Por GUILLERMO RAMOS FLAMERICH
A la Eli
Un libro tiene muchas vidas. Todas quedan reflejadas en las marcas físicas labradas por el tiempo. De niño me gustaba escudriñar la biblioteca de mi abuela Dilia. Revisaba aquellas gavetas sobrias y encontraba tomos que no paraban de multiplicarse. Entre el olor de la polilla y el polvo, el tacto áspero de las hojas crujientes y la presencia de imágenes y textos de otra Venezuela, encontré un librito que me hizo vivir la aventura de un mundo perdido.
Era el volumen 51 de la Biblioteca Popular Venezolana, aquella empresa del Ministerio de Educación Nacional, que realizó ediciones masivas de clásicos venezolanos y que mantuvo una importante continuidad a mediados del siglo XX. Tenía una portada azul cadete, con un dibujo en el centro de una muchacha a medio perfil y unas chozas de fondo y el nombre desconocido y cordial de una «musiúa»: Jenny de Tallenay. El título era Recuerdos de Venezuela. ¿Cuál de todas?, me pregunté en aquella ocasión. Si algo caracterizó mi infancia y adolescencia fue escuchar historias del lugar que la violencia política hacía desaparecer. El país en el que estuvo Jenny era, a su vez, otro —el de los años del guzmancismo—, en donde se escenificaba un progreso material en medio de la dispersión de siempre.
Las múltiples vidas de una viajera y su obra
Recuerdos de Venezuela es de los pocos diarios de viajes —de los que se conocen— escritos por una mujer sobre la Venezuela del siglo XIX. Fue publicado originalmente en francés por la Librairie Plon en 1884. Bajo el título Souvenirs du Venezuela. Notes de voyage, la edición original la ilustró Saint-Elme Gautier. Estos grabados han sido reproducidos posteriormente en libros y enciclopedias de historia, quizás sin pensar que la inspiración de Gautier fueron las descripciones de la joven. El diario fue publicado en español setenta años después. La traducción se la debemos a René L. F. Durand, personaje hasta cierto punto desconocido. Cuando uno indaga sobre su vida aparece muy poco. En la base de datos de la Biblioteca Nacional Francesa (BNF) se dice que murió centenario en 2010. Lo que sorprende de este personaje, también poeta, es su catálogo de traducciones de autores latinoamericanos al francés: Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Salvador Elizondo. De los venezolanos tradujo a Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Ramón Díaz Sánchez y a Juan Liscano. También hizo una antología de «algunos poetas venezolanos».
¿Quién era Jenny? Los datos sobre su vida son escasos. En el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar surge que nació en Francia en 1855 y que posiblemente falleció allí también en 1884. Sin embargo, la base de datos de la BNF toma como lugar y fecha de su nacimiento Alemania, en 1869, y establece como año de fallecimiento 1920. Existen detalles contradictorios tanto en el diccionario como en la biblioteca francesa. De Tallenay no murió en 1884, hecho confirmado por sus publicaciones posteriores. De regreso a Europa escribió artículos sobre arte y cultura, tradujo al poeta Heinrich Heine y publicó poesía, novelas cortas, así como la novela histórica sobre la mártir cartaginense Vivia Perpetua (1905). También se interesó por el espiritismo, popular en la época, a lo cual dedicó parte de sus escritos. Además, fue próxima al círculo del ocultista francés Joséphin Peladan.
El otro detalle contradictorio aparece si tomamos su fecha de nacimiento como 1869. Si esto es así, la Jenny que llegó a Venezuela era una niña de nueve años, no la joven que se expresa en su diario, la cual se casó en Caracas, en diciembre de 1880, con el embajador belga Ernest Van Bruysell, y se fue de luna de miel a Puerto Cabello y a las Minas de Aroa. El nacimiento y la muerte parecen guardados en el misterio. En un sitio web de genealogías aparece una tercera fecha, 1863. Si la tomamos como cierta, estuvo con nosotros entre los quince y dieciocho años. Hay contradicciones, caos en las fechas. Debemos indagar más, buscar otras fuentes. Acaso preguntar.
Testigo excepcional del guzmancismo
Jenny-Jacques de Tallenay llegó a Venezuela junto a sus padres, los marqueses Olga Illyne y Henri de Tallenay, nuevo cónsul general y encargado de negocios de Francia, el 26 de agosto de 1878. Desembarcaron en el puerto de La Guaira después de una breve escala en las islas de Guadalupe y Martinica. Se despidieron del vapor Saint Germain para emprender camino a Caracas. Se alojaron en el Hotel Lange, en la Esquina de Carmelitas, al cual Jenny llamó en su diario el «Gran Hotel». Se despidieron de tierras venezolanas en abril de 1881, cuando al diplomático lo enviaron en misión a Perú. En el intermedio, Jenny no solo se casó y escribió sobre lo que vio en sus viajes a Maracay, San Juan de los Morros, San Joaquín, Puerto Cabello, Tucacas, Valencia, Caracas, también recolectó arañas y coleccionó plantas, quizás con un entusiasmo inspirado por Humboldt y Bonpland, fundadores de las aventuras de buena parte de los viajeros europeos en el siglo XIX latinoamericano. El presidente de Venezuela en 1878 era el general Francisco Linares Alcántara. Designado para un periodo de dos años, Guzmán Blanco lo había puesto allí para que le guardara el puesto mientras pasaba una nueva temporada en París. En poco tiempo, Linares no quiso ser más un títere y comenzó una rebelión que fue truncada por su misteriosa muerte el 30 de noviembre de aquel año.
Jenny vivió de primera mano el funeral del malogrado presidente Linares Alcántara. Cuenta cómo de camino al Panteón Nacional, en la Esquina de La Trinidad, el sonido de unos tiros hizo que parte de los presentes sacaran sus pistolas y entre la estampida de la gente huyendo de una posible ráfaga, la urna cayó al suelo. En sus páginas hay anécdotas como esta, así como la crónica de la «guerra civil» llamada Revolución Reivindicadora, que ratificó el poder de Guzmán Blanco. Eran los inicios de su segundo gobierno directo, conocido en la historiografía como el «Quinquenio». Con un buen número de inexactitudes Jenny ofrece un breve panorama de la historia venezolana. Comenta sobre Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Antonio Leocadio Guzmán. El ilustrador resumió este capítulo con el retrato de Guzmán Blanco, el cual solo sale descrito con el parco título de presidente de la república. En las notas de viaje de Jenny están presentes la descripción del paisaje, pueblos, canciones y gastronomía populares, cuadros costumbristas y tradiciones como la Semana Mayor.
Jenny de Tallenay hizo un inventario de los geosímbolos construidos por Guzmán Blanco en su anhelo de hacer de Caracas una París suramericana. En su catálogo está la Plaza Bolívar, el Panteón, los bulevares y el Capitolio. De la Casa Amarilla admiró su patio al estar «sombreado de plátanos magníficos», pero de su decorado dijo que era «con bastante lujo, pero sin demasiado buen gusto». Si algo hemos mantenido los venezolanos es esa fascinación por la mirada externa, que nos interpele y nos legitime. Jenny hace el recuento de las conversaciones que tuvo con caraqueños sobre los cambios que estaba viviendo la ciudad: «¿Cómo encuentra Ud. a Caracas?, decían unos. ¿No se parece a París? ¿Tienen Uds. en Europa —preguntaban otros— parques tan bonitos como la Plaza Bolívar? Casi había miedo de contradecirles». Ese diálogo da para múltiples interpretaciones. Lo cierto es que la presencia de la joven en los círculos de la élite caraqueña no pasó inadvertida. El escritor Luis Correa, en su libro de ensayos Terra Patrum: páginas de crítica y de historia literaria (1930), comenta que Jenny fue la «musa extranjera» de varios poetas locales. Y que, si bien Guzmán Blanco la había querido sacar a bailar en la gala de Año Nuevo de 1881, el poeta Francisco Guaicaipuro Pardo se le había adelantado al presidente, pero no con el baile, sino en una extensa plática en la cual confesaba su veneración. Como gesto con Pardo, Jenny tradujo al francés su poema Soledad y lo incluyó junto a Andrés Bello, Pérez Bonalde y Eduardo Blanco, en el capítulo que dedicó a las letras venezolanas.
Regreso a Jenny
Después de descubrir estas memorias entre los libros de mi abuela leí todo lo que pude hasta que cayó la noche y me buscaron mis padres para llevarme a casa. Lo dejé en un rinconcito, para revisarlo en cada nueva visita. Mi abuela, al ver lo mucho que me gustó, terminó por regalármelo. En 2017 volví a leerlo para un trabajo de la cátedra de Geohistoria en la universidad. Lo finalicé horas antes de despedirme de mi abuela, quien falleció el lunes 10 de julio. Por varios días miré fijamente la firma que ella había dejado en la página 50, acto que acostumbraba a hacer en todos sus libros. Por cosas del azar estoy viviendo y estudiando en París. Aquí conseguí la edición francesa —la que contiene los grabados de Saint-Elme Gautier— en una encuadernación de papel jaspeado. Regresé de inmediato a Jenny de Tallenay, a releerla, para comenzar un viaje doble: uno hacia la Venezuela que vio Jenny y otro al país de mi infancia, dos mundos ya desaparecidos.