Testigos del desarraigo –el más reciente ensayo fotográfico de Marylee Coll– se presenta como el resultado de una extensa y minuciosa indagación visual realizada durante la última década, en el interior de diversas casas de la ciudad de Caracas. En esta inusitada serie de imágenes cohabita un vasto inventario de objetos, enseres y mobiliario atribuido a otros tiempos y latitudes geográficas; un fascinante repertorio estético de indistinto origen estilístico confinado hoy a la teatralidad distanciada de escenarios domésticos que, al mostrarse revelados por la curiosa mirada de la artista, trazan en su recorrido, un relato fragmentado y anacrónico el cual expone, sin nostalgia aparente, un capítulo coyuntural y el dramático corolario de la Venezuela contemporánea. Estos singulares registros que cuentan –siempre en ausencia de sus habitantes– las posibles narrativas del lugar y de los objetos inanimados que alberga, serán interpretados desde la percepción vouyerista del observador como el testimonio que documenta esa otra historia reciente de desarraigo y abandono –que también es metáfora– de un país en conflicto.
Este sugerente portafolio de imágenes centra su atención en el contenido funcional y decorativo presente en numerosas viviendas e inmuebles donde se realizan las ya habituales “ventas de garaje”. Hogares y refugios de una clase media y alta caraqueña que alguna vez pertenecieron a personas hoy fallecidas y olvidadas o –en el mayor de los casos– a familias enteras que, por motivos diversos, han decidido abandonar el país. Como la tarea del etnógrafo, Marylee Coll se vale de estas circunstancias extremas para documentar no solo la manera como opera la dinámica de una economía informal que ha prosperado en nuestro medio, sino también como la posibilidad de crear un archivo de imágenes que representa la naturaleza de una cierta estética doméstica y que, a su vez, propone diversas tipologías de diseño y construcción arquitectónica, evidenciando las paradojas de una cultura propia a partir de una arqueología ilustrada en el marco del espacio privado.
Al margen de su apreciación afectiva –que también está presente– esta singular antología iconográfica atraviesa la compleja trama argumental enunciada en las diversas capas de contenido implícito que presenta cada imagen, otorgando así un invalorable sentido al propósito que anima a la artista: no solo se retrata el cuerpo del objeto como entidad ornamental pronta a experimentar el desalojo de su entorno social y un acelerado proceso de desmantelamiento; aquí se expresa potencialmente el testimonio emocional de un país; se transita la noción de desplazamiento, migraciones y diáspora, la conciencia del desarraigo y la fatalidad, las crónicas del abandono y la pérdida de nuestras posesiones, las huellas de la memoria y el olvido; y, así, un sinfín de manifestaciones y categorías identitarias que definen nuestra precipitada (de)construcción cultural.
Mediante la práctica consecuente de un sistemático trabajo de campo Marylee Coll registra estos espacios domésticos a partir de tomas fotográficas expeditas realizadas indistintamente con su iPhone o con una cámara digital, para luego compartirlas en su cuenta de Instagram. Estas imágenes, lejos de apuntar hacia una fotografía purista, son el resultado de una exploración empírica y la consecuencia de una afectiva empatía con los objetos olvidados: “es una eterna búsqueda de esa casa materna interna que nos regresa a nuestra infancia y nos hace sentir resguardados”. Como un viejo álbum de familia o un calendario de efemérides domésticas este registro visual traduce en su manejo, el vestigio de narrativas y memorias distantes pero también las crónicas de un presente indolente e inexorable. Cada fotografía se traduce entonces en una alegoría de esa “casa” que todos llevamos a cuestas, aún en la distancia.
Sin realmente proponérselo, la extensa cartografía de objetos captada en estos ambientes íntimos y extemporáneos configura un mapa de relaciones múltiples desde las afinidades y correspondencias que percibimos entre las posesiones patrimoniales representadas y las consecuencias de una despiadada y contingente circunstancia. A pesar de registrar atmósferas que hoy percibimos anacrónicas, bizarras y hasta excéntricas, incompatibles con aquella pretendida “modernidad” que tanto ambicionábamos, estas fotografías retratan el perfil de un segmento de la idiosincrasia local derivada del mestizaje entre lo foráneo y lo vernacular autóctono.
La construcción de un discurso fotográfico
Resultado de un extenso trabajo en desarrollo, el proyecto Testigos del desarraigo nace de una indagación previa cuyas imágenes, reunidas en la serie Inanimados de 2013 registran, en amplios primeros planos, la rebuscada gestualidad de una sucesión de figurillas de porcelana europea: doncellas y dulces querubines, duendes, animalillos, bailarinas y caballeros de orden, representan escenas bucólicas y personajes idealizados, no obstante pertenecer a la uniformidad de una cultura de masas suscrita, entre otras industrias, por las casas Lladró, Capodimonte o Meissen. Protagonistas de expresiva naturaleza kitsch, estas piezas atesoradas como frágiles “objetos del deseo” por una clase social hoy desplazada configuran, en el tiempo, la vanidad de una iconografía doméstica sustentada en la ilusoria abundancia de una nación petrolera.
En su entusiasmo por descubrir la ambigua complejidad de estos modelos de consumo –aquellos que presumen ingenuamente de su condición foránea, al introducir una estética extranjera mezclándola con la propia del país–, Coll busca restituirle la importancia y el valor que este objeto alguna vez tuvo y así lo hace presente, al captar sus diversas expresiones en un intento por humanizar la naturaleza inerte de sus cuerpos. Esta singular colección de “adornos escultóricos” dará paso a un ejército de fastuosas vajillas, cristales, espejos, arañas, apliques y lámparas de mesa afirmando el dominio de un artificio esteticista –actualmente arruinado– el cual acompañó a un determinado estrato social, surgido al ritmo progresista de un país en ascenso que hoy se desvanece dramáticamente. Retrata así un repertorio híbrido de “corotos” acumulados por una sociedad anclada en un pasado opulento dolorosamente arrojado hacia un futuro incierto dejando atrás no solo lo material, también las memorias y narrativas que definen la idiosincrasia de sus habitantes.
El objetivo fotográfico ilustra con minuciosa fidelidad la representación de estas entidades –marcadas con un valor que las transforma nuevamente en mercancía– emplazadas ahora en un contexto reconfigurado de situaciones alteradas. Escenifican para el espectador una variedad expandida de “bodegones” y “naturalezas muertas” cuyos elementos compositivos anuncian la fatalidad de su pronta desaparición. El lente se aleja y desde otro enfoque revela la perseverante presencia de estos objetos dentro de los interiores arquitectónicos, exponiendo asimismo los diversos ambientes del entorno que los contenía. Estas elocuentes y, a ratos, inconcebibles imágenes delatan –en su aparente mutismo– situaciones y atmosferas de angustiosa desolación, encuadrando inéditas perspectivas y contenidos visuales hasta alcanzar el desenlace de una experiencia sombría, pues escenifican la representación del vacío y una brutal estética del abandono.
Un destino que afecta igualmente los objetos más íntimos y personales, aquellos que revelan los gustos, placeres y afinidades del sujeto: cuadros, libros y fotos familiares; atuendos, artículos deportivos, radios, maletas, camas, sofás, sillas, artesanías y piezas de la cultura popular se exponen dispersos y abatidos cual espectros indolentes que habitan, hoy, junto a las cajas de embalaje, las desmanteladas superficies de las otrora salas, dormitorios, cocinas, pantrys, baños, terrazas y pasillos ocultos.
Marylee Coll resuelve acertadamente las paradojas y contrasentidos de la imagen a partir de una composición visual estructurada, frontal y definitivamente escenográfica, que opera al margen de toda manipulación previa. Esta secuencia de imágenes promueve el encuentro dialógico de los opuestos -la exuberancia del paisaje natural frente a la anacrónica representación pictórica, el guardarropas desalojado de sus vestimentas frente al extemporáneo traje de luces- para hacerlos coincidir en un dialogo común: la poética del desarraigo.
En estas casas sombrías, abandonadas, agonizantes, se traza la inalterable indiferencia de una narrativa doméstica y familiar que marca, sin duda, un singular episodio de nuestra historia reciente; la fugacidad de un tiempo de esplendor que ha transmutado en vestigio del presente y, asimismo, en este relato de transitoriedad, desplazamiento y resiliencia.
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Testigos del desarraigo / Witnesses of the Uprooting
Marylee Coll
Conceptualización y texto: Ruth Auerbach
Dirección editorial: Ruth Auerbach y Gisela Viloria
Diseño gráfico: Gisela Viloria
Traducción: Mark Gregson
Edición en colaboración con la Galería Beatriz Gil
Caracas, 2018
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