Papel Literario

Una mirada al posthumanismo

por Avatar Papel Literario

Por LORENA ROJAS PARMA

 Las estrellas no temen aparecer como luciérnagas

           Rabindranath Tagore

El tiempo de los «post» ha venido por nosotros con una insistencia que hemos debido atender. Nos ha dado señales en las que se nos advierte que estamos atravesando épocas de cambios muy profundos, en los que se develan nuevos y diversos modos de concebirnos y relacionarnos con todo lo que existe. Donde los tiempos no son lineales y nos descubrimos en un tránsito que permanece abierto, como un diálogo socrático.

Desde mediados de los años noventa venimos sintiendo un cierto clima, especialmente en el arte y la filosofía, que permitió hablar de una condición posthumana, para decirlo con Pepperell, y que ha ido permeando, desde entonces, las discusiones y publicaciones de las principales universidades del mundo. Esa posibilidad hacia lo posthumano ha significado, en los años de nuestro siglo, replanteamientos sobre nociones que, de alguna manera, asumíamos resueltas, más o menos claras, como el significado de ser humano, los alcances de la conciencia, la inteligencia o la visión jerárquica de los seres vivos. Más aún, dualismos muy bien asentados como naturaleza/tecnología, hombre/máquina, hombre/animal, se vieron diluidos en favor de un monismo dinámico y relacional que ha entrado en diálogo con la ciencia contemporánea. Filosofías de corte monista, como la de Spinoza, han encontrado espacios renovados para la reflexión sobre la existencia, su sustancia común y su condición interrelacionada.

Esto ha traído consigo una revisión teórica y vital del humanismo ―de los humanismos― que resalta, fundamentalmente, la centralidad y superioridad de anthropos, algún canon de humanidad que deba seguirse o la separación ontológica del hombre frente al mundo. En esas revisiones se ha destacado lo que, tal vez, no hemos querido ver de manera tan frontal: cómo anthropos o humanus de distintas maneras resguardaron un sentido de predominio que llega hasta nosotros. Y cómo, con ello, desestimamos nuestras relaciones con el planeta, con la naturaleza muda que ha estado allí para servirnos, con una tecnología entendida como artificio a través del cual la dominamos. El posthumanismo, entonces, tomando distancia de cualquier tipo de dualismo o predominio, ha abierto el horizonte ontológico y también existencial hacia la interconexión, la diversidad y el reconocimiento de los humanos como integrantes del entramado equitativo que teje delicadamente la existencia.

Ya Foucault nos hablaba de «la muerte del hombre», y en el mismo Nietzsche podemos hallar pistas que anunciaban estas voces contemporáneas. Con todo, la conciencia de los desequilibrios ecológicos que hemos ocasionado al planeta, la irrupción de la tecnología digital y el desarrollo biotecnológico, la presencia de las grandes migraciones a Europa en los años noventa (Marchesini, 2017), fueron generando ese clima para pensar en términos de posthumanismo y en las implicaciones de lo antropocéntrico. Lo posthumano se aparta, en este sentido, de definiciones que pretendan ser definitivas o un referente en torno al cual las cosas tengan que organizarse. Por ello, los aportes especialmente valiosos de las epistemologías que expresan un énfasis en la corporalidad, afectividad y situación han hecho un contrapeso al sujeto neutral y no situado de corrientes muy influyentes de la filosofía.

De esta manera, se ha puesto el foco en la pluralidad y lo cambiante, mientras se abren caminos para repensar la historicidad, las perspectivas, la genealogía de las cosas, que nos ponen en sintonía con la diversidad y creatividad de la existencia. Una diversidad que, además, se expresa en términos horizontales: nada obliga a que lo que tenga sus propias funciones, fisionomías o maneras de vivir deba ser ontológicamente jerarquizado. La vieja idea de las plantas ocupando el último nivel de la pirámide de la vida, por ejemplo, hoy ha sido desafiada por evidencias científicas acerca de su sofisticada comunicación, cálculo, memoria y sensibilidad (Mancuso, 2015). Las tecnologías contemporáneas nos han permitido conocer secretos de la existencia, sus modos de llevar la vida, lo que ha ido cuestionando, por sí mismo, la centralidad de lo humano, su falta de «hermandad» con el sol, la luna, el viento o la estrellas. Hoy la ciencia habla de conciencia celular o de la mente y memoria de los hongos (Money, 2021), lo que, al menos, nos permite preguntar si somos los únicos custodios de la mente o la inteligencia, o los únicos con poderosas redes de comunicación. Los asombrosos micelios fúngicos de los bosques parecen confirmarnos, de nuevo, que estamos interconectados, que compartimos confidencias.

En el diálogo del posthumanismo con las teorías cuánticas y la microbiología, se han planteado, sin velos o deudas teóricas, las profundas implicaciones filosóficas que implican esos hallazgos científicos. La recomposición ontológica, por así decirlo, que estamos llamados a pensar. En efecto, la complejísima constitución subatómica de la existencia que se nos ha revelado como vibraciones, quarks, entrelazamientos más o menos inexplicables, ubicuidad, interconexión, perspectivas, fotones partícula-onda o incertidumbre, nos ha dejado sumidos en medio del asombro. En aquel thaumazein que daba origen a la filosofía y que hoy nos interpela nuevamente. Con toda lucidez ha dicho Rafael Cadenas que la física cuántica «ha restaurado el insondable misterio del cosmos; es una revolución». A ese nivel compartido de la realidad, donde no hay quiebres ontológicos, ni esencias definitorias de las cosas, los principios de individuación o no contradicción, por ejemplo, ya no se sustentan; tampoco, de manera unívoca, «lo universal», sino la interrelación, la creatividad y la posibilidad. Lo que resuena con la sensibilidad e intuiciones posthumanistas. Nada está exento de hibridez, de portar una molécula de mariposa o estrella. Esto también resuena desde la aurora jónica de la filosofía; filosofía profunda y compleja que hoy ha tomado nuevos bríos para hablarnos de la existencia. Tal vez nosotros podamos comenzar admitiendo que lo posible pertenece a la realidad vibrante y (re)vitalizada.

Esto ha convocado, igualmente, una revisión sobre la noción de «vida», pues los conocidos prerrequisitos establecidos por Aristóteles o la ciencia moderna, ya no dan cuenta de las experiencias con la tecnología digital e inteligente. No son claros sus límites, si pensamos, por ejemplo, en nuestra presencia y experiencias virtuales, en nuestra posibilidad de ser ubicuos, en lo que significa haber vencido la distancia y alterado de manera tan profunda los tiempos conocidos. O si pensamos en el Wetware, la fusión del Hardware y Software con los micelios de los hongos. Acaso debamos atender, con más cuidado, lo que significa ontológicamente la fusión de un lente intraocular en la parte frontal del ojo, o un Stent dentro de una arteria de nuestro corazón. Por ello, el dualismo naturaleza/tecnología ha sido replanteado en términos de un continuum, lo que también se vincula con los hallazgos vibrantes y autopoiéticos que conforman la materia, ahora inteligente, vital y autogestionada (Braidotti, 2013). Así las cosas, la vida se nos presenta en términos extendidos, porosos, pues el entramado vital y horizontal del que somos parte se expande, como el universo. Y nos recuerda nuestra comunión ontológica con esas profundidades cósmicas que hoy nos reportan las imágenes del telescopio Webb, y que contemplamos, por si fuera poco, desde la intimidad de nuestros dispositivos móviles.

A estas disertaciones que ahora presentamos las alcanza una discusión mundial sobre la Inteligencia Artificial. En medio de un torbellino de opiniones capitaneadas por el temor, se avizora un apocalipsis en el que seremos sustituidos o destruidos. Concentrados en lo que «nosotros» podemos hacer y «ella» no, al modo dualista, y además competitivo, se hace muy evidente nuestro temor por perder el centro, y al no poder controlar la máquina como a un objeto inerte, puede haber consecuencias. Lo que depare el futuro, no lo podemos prever; de lo que sí podemos hablar es de estas inteligencias que ya están aquí. Y si asumimos con vigor que las transformaciones son inherentes a la existencia, tal vez podamos abrirnos a otras experiencias más próximas a esa interconexión que sigue pidiendo nuestra atención. «La tecnología no puede ser reducida a algunos objetos técnicos que nosotros ‘usamos’; debe ser vista como lo que es: una manifestación ontológica que participa en la revelación de la existencia» (Ferrando 2022). Quizá debamos insistir en nuestra propia capacidad creativa, nuestra condición autopoiética, para hallar nuevas formas de comprender y vivir las cosas.

En este sentido, estamos tratando de abrir nuestros corazones a otros modos de inteligencia, encuentros y vínculos. A pesar de los quiebres tan hondos que hemos padecido en el país, aún resguardamos el amor que se necesita cuando se quiere comprender. Eugenio Montejo sabía lo difícil que era «llenar un breve libro con pensamientos de árboles». Nosotros queremos aprender a escuchar su voz, como en el grito del tordo negro del verso, aunque aún no sepamos «qué hacer con ese grito» ni «cómo anotarlo».

Es esta, pues, una discusión abierta, que admite perspectivas, inclusiones, voces diversas. Desde el Centro de Investigación y Formación Humanística, de la UCAB, estamos pensando sobre estos temas que lideran importantes reflexiones en el mundo. Hoy nos acompañan grandes maestros y amigos a quienes agradecemos, una vez más, que compartan con nosotros sus valiosas reflexiones.

*Lorena Rojas Parma se desempeña en la Universidad Católica Andrés Bello.