en tantos aspectos, es una suerte de acompañamiento, de estar ahí para el otro sin grandes explicaciones ni exigencias. Y la gran idea que subyace bajo estas desventuras es que se puede amar totalmente a alguien sin acabar de comprenderlo ni de conocerlo en absoluto.
No es Sé mía el título mayor de las cinco piezas que componen la serie narrativa de Frank Bascombe. Ese privilegio le corresponde a la portentosa El Día de la Independencia, una novela superlativa donde Richard Ford despliega todos los matices y potencias de su talento narrativo. Pero este cierre de las peripecias del antiguo periodista deportivo es un punto final a la altura de las circunstancias. Un remate que completa con suma elegancia y agudeza literaria ese himno a la compasión, ese canto perpetuo al intento de comprender al otro —en este caso al hijo que se va— que constituye, en el fondo, toda la obra de Ford. Si la compasión —en el sentido bueno y profundo de la palabra— es el motor que ronronea en las entrañas de las grandes novelas fundacionales del género —pensemos en Cervantes o en Tolstói—, la saga de Frank Bascombe es sin duda heredera de esa centenaria tradición humanista que disecciona el alma humana, o como queramos llamarla, para intentar ver qué late ahí dentro, observar sin ánimo de juzgar, ni mucho menos de dictar sentencia.
No resulta sencillo extraer un párrafo singular de entre las 390 páginas de esta narración. Una de las mayores habilidades de Ford ha sido siempre que su lucha no se centra en la elección de los adjetivos precisos ni de las frases exactas. Su labor infatigable de contador de historias se ocupa y se preocupa esencialmente del conjunto, de la perspectiva global de la novela, donde lo decisivo es la guerra en su totalidad y no las batallas menudas de cada línea. Y, sin embargo, se da la paradoja de que si el lector se plantea la travesura literaria de buscar en una página cualquiera una palabra que sustituya a la elegida por el autor, ese intento de sustitución muy probablemente fracasará porque el talento de Richard Ford consiste, entre otros muchas cosas, en que su prosa de apariencia sencilla esconde bajo su piel un enorme trabajo de búsqueda y depuración. Sólo así, tras esa pelea soterrada que se queda en la trastienda de la soledad del escritor, el texto adquiere esa naturalidad y esa fluidez con la que acompaña al lector en su viaje hacia el centro de sí mismo.
Admitido de antemano que uno está condenado a fracasar en su intento de escoger un fragmento significativo de Sé mía, me he decantado por este párrafo tendido entre las páginas 379 y 380, donde Bascombe nos cuenta los últimos intercambios de palabras con su hijo Paul, que asomándose a esas postrimerías le pide nada menos que una definición de el bien:
“También me preguntaba si yo tenía una definición práctica de lo que era el bien: me sorprendió, pues nunca me pareció una persona absolutista en sus opiniones (algo que consideraba envidiable); aceptaba que la vida sólo ofreciera contingencias, desconciertos, miradas furtivas, y que todo lo que tenemos es un camino que no hemos investigado: en el mejor de los casos, una protección momentánea contra la confusión. Reflexioné un rato sobre esta cuestión y le di la definición en la que sigo creyendo, la agustiniana: el bien es la ausencia de mal, la felicidad, la ausencia de infelicidad. Añadí que el poeta Blake creía que el bien sólo era bueno en lo concreto, que es lo que habíamos experimentado juntos en nuestro viaje. Detalles”.
Y, aunque insisto en que resulta inútil tratar de captar la esencia de la prosa de Ford en un párrafo suelto, creo que aquí late buena parte de la idea capital que recorre esta novela. La única aproximación posible a lo que sea la existencia no está en las palabras solemnes de Heidegger, que Bascombe lee a ratos en la penumbra del motel, sino en esos detalles, en esas tentativas de entender y amar a los otros entre contingencias, desconciertos y miradas furtivas. En el mejor de los casos, como apunta Ford en boca de su ya inolvidable personaje, lo que tenemos es una protección momentánea contra la confusión.
Tal vez la propia literatura no sea nada más —y nada menos— que eso: una protección momentánea contra la confusión.
*Sé mía. Richard Ford. Traducción: Damiá Alou. Editorial Anagrama, España, 2024.
*Luís Pousa es escritor, matemático y profesor titular de la Universidad Intercontinental de la Empresa.
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